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lunes, 4 de noviembre de 2013

Mburucuyá, la flor de la pasión

Entre las incontables maravillas que los españoles conocieron al pisar tierra americana, se encuentra la 'pasionaria", o `granadillo", nombre que se le da en el Caribe a causa de su fruto redondo y anaranjado, cuyas semillas están envueltas en una pulpa roja comestible, muy similar a la granada tradicional.
La Passionaria incarnata, que tal es su nombre botánico, es una enredadera o liana de hojas perennes color verde oscuro, que posee una leyenda propia, muy difundida en toda América Central y del Sur, basada en el hecho de que en sus estambres y pistilos algunos imaginativos botánicos han creído ver reminiscencias de los clavos, los martillos y las espinas de la corona con que Jesucristo fue torturado durante su crucifixión.

Según una tradición muy antigua, Mburucuyá era una her­mosísima joven española, llegada a tierras guaraníes en com­
pañía de su padre, un renombrado capitán murciano apelli­dado López de la Serna, llegado a estas tierras en busca de fortuna. Obviamente, Mburucuyá no era su nombre de bau­tismo, sino el que le daba un mburuvichá de la región, secre­tamente enamorado de ella.
Plenamente correspondido en su pasión, el cacique y Mbu­rucuyá se veían furtivamente, a espaldas del severo capitán español, que jamás habría permitido que su hija se casara con un hereje que, para colmo de males, consideraba su más acérrimo enemigo.
Hasta que, finalmente, llegó un día aciago para los jóvenes y desventu-rados amantes, en que el padre de la muchacha de­cidió desposarla con un apuesto marino de su raza, que la amaba y la había solicitado en matrimonio, aunque no reci­bía de ella más que desplantes e indiferencia.
Mburucuyá comenzó a sentirse cada vez más desdichada; si la sola presunción de una negativa la había llevado a ocul­tar a su padre los amores con el cacique, ¿qué podría esperar ahora, enfrentándolo abiertamente en sus pretensiones de casarla?
Así fue que los encuentros entre ambos amantes empeza­ron a hacerse cada vez más espaciados, pues el intolerante capitán comenzaba a sospechar. Ya no podían verse a diario, como era el deseo de ambos y, cuando lo hacían, debía ser amparados por la oscuridad, como si fueran delincuentes. Largas semanas pasaron en estas condiciones y el mburuvi­chá siempre aguardaba entre las sombras del monte, aunque no todas las veces la muchacha podía burlar la vigilancia de su padre.
Hasta que una noche en que Mburucuyá logró evadirse, el cacique no acudió a la cita; los dulces sonidos de la flauta que utilizaban para comunicarse dejó de oírse por completo. Mburucuyá buscó a su amante la noche siguiente, y la otra, y la otra, pero el joven cacique no aparecía por ningún lado
Desesperada por la incertidumbre y temiendo lo peor, su­mirada se tornó triste y melancólica, dejó de alimentarse y comenzó a demacrarse y a decaer, pues no podía comentar con nadie su profundo dolor y esto acrecentaba su desazón.
Finalmente, una tarde en que la muchacha se hallaba jun­to al río, contemplando con tristeza un hermoso atardecer, apareció a su vera una anciana india, precisamente la madre de quien ella tanto añoraba, que venía a ponerla en antece­dentes de lo que había sucedido con el mburuvichá.
-Hace mucho tiempo que mi hijo me había puesto al tan­to de tu relación con él -le dijo la anciana, pero ahora debo darte una mala noticia. Tu amante ha sido muerto por or­den de tu padre, quizás pensando que ésa sería la única manera de separarlos.
Destrozada por el dolor, Mburucuyá siguió a la anciana in­dia hasta donde se encontraban los restos mortales de su amado cacique, reposando en una tumba arbórea, según la ancestral costumbre guaraní. Luego de rezar una plegaria por su alma, cavó una profunda tumba, depositando en ella el cuerpo de quien muriera por su amor, y a continuación se atravesó su propio corazón con una de las flechas que había recogido de su tumba aérea y que siempre acompañan a los guerreros en su última morada. Y allí quedó la pequeña sae­ta fatal, clavada en el pecho de la infortunada joven, con sus plumas multicolores brotando de su corazón como una mu­da huella de la intran-sigencia humana.
La anciana india, con el alma transida por el dolor de la doble muerte injusta, fue la encargada de depositar el cuerpo de Mburucuyá junto al de su propio hijo, y ella fue también la primera en ver, asombrada, cómo, a los pocos días, brota­ban de la tumba reciente dos plantas que nunca había visto anteriormente. Se trataba de dos hermosas enredaderas de hojas verdes y lustrosas, cuyos troncos, estrechamente entre­lazados, sostenían flores encarnadas, amarillas y azules, y frutos anaranjados de corazón rojo y sabor agridulce. Y con el correr del tiempo también pudo comprobar cómo ambas lianas trepaban juntas por los añosos troncos de los lapachos y timbós, aferrándose a sus troncos y ramas y adornándolos con sus exóticas flores, como queriendo demostrar al mundo la pujanza de su soberbia belleza juvenil.
Inmediatamente comprendió la india lo sucedido y bautizó la nueva planta con el nombre que el amor de su hijo había da­do a la hermosa española que murió por él: mburucuyá.
Y dicen los conocedores que si en ella se pueden apre­ciar los símbolos de la pasión de quien se sacrificó por los hombres, es porque Él comprendió y perdonó su inmola­ción en aras de un amor casto y sublime, que todo lo enal­tece y purifica.

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