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martes, 5 de noviembre de 2013

El perrito pochi

Hace no sé ya cuántos años, cerca de un río había unas cuantas casas agrupadas formando una aldehuela. En una de ellas vivían un viejo y una vieja muy caritativos y honrados.
Cierto día, la anciana fue al río para lavar y mientras enjabonaba la ropa, ob­servó que río abajo, arrastradas por la co­rriente, discurrían varias cajitas de bambú de diferente tamaño. Al verlas, exclamó:

«Las cajas llenas hacia mí,
las cajas vacías hacia allí».

Acabando de decir esto, una de ellas parecía que se arrimaba hacia la orilla, la anciana, alargando la mano, la cogió y después de lavar se la llevó a casa y la dejó en el estante, sin mirar el contenido.
Al atardecer, cuando su esposo regresó del bosque con un fajo de leña, la anciana le enseñó la extraña caja que había encon­trado. Abrieron la tapa y apareció un pe­rrito blanco que al verles movió la cola de contento.
-¡Ah pillín!, ¡qué bien nos vienes!, como no tenemos hijos, verás lo que te mimare­mos... ¿Qué te parece abuela si le llama­mos Pochi?
Y a partir de aquel día, le daban de su misma comida con lo que no tardó en ha­cerse grande y fuerte.
Una mañana, cuando el anciano se iba a trabajar con la azada al hombro, Pochi le dijo:
-¡Abuelo, monta encima de mi lomo, como si fuera un caballo!
-¿Cómo quieres que suba?, yo peso de­masiado -contestó sorprendidísimo el abuelo.
-No te preocupes, tengo suficiente fuer­za para llevarte; rápido, sube y carga tam­bién la azada y el canasto.
El anciano no sabía qué hacer pero, como insistió tanto, montó encima de él. Pochi empezó a correr tan deprisa que le hizo tambalearse.
Ya bastante arriba de la montaña, el perro se detuvo y le dijo:
-Puedes bajar, ya hemos llegado. Coge la azada y cava aquí.
Siguiendo el consejo del perro, el ancia­no empezó a cavar en el lugar señalado. Y de repente, se oyó un ruido como si la azada hubiese chocado con algo metálico, se agachó para mirar dentro del hoyo y ¡SORPRESA!, un montón de monedas de oro relucían ante sus ojos.
-¡Qué maravilla! -murmuró el abue­lo. Las recogió, las puso dentro de una bol­sa, subió otra vez sobre el lomo de Pochi y regresaron a casa.
Entre la vecindad, vivía otro matrimo­nio conocido por su tacañería. Cuando se enteraron de la buena suerte de estos hon­rados viejos, una envidia terrible se apode­ró de ellos y se presentaron en la casa para que les prestasen a Pochi.
El malvado viejo ató una soga al cuello del animal y arrastrándolo a la fuerza se lo llevó. Después subieron él y la vieja enci­ma y atizándole con un palo para que tro­tara, le obligaron a llevarles al lugar donde habían aparecido las monedas. Al llegar allí, el viejo empezó a cavar delante del hocico de Pochi. Al cabo de un rato el azadón tropezó con algo duro...
-Je, je, je. Ya encontré el tesoro. Pre­para la bolsa para poner las monedas -dijo a su mujer.
Sin embargo..., lo que encontraron fue­ron excrementos secos de perro.
-¿Qué broma es ésta? Este odioso perro nos lo ha hecho adrede.
En aquel momento, empezó a soplar un viento helado y aparecieron unos fantasmas que les persiguieron hasta su casa.
-¡Qué susto! Y todo por culpa de este miserable.
El viejo enfurecido, cogió un garrote y empezó a pegarle hasta dejarle yerto.
Al enterarse de la desgracia, los bonda­dosos ancianos se entristecieron mucho y enterraron a Pochi en aquel lugar. Allí plantaron un arbolito y arrodillados los dos rezaron así:
-Pochi, perdónanos, no debíamos ha­berte prestado a los perversos vecinos. Per­dónanos, perdónanos -repitieron entre so­llozos.
Desde entonces, solían ir a rezarle, le llevaban como ofrenda los típicos pasteli­tos de arroz y regaban el árbol que cada día crecía más y más. Llegó a ser tan grande que ni dos hombres podían rodear­lo. Un buen día, el abuelo decidió cortar el tronco y hacer con él un mortero. Así po­drían machacar el arroz para hacer los pastelitos que le llevaban. Ambos pensa­ron que esto alegraría a Pochi.
En cuanto el mortero estuvo listo, la abuela hirvió arroz, lo machacó hasta con­seguir una pasta blanda y con las manos cogió un poco para redondearla. Pero ocu­rrió que..., el color blanquísimo del arroz, al tocarlo la abuela con las manos, res­plandecía hasta convertirse en monedas de oro del tamaño de los pastelitos.
-¿Qué ocurre abuela? ¿Qué es esto, qué es esto que reluce en tus manos?
-Este milagro también es gracias a Po­chi, abuelo, que nos está ayudando a salir de esta miseria.
Y cuando la abuelita le decía esto a su marido, los maliciosos viejos lo escucha­ron desde la ventana que estaba entreabier­ta. Y se apresuraron a entrar para pedirles el mortero.
-¡Buenas noches! Venimos a que nos prestéis el mortero, ya que todo lo ocurri­do es gracias a nosotros; si no hubiéramos matado al perro no hubiera crecido aquel árbol.
Apenas dicho esto, lo cogieron uno por cada asa y se lo llevaron corriendo. Al llegar a casa les faltó tiempo para hervir arroz y los dos empezaron a amasarlo. No obstante, por más que lo redondeaban no se convertía en oro, así que el viejo le dijo a su esposa:
-¿Qué te parece si lo asáramos?. Y dicho y hecho, lo pusieron enseguida en­cima de las brasas, las bolas de arroz em­pezaron a hincharse hasta que explotaron, saliendo de su interior toda clase de sus­tancias malolientes.
-¡Maldito mortero! -tan enfadados es­taban, que lo echaron a las brasas hasta reducirlo a cenizas.
Como los vecinos no les devolvían el mortero, el buen abuelo fue en su busca y no encontró de él más que las cenizas, muy compungido las recogió, las puso dentro de una canasta de mimbre y se las llevó a casa. Por el camino, empezó a soplar un gran vendaval que esparció gran parte de las cenizas por los árboles de alrededor y, al momento, ¡oh maravilla!, apare-cieron unas flores hermosas.
-¡Cielos, qué flores tan bonitas! Pero con el frío que hace..., ¿cómo es posible? -se preguntó el anciano extrañado. Se­guro que esto también es gracias a Pochi.
Unos días después, supieron que casual­mente el rey pasaría por la aldea para diri­girse a la ciudad. Al enterarse de la noti­cia, el buen viejo cogió las cenizas restan­tes y subido a un cerezo esperó a que pasara el rey. Al verle un samurai del sé­quito del monarca, le preguntó:
-¿Qué haces encima de esta rama? Baja enseguida de ahí.
Honorable samurai, un servidor tiene el poder de hacer florecer los cerezos espar­ciendo estas simples cenizas. Si me lo per­mite vuestra señoría, voy a demostrárselo.
-Si es como dices, haznos ver este pro­digio.
Enseguida el abuelo obedeció las órde­nes del samurai, y no tardaron en aparecer unas preciosas flores de cerezo que se des­hojaban cayendo como lluvia encima del kimono del rey. Éste se alegró muchísimo:
-¡Esto es magnífico! Como recompen­sa, llévate esta caja.
De nuevo la mala vieja se asomó a la puerta de los vecinos honrados y al ver el regalo del rey sus ojos brillaron de codicia y pensó entre sí:
-Esta vez no fallaremos.
De vuelta, el rey pasó otra vez por allí y entonces el que esperaba encima del árbol. era el mal viejo con una gran bolsa llena de cenizas, obtenidas de la quema de todos los muebles de la casa, pensando que cuan­tas más cenizas mejor sería la recompensa.
Al esparcirlas no floreció ninguna flor, los escombros penetraron en los ojos y ensuciaron el kimono del rey, uno de los samurais sacó la espada y le cortó una oreja al mal viejo.
La vieja, escondida detrás de otro árbol, esperaba ver el premio. De pronto, vio lle­gar a su marido con el kimono rojo, pensó que se había puesto el kimono de gala para recibir al rey. Pero el caso es que el kimo­no estaba rojo a causa de la sangre que goteaba de su oreja.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

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