Allá por el
año 1571 españa era gobernada por Felipe II y la situación del mundo distaba de
ser clara. El turco, el poderoso imperio otomano, en sus apetencias de
dominación universal, intentaba avasallar a todos los pueblos de la tierra para
imponer la religión de Mahoma y el emblema de la media luna. Pero un día, el
pontífice romano advirtió a toda la cristiandad de la gravedad de la amenaza.
Era preciso unirse por encima de pequeñas diferencias y levantar una barrera
para salvar a Europa.
El mensaje
del papa lo recibió el rey Felipe II, que en aquel momento se encontraba junto
a su hermano Juan de Austria.
-Decid a Su
Santidad que Felipe de las Españas, soberano católico como lo fueron sus padres
y sus abuelos, no flaqueará ante el deber y que España, la noble España,
luchará contra el turco aunque tuviera que quedarse sola en el empeño -dijo el
rey dirigiéndose al emisario papal.
-Vuestras
palabras serán fielmente transmitidas a Su Santidad -repuso el mensajero pontificio.
Cuando se
quedaron solos en la habitación, el rey habló con su hermano:
-Y ahora,
Juan, decidme, ¿qué opináis del peligro turco? Os pido un consejo como
siempre...
-Vuestras
decisiones me parecen justas y sabias, pero... -replicó Juan de Austria,
hermano del monarca, con acento preocupado.
-¿Hay
alguna dificultad? Ah, ya sé, veo en vuestros ojos lo que vais a decirme.
Estamos desangrados en mil combates; nos faltan hombres, barcos y dinero, y
nuestros enemigos no son solamente los turcos...
-Sois en
extremo perspicaz, Majestad. El cuadro que habéis descrito es exacto, aunque
quizá sería conveniente añadirle aún otras pinceladas sombrías.
-No hace
falta. Sé que el rey de Francia nos odia, que el inglés sólo espera algún
tropiezo nuestro para atacarnos. Pero a pesar de todo no podemos desoír las
palabras del papa. El Imperio otomano quiere aniquilar Europa y nuestra santa
religión. Me llaman el rey prudente, pero quizás ahora no pueda serlo. Hay que
arriesgarse y derrotar a los turcos. Vos, Juan de Austria, seréis el jefe de
nuestras fuerzas -exclamó el rey con ímpetu.
-Los
Tercios y nuestra escuadra, Majestad, lucharán hasta la muerte y la victoria
será vuestra -replicó el hermano del rey con el rostro encendido de entusiasmo.
Poco
después de su nombramiento, don Juan de Austria, gran devoto de la Virgen
negra, subió a Montserrat a postrarse a los pies de la Moreneta. Y allí, en el
corazón de Cataluña, oró el valiente general de España.
-¡Señora! A
vuestras plantas se halla este humilde y devoto hijo que os implora. El turco
es fuerte, Señora, pero Vos lo sois más. No pido nada para mí. Os ofrezco mi
vida si con ella nos dais la victoria. Señora, yo os prometo como ofrenda el
primer trofeo que ganemos a los turcos.
La Virgen
morena pareció dar su conformidad. Una sonrisa floreció en sus labios, mientras
los ángeles del cielo y los escolanes de Montserrat fundían sus voces a coro
para entonar un profético Virola¡, un Virola¡ que aún no había sido compuesto.
Pero la canción flotaba en el aire impregnando las veneradas piedras, y un día
un vate catalán, Jacinto Verdaguer, recogería las notas del ambiente místico
para ofrecerlas a la Moreneta.
Don Juan de
Austria, arrodillado, todavía creyó oír la melodía celestial del Virola¡,
cantada por tantas generaciones futuras.
-Gracias,
Señora, por el consuelo que me habéis dado. Contando con la ayuda de Dios haré
todo cuanto esté en mi mano para vencer a los Lurcos y evitar así el exterminio
de la cristiandad.
Poco
después empezaron los preparativos para la guerra. Por todas partes reinaba una
febril actividad. En el puerto de Barcelona se aprestaron las escuadras
dispuestas a partir cuando Juan de Austria lo ordenase. Pero antes el rey
Felipe habló con su hermano:
-¿Todo está
dispuesto?
-Creo que
se ha hecho todo cuanto podía hacerse, Majestad. Nuestras tropas no son muy
numerosas, pero cada español vale por cinco turcos.
-Tened
cuidado con la escuadra turca -interrumpió el rey. Actualmente es la flota más
poderosa del mundo. Tendremos que ir a buscarles en su propio redil...
-Confío en
nuestros bravos marinos y he recibido de ellos la solemne promesa de luchar
hasta el último hombre. La escuadra española hará frente al enemigo...
Felipe el
Prudente interrumpió con un gesto a su hermano.
-Partid,
pues. Que Dios nos ayude a todos. España entera estará pendiente de la batalla.
A pesar de
las promesas de don Juan de Austria y de la esperanza de Felipe II lo cierto es
que el llamamiento del papa sólo había encontrado eco; aparte de España, en la
República de Venecia. Por tanto, para contener el alud turco sólo había el
ejército papal, el de Venecia y el de España.
Los
primeros combates fueron favorables a los cristianos. Felipe II envió una
escuadra a Malta que ayudó a los Caballeros de San Juan a defender la isla
obligando a los turcos a retirarse. Después se recuperó la isla de los Gelves y
el virrey de Nápoles, don García de Toledo, reconquistó el peñón de Vélez.
Mientras
tanto, las dos escuadras enemigas, la cristiana y la turca, so aprestaban al
combate decisivo que había de decidir la supremacía en todo el continente.
En la nave
capitana, don Juan de Austria hablaba con un oficial a sus órdenes.
-Mi
general, la escuadra turca ha debido refugiarse en algún puerto. Da la
impresión que no quiere presentar combate -decía el oficial.
-Os
engañáis. Los turcos son listos y quieren prepararnos una encerrona. Su
escuadra es más numerosa que la nuestra. Lo que sucede es que desean luchar en
sus propias costas y aniquilar todas nuestras fuerzas.
-¿Lo
conseguirán, mi general?
-Creo que
subestiman nuestra potencia -explicó don Juan de Austria. Nos creen débiles y
esto les va a costar caro. Además, confío en el triunfo, pues una Virgen, allá
en Montserrat, vigila todos los caminos...
-¿Os
referís a la Moreneta, mi general? -preguntó el capitán.
-Sí, amigo
mío. Le prometí llevarle el primer trofeo ganado a los turcos. Ella será
nuestra guía y nuestra salvación.
En aquel
momento uno de los vigías gritó:
-¡Barco
enemigo a la vista!
-¡Bah!
Sigue la persecución. Otro barco que huye sin presentar combate -exclamó el
capitán. Tenéis razón, mi general. Los turcos quieren luchar en sus costas.
-Y allí les
derrotaremos. No podrán evitarlo. ¡Adelante, pues; que todos los jefes de las
fuerzas y todos nuestros aliados sepan la consigna desde este momento!
¡Adelante hasta la victoria, hasta que encontremos a la escuadra turca, esté
donde esté, aunque se esconda en el último rincón de la tierra!
Las
vibrantes y animosas palabras de don Juan de Austria habían calado hondo en los
corazones de los soldados. Todos los que integraban la escuadra las conocían y
las comentaban calurosamente.
-Da gusto
ir con un jefe así. Don Juan de Austria es el soldado más valiente de Europa.
Dicen que Su Majestad el rey Felipe quiso nombrarle general de la expedición a
pesar de que los venecianos deseaban un caudillo suyo. ¿No me escucháis, Miguel
de Cervantes?
-Sí, amigo
mío, pero es tantá mi impaciencia que ya quisiera que el combate hubiera
empezado.
-Me habían
dicho que vos érais escritor -dijo el soldado que había hablado antes.
-He escrito
algunas obras sin importancia, pero algún día quiero crear un personaje que sea
la esencia del hombre español: desinteresado, generoso, valiente, noble,
dispuesto a todas las hazañas; en fin, para que lo entendáis bien: un perfecto
caballero andante.
Estas y
otras conversaciones tenían lugar entre los soldados de España, todas ellas
ensalzando la hombría de bien de don Juan de Austria. Mientras tanto los turcos
esta vez se disponían al combate.
En la nave
capitana de la armada turca, Alí bajá, su jefe supremo, observaba desde
cubierta los movimientos de la escuadra enemiga.
-Estos
cristianos se quieren pasar de listos. Su arrogancia les va a costar cara.
¿Sabéis quién les manda? -preguntó el turco.
-Don Juan
de Austria, el hermano del rey Felipe de España, nuestro mortal enemigo
-respondió el oficial de órdenes.
-Felipe de
España ha sido el único que nos ha vencido en diversas ocasiones. Pero ahora
nos desquitaremos de todas nuestras derrotas. Veo que se acercan más. Ahora
disparan sus cañones. ¡Ilusos! Creen que somos cobardes porque hasta ahora
hemos huido de ellos. Esta vez nos veremos las caras, Felipe de España.
-Nos
hallamos en las costas de Lepanto, señor -exclamó el oficial. Éste es el sitio
apropiado para la maniobra.
-Muy bien. Dentro
de unas horas la escuadra cristiana dormirá en el fondo del mar y nadie podrá
oponerse a nuestros ejércitos. Europa será turca y la media luna se paseará
triunfante por todas las naciones cristianas.
-Espero
vuestras órdenes, Alí bajá -exclamó el oficial.
-¡Que todos
los barcos de la escuadra viren en redondo y que se preparen al combate! ¡Que
las tripulaciones sepan que es una lucha sin cuartel y que tengan buen ánimo,
pues la fuerza y el número están de nuestra parte! Nuestro grito de guerra ha
de ser éste: ¡Alá es Dios y Mahoma su profeta!
Transmitidas
las órdenes, los guerreros turcos, enardecidos por la proximidad de la
victoria, corearon al unísono el grito bélico y religioso a la vez de «Alá es
Dios y Mahoma su profeta».
Alí bajá
seguía en sus pronósticos victoriosos adelantándose a los hechos que habrían de
desmentirle.
-¡Lepanto!
Este nombre será glorioso para la escuadra turca. Toda la fuerza de los
cristianos será destruida en pocas horas.
El oficial
de órdenes interrumpió el monólogo de Alí bajá.
-Vuestras
órdenes han sido cumplidas. Los soldados arden en impaciencia y desean entrar
en combate.
-Tenemos
suerte. Temía que los cristianos huyeran creyendo que les tendíamos una trampa.
Ahora lo veo bien. Su escuadra se prepara. Este don Juan de Austria es un
temerario, ignora nuestra fuerza real. ¡Que se acerquen más los barcos y que
disparen sus cañones!
Las
escuadras cristiana y turca se hallaban ya en aguas de Lepanto dispuestas a
entablar el combate decisivo. Las proas de las naves surgen del humo de la
pólvora y se aproximan tanto unas a otras que cada hombre ve la cara de su
enemigo.
El valiente
don Juan de Austria busca con ahínco la galera capitana de Alí bajá a pesar de
hallarse en inferioridad numérica.
-La galera
de Alí bajá ha iniciado el abordaje, mi general. Sólo podemos defendernos
-exclamó uno de los ayudantes de don Juan de Austria.
-Pues bien,
nos defenderemos hasta la muerte. Que vean los turcos como lucha un español.
A pesar de
que todo inducía a creer en una victoria turca no flaqueaba el ánimo de don
Juan de Austria que seguía animando a sus hombres.
-¡Mantened
la esperanza, mis bravos camaradas! Todavía disponemos de otras galeras que
puedan ayudarnos.
-Creo que
habéis acertado, mi general -repuso el oficial ayudante. Marco Antonio Colonna
y el marqués de Santa Cruz se acercan con sus barcos.
Así era, en
efecto. Las galeras cristianas llegaban oportunamente en defensa de la nave
capitana de don Juan de Austria. Los españoles cayeron como un torrente en la
galera de Alí bajá. En pocos momentos se hicieron dueños de la situación. El
mismo Alí bajá cayó muerto por una espada toledana.
Uno de los
oficiales ofreció al general un trofeo de guerra que no era otra cosa que una
farola o lámpara que Alí bajá tenía en su galera.
-Éste es
nuestro primer trofeo y éste será el que llevaré a Montserrat como ofrenda a la
Virgen. Ella ha sido nuestra salvadora. Y ahora otra vez a la lucha. La batalla
no habrá terminado hasta que no quede ni una nave enemiga.
Siguió la
lucha que terminó con la total derrota de los turcos. Fue el día 7 de octubre
de 1571, una de las fechas más grandes de la historia universal.
Don Juan de
Austria cumplió su promesa a la Virgen y con su trofeo, la lámpara del rey
moro, se arrodilló a los pies de la Moreneta.
El príncipe
español ofreció su trofeo a la Virgen en presencia de su séquito y de los
monjes benedictinos.
La lámpara
fue colocada en un sitio apropiado en medio de otras muchas. Los romeros
montserratinos empezaron a familiarizarse con ella y la bautizaron con el
nombre de «La lámpara del rey moro» con cuyo nombre se ha hecho famosa.
La farola
turca tenía una rara estructura comparada con las demás lámparas votivas y al
mismo tiempo la particularidad de estar siempre apagada mientras que las otras
ardían perennemente. Esto contribuyó a preocupar a la gente devota que no se
explicaba tal omisión. La musa literaria y la voz popular tejieron su leyenda
intentando dar una explicación a la anomalía.
Los monjes
de Montserrat colocaron la farola en su sitio, pero sin pretender encenderla.
Decíase que era el símbolo de la derrota de la media luna y su trofeo no podía
arder en la iglesia montserratina. Pero un día una horrible tempestad se abatió
sobre Montserrat. El horrísono estampido de los truenos hacía retemblar el suelo
al igual que las sacudidas de un terremoto. Monstruosas serpientes de fuego
deslumbraban los espacios y el humo de cien volcanes emergía de los altos picos
envolviendo a la montaña en negros y siniestros nubarrones. El pánico había
hecho presa de todos cuantos contempla-ban el terrible espectáculo. Pero el
temor llegó a lo inenarrable al contemplar a la luz de los relámpagos como una
legión de demonios, provistos de enormes palancas, intentaba arrancar de su
base una enorme peña, colocada frente al santuario con la diabólica intención
de hacerla caer sobre la morada de la Virgen[1].
Asustados los monjes corrieron al templo a postrarse a los pies de la Soberana
Señora.
Seguía la
espantosa tormenta... El viento huracanado arrancaba los árboles de cuajo y un ruido
horrible, producido por unos golpes secos y extraños, retumbaba por todo el
recinto del santuario. Era el ruido que hacían los demonios con sus palancas
intentando arrancar la piedra que destruiría el templo.
Entonces
los monjes se apresuraron a encender todas las lámparas votivas, regalos de
reyes y príncipes, y en la confusión también encendieron la lámpara del rey
moro, que había permanecido siempre apagada. En aquel preciso instante se oyó
de las alturas una voz que decía: «¡Apagad pronto la lámpara del moro, pues de
lo contrario el mundo se hundirá!»
Los monjes
y escolanes se apresuraron a obedecer y apagaron la lámpara entonando acto
seguido la Salve con acompañamiento de órgano. El coro de aquellas voces
atravesó las sagradas paredes y resonó por los espacios. Los demonios lanzaron
un rugido de rabia al oír las celestiales melodías y se hundieron en los
abismos del infierno.
Ésta es la
tradición que se conserva de la farola del rey moro. El pueblo devoto la vio
siempre apagada y así quería verla. Este trofeo llamó mucho la atención, y los
romeros lo contemplaban con extraña curiosidad como si estuviera impregnado de
misterios y pronósticos terroríficos.
Leyenda religiosa
Fuente: Roberto de Ausona
0.003.3 anonimo (españa) - 024
[1]Las leyendas populares y la
credulidad de la gente asociaban con frecuencia las tempestades con la
presencia de los demonios..
No hay comentarios:
Publicar un comentario