Entre las
incontables maravillas que los españoles conocieron al pisar tierra americana,
se encuentra la 'pasionaria", o `granadillo", nombre que se le da en
el Caribe a causa de su fruto redondo y anaranjado, cuyas semillas están
envueltas en una pulpa roja comestible, muy similar a la granada tradicional.
Según una tradición muy antigua, Mburucuyá era una hermosísima joven española, llegada a tierras
guaraníes en com
pañía de su padre, un renombrado capitán murciano
apellidado López de la Serna ,
llegado a estas tierras en busca de fortuna. Obviamente, Mburucuyá no era su
nombre de bautismo, sino el que le daba un mburuvichá de la región, secretamente
enamorado de ella.
Plenamente correspondido en su pasión, el cacique y
Mburucuyá se veían furtivamente, a espaldas del severo capitán español, que
jamás habría permitido que su hija se casara con un hereje que, para colmo de
males, consideraba su más acérrimo enemigo.
Hasta que, finalmente, llegó un día aciago para los
jóvenes y desventu-rados amantes, en que el padre de la muchacha decidió
desposarla con un apuesto marino de su raza, que la amaba y la había solicitado
en matrimonio, aunque no recibía de ella más que desplantes e indiferencia.
Mburucuyá comenzó a sentirse cada vez más desdichada;
si la sola presunción de una negativa la había llevado a ocultar a su padre
los amores con el cacique, ¿qué podría esperar ahora, enfrentándolo
abiertamente en sus pretensiones de casarla?
Así fue que los encuentros entre ambos amantes empezaron
a hacerse cada vez más espaciados, pues el intolerante capitán comenzaba a
sospechar. Ya no podían verse a diario, como era el deseo de ambos y, cuando lo
hacían, debía ser amparados por la oscuridad, como si fueran delincuentes.
Largas semanas pasaron en estas condiciones y el mburuvichá siempre aguardaba
entre las sombras del monte, aunque no todas las veces la muchacha podía burlar
la vigilancia de su padre.
Hasta que una noche en que Mburucuyá logró evadirse,
el cacique no acudió a la cita; los dulces sonidos de la flauta que utilizaban
para comunicarse dejó de oírse por completo. Mburucuyá buscó a su amante la
noche siguiente, y la otra, y la otra, pero el joven cacique no aparecía por
ningún lado
Desesperada por la incertidumbre y temiendo lo peor,
sumirada se tornó triste y melancólica, dejó de alimentarse y comenzó a
demacrarse y a decaer, pues no podía comentar con nadie su profundo dolor y
esto acrecentaba su desazón.
Finalmente, una tarde en que la muchacha se hallaba
junto al río, contemplando con tristeza un hermoso atardecer, apareció a su
vera una anciana india, precisamente la madre de quien ella tanto añoraba, que
venía a ponerla en antecedentes de lo que había sucedido con el mburuvichá.
-Hace mucho tiempo que mi hijo me había puesto al tanto
de tu relación con él -le dijo la anciana, pero ahora debo darte una mala
noticia. Tu amante ha sido muerto por orden de tu padre, quizás pensando que
ésa sería la única manera de separarlos.
Destrozada por el dolor, Mburucuyá siguió a la anciana
india hasta donde se encontraban los restos mortales de su amado cacique,
reposando en una tumba arbórea, según la ancestral costumbre guaraní. Luego de
rezar una plegaria por su alma, cavó una profunda tumba, depositando en ella el
cuerpo de quien muriera por su amor, y a continuación se atravesó su propio
corazón con una de las flechas que había recogido de su tumba aérea y que
siempre acompañan a los guerreros en su última morada. Y allí quedó la pequeña
saeta fatal, clavada en el pecho de la infortunada joven, con sus plumas
multicolores brotando de su corazón como una muda huella de la intran-sigencia
humana.
La anciana india, con el alma transida por el dolor de
la doble muerte injusta, fue la encargada de depositar el cuerpo de Mburucuyá
junto al de su propio hijo, y ella fue también la primera en ver, asombrada,
cómo, a los pocos días, brotaban de la tumba reciente dos plantas que nunca
había visto anteriormente. Se trataba de dos hermosas enredaderas de hojas
verdes y lustrosas, cuyos troncos, estrechamente entrelazados, sostenían
flores encarnadas, amarillas y azules, y frutos anaranjados de corazón rojo y
sabor agridulce. Y con el correr del tiempo también pudo comprobar cómo ambas
lianas trepaban juntas por los añosos troncos de los lapachos y timbós,
aferrándose a sus troncos y ramas y adornándolos con sus exóticas flores, como
queriendo demostrar al mundo la pujanza de su soberbia belleza juvenil.
Inmediatamente comprendió la india lo sucedido y
bautizó la nueva planta con el nombre que el amor de su hijo había dado a la
hermosa española que murió por él: mburucuyá.
Y dicen los conocedores que si en ella se pueden apreciar
los símbolos de la pasión de quien se sacrificó por los hombres, es porque Él
comprendió y perdonó su inmolación en aras de un amor casto y sublime, que
todo lo enaltece y purifica.
0.015.3 anonimo (argentina) - 027
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