Sucedió lo
que vamos a contar en la época de la minoría de edad de don Enrique III, nieto
del primer Trastamara.
El joven
rey contaba entonces catorce años y vivía casi solo en el enorme alcázar de Burgos,
sin criados, y con la única compañía de un doncel, al que el rey solía llamar
«Azor» por su fidelidad, valor y astucia.
El monarca
no recibía ni siquiera visitas. Los cortesanos preferían pulular por las
antecámaras de los gobernadores, que en su nombre regían la nación, y que
también en su nombre malgastaban las rentas públicas y abusaban de la autoridad
real.
Los
cortesanos de aquel entonces no se andaban con cumplidos en halagar la pobreza.
Sólo se interesaban por aquellas personas de las que creían posible obtener
algún beneficio. Enrique III, aunque rey, vivía con estrechez económica y nada
se podía sacar de quien nada tenía. .
Cuéntase
que cierto día el rey tuvo que mandar a empeñar su gabán para poder comprar un
poco de carne mientras en el palacio del gobernador de Toledo se celebraba un
gran banquete, al que asistían los más destacados personajes del reino.
En aquella
época la ocupación favorita del rey, al que llamaban el Doliente, por lo
enfermizo de su cuerpo, era la caza de las codornices, pero podemos decir que
más que pasatiempo era necesidad.
Su fiel
criado Azor le ayudaba en la caza con toda diligencia, y luego vendía las
codornices en el mercado, pues era un plato demasiado caro para ellos, y con el
producto de la venta podían ob- tenerse otros alimentos de menos precio.
Ocurrió que
mientras Azor iba a empeñar el gabán del rey topó en el camino con uno de los
pajes del gobernador de Toledo; este paje era muy hablador y refirió al doncel
los grandes preparativos que se estaban haciendo en el palacio de su amo.
Una vez le
hubo explicado lo que iban a comer, el paje preguntó con cierta ironía al
doncel qué tal lo pasaba el rey en su alcázar.
-Ya sabes
que el rey come peor que el último de sus criados.
-Lo siento,
amigo. Y también lo siento por ti que comerás tan mal como tu amo.
-No lo
sientas tanto y que te aproveche -dijo el doncel.
El fiel
servidor del rey era muy discreto y no se refirió para nada al empeño del
gabán. Poco después regresó al alcázar y contó a su amo lo ocurrido.
-Según me dijo
se celebra un gran festín en el palacio del gobernador de Toledo...
-Muy bien.
Quiero presenciar este banquete, mi querido Azor -dijo el rey.
-Pero
señor... ¿Cómo vais a ir?
-Necesito
ver hasta qué punto derrochan los gobernadores de mi reino el dinero del
pueblo. También deseo saber hasta qué punto se olvidan de su rey.
-¿De verdad
quiere Vuestra Majestad ir esta noche al palacio del gobernador de Toledo?
-Sí, quiero
ir. Iré solo o contigo, lo mismo me da.
-Por nada
del mundo os dejaría ir solo, señor. Pero tengo temor de que a estas horas
pueda Vuestra Majestad sufrir algún accidente. Tenéis enemigos y si os
reconocen...
-No tengas
miedo, Azor. No me conocerán. Iré disfrazado. Ve corriendo a ver a tu amigo el
paje y dile que ha venido un pariente tuyo, un aldeano que desea ver la
magnificencia de la corte. Le suplicarás que te ayude a introducir allí a tu
pariente para que el pobre aldeano vea de cerca todos los incidentes del
banquete. Puedes lograrlo fácilmente, no te quepa duda.
-Lo haré,
señor. Pero ¿no teme Vuestra Majestad ser reconocido en el caso de que le dejen
entrar?
-No tengas
cuidado, Azor. No me conocerán. Tú me ayudarás a disfrazarme de tal manera que
nadie podrá saber quien soy. En cuanto a la servidumbre te agradecerán que
hayas llevado a un aldeano de quien podrán burlarse impunemente.
-Será como
decís, señor. Os ayudaré y que Dios nos ayude.
El doncel
arregló tan bien a don Enrique que éste quedó transformado totalmente en el más
insignificante aldeanillo de Castilla. Para que la trans-formación fuese más
completa se puso una venda en la frente simulando ser una herida a consecuencia
de una caída.
El fiel e
inteligente Azor contribuyó a que el engaño de la caída fuera más verosímil,
pues al preguntarle el paje por ello le contestó lo siguiente:
-Mi
pariente se cayó al pasar montado en su borriquillo por delante de la catedral.
El muy bobo se quedó contemplándola con la boca abierta, pues nunca vio cosa
igual y soltó las riendas en el preciso instante que el burro pegaba un salto.
Puedo decirte que aún tuvo suerte, pues con la caída que dio podría haberse
deshecho la cara.
-No se
habría perdido nada -repuso el paje riendo a carcajadas-. Perdona, amigo, pero
tu pariente es de lo más tonto que conozco.
-No es
ofensa, amigo. Él está convencido de ello.
El plan
salió a las mil maravillas y el rey pudo contemplar oculto tras un cortinaje el
gran festín con que se regalaban los nobles de su reino mientras él pasaba
hambre. Aquello era un despilfarro y un derroche vergonzoso. Era una muestra
más del desorden que reinaba en el país por el predominio de una nobleza
turbulenta cuya insolencia había crecido al ejercer la tutela de un rey
enfermizo al que no creían capaz de ninguna energía.
Lo que,más
dolió al rey fue la burla y escarnio que hacían de la dignidad real. Entonces
concibió el proyecto que tanta celebridad le ha dado.
El rey se
retiró al alcázar burgalés con su fiel Azor y al día siguiente hizo correr la
voz por todo Burgos de que se encontraba muy enfermo y deseaba hacer
testamento.
Mientras la
nueva corría por la ciudad el rey llamó a sus guardias y les ordenó rodear el
salón del trono y preparar junto a éste un misterioso aposento.
Como era de
esperar todos los grandes del reino se apresuraron a acudir al alcázar, pero
con el pretexto de que no debía entrar demasiada gente para no molestar al
regio enfermo los guardianes sólo dejaron pasar a los nobles sin ninguna
escolta.
La primera
sorpresa para el gobernador de Toledo y los demás dignatarios fue verse
introducidos al salón del trono en lugar de ser conducidos en la cámara regia,
donde era lógico se hallase el supuesto moribundo. Su sorpresa creció al ver el
salón del trono rodeado por una triple fila de guardias.
Pero todo
esto no era nada comparado con lo que vendría después. Una vez estuvieron todos
apareció el Doliente más sano que nunca, enteramente armado y con la espada
desnuda. De esta manera subió las gradas del trono. Cuando estuvo sentado
dirigió una mirada serena y dominadora a todos los presentes que ya empezaban a
inquietarse y empezó a preguntarles a cada uno:
-¿Cuántos
reyes de Castilla has conocido?
-Dos,
señor.
-¿Cuántos
reyes de Castilla has conocido?
-Cuatro,
señor.
-Y tú,
¿cuántos reyes de Castilla has conocido?
-Cinco,
señor.
Y así, a
todos los reunidos. El que más, había conocido a cinco reyes.
Entonces
don Enrique les dijo:
-Pues yo,
con todo y ser el más joven de todos, hs conocido por lo menos a veinte reyes:
el rey gobernador de Toledo, el rey marqués de Villena, el rey conde de
Benavente...
Y así
continuó hasta haber enumerado a todos los gobernadores y demás magnates que
abusaban de la autoridad real que por delegación ejercían. Y luego añadió con
gran entereza:
-Y ¡por
Santiago!, caballeros, que ya es tiempo de que haya un solo rey en Castilla.
Al estupor
con que acogieron estas palabras del rey siguió en seguida el terror y el
espanto. El rey hizo una seña y se descorrió el tapiz que tapaba el misterioso
recinto preparado junto al salón del trono.
A la vista
de todos apareció el verdugo con su roja vestidura. Tenía un brazo apoyado en
el mango del hacha y parecía aguardar una señal del rey para empezar a actuar.
La guardia
del rey se estrechó aún más en torno a los nobles para los cuales no había ya
posibilidad de escapar. El más anciano de todos, el gobernador de Toledo,
haciéndose eco del sentimiento de todos, se arrodilló a los pies del monarca y
pidió clemencia prometiendo enmendarse. Aquellos nobles tan orgullosos y
altaneros hasta entonces se mostraron cobardes ante la muerte y se postraron de
hinojos ante el joven monarca a quien habían despreciado hasta aquel momento.
Enrique III
era de corazón generoso y noble y no supo negarles el perdón. Se guardó mucho
de decirles que había asistido al banquete y escuchado sus burlas, pues de otra
forma no habría podido usar de la clemencia. Entonces les dijo:
-Ayer mi
fiel Azor tuvo que empeñar mi gabán para poderme dar de cenar mientras vosotros
os entregabais a satisfacer vuestra gula con menoscabo del tesoro real. Podría
ordenar vuestra muerte, pero os perdono por esta vez. Sin embargo tendréis el
castigo merecido. Entregaréis una parte de vuestras tierras y rentas a la
corona. Y que esto os sirva de escarmiento en lo sucesivo.
La pena fue
eficaz. Los nobles estuvieron presos hasta que cumplimentaron la voluntad real.
Fue
admirable este rasgo de energía en el joven monarca, Enrique el Doliente, que
era tan sólo un niño. Lástima que su debilidad física no le permitió reinar
muchos años en bien de Castilla.
Leyenda historica
Fuente: Roberto de Ausona
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