Era en los
tiempos en que el conde Ramón Berenguer el Viejo ejercía su autoridad en el
condado de Barcelona.
Ramón
Berenguer I se había casado con una egregia dama llamada doña Almondis. Pero
cuando el conde contrajo estas nupcias ya tenía un hijo de su primera mujer,
llamado Pedro Ramón, el cual contaba muy pocos años.
Pronto el
hogar del conde se vio alegrado con el nacimiento de otros dos niños, gemelos y
varones. Ambos esposos fueron inmensa-mente felices con tal nacimiento, que
venía a colmar sus más caras ilusiones, aunque aquella dicha hubiese sido
perfecta si el primo-génito Pedro Ramón hubiese experimentado hacia sus
hermanos menores los mismos sentimientos que sus padres.
Está visto
que no hay dicha completa, y el primogénito del conde, que sentía celos de sus
dos hermanos, no tardó en dar muestras de descontento. En las fiestas no podía
ocultar su despecho al darse cuenta de los mimos que su padre prodigaba a sus
dos hermanitos. A pesar de que el conde amaba tiernamente a su primogénito,
éste llegó a creer que su padre le aborrecía y que de esta aversión la culpable
era doña Almondis. Tanto le mordían los celos que un día llegó a realizar un
acto inicuo para asegurar así su futura herencia: matar a su madrastra doña
Almondis.
No hace
falta decir lo mucho que afectó a Ramón Berenguer el Viejo la muerte de su
amada esposa y más al saber que el culpable había sido su propio hijo.
Pero a
partir de aquel momento no hubo paz ni sosiego para el parricida. El papa le
excomulgó, toda la corte se apartó de él con horror, su padre le desheredó y
acuciado por sus propios remordimientos huyó a tierras lejanas y murió al poco
tiempo abandonado de todos.
Cuando tuvo
lugar este aciago suceso los dos gemelos, que se llamaban Ramón Berenguer y
Berenguer Ramón, habían cumplido los dieciocho años.
Ramón
Berenguer el Viejo, que había perdido a su esposa y a su hijo mayor, se sintió
más ligado a sus dos hijos y concentró en ellos todo su cariño. A los dos los
quería por igual, pero esto, normal de haberse tratado de una familia
cualquiera, produjo consecuencias fatales para los dos hermanos y para el
condado.
A medida
que iban creciendo se observaba que los caracteres de los gemelos eran muy
distintos. Mientras Berenguer Ramón era autoritario, soberbio y egoísta, Ramón
Berenguer, por el contrario, era sumiso, dulce y apacible. Su cabello era rubio
como el de un ángel; tan claro era el color de su pelo que pronto comenzaron a
llamarle «Cabeza de estopa».
En 1076
murió Berenguer el Viejo y en su testamento repartió el condado entre sus dos
hijos a partes iguales. Ambos hermanos debían gobernar juntos, pero todo el
mundo se percató de que el empeño habría de ser difícil por no decir imposible,
dada la desigualdad de temperamento que existía entre ambos hermanos.
Ramón
Berenguer el Viejo había dado pruebas de sabiduría en el gobierno de su reino,
pero en esto falló completamente, cegado sin duda por el cariño que profesaba
por igual a sus dos hijos.
Aunque
ambos hermanos debían gobernar simultáneamente tenían que repartirse los
territorios del condado a partes iguales. Berenguer Ramón exigió entonces que
el reparto se hiciese públicamente para que hubiese testigos de como se había
efectuado. Luego exigió que incluso el trono fuese ocupado por ambos condes
durante igual espacio de tiempo mientras viviesen. Tales exigencias agriaron
las relaciones entre ambos hermanos a pesar de que Cabeza de estopa tenía más
bien un carácter condescendiente, pero comprendió que si accedía a las
pretensiones de su hermano quedaría siempre sometido a sus caprichos.
Berenguer
Ramón se apartó totalmente de su hermano y se retiró al castillo de Vilasar.
Allí, acuciado por el resentimiento, y sabedor del afecto que su hermano
suscitaba entre la nobleza y el pueblo, concibió la idea de ser un nuevo Caín.
Una tarde
lluviosa y gris, Berenguer Ramón se hallaba solo, taciturno y sombrío en su
palacio de Vilasar. El fruncimiento de sus cejas, las breves y duras
interjecciones que de vez en cuando se escapaban de sus labios y el convulsivo
movimiento con que apretaba la empuñadura de su daga eran indicios reveladores
de que una tormenta había estallado en su pecho, una tormenta presagio de
intenciones funestas y homicidas.
Berenguer
ocupaba un sillón estilo bizantino, de alto respaldo, y los trofeos de caza y
de guerra enmarcaban adecuadamente su continente adusto.
De pronto
su soledad se vio interrumpida por la llegada de otro hombre. El hecho de
entrar sin previo aviso denotaba claramente que el recién llegado era persona
de intimidad y confianza. Sin embargo, quien llegaba no era un caballero sino
simplemente un escudero, poco más que un criado. La astucia y ciega adhesión
que se leían en sus ojos debían haber facilitado tamaña amistad.
-¿Qué
noticias me traes, Jaime? -preguntó el conde con impacien-cia mal disimulada.
-He podido
averiguar que mañana va de caza -replicó el sirviente.
-No estoy
seguro de que todo salga bien. A lo mejor su esposa recela de nosotros y le
disuade de la cacería proyectada.
-Estáis en
lo cierto, señor. La condesa intenta impedir que vaya de caza.
-Sin
embargo, no creo que lo logre. Mi hermano no sospecha de mí.
-Tampoco la
condesa Matilde sospecha de vos, señor. Si intenta impedir que su marido salga
es por temor a que en su afán de cazador se aleje de sus acompañantes y sufra
algún accidente.
-Esperemos
que así sea. ¿Sabes por dónde pasarán?
-Por
Hostalrich, señor.
-Muy bien.
Por allí abundan las espesuras y nos será fácil pasar inadvertidos.
-Irán por
el terreno que hay entre Hostalrich y San Celoni, señor. No harán falta muchos
cómplices para sorprender al conde -explicó el criado con una sonrisa malévola.
-Muy cerca
de allí está el lago, Jaime -murmuró el conde Berenguer con expresión
significativa. Conviene que mañana aguces tu olfato de zorro y me avises en el
momento oportuno.
-No os
decepcionaré, señor. Confiad en mí.
Aquellos
dos hombres de condición social tan distinta habían nacido para entenderse.
Sonrieron antes de despedirse. Todo había quedado ultimado.
Los que
estaban enterados de la loca afición de Ramón Berenguer Cabeza de estopa por la
caza y de qué forma se arriesgaba en las espesuras de los bosques tras las
piezas a cobrar no dudaban de que tarde o temprano llegaría la ocasión que
Berenguer Ramón andaba buscando.
Aquella
mañana Cabeza de estopa se había separado de los hombres que le acompañaban y
caminaba erguido sobre su caballo, adentrándose por la agreste maleza y
sosteniendo en su diestra el azor de caza.
Berenguer
Ramón tuvo razón al decir que su hermano, el Cabeza de estopa, no recelaba de
sus aviesas intenciones. Por ello al encontrarse ambos frente a frente, Cabeza
de estopa no hizo ningún movimiento de temor o extrañeza. Hacía mucho tiempo
que no veía a su hermano y le encontró cambiado. El rostro de Berenguer Ramón
estaba desencajado y sus ojos brillaban como la daga desnuda y amenazadora que
su mano empuñaba en aquel instante.
Cabeza de
estopa, que en el primer momento estuvo a punto de interesarse por su hermano y
hacerle preguntas afectuosas, retroce-dió al darse cuenta de la actitud
amenazadora de Berenguer Ramón. Sintió un estremecimiento, pero no de miedo
sino de asombro y dolor. ¿Cómo era posible tamaña actitud? Habían disputado, es
cierto, pero de esto a querer atentar contra su vida mediaba un abismo. Cabeza
de estopa sólo pudo balbucir una palabra:
-¡Hermano!
-Yo no soy
tu hermano. Soy tu enemigo -respondió Berenguer con acento de odio imposible de
describir. Soy un hombre que odia y quiere saciar su sed.
Y al decir
esto y aprovechando el estupor de Ramón Berenguer, incapaz de comprender
aquella escena, le hundió la daga en el pecho.
Cabeza de
estopa cayó derribado del caballo sin pronunciar palabra alguna. Mientras tanto
el azor que Ramón Berenguer llevaba había echado a volar y se había posado en
un alto varal que desde entonces se llamó «la pértiga del Azor». El pobre
animal desde aquel sitio fue único testigo de aquella escena de horror.
Una vez
realizado el fratricidio Berenguer Ramón llamó a sus cómplices y ayudado por
ellos trasladó el cadáver de su hermano al cercano lago. Allí arrojaron el
cuerpo del desventurado Cabeza de estopa, y desde entonces el lago ha recibido
el nombre de «Gorg Negre»[1],
Los
asesinos huyeron sin ser vistos. Mientras tanto los seguidores del conde
comenzaron a inquietarse por su tardanza y le buscaron en vano por las
intrincadas espesuras. Al cabo de un buen rato hallaron el azor que había
permanecido inmóvil sobre la pértiga. Intentaron cogerle, pero el ave echó a
volar raudamente y empezó a describir giros sobre el lago en que estaba anegado
el cadáver de su señor.
Los
cortesanos comprendieron aquellos movimientos y en las fangosas aguas
encontraron el cuerpo del desventurado conde. Tristes y apesa-dumbrados,
aquellos fieles servidores emprendieron la marcha hacia Gerona llevando consigo
el cadáver de Cabeza de estopa para darle cristiana sepultura. Todos estaban
convencidos de que el autor del crimen era el hermano de Ramón Berenguer,
movido por secreta envidia dia y por celos irresistibles.
Cuando la
fúnebre comitiva emprendió la marcha el azor se colocó a la cabeza de ella,
volando pausadamente hasta la puerta del templo adonde era llevado su difunto
amo, y apenas la comitiva había terminado de penetrar en la iglesia, el pobre
animal cayó muerto de dolor.
En memoria
de este hecho sorprendente los gerundenses reprodujeron en piedra la figura del
azor y la colocaron en el frontispicio del templo. Más tarde el templo fue
ampliado, pero todavía hoy, respetando la memoria de aquel hecho inaudito,
existe una figura esculpida en el pavimento que representa al azor en el mismo
lugar en que según la leyenda cayó muerto.
Y aún hubo
otro hecho maravilloso. Dicen que cuando el sacerdote quiso entonar el salmo de
difuntos por el alma del conde asesinado no pudo recordar las palabras del
salmo y en su lugar entonó otro que refería la muerte de Abel a manos de su
hermano Caín.
Una vez
escuchado el salmo, ya nadie dudó que Cabeza de estopa había sido víctima de un
fratricidio.
Poco pudo
disfrutar Berenguer Ramón de su crimen. El pueblo y la nobleza se apartaron de
él y abominaron de su acción. El Cid Campeador le pidió estrechas cuentas de su
acto. Luchó contra él y derrotó a su ejército. No contento con ello, le citó a
duelo, llamado Juicio de Dios, en el que salió vencido el fratricida. El vacío
que se le hacía le obligó a huir de sus estados. Quizás el remordimiento
influyó en su decisión, pues se asegura que marchó a Palestina a hacer
penitencia. Nunca más se supo de él.
Leyenda historica
Fuente: Roberto de Ausona
0.003.3 anonimo (españa) - 024
[1] Torrente negro.
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