Hace no sé ya cuántos años, cerca de un río había unas
cuantas casas agrupadas formando una aldehuela. En una de ellas vivían un viejo
y una vieja muy caritativos y honrados.
Cierto día, la anciana fue al río para lavar y
mientras enjabonaba la ropa, observó que río abajo, arrastradas por la corriente,
discurrían varias cajitas de bambú de diferente tamaño. Al verlas, exclamó:
«Las cajas
llenas hacia mí,
las cajas
vacías hacia allí».
Acabando de decir esto, una de ellas parecía que se
arrimaba hacia la orilla, la anciana, alargando la mano, la cogió y después de
lavar se la llevó a casa y la dejó en el estante, sin mirar el contenido.
Al atardecer, cuando su esposo regresó del bosque con
un fajo de leña, la anciana le enseñó la extraña caja que había encontrado.
Abrieron la tapa y apareció un perrito blanco que al verles movió la cola de
contento.
-¡Ah pillín!, ¡qué bien nos vienes!, como no tenemos
hijos, verás lo que te mimaremos... ¿Qué te parece abuela si le llamamos
Pochi?
Y a partir de aquel día, le daban de su misma comida
con lo que no tardó en hacerse grande y fuerte.
Una mañana, cuando el anciano se iba a trabajar con la
azada al hombro, Pochi le dijo:
-¡Abuelo, monta encima de mi lomo, como si fuera un
caballo!
-¿Cómo quieres que suba?, yo peso demasiado -contestó
sorprendidísimo el abuelo.
-No te preocupes, tengo suficiente fuerza para
llevarte; rápido, sube y carga también la azada y el canasto.
El anciano no sabía qué hacer pero, como insistió
tanto, montó encima de él. Pochi empezó a correr tan deprisa que le hizo
tambalearse.
Ya bastante arriba de la montaña, el perro se detuvo y
le dijo:
-Puedes bajar, ya hemos llegado. Coge la azada y cava
aquí.
Siguiendo el consejo del perro, el anciano empezó a
cavar en el lugar señalado. Y de repente, se oyó un ruido como si la azada
hubiese chocado con algo metálico, se agachó para mirar dentro del hoyo y
¡SORPRESA!, un montón de monedas de oro relucían ante sus ojos.
-¡Qué maravilla! -murmuró el abuelo. Las recogió, las
puso dentro de una bolsa, subió otra vez sobre el lomo de Pochi y regresaron a
casa.
Entre la vecindad, vivía otro matrimonio conocido por
su tacañería. Cuando se enteraron de la buena suerte de estos honrados
viejos, una envidia terrible se apoderó de ellos y se presentaron en la casa
para que les prestasen a Pochi.
El malvado viejo ató una soga al cuello del animal y
arrastrándolo a la fuerza se lo llevó. Después subieron él y la vieja encima y
atizándole con un palo para que trotara, le obligaron a llevarles al lugar
donde habían aparecido las monedas. Al llegar allí, el viejo empezó a cavar
delante del hocico de Pochi. Al cabo de un rato el azadón tropezó con algo
duro...
-Je, je, je. Ya encontré el tesoro. Prepara la bolsa para
poner las monedas -dijo a su mujer.
Sin embargo..., lo que encontraron fueron excrementos
secos de perro.
-¿Qué broma es ésta? Este odioso perro nos lo ha hecho
adrede.
En aquel momento, empezó a soplar un viento helado y
aparecieron unos fantasmas que les persiguieron hasta su casa.
-¡Qué susto! Y todo por culpa de este miserable.
El viejo enfurecido, cogió un garrote y empezó a
pegarle hasta dejarle yerto.
Al enterarse de la desgracia, los bondadosos ancianos
se entristecieron mucho y enterraron a Pochi en aquel lugar. Allí plantaron un
arbolito y arrodillados los dos rezaron así:
-Pochi, perdónanos, no debíamos haberte prestado a
los perversos vecinos. Perdónanos, perdónanos -repitieron entre sollozos.
Desde entonces, solían ir a rezarle, le llevaban como
ofrenda los típicos pastelitos de arroz y regaban el árbol que cada día crecía
más y más. Llegó a ser tan grande que ni dos hombres podían rodearlo. Un buen
día, el abuelo decidió cortar el tronco y hacer con él un mortero. Así podrían
machacar el arroz para hacer los pastelitos que le llevaban. Ambos pensaron
que esto alegraría a Pochi.
En cuanto el mortero estuvo listo, la abuela hirvió
arroz, lo machacó hasta conseguir una pasta blanda y con las manos cogió un
poco para redondearla. Pero ocurrió que..., el color blanquísimo del arroz, al
tocarlo la abuela con las manos, resplandecía hasta convertirse en monedas de
oro del tamaño de los pastelitos.
-¿Qué ocurre abuela? ¿Qué es esto, qué es esto que
reluce en tus manos?
-Este milagro también es gracias a Pochi, abuelo, que
nos está ayudando a salir de esta miseria.
Y cuando la abuelita le decía esto a su marido, los
maliciosos viejos lo escucharon desde la ventana que estaba entreabierta. Y
se apresuraron a entrar para pedirles el mortero.
-¡Buenas noches! Venimos a que nos prestéis el
mortero, ya que todo lo ocurrido es gracias a nosotros; si no hubiéramos
matado al perro no hubiera crecido aquel árbol.
Apenas dicho esto, lo cogieron uno por cada asa y se
lo llevaron corriendo. Al llegar a casa les faltó tiempo para hervir arroz y
los dos empezaron a amasarlo. No obstante, por más que lo redondeaban no se
convertía en oro, así que el viejo le dijo a su esposa:
-¿Qué te parece si lo asáramos?. Y dicho y hecho, lo
pusieron enseguida encima de las brasas, las bolas de arroz empezaron a
hincharse hasta que explotaron, saliendo de su interior toda clase de sustancias
malolientes.
-¡Maldito mortero! -tan enfadados estaban, que lo
echaron a las brasas hasta reducirlo a cenizas.
Como los vecinos no les devolvían el mortero, el buen
abuelo fue en su busca y no encontró de él más que las cenizas, muy compungido
las recogió, las puso dentro de una canasta de mimbre y se las llevó a casa.
Por el camino, empezó a soplar un gran vendaval que esparció gran parte de las
cenizas por los árboles de alrededor y, al momento, ¡oh maravilla!, apare-cieron
unas flores hermosas.
-¡Cielos, qué flores tan bonitas! Pero con el frío que
hace..., ¿cómo es posible? -se preguntó el anciano extrañado. Seguro que esto
también es gracias a Pochi.
Unos días después, supieron que casualmente el rey
pasaría por la aldea para dirigirse a la ciudad. Al enterarse de la noticia,
el buen viejo cogió las cenizas restantes y subido a un cerezo esperó a que
pasara el rey. Al verle un samurai del séquito del monarca, le preguntó:
-¿Qué haces encima de esta rama? Baja enseguida de
ahí.
Honorable samurai, un servidor tiene el poder de hacer
florecer los cerezos esparciendo estas simples cenizas. Si me lo permite
vuestra señoría, voy a demostrárselo.
-Si es como dices, haznos ver este prodigio.
Enseguida el abuelo obedeció las órdenes del samurai,
y no tardaron en aparecer unas preciosas flores de cerezo que se deshojaban
cayendo como lluvia encima del kimono del rey. Éste se alegró muchísimo:
-¡Esto es magnífico! Como recompensa, llévate esta
caja.
De nuevo la mala vieja se asomó a la puerta de los
vecinos honrados y al ver el regalo del rey sus ojos brillaron de codicia y
pensó entre sí:
-Esta vez no fallaremos.
De vuelta, el rey pasó otra vez por allí y entonces el
que esperaba encima del árbol. era el mal viejo con una gran bolsa llena de
cenizas, obtenidas de la quema de todos los muebles de la casa, pensando que
cuantas más cenizas mejor sería la recompensa.
Al esparcirlas no floreció ninguna flor, los escombros
penetraron en los ojos y ensuciaron el kimono del rey, uno de los samurais sacó
la espada y le cortó una oreja al mal viejo.
La vieja, escondida detrás de otro árbol, esperaba ver
el premio. De pronto, vio llegar a su marido con el kimono rojo, pensó que se
había puesto el kimono de gala para recibir al rey. Pero el caso es que el kimono
estaba rojo a causa de la sangre que goteaba de su oreja.
0.040.3 anonimo (japon) - 028
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