En una montaña había una aldea y allí vivía un
anciano, viudo desde hacía tiempo.
Este anciano, cargándose cada mañana a las espaldas un
gran canasto, iba a la montaña para ganarse el jornal.
Un día bajaba del bosque con una gran carga de leña y
vio que debajo de una parra alguien estaba dando saltos para atrapar un racimo
de uvas. Al acercarse, comprobó que se trataba de una pequeña zorra que por
más que saltaba no lograba alcanzar las uvas porque tenía una patita rota.
-¡Oh desdichada zorrita!, ahora comprendo por qué no
puedes coger el racimo, yo te lo agarraré. Y habiendo dicho esto, el anciano le
dio de comer las sabrosas uvas y le recomendó que volviera pronto a casa ya que
mamá le estaría esperando.
Cuando la zorrita se había ido, el viejo descansó un
poco, para continuar después de un rato el regreso a casa.
La pequeña zorra agradeció el tierno y cariñoso
corazón del anciano y desde lo alto de la colina le observó hasta que le perdió
de vista.
Algún tiempo después, el viejo se dirigió a la ciudad
para hacer unas compras; como se entretuvo demasiado, a la vuelta ya estaba
oscureciendo, así que apresuró el paso por el sinuoso camino. De pronto,
sentada en la vera, se encontró esperándole a la zorrita de aquel día.
Como el abuelo tenía prisa, no le hizo caso pero la
zorrita dando saltos le seguía detrás.
-¿Por qué me sigues?, ¿acaso quieres venir conmigo?,
¿o es que quieres decirme algo?
El animalito, sin decir nada, empezó a correr delante
de él y el anciano probó acompañarle para ver qué quería. El sol ya se había
puesto del todo, estaba completamente oscuro. Por eso le costaba trabajo
seguir a la zorra y tenía que hacerlo prestando atención al rumor de sus
pisadas.
-Pero, ¿adónde diablos me llevará? -pensaba el
anciano.
Después de andar un buen rato se paró delante de la
guarida.
-Empiezo a entender... ¡Esta es tu casa!
Dentro estaba Mamá zorra, enferma. Al ver entrar al
abuelo, hizo un esfuerzo para levantarse del lecho y le saludó lo más
cortésmente que sabía.
-Mi hija me contó lo amable que fue usted en cogerle
las uvas. Quise venir yo misma a darle las gracias, pero como estoy enferma,
mandé a mi pequeña que. le esperara en el camino-. Después de decir esto, sacó
del cojín una caperuza roja y se la dio.
El anciano sonrió contento, la guardó dentro de la
bolsa y regresó a casa...
Al día siguiente por la mañana, antes de ir al monte,
quiso partir un poco de leña delante de casa; se acordó del regalo de la zorra
y como hacía frío, fue a buscar la caperuza, se la puso y continuó su trabajo.
Entonces le pareció oír la conversación de dos
personas. El caso es que no había nadie alrededor de la casa... El viejo se
quitó la caperuza para oír mejor y echó un vistazo, pero todo estaba en calma y
ya no se oía nada; se la volvió a poner y, ¡caramba!, la misma conversación de
antes parecía continuar.
-¡Qué extraño!, parece ser la caperuza la causante de
lo que oigo-. Le vinieron a la memoria las palabras de Mamá zorra cuando se la
dio: «Esta caperuza es algo especial, trátala con cuidado».
Pero después de recordar estas palabras, examinó bien
la capucha, por dentro y por fuera, sin encontrarle nada de particular. Volvió
a ponérsela y a quitársela, una y otra vez, hasta que se convenció de que,
efectivamente, con ella puesta percibía la charla de alguien.
Ocurría que el regalo de la zorra tenía un don
especial: el que se ponía la caperuza podía escuchar la conversación de las
plantas, de los árboles y de toda clase de animales.
Desde entonces, el ir al monte dejó de ser un trabajo
pesado para el viejo, era más bien una diversión; podía entretenerse oyendo lo
que hablaban los pajaritos o de lo que se reían las plantas, mientras iba
cortando la leña.
Cierto día, encima de la rama de un pino habían dos
cuervos que estaban chachareando. El anciano se ajustó bien la caperuza y se
sentó debajo para escuchar con atención su conversación.
-Oye, ¿te has enterado de que la hija del más rico de
la aldea hace mucho tiempo que está enferma?
-Sí, precisamente ayer por la noche, mis padres
hablaban de ello, decían que había caído una maldición sobre su casa.
-¿Una maldición?, ¿a qué te refieres?
-En el jardín hay un alcanforero, ¿te acuerdas de él?,
pues, encima de las raíces de este árbol el padre de la niña hizo construir un
granero de piedra. Desde entonces, el alcanforero odia al ricachón y le ha
demostrado su antipatía enfermando a su bonita hija.
Aquel día, el abuelo no podía quitarse de la cabeza
las palabras del cuervo, le daba lástima que la niña estuviera enferma sin
tener ninguna culpa. Así, decidió hacerle una visita.
En la casa del millonario, encontró a todos muy
preocupados. El padre estaba sentado en cuclillas sin moverse del lecho de la
enferma. El anciano le habló así:
-Me he enterado de la incurable enfermedad que sufre
su hijita; si me lo permite, me parece tener la solución, pero quiero contar
con su ayuda y confianza.
Aquel hombre tan poderoso había llamado a los mejores
médicos y todos le habían dicho que no tenía curación, así que por probar lo
que el viejo le diría pensó que nada podría perder.
Aquella misma noche, el anciano, con la roja caperuza
puesta, se sentó cerca del granero, sacó la pipa y esperó pacientemente oír
algo; sin embargo, por más que esperaba todo estaba tranquilo. Se figuró en el
apuro que se había puesto prometiéndole al ricacho la solución segura... Entre
aquellas cavilaciones, de pronto percibió una voz lastimera que se quejaba
así:
-¡Ay!, ¡ay! ¡Cómo me duele! ¡Cada día me aprisionas
más tan repleto de cosas!... -era la raíz del alcanforero que se lamentaba del
gran peso del granero.
Entonces, el viejo le preguntó a la raíz:
-Oye, raíz, ¿si te quitaran ese granero de encima,
eliminarías la maldición que hiciste caer sobre la chiquilla?
La raíz asintió, y el anciano se alegró.
En cuanto clareó el día, fue de nuevo a ver al padre
de la niña y le dijo:
-Haga el favor de retirar el granero que hay cerca del
árbol de alcanfor lo más pronto posible. Si hace lo que le digo, su hija se
curará.
El millonario se sorprendió de lo que decía aquel
pobre viejo, pero, por su querida hija única era capaz de intentarlo todo.
Inmediatamente ordenó que quitaran el granero del jardín. Después de aquello,
transcurrieron cinco días y las raíces del alcanforero se fueron llenando de
vida, las hojas se vistieron de un verde precioso y parecía que el tronco
sonreía. La voz del árbol le dijo al viejo:
-Gracias, muchas gracias, no sabes el bien que me has
hecho, ahora podré llegar a ser el alcanforero más grande de la aldea.
Los demás árboles de su contorno también se pusieron
muy contentos y participaron de su alegría.
Por su parte, la chiquilla fue mejorando día a día,
hasta restablecerse por completo. El padre no sabía cómo agradecérselo al
abuelo y le entregó un montón de oro.
Al recibir tanto oro, el viejo pensó que todo se lo
debía a Mamá zorra. Hizo un fajo con él, y ya de camino pensó:
-Para demostrarle a la zorra mi gratitud, voy a
comprarle mucha pasta de soja frita, ya que es su comida preferida.
Y como al abuelo le importaba poco el dinero se sintió
satisfecho con el restablecimiento de aquella preciosa niña.
0.040.3 anonimo (japon) - 028
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