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martes, 5 de noviembre de 2013

El colmo de los tontos

Soube era un labrador, conocido en su pueblo y sus alrededores por no acertar nunca a hacer las cosas al derecho. Era realmente el colmo de los atolondrados.
Una mañana, al despertarse miró al ca­mastro donde dormía su mujer y, no sa­liendo de su asombro, le dijo:
-¡Dios mío! ¡Qué desgracia, tu cabeza se ha convertido en pies!
Su esposa, acostumbrada a sus tonte­rías, sin enfadarse, le respondió:
-¿No te das cuenta de que eres tú el que duerme al revés?, tienes los pies enci­ma del almohadón.
Pero Soube mirando fijamente a los pies de la esposa...
-¡Socorro! ¡Los pies están hablando y sin tener boca!
Se levantó medio dormido y fue a la cocina para lavarse la cara.
-Oye, ¡levántate ya!, ¿qué te parece si me preparas el desayuno?, hoy tengo mu­cho que hacer en el campo.
La esposa se levantó y se quedó miran­do la cara de Soube.
-Oye, cariño, te has lavado la cara con la sopa, ¿verdad? Pues hoy te quedas sin ella en el desayuno.
Con la cara llena de residuos de sopa y sin rechistar, se tomó el arroz con un tazón de agua hirviendo, en lugar del caldo. Des­pués fue al establo a coger la vaca.
Una vez en los sembrados, empezó a buscar una estaca para atarla; después de largo rato encontró un tronco grueso.
-Éste me vale. Oye vaquita, come mu­cha hierba que hoy tenemos que labrar todo el campo.
Cuando Soube hizo ademán de coger la azada, no podía moverse, le costó trabajo darse cuenta de que había atado la vaca a su propia pierna. Enfadándose con ella, le pegó con un palo.
Al levantar el azadón vio que el sol es­taba medio escondido detrás de las monta­ñas ñas del este. Inmediatamente, bajó el azadón.
-Pero... Si ya se está poniendo el sol..., y todavía no he hecho nada, ¡qué deprisa se me ha pasado hoy el día!
Soube había confundido la salida con la puesta del sol.
-Por eso tengo tanta hambre, tengo que darme prisa; mi mujercita ya me estará esperando, y la vaca se habrá dado un buen panzón de hierba sin dar golpe.
Desató la vaca y subió encima para re­gresar a casa. En el momento en que se cogió al cuello del animal no comprendía qué ocurría, la cabeza era pequeñísima.
-¿Qué pasa? Tanta hierba que te he dejado comer hoy y has disminuido de ta­maño, de poca ayuda me servirás...
Soube, agarrado a la cola de la vaca, regresó a casa. Así llegó delante de la puer­ta del establo. Dando voces, le dijo a su esposa que estaba fuera:
-No te entretengas y prepara la cena que vengo con mucho apetito -dijo mien­tras le sonreía. Y qué guapa se ha vuelto mi mujer en mi ausencia -pensó.
Sin embargo, era a la vecina a la que Soube le pedía la cena y le sonreía de aquella manera. Ella quedó: boquiabierta al verle sentado al revés encima de la vaca.
Su propia esposa lloró de pena al ver que ni siquiera a ella le reconocía y le dijo:
-Mira, me parece que tu atolondra­miento ha llegado a un estado anormal y tendríamos que pensar en hacer algo.
-A mí también me gustaría curarme. ¿Qué me sugieres?
-Yo no creo que tu enfermedad sea cosa de médicos. Mejor sería que fueras al templo del dios Oinari, he oído que este dios hace muchos milagros.
-¡Qué buena idea! El dios Oinari es el patrón del arroz y como yo soy campesino, seguro que me comprenderá y ayudará.
Aquella misma noche se preparó para la larga caminata, tal como lo hacían los pe­regrinos, y se acostó pronto.
Al cabo de un rato se oyó cantar a un búho, mas Soube lo confundió con el gallo y se levantó precipitadamente. Se cubrió la . cabeza con lo primero que encontró, se puso la espada en el cinto y se hizo un bocadillo sin mirar lo que cogía.
-Parezco un peregrino de verdad, el dios Oinari se alegrará de verme, cada vez hay menos gente que haga estos sacrificios.
Nadie podría imaginarse que fuera un peregrino, parecía más bien un espantapá­jaros. En la cabeza llevaba una olla vieja y en el cinto la mano del mortero.
Emprendió el camino delante de su casa y al cabo de unas horas, ya cansado de andar, se preguntó:
-¿Adónde voy si se puede saber? Hu­biera sido mejor que mi esposa me acom­pañara, ella creo que lo sabía.
Se sentó en una piedra y esperó a que pasase alguien para pedir ayuda.
De pronto, una muchacha que iba a re­coger agua pasó por aquel camino. Soube la llamó:
-Oiga, oiga, por favor...
-Sí, usted dirá.
-Sí, eso. ¡Eh!, no me acuerdo por qué la llamé, quería preguntarle algo, pero...
-Entonces, ¿por qué me llamó? Parece una zorra disfrazada -le dijo la chica.
-¡Zorra! ¿Ha dicho zorra? Eso es. ¡Qué inteligente soy! Precisamente es lo que bus­co, el templo del dios Oinari, en el que hay dos zorras de piedra en la entrada. Muchí­simas gracias, señorita.
Contento consigo mismo, continuó el camino y subió la montaña. Al llegar a la cima entró en una casa de té para tomarse un descanso y le preguntó a la dueña si sabía dónde estaba el templo del dios Oinari.
-Es justamente dirección contraria, se­ñor. Tiene que tomar este otro camino.
Soube salió disparado y sin pagar la consumición. Seguramente, la mujer se sor­prendió de aquel tipo tan extraño.
Por fin, llegó al templo. Y delante del altar rezó así:
-Dios Oinari, dígnate curar a este po­bre campesino como tú. Todos dicen que soy necio y atolondrado, pero yo tengo confianza en que tú remediarás mi mal.
Con las manos cruzadas, oraba con de­voción. Cuando ya se iba a ir, se acordó de que no había dado limosna. Subió otra vez las escaleras y al no poder sacarlas mone­das de dentro de la bolsa, la echó entera dentro de la caja y bajó las escaleras muy pensativo:
-Como di todo el dinero voy a tener suerte..., almorzaré en esta sombra.
Entonces buscó la bolsa de la merienda y dentro de ella encontró un cojín envuelto con la faja de su mujer.
-¡Qué broma es ésta! Seguro que me lo ha hecho adrede. ¡Vaya bocadillo! Yo que le dije que iba a rezar...
A medio camino de regreso, vio una tienda donde vendían pane-cillos recién he­chos.
Soube empezó a buscar en todos los bolsillos y afortunadamente encontró la úl­tima moneda. Se apresuró a comprar uno y se fue tan contento. Lo mordió y..., era más duro que una piedra. Lo que Soube había cogido era el panecillo de cerámica expuesto en el aparador de la tienda.
Muerto de fatiga y de hambre, llegó a casa. Al abrir la puerta encontró a su mu­jer de espaldas preparando la comida en la cocina. Tan enfadado estaba por la broma del bocadillo que cogiéndola por el kimono le dio un puntapié y le dijo:
-La próxima vez ten más cuidado cuan­do me prepares el desayuno.
Dicho esto, la mujer se levantó con un gran chichón en la frente. En aquel instan­te Soube palideció, también esta vez se había equivocado con la vecina. Avergon­zado, salió fuera para refrescar su cabeza y volvió a entrar para pedir perdón.
-¡Ay, cómo lo siento! Perdón, perdón. Debió ser a causa del cansancio... -iba diciendo sin atreverse a mirarle a la cara.
Soube, pensando que había entrado en la casa de la vecina, resulta que ahora estaba en la suya y su mujer quedó mara­villada al ver que se había producido el milagro tan deseado.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

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