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martes, 5 de noviembre de 2013

Cabeza de estopa

Era en los tiempos en que el conde Ramón Berenguer el Viejo ejercía su autoridad en el condado de Barcelona.
Ramón Berenguer I se había casado con una egregia dama llamada doña Almondis. Pero cuando el conde contrajo estas nupcias ya tenía un hijo de su primera mujer, llamado Pedro Ramón, el cual contaba muy pocos años.
Pronto el hogar del conde se vio alegrado con el nacimiento de otros dos niños, gemelos y varones. Ambos esposos fueron inmensa-mente felices con tal nacimiento, que venía a colmar sus más caras ilusiones, aunque aquella dicha hubiese sido perfecta si el primo-génito Pedro Ramón hubiese experimentado hacia sus hermanos menores los mismos sentimientos que sus padres.
Está visto que no hay dicha completa, y el primogénito del conde, que sentía celos de sus dos hermanos, no tardó en dar muestras de descontento. En las fiestas no podía ocultar su despecho al darse cuenta de los mimos que su padre prodigaba a sus dos hermanitos. A pesar de que el conde amaba tiernamente a su primogénito, éste llegó a creer que su padre le aborrecía y que de esta aversión la culpable era doña Almondis. Tanto le mordían los celos que un día llegó a realizar un acto inicuo para asegurar así su futura herencia: matar a su madrastra doña Almondis.
No hace falta decir lo mucho que afectó a Ramón Berenguer el Viejo la muerte de su amada esposa y más al saber que el culpable había sido su propio hijo.
Pero a partir de aquel momento no hubo paz ni sosiego para el parricida. El papa le excomulgó, toda la corte se apartó de él con horror, su padre le desheredó y acuciado por sus propios remordimientos huyó a tierras lejanas y murió al poco tiempo abandonado de todos.
Cuando tuvo lugar este aciago suceso los dos gemelos, que se llamaban Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, habían cumplido los dieciocho años.
Ramón Berenguer el Viejo, que había perdido a su esposa y a su hijo mayor, se sintió más ligado a sus dos hijos y concentró en ellos todo su cariño. A los dos los quería por igual, pero esto, normal de haberse tratado de una familia cualquiera, produjo consecuencias fatales para los dos hermanos y para el condado.
A medida que iban creciendo se observaba que los caracteres de los gemelos eran muy distintos. Mientras Berenguer Ramón era autoritario, soberbio y egoísta, Ramón Berenguer, por el contrario, era sumiso, dulce y apacible. Su cabello era rubio como el de un ángel; tan claro era el color de su pelo que pronto comenzaron a llamarle «Cabeza de estopa».
En 1076 murió Berenguer el Viejo y en su testamento repartió el condado entre sus dos hijos a partes iguales. Ambos hermanos debían gobernar juntos, pero todo el mundo se percató de que el empeño habría de ser difícil por no decir imposible, dada la desigualdad de temperamento que existía entre ambos hermanos.
Ramón Berenguer el Viejo había dado pruebas de sabiduría en el gobierno de su reino, pero en esto falló completamente, cegado sin duda por el cariño que profesaba por igual a sus dos hijos.
Aunque ambos hermanos debían gobernar simultáneamente tenían que repartirse los territorios del condado a partes iguales. Berenguer Ramón exigió entonces que el reparto se hiciese públicamente para que hubiese testigos de como se había efectuado. Luego exigió que incluso el trono fuese ocupado por ambos condes durante igual espacio de tiempo mientras viviesen. Tales exigencias agriaron las relaciones entre ambos hermanos a pesar de que Cabeza de estopa tenía más bien un carácter condescendiente, pero comprendió que si accedía a las pretensiones de su hermano quedaría siempre sometido a sus caprichos.
Berenguer Ramón se apartó totalmente de su hermano y se retiró al castillo de Vilasar. Allí, acuciado por el resentimiento, y sabedor del afecto que su hermano suscitaba entre la nobleza y el pueblo, concibió la idea de ser un nuevo Caín.
Una tarde lluviosa y gris, Berenguer Ramón se hallaba solo, taciturno y sombrío en su palacio de Vilasar. El fruncimiento de sus cejas, las breves y duras interjecciones que de vez en cuando se escapaban de sus labios y el convulsivo movimiento con que apretaba la empuñadura de su daga eran indicios reveladores de que una tormenta había estallado en su pecho, una tormenta presagio de intenciones funestas y homicidas.
Berenguer ocupaba un sillón estilo bizantino, de alto respaldo, y los trofeos de caza y de guerra enmarcaban adecuadamente su continente adusto.
De pronto su soledad se vio interrumpida por la llegada de otro hombre. El hecho de entrar sin previo aviso denotaba claramente que el recién llegado era persona de intimidad y confianza. Sin embargo, quien llegaba no era un caballero sino simplemente un escudero, poco más que un criado. La astucia y ciega adhesión que se leían en sus ojos debían haber facilitado tamaña amistad.
-¿Qué noticias me traes, Jaime? -preguntó el conde con impacien-cia mal disimulada.
-He podido averiguar que mañana va de caza -replicó el sirviente.
-No estoy seguro de que todo salga bien. A lo mejor su esposa recela de nosotros y le disuade de la cacería proyectada.
-Estáis en lo cierto, señor. La condesa intenta impedir que vaya de caza.
-Sin embargo, no creo que lo logre. Mi hermano no sospecha de mí.
-Tampoco la condesa Matilde sospecha de vos, señor. Si intenta impedir que su marido salga es por temor a que en su afán de cazador se aleje de sus acompañantes y sufra algún accidente.
-Esperemos que así sea. ¿Sabes por dónde pasarán?
-Por Hostalrich, señor.
-Muy bien. Por allí abundan las espesuras y nos será fácil pasar inadvertidos.
-Irán por el terreno que hay entre Hostalrich y San Celoni, señor. No harán falta muchos cómplices para sorprender al conde -explicó el criado con una sonrisa malévola.
-Muy cerca de allí está el lago, Jaime -murmuró el conde Berenguer con expresión significativa. Conviene que mañana aguces tu olfato de zorro y me avises en el momento oportuno.
-No os decepcionaré, señor. Confiad en mí.
Aquellos dos hombres de condición social tan distinta habían nacido para entenderse. Sonrieron antes de despedirse. Todo había quedado ultimado.

Los que estaban enterados de la loca afición de Ramón Berenguer Cabeza de estopa por la caza y de qué forma se arriesgaba en las espesuras de los bosques tras las piezas a cobrar no dudaban de que tarde o temprano llegaría la ocasión que Berenguer Ramón andaba buscando.
Aquella mañana Cabeza de estopa se había separado de los hombres que le acompañaban y caminaba erguido sobre su caballo, adentrándose por la agreste maleza y sosteniendo en su diestra el azor de caza.
Berenguer Ramón tuvo razón al decir que su hermano, el Cabeza de estopa, no recelaba de sus aviesas intenciones. Por ello al encontrarse ambos frente a frente, Cabeza de estopa no hizo ningún movimiento de temor o extrañeza. Hacía mucho tiempo que no veía a su hermano y le encontró cambiado. El rostro de Berenguer Ramón estaba desencajado y sus ojos brillaban como la daga desnuda y amenazadora que su mano empuñaba en aquel instante.
Cabeza de estopa, que en el primer momento estuvo a punto de interesarse por su hermano y hacerle preguntas afectuosas, retroce-dió al darse cuenta de la actitud amenazadora de Berenguer Ramón. Sintió un estremecimiento, pero no de miedo sino de asombro y dolor. ¿Cómo era posible tamaña actitud? Habían disputado, es cierto, pero de esto a querer atentar contra su vida mediaba un abismo. Cabeza de estopa sólo pudo balbucir una palabra:
-¡Hermano!
-Yo no soy tu hermano. Soy tu enemigo -respondió Berenguer con acento de odio imposible de describir. Soy un hombre que odia y quiere saciar su sed.
Y al decir esto y aprovechando el estupor de Ramón Berenguer, incapaz de comprender aquella escena, le hundió la daga en el pecho.
Cabeza de estopa cayó derribado del caballo sin pronunciar palabra alguna. Mientras tanto el azor que Ramón Berenguer llevaba había echado a volar y se había posado en un alto varal que desde entonces se llamó «la pértiga del Azor». El pobre animal desde aquel sitio fue único testigo de aquella escena de horror.
Una vez realizado el fratricidio Berenguer Ramón llamó a sus cómplices y ayudado por ellos trasladó el cadáver de su hermano al cercano lago. Allí arrojaron el cuerpo del desventurado Cabeza de estopa, y desde entonces el lago ha recibido el nombre de «Gorg Negre»[1],
Los asesinos huyeron sin ser vistos. Mientras tanto los seguidores del conde comenzaron a inquietarse por su tardanza y le buscaron en vano por las intrincadas espesuras. Al cabo de un buen rato hallaron el azor que había permanecido inmóvil sobre la pértiga. Intentaron cogerle, pero el ave echó a volar raudamente y empezó a describir giros sobre el lago en que estaba anegado el cadáver de su señor.
Los cortesanos comprendieron aquellos movimientos y en las fangosas aguas encontraron el cuerpo del desventurado conde. Tristes y apesa-dumbrados, aquellos fieles servidores emprendieron la marcha hacia Gerona llevando consigo el cadáver de Cabeza de estopa para darle cristiana sepultura. Todos estaban convencidos de que el autor del crimen era el hermano de Ramón Berenguer, movido por secreta envidia dia y por celos irresistibles.
Cuando la fúnebre comitiva emprendió la marcha el azor se colocó a la cabeza de ella, volando pausadamente hasta la puerta del templo adonde era llevado su difunto amo, y apenas la comitiva había terminado de penetrar en la iglesia, el pobre animal cayó muerto de dolor.
En memoria de este hecho sorprendente los gerundenses reprodujeron en piedra la figura del azor y la colocaron en el frontispicio del templo. Más tarde el templo fue ampliado, pero todavía hoy, respetando la memoria de aquel hecho inaudito, existe una figura esculpida en el pavimento que representa al azor en el mismo lugar en que según la leyenda cayó muerto.
Y aún hubo otro hecho maravilloso. Dicen que cuando el sacerdote quiso entonar el salmo de difuntos por el alma del conde asesinado no pudo recordar las palabras del salmo y en su lugar entonó otro que refería la muerte de Abel a manos de su hermano Caín.
Una vez escuchado el salmo, ya nadie dudó que Cabeza de estopa había sido víctima de un fratricidio.
Poco pudo disfrutar Berenguer Ramón de su crimen. El pueblo y la nobleza se apartaron de él y abominaron de su acción. El Cid Campeador le pidió estrechas cuentas de su acto. Luchó contra él y derrotó a su ejército. No contento con ello, le citó a duelo, llamado Juicio de Dios, en el que salió vencido el fratricida. El vacío que se le hacía le obligó a huir de sus estados. Quizás el remordimiento influyó en su decisión, pues se asegura que marchó a Palestina a hacer penitencia. Nunca más se supo de él.

Leyenda historica

Fuente: Roberto de Ausona

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[1] Torrente negro.

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