Translate

martes, 5 de noviembre de 2013

La princesa kaguyá

Como todos los días, el tío Taketori, que era como popularmente le llamaba la gen­te, había ido al bosque a cortar bambú. De repente, quedó estupefacto por el gran res­plandor que desprendía uno de ellos. Tan­tos años dedicado a su oficio de confeccio­nar objetos con bambú, no había visto caña como aquélla. ¡Relucía como el oro! Se acercó para cortarla y su luz le dejó casi ciego. Cerró un momento los ojos y cuan­do pudo abrirlos de nuevo, se asombró más todavía: dentro del tronco cortado ha­bía una hermosa niñita envuelta en paña­les. La cogió con mucho cuidado y se la llevó a casa. Por el camino, pensó:
-Seguramente, el dios de la montaña, como sabe que no tenemos niños, ha que­rido damos esta alegría en la vejez.
Los dos ancianos decidieron llamarla «Kaguyahimé», que significa «princesa del bambú».
Desde aquel hallazgo, cada vez que el tío Taketori iba al bosque, dentro del bam­bú, donde había nacido la chiquilla, encon­traba monedas de oro. De este modo, se convirtió en el artesano más rico de la aldea.
Educaron a la princesa con tanto esme­ro que no tardó en convertirse en una pre­ciosa doncella. Además, todos la admira­ban por su bondad.
Sin embargo, algo raro había en ella, los días de luna llena abría el balcón y toda la noche contemplaba la luna con nostalgia. Sus padres adoptivos no entendían el mo­tivo de estos momentos de tristeza y pro­curaban darle todos los caprichos.
Mientras tanto, la fama de la belleza de Kaguyahimé se extendía por todo el país y muchos nobles y ricos sentían curiosidad por conocerla. Cada día rodeaban su casa y le pedían al tío Taketori la mano de su hija. Pero la princesa no mostraba ningún interés en casarse y el anciano no sabía cómo evitar aquella situación de agobio. Finalmente, quedaron cinco pretendientes, famosos por su habilidad en conseguir no­vias.
El tío Taketori los reunió a los cinco y les pidió a cada uno de ellos una cosa imaginaria, dificil de conseguir. Pensó que de este modo se darían por vencidos.
-Usted, príncipe Ishi-tsukuri, me trae­rá la escudilla azul de Buda. Usted, prínci­pe Kuramochi, la rama con raíces de pla­ta, tallos de oro y frutos de rubí. El señor Abé-no-Mimuraji, traerá el vestido hecho con la piel de hinezumí (especie de puerco espín). Usted, señor Otomo-no-Miyuki, el collar de brillantes, enrollado alrededor del cuello del dragón. Y usted, señor Iso-no­Kami, la moreta que la golondrina guarda en su nido. A quien me traiga lo que he pedido le entregaré la mano de Kaguya­himé.
Todos se fueron pensando cómo ser los primeros en conseguirlo. Después de mu­chos años los resultados fueron éstos: el príncipe Ishi-tsukuri era un hombre calcu­lador. Pensó que era imposible conseguir una de las cuatro escudillas de Buda exis­tentes sólo en India y que el viaje sería en vano. Así que fue a casa de Kaguyahimé para despedirse del simulado viaje a la India.
Al cabo de tres años, cogió una escudi­lla vieja que había en un templo de Nara, la guardó dentro de un saquito brocado y se la presentó a la princesa. Mientras con­taba las peripecias sufridas para conse­guirla, Kaguyahimé cogió la escudilla, pero al ver que no brillaba le dijo que era falsa. Él le contestó que, ante su belleza, había perdido todo resplandor.
Después de la infortunada visita, el prín­cipe seguía escribiéndole, pero ella no le hizo ningún caso.
La leyenda china cuenta que en el mon­te Hora¡ existe la rama con raíces de plata, tallos de oro y los frutos de rubí, también dicen que se encuentra allí el elixir de la larga vida.
Pero el monte Hora¡ está en China y el príncipe Kuramochi que era muy astuto pensó la manera dé conseguir la rama, sin necesidad de ir allí. Pidió vacaciones a la corte para descansar de su trabajo y man­dó una carta a la princesa, explicándole su partida. Después, se hizo acompañar por sus vasallos hasta el puerto de Osaka y se marchó hacia Kiushu durante tres días, al cabo de los cuales volvió al puerto de par­tida, todo en absoluto secreto.
En un apartado lugar se hizo construir una casa, donde se encerró durante mil días con los mejores joyeros del reino. És­tos le hicieron una rama igual a la que la princesa pedía.
Después, sus vasallos llevaron la rama al puerto de Osaka y aparentó llegar de un largo y penoso viaje, se le veía cansado y con una barba de días. Por Kyoto se rumo­reaba que el príncipe había traído la rama del monte Hora¡ y la princesa se entriste­ció sólo de pensar que tendría que casarse con él.
Con el mismo aspecto desaliñado, el prín­cipe Kuramochi fue a visitar al tío Taketo­ri y delante de él y de Kaguyahimé empezó el relato de su viaje:
-El día 10 de febrero de hace tres años, salimos del puerto de Osaka sin saber qué dirección tomar, remábamos en alta mar cuando sopló un viento tan fuerte que nos hizo llegar a un país desconocido. Allí vi­vían unos ogros que nos asaltaron. Para sobrevivir, tuvimos que comer raíces sil­vestres y conchas de mar. Nos pusimos enfermos, no obstante seguimos buscando el monte Horai. Un día, cerca de una mon­taña muy alta vimos la aparición de una mujer que sacaba agua del mar con una taza de plata. Ella nos indicó por dónde subir al monte Hora¡; éste estaba lleno de árboles y flores de oro, nos quedamos ma­ravillados. La rama que traigo aquí no es nada compa-rado con las preciosidades que allí vimos.
Mientras Kaguyahimé y su padre le es­cuchaban, entraron seis señores con una carta y se la dieron a la princesa. La misi­va decía:
«Hemos trabajado para hacer esta rama más o menos mil días. En todo este tiempo apenas nos dieron de comer, aguantamos malos tratos, pensando que el príncipe nos pagaría al terminar el trabajo, sin embargo, no ha sido así; todavía no hemos recibido nada».
El príncipe allí presente, se puso nervio­sísimo y se enfureció con los joyeros. ¡Le habían dejado en ridículo!
Por el contrario, Kaguyahimé y el an­ciano se alegraron de haber descubierto a tiempo el engaño.
El señor Abé-no-Mimuraji era el más rico de todos los preten-dientes y estaba convencido de que con dinero se podía conseguir incluso lo imposible.
Supo que un comerciante chino llamado Ozeki a menudo viajaba a Japón y le en­cargó que buscase en China el vestido he­cho con la piel de hinezumí.
Pasados unos años, se enteró de que el barco chino había llegado a Kiushu y que traía su encargo. Enseguida mandó a un vasallo con el caballo más rápido para que volviese pronto.
Cuando Abé-no-Mimuraji cogió el ves­tido pudo comprobar que verdadera-mente era precioso, tenía un color azul intenso y la punta del pelo de oro.
Kaguyahimé quiso comprobar si la tela era la verdadera y Abé-no-Mimuraji orde­nó a un sirviente que la quemara. Ensegui­da empezó a flamear fuertemente. El por­tador del regalo se puso muy pálido al comprobar por sus propios ojos que lo que el comerciante le había traído era imita­ción. Muy desilusionado, volvió a su casa.
Otomo-no-Miyuki reunió a sus vasallos y les dijo:
-A quien me traiga el collar de brillan­tes enrollado alrededor del cuello del dra­gón, le regalaré lo que me pida.
Los vasallos le dijeron que era imposible conseguir tal collar. Entonces, se enfadó:
-Los vasallos tienen que cumplir las órdenes del señor a costa de sus vidas.
Después de este mandato, les repartió ropa y comida para que empren-dieran el viaje. Ellos sabían que era una locura de su señor y por miedo al castigo le dijeron que intentarían lo imposible, pero se es­condieron en distintos lugares.
Otomo-no-Miyuki esperaba a sus vasa­llos con impaciencia, no obstante ni reci­bía noticias de los pormenores del viaje ni volvía ninguno de ellos. Cansado de espe­rar, decidió intentarlo por su cuenta.
Navegó por todas partes para buscar al dragón. De repente, el mar empezó a enfu­recerse y se desencadenó una gran tempes­tad y el barco amenazaba con irse a pique. Los tripulantes le dijeron a su señor:
-La causa de esta tempestad es que usted quiere conseguir el collar de brillan­tes y el dragón está irritado. Si le pide perdón, la tempestad cesará.
El señor, muerto de miedo, se arrodilló y le suplicó mil veces que le perdonara, y poco a poco la tempestad se calmó.
Con viento favorable, llegaron al puerto de Asahi. La gente, al saber de su llegada, se aglomeró para saludarle y ver el collar. Pero Otomo-no-Miyuki llegó con los ojos enrojecidos y el vientre hinchado; su as­pecto era lamentable y la gente se rió de él.
Sus cortesanos trajeron un palanquín y le llevaron a palacio, mientras se quejaba desesperadamente.
Dice la leyenda que cuando la golondri­na pone huevos, depone al mismo tiempo la moreta, como talismán de buen parto. Por eso, antiguamente la gente creía que este molusco ayudaba a tener un buen par­to y a conseguir la felicidad.
El señor Iso-no-Kami les dijo a sus va­sallos que le avisaran cuando una golon­drina anidara ya que quería conseguir la moreta en su nido. Los vasallos habían matado muchas golondrinas para buscar la moreta en su vientre, pero no habían en­contrado nada. Porque se dice que la go­londrina pone la moreta al poner los hue­vos y que ésta desaparece en cuanto al­guien la mira.
Uno de los vasallos descubrió un nido en el alero de la cocina de palacio. Ense­guida prepararon un andamio y veinte va­sallos hacían guardia para vigilar a la go­londrina, pero ésta se dio cuenta y no vol­vió más a su nido.
Un anciano del palacio le recomendó a su señor que lo mejor era subir con una canasta sujetada por cuerdas y coger la moreta en el momento en que la golondri­na diera siete vueltas levantando la cola al poner los huevos.
Iso-no-Kami se alegró mucho. Pensó que era muy fácil y quiso subir personalmente a buscarla. Observó que realmente la go­londrina daba siete vueltas; enseguida me­tió la mano en el nido y logró coger algo; muy alboro-tado dijo:
-¡La cogí!, ¡la cogí! ¡Bajad la canasta lo más pronto posible!
Los vasallos también se atolondraron y tiraron de las cuerdas demasiado pronto. La canasta bajó precipitadamente e Iso­no-Kami se dio un golpe muy fuerte en la cadera. Sin embargo, mantenía el puño bien cerrado. A pesar del dolor, estaba satisfe­cho de haberlo logrado. Mandó traer una linterna y cuando abrió el puño sólo había un excremento seco de golondrina.
Se quedó tan desilusionado que enfermó de verdad y murió. No pudo soportar que la gente se riera de él.
Kaguyahimé y sus padres vivían muy felices. Por fin se habían librado de los pretendientes, ya que todos ellos se habían dado por vencidos.
Durante el mes de agosto, Kaguyahimé contemplaba la luna más que de costum­bre, se sumergía en sus pensamientos y a veces lloraba mucho. Sus padres le pre­guntaron qué le ocurría y ella les contestó:
-Yo no pertenezco a este mundo. Mi casa está en la luna y ha llegado el momen­to de despedirme. Me siento muy triste y tengo mucha pena. Mis verdaderos padres están en la luna. Me mandaron aquí como castigo por ser desobediente. He pasado muchos años en la tierra sin darme cuenta y me he olvidado de mis padres de la luna y ustedes me han llenado con su amor.
Los ancianos y también los servidores se sintieron muy tristes y no podían comer ni beber de la pena que tenían.
Cuando llegó a oídos del Emperador la noticia, éste le prometió al tío Taketori mandar muchos vasallos para proteger a Kaguyahimé el día 15 de agosto, que era el día de luna llena.
Llegó la noche esperada y en el tejado de la casa de Kaguyahimé los samurais estaban preparados. De pronto, un gran resplandor vino desde la luna y de dentro de ella salió una carroza tirada por un caballo alado. En ella iban los mensajeros de la luna. Cuando ya estaban cerca de la casa, los samurais dispararon los arcos, pero las flechas volvían a su lugar de origen.
La carroza entró en la habitación de Kaguyahimé, donde estaba llorando por última vez en brazos de sus protectores:
-Les agradezco mucho que me hayan cuidado durante todo este tiempo. Quiero dejarles un pequeño recuerdo mío; acép­tenlo, por favor.
Y les entregó una bolsita que contenía el elixir de la larga vida.
Kaguyahimé subió a la carroza. Ésta empezó a correr por el cielo dejando- a su paso un camino de estrellas hasta que de­sapareció en la luna.
Los dos ancianos se quedaron mirando la carroza con la bolsita entre las manos. Entre lloros, repetían desconsolados:
-Tú dices que esto da felicidad, pero no queremos vivir muchos años si tú no estás entre nosotros. ¡Con lo dichosos que éramos!
Después de aquella noche cayeron gra­vemente enfermos de tristeza y mandaron a un vasallo que quemara el elixir en el monte Fuji. Se dice que desde entonces siempre sale humo de este monte.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

No hay comentarios:

Publicar un comentario