Hace ya muchos años, vivía un hombre muy pobre que
siempre pensaba cómo hacerse rico para no pasar tantas penalidad,es.
Cierto día fue al templo de la diosa budista de la Merced para pedirle la
gracia deseada. Dentro del templo estuvo encerrado haciendo oración durante
veintiún días; el último de ellos, la diosa le habló ásí:
-Ya ha llegado la hora de que salgas de este templo.
Cuando emprendas el viaje de regreso, la primera cosa que toques con las manos
guárdala como algo muy valioso. Ten la seguridad de que si haces lo que yo te
digo podrás llevar una vida mejor...
-Muchísimas gracias.
Muy contento, salió del templo pero no se dio cuenta
de que había un escalón y tropezó cayéndose de bruces. En aquel momento su
mano tocó una paja de arroz que estaba tirada en el suelo.
-Esto es lo primero que he tocado. Me lo llevaré tal
como me ha dicho la diosa. Sin embargo, no creo que con esta pajita pueda
llegar a rico...
Y se marchó con la pajita, teniendo cuidado de que no
se le rompiera. Entonces, alrededor de su cara empezó a dar vueltas un
moscardón. Como le molestaba mucho, lo cazó y lo ató a la punta de la paja.
Caminando, caminando, vio que por el mismo sendero, a
lo lejos se acercaba un largo desfile de personas que también viajaban pero en
dirección contraria. Parecía tratarse de alguien rico o quizá del séquito de
algún general. En medio del desfile llevaban un adornado palanquín. Al pasar
cerca de él, de dentro del palanquín salían voces de un niño que lloraba
desespera-damente. El séquito se paró un momento para descansar y la madre
salió con el niño en brazos para distraerle. El pequeño, al ver el moscardón
con la pajita, dejó de llorar inmediatamente y le dijo a su madre que quería
aquel juguete.
El hombre le explicó que aunque fuera una cosa de poco
valor no podía dársela ya que la diosa del templo le había aconsejado guardar
lo primero que encontrase...
Entonces, aquella señora sacó de la carroza una bolsa
de seda que contenía mandarinas y le convenció de que si lo intercambiaban
seguro que la diosa no se enfadaría.
El niño se marchó la mar de contento y el hombre
igualmente con las frutas.
Como era un día de verano muy caluroso, pensó buscar
una sombra y comerse alguna mandarina para aplacar la sed. Mas, sentado debajo
de un árbol vio a un individuo que le llamaba. Al acercarse se dio cuenta de
que estaba casi desmayado a causa de la fatiga; detrás de él tenía un pesado
paquete. Aquel hombre le pidió que, por favor, le diera las mandarinas; no
había encontrado ninguna fuente desde que había comenzado el viaje y no tenía
más agua en la cantimplora.
El pobre hombre se resistía a dárselas por la misma
razón que antes. Entonces, el mercader sacó del gran paquete tres piezas de
seda y le rogó aceptara el canje.
Como las telas eran muy bonitas y sin duda alguna de
mucho más valor que las mandarinas, se las dio, olvidándose de su propia sed.
En aquel instante se dio cuenta de que la diosa tenía razón.
-De una simple pajita me han dado mandarinas y de las
manda-rinas telas. Soy ya mucho más rico de lo que era. Estoy muy agradecido a
la diosa.
Mientras se hacía estas reflexiones vio a un samurai
sentado al lado de su caballo medio moribundo. Al preguntarle qué sucedía, el
samurai le dijo:
-Llevo ya muchas horas de viaje y necesitaría cambiar
de caballo, éste ya no puede seguir más. Pero aquí no puedo encontrar ninguno
y tampoco quiero abandonarlo así... Mi señor se enfadará por el retraso que
llevo.
Al hombre le dio lástima del caballo y también de que
el samurai no pudiera continuar el viaje. Por eso, le propuso pagar el animal
con los tres pedazos de tela.
El samurai aceptó y se fue a pie en dirección del
castillo.
El hombre cogió el caballo y como pudo lo acercó al
río más próximo. Allí bebió mucha agua y recobró fuerzas enseguida. Después,
montado en él y sin prisas ya que no tenía adónde ir, fue cabalgando.
Al cabo de un buen rato se hizo de noche y desde la
cima de la montaña divisó una casa que todavía tenía luz. Aunque ya era un
poco tarde, se atrevió a llamar.
-¡Toc, toc! Se me ha hecho oscuro por esos caminos
y..., ¿le importaría darme posada?
El que abrió la puerta era un hombre mayor que con
aire muy pacífico y sonriente le dijo:
-Pase, pase. No sabe usted en qué buen momento ha
venido. Yo vivo solo y mañana tengo que salir de viaje, como la casa es muy
grande y tengo muchos animales, he estado buscando a alguien que se encargue de
ello durante mi ausencia. ¿Puede hacerme este favor?
-¡Cómo!... Sí, sí. ¿Cómo no? Yo no tengo adónde ir y
sé trabajar el campo... Puede irse tranquilo, le cuidaré bien la casa.
Cuando entró se sorprendió de lo grande y bonita que
era, nunca había visto una casa así.
El amo de la mansión empezó a preparar el equipaje y
le pidió que le prestase el caballo. Al amanecer, antes de irse, le dijo:
-En caso de que no vuelva puede quedarse con la casa
y con todo lo que hay dentro. Me voy a la isla de Kyushu a ver a mi hermana
enferma y no sé si podré volver.
Después de aquel día pasaron muchos años, pero el
propietario de aquel caserón no apareció por allí nunca. De esta forma, aquel
hombre tan pobre se quedó con aquella casa para siempre, y vivió tranquilo y
sin problemas.
0.040.3 anonimo (japon) - 028
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