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martes, 5 de noviembre de 2013

Con una pajita se hizo rico

Hace ya muchos años, vivía un hombre muy pobre que siempre pensaba cómo ha­cerse rico para no pasar tantas penalidad,es.
Cierto día fue al templo de la diosa bu­dista de la Merced para pedirle la gracia deseada. Dentro del templo estuvo ence­rrado haciendo oración durante veintiún días; el último de ellos, la diosa le habló ásí:
-Ya ha llegado la hora de que salgas de este templo. Cuando emprendas el viaje de regreso, la primera cosa que toques con las manos guárdala como algo muy valioso. Ten la seguridad de que si haces lo que yo te digo podrás llevar una vida mejor...
-Muchísimas gracias.
Muy contento, salió del templo pero no se dio cuenta de que había un escalón y tropezó cayéndose de bruces. En aquel mo­mento su mano tocó una paja de arroz que estaba tirada en el suelo.
-Esto es lo primero que he tocado. Me lo llevaré tal como me ha dicho la diosa. Sin embargo, no creo que con esta pajita pueda llegar a rico...
Y se marchó con la pajita, teniendo cui­dado de que no se le rompiera. Entonces, alrededor de su cara empezó a dar vueltas un moscardón. Como le molestaba mucho, lo cazó y lo ató a la punta de la paja.
Caminando, caminando, vio que por el mismo sendero, a lo lejos se acercaba un largo desfile de personas que también via­jaban pero en dirección contraria. Parecía tratarse de alguien rico o quizá del séqui­to de algún general. En medio del desfile llevaban un adornado palanquín. Al pasar cerca de él, de dentro del palanquín salían voces de un niño que lloraba desespera-da­mente. El séquito se paró un momento para descansar y la madre salió con el niño en brazos para distraerle. El pequeño, al ver el moscardón con la pajita, dejó de llorar inmediatamente y le dijo a su madre que quería aquel juguete.
El hombre le explicó que aunque fuera una cosa de poco valor no podía dársela ya que la diosa del templo le había aconseja­do guardar lo primero que encontrase...
Entonces, aquella señora sacó de la ca­rroza una bolsa de seda que contenía man­darinas y le convenció de que si lo inter­cambiaban seguro que la diosa no se en­fadaría.
El niño se marchó la mar de contento y el hombre igualmente con las frutas.
Como era un día de verano muy caluro­so, pensó buscar una sombra y comerse alguna mandarina para aplacar la sed. Mas, sentado debajo de un árbol vio a un indivi­duo que le llamaba. Al acercarse se dio cuenta de que estaba casi desmayado a causa de la fatiga; detrás de él tenía un pesado paquete. Aquel hombre le pidió que, por favor, le diera las mandarinas; no había encontrado ninguna fuente desde que había comenzado el viaje y no tenía más agua en la cantimplora.
El pobre hombre se resistía a dárselas por la misma razón que antes. Entonces, el mercader sacó del gran paquete tres piezas de seda y le rogó aceptara el canje.
Como las telas eran muy bonitas y sin duda alguna de mucho más valor que las mandarinas, se las dio, olvidándose de su propia sed. En aquel instante se dio cuenta de que la diosa tenía razón.
-De una simple pajita me han dado mandarinas y de las manda-rinas telas. Soy ya mucho más rico de lo que era. Estoy muy agradecido a la diosa.
Mientras se hacía estas reflexiones vio a un samurai sentado al lado de su caballo medio moribundo. Al preguntarle qué su­cedía, el samurai le dijo:
-Llevo ya muchas horas de viaje y ne­cesitaría cambiar de caballo, éste ya no puede seguir más. Pero aquí no puedo en­contrar ninguno y tampoco quiero abando­narlo así... Mi señor se enfadará por el retraso que llevo.
Al hombre le dio lástima del caballo y también de que el samurai no pudiera con­tinuar el viaje. Por eso, le propuso pagar el animal con los tres pedazos de tela.
El samurai aceptó y se fue a pie en dirección del castillo.
El hombre cogió el caballo y como pudo lo acercó al río más próximo. Allí bebió mucha agua y recobró fuerzas enseguida. Después, montado en él y sin prisas ya que no tenía adónde ir, fue cabalgando.
Al cabo de un buen rato se hizo de noche y desde la cima de la montaña divi­só una casa que todavía tenía luz. Aunque ya era un poco tarde, se atrevió a llamar.
-¡Toc, toc! Se me ha hecho oscuro por esos caminos y..., ¿le importaría darme posada?
El que abrió la puerta era un hombre mayor que con aire muy pacífico y son­riente le dijo:
-Pase, pase. No sabe usted en qué buen momento ha venido. Yo vivo solo y maña­na tengo que salir de viaje, como la casa es muy grande y tengo muchos animales, he estado buscando a alguien que se encargue de ello durante mi ausencia. ¿Puede hacer­me este favor?
-¡Cómo!... Sí, sí. ¿Cómo no? Yo no tengo adónde ir y sé trabajar el campo... Puede irse tranquilo, le cuidaré bien la casa.
Cuando entró se sorprendió de lo grande y bonita que era, nunca había visto una casa así.
El amo de la mansión empezó a prepa­rar el equipaje y le pidió que le prestase el caballo. Al amanecer, antes de irse, le dijo:
-En caso de que no vuelva puede que­darse con la casa y con todo lo que hay dentro. Me voy a la isla de Kyushu a ver a mi hermana enferma y no sé si podré volver.
Después de aquel día pasaron muchos años, pero el propietario de aquel caserón no apareció por allí nunca. De esta forma, aquel hombre tan pobre se quedó con aquella casa para siempre, y vivió tranquilo y sin problemas.

0.040.3 anonimo (japon) - 028

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