A mediados
del siglo X, castilla era gobernada por condes dependientes primero del rey de
Asturias y luego del de León. Pero cada día era más evidente el deseo de
independencia de los condes castellanos, que habían visto crecer sus dominios y
se consideraban iguales a los reyes asturianos y leoneses.
Gobernaba
por aquel entonces en Castilla el conde Fernán González, hábil político y
valiente guererro, que como sus ante-cesores sentía arder en sus venas el ansia
de independencia de su país.
El conde
estaba en su castillo al amor de la lumbre y conversaba con uno de sus hombres
de confianza, el valiente Alfonso Sánchez, que había cabalgado muchas veces con
él en sus correrías contra los moros.
-Nuestro
condado es más fuerte cada día -explicó el conde, y necesitamos romper los
lazos que nos unen con el rey de León.
-Según mis
noticias ha estallado otra guerra civil en León y por si fuera poco Abderramán
ha realizado varias incursiones por tierras leonesas y ha cobrado ya varios
tributos.
-Así es, en
efecto, pero no quiero aprovechar la ocasión para conseguir la independencia.
Es mejor actuar con astucia...
-Pero
entonces, ¿cuál será nuestra actitud si el rey pide nuestra ayuda?preguntó
Alfonso Sánchez.
-Si el rey
pide ayuda se la daremos. Y después conseguiré la independencia por encima de
todo.
Como la
situación en León era cada vez más precaria, el rey Sancho el Craso, como
habían supuesto los castellanos, pidió ayuda al conde de Castilla en virtud de
su derecho de vasallaje.
Un emisario
real se presentó al conde Fernán González y le expuso sus pretensiones:
-Mi señor,
el muy noble y poderoso rey de León, ordena al conde de Castilla acuda en su
auxilio contra los rebeldes y contra los moros, por lo menos con quinientas
lanzas de a caballo.
El conde
Fernán González no opuso la menor objeción y el emisario marchó satisfecho a
León donde explicó al rey el buen resultado de su gestión.
La ayuda de
Fernán González fue decisiva. Sus tropas derrotaron a los rebeldes leoneses y
obligaron a Abderramán a retirarse a sus anteriores posiciones.
El rey
leonés estaba muy contento de la ayuda del conde, pero temeroso de que éste le
pidiera franquicias autonómicas para Castilla evitó entrevistarse con él.
-El rey no
puede recibiros, conde -explicó el mayordomo real. Me encarga daros las gracias
por vuestra ayuda y os promete que más adelante os llamará a la corte para que
recibáis el homenaje que os debe.
De esta
forma el rey Sancho intentaba dar largas al asunto y evitar que el conde se
enorgulleciera de sus victorias.
El conde
Fernán González no replicó nada a las palabras del mayordomo. Esperaría que el
rey le llamase. Tarde o temprano tendría que hacerlo. Sancho el Craso creía que
al cabo del tiempo todo quedaría olvidado y el conde ya no se acordaría de sus
pretensiones.
Y así fue.
Pasaron varios años y el reino de León estaba en paz y el poder del rey
solidificado. Castilla ya no era un peligro. Entonces el rey Sancho llamó al
conde a su corte.
Fernán
González acudió solo en un hermoso caballo árabe que había sido de Almanzor y
llevando en el puño un valioso azor (ave de rapiña domesticada que se utilizaba
para la caza).
Su amigo
Alfonso Sánchez le había advertido de la imprudencia de presentarse sin
acompañamiento.
-Puede ser
una trampa que os tienda el rey. No ha olvidado que salvasteis su reino hace
unos años y os teme.
-No tengáis
cuidado. No es a mi persona a quien teme. En tal caso ya lo habría hecho antes
de ahora. Lo que él intenta es saber si deseo pedirle franquicias para mi condado.
Pero no pienso darle esta satisfacción.
-Pero
entonces ¿es que no vais a pedirle la independencia de Castilla? -inquirió muy
sorprendido Alfonso Sánchez.
-No pienso
hacer tal cosa por ahora. Ya os dije que con astucia consegui-remos lo que por
la fuerza no vamos a obtener. Además que no quiero disensiones entre cristianos
y favorecer así a los enemigos de nuestra fe.
El conde
Fernán González llegó a la corte de¡ rey leonés y acto seguido fue introducido
en la sala principal del castillo.
Sancho el
Craso le acogió con grandes muestras de deferencia e intentó sonsacar al conde
para que expusiera sus pretensiones.
-Espero que
seréis sincero conmigo, conde. Me prestasteis un gran favor que no he olvidado.
Podéis pedir lo que queráis.
-Nada pido,
señor. Cumplí como buen vasallo y el premio de mi recompensa está en haber sido
recibido por vos.
-Muy bien,
conde. Vuestras palabras son comedidas como cumple a buen caballero. Pero
insisto en saber si deseáis algo que está en mi mano cumplir como rey.
-Castilla
es feliz, señor -replicó astutamente el conde, que ya comprendía a qué terreno
quería llevarle el rey. Sólo desea seguir como hasta ahora...
Por más que
el rey leonés insistió para que el conde pidiera franquicias para Castilla,
éste eludió el tema.
Poco después
el rey contemplaba asombrado el caballo y el azor de Fernán González.
-Jamás he
visto cosa igual -habló el rey con entusiasmo. Es un pura sangre este caballo y
en cuanto al azor es una maravilla. Siempre deseé tener uno igual.
Fernán
González callaba. Dejó que el rey exteriorizara su admiración, pero sin que por
su parte hiciera mención alguna de regalarle los dos animales como tal vez
creyera el rey.
Los
cortesanos que presenciaban la escena coreaban las palabras del rey con
expresiones admirativas. En el fondo también esperaban que el conde obsequiara
a su señor con el caballo y el azor, como era costumbre en tales casos.
Al cabo de
un rato, el rey Sancho no pudo evitar un mohín de descontento.
-Serán para
vos muy valiosos animales, ¿verdad?
-Tienen su
precio, señor. Como todas las cosas de la vida -declaró el conde con una
sonrisa.
-Entonces,
¿puedo comprarlos? -inquirió el rey Sancho el Craso frunciendo el ceño.
-¿Y por qué
no, señor? Podéis hacerlo.
-Os ofrezco
mil marcos por el caballo y el azor. Y os advierto que es mi último precio
-dijo el rey.
Los
cortesanos que presenciaban la escena no salían de su asombro. El rey tenía
fama de avaricioso y dar mil marcos por aquellos dos animales era algo
inconcebible para ellos, pues lo que más le agradaba era recibir obsequios sin
soltar un marco.
-Acepto
vuestra proposición, señor. La acepto pero con una condición -dijo el conde que
no abandonaba la sonrisa ni por un momento.
-¿Uiia
condición? ¿Es que no estáis conforme con los mil marcos? -habló el rey cada vez
más disgustado.
-Al
contrario, señor. Y para que veáis mi buena fe no os pido el pago ahora mismo.
Me pagaréis cuando os convenga, pero ha de ser un día fijo, el que queráis.
Pero os advierto que si se retrasa el pago, entonces por cada día se duplicará
el precio.
El rey de
León sólo comprendió que podía pagar cuando le apeteciera. Aquello le convenía
y sin dudarlo más firmó un documento conforme a las condiciones del conde.
Sancho el
Craso era ya propietario del caballo y del azor del conde. Satisfecho por ello
agasajó a Fernán González con grandes fiestas y banquetes que se prolongaron
por espacio de varios días.
El conde
castellano regresó a sus tierras y el rey Sancho olvidó su deuda, y olvidó
también el día del vencimiento. Pasó mucho tiempo, unos cinco años por lo
menos. El conde había participado en varias empresas guerreras contra los moros
siempre con victorias en su haber.
Un día
Fernán González se presentó en la corte del rey Sancho con un lucido
acompañamiento. Venía a exigir al monarca el cumplimiento de la deuda. Cuando
el conde presentó la cuenta ascendía a una cantidad tal que no había dinero
suficiente en el reino para pagar la deuda. Los días de retraso convertían la
suma inicial de mil marcos en una cantidad astronómica. El rey y el conde iban
a llegar a las manos, pero varios caballeros leoneses y castellanos
intervinieron como mediadores. Por fin se impuso la sensatez. Había un
documento firmado y a él debían atenerse. El conde tenía razón, pero el rey no
podía pagar. Sólo quedaba una solución: Fernán González aceptaba la condonación
de la deuda si el rey de León reconocía la independencia de Castilla. Sancho el
Craso no tuvo otra alternativa que aceptar la petición del castellano. Castilla
se convertía en reino y a partir de aquel momento empezaba su hegemonía en el
país. Fernán González había conseguido astutamente lo que por la fuerza habría
costado ríos de sangre...
Leyenda historica
Fuente: Roberto de Ausona
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