Corría el
año 710 y españa, gobernada por los, visigodos, iba desangrán-dose lentamente
por luchas fratricidas, disensiones y corrupción. Gobernaba la península el rey
don Rodrigo que había logrado eliminar a los hijos de Witiza. Pero éstos, así
como don Opas y don Julián, gobernador de Ceuta, no cesaban de conspirar para
derribar a don Rodrigo.
Un día, el
rey tuvo un extraño sueño, una visión futura de su destino: vio a su reino
invadido por un ejército formidable, irresistible. Los jinetes hacían correr a
sus caballos con el ímpetu del huracán. Parecía como si los animales tuvieran
alas blancas, pero no eran alas sino las blancas capas de los guerreros de
rostros atezados, de ojos sombríos, tan sombríos como los abismos infernales.
En vano el rey reunió a todo su ejército mucho más numeroso que el de los
invasores, pero ellos aprovechaban la confusión de sus adversarios y
acuchillaban sin piedad. Los hombres de don Rodrigo se rehacían y acosaban a su
vez, pero los enemigos lo arrollaban todo. Eran incansables y parecían hechos
de bronce. Los guiaba el destino, y el espíritu del exterminio brillaba en sus
ojos. Los hombres de don Rodrigo caían heridos más por la fatalidad que por la
fuerza de las armas enemigas. El caballo del rey, herido, arrastró a su jinete
fuera de la lucha y por todas partes sus patas tropezaron con heridos y
moribundos.
El rey
despertó de su sueño con un grito de horror. Consultó con oráculos y adivinos,
pero nadie supo descifrar el sueño que con tal claridad le había señalado su
futuro.
La España
visigoda era un remanso de paz y nada hacía presagiar la tormenta que se
avecinaba. Pero los odios que sembró el monarca habían de dar sus frutos.
Confabulados
con los árabes, los hijos de Witiza esperan el momento de reinar ellos sin
suponer que de nada les va a servir su negra traición.
Un día el
rey don Rodrigo es despertado en su cama por un fiel sirviente.
-Malas
noticias, señor. Ha llegado un emisario para hablar con vos.
Don Rodrigo
se vistió apresuradamente y se dispuso a recibir al mensajero.
-El conde
don Julián ha entregado la plaza de Ceuta a los invasores -dijo el emisario.
-¿De qué
invasores se trata? -preguntó el rey.
-Son tribus
negras del norte de África. Creo que son seguidores del emir Mahoma.
-No
comprendo por qué me ha traicionado el conde don Julián. Es cierto que su hija
está en mi palacio, pero no es mi prisionera. Le prometeré devolvérsela para
poder contar con su colaboración.
-Demasiado
tarde, señor. El conde ha roto con vos y os ha acusado de felón.
-Bien.
Entonces lucharemos contra esas tribus y las derrotaremos. Avisad al jefe de mi
ejército que haga los pre parativos necesarios.
-Como
mandeis, señor don Rodrigo
Don Rodrigo
pudo reunir un grar ejército, lo mejor que tenía España. En ese ejército
figuraban también las tropas de don Opas y las de los hijos de Witiza que
habían fingido lealtad para poder realizar mejor sus designios.
Los
ejércitos de Tarik y Muza y los de don Rodrigo se encontraron en Guadalete. En
sus orillas se libró una gran batalla que habría de decidir la suerte de España
por espacio de muchos siglos.
Cuando las
tropas visigodas llevaban la mejor parte del combate la defección de las
fuerzas de los hijos de Witiza, de don Opas que se pasaron al bando árabe
inclinó la lucha en favor de los invasores. Entonces don Rodrigo se acordó del
sueño que había tenido y comprendió que el destino quiso advertirle a tiempo.
Fue derribado de caballo y quedó corno muerto. Así permaneció horas y horas sin
que nadie se diera cuenta de que vivía.
Los árabes
seguían avanzando hacia el norte después de su victoria que les convertía en
dueños de España, sin hacer caso de don Opas, de los hijos de Witiza ni de don
Julián, los cuales habían creído poder gobernar España ellos solos.
Don Rodrigo
pudo levantarse con muchos esfuerzos. Anduvo horas y horas hasta que fue
recogido por unos buenos labradores que le dieron de comer y beber y le
brindaron una cama para descansar. Al cabo de unos días prosiguió su camino y
pudo enterarse de la magnitud del desastre visigodo. Se arrepintió de sus
pecados y prometió a Dios que si volvía a reinar lo haría de modo muy
diferente. Pero en la vida rara vez se presentan dos oportunidades para una
misma cosa.
Por fin
llegó a un convento y los monjes le acogieron afablemente. Pidió quedarse allí
y lo aceptaron como uno más.
-Fui rey de
España. Ahora seré otro monje más para rezar por mi país. ¡Dios salve a España!
Durante
muchos años, la historia afirmó que don Rodrigo había muerto en la batalla de
Guadalete. La leyenda afirma todo lo contrario: el último rey godo murió al
cabo de muchos años en un oculto monasterio de monjes y se asegura que fue
mejor monje que rey.
Leyenda de moros y cristianos
Fuente: Roberto de Ausona
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