Si bien las
serpientes no son animales mamíferos, en el norte de nuestro litoral existe
una firme creencia de que al menos una de ellas succiona los pechos de las
hembras que no amamantan a sus crías durante la época de la lactancia. Se
trata de una culebra conocida como ñacaniná. La leyenda que explica su costumbre es la siguiente:
Hacia la mitad de la siesta de un tórrido verano del
noreste formoseño, la dura y reseca tierra de la región de los abicones se
resquebraja implorando lluvia y los pastos ardidos crujen bajo el peso de los pies y los cascos
de los caballos. Para colmo de males, un crónico viento norte, caliente como
un Alito del infierno, se abate implacable sobre los árboles, los cumbres y los
animales, quemando la piel como un millón de ag uas ardientes.
Caminando por la picada laboriosamente abierta a machete
y aprovechando la sombra de la selva virgen, Kahití regresa de la terecó,
donde ha ido en busca de agua para su membü-raü,
que duerme solito en el rancho, tendido sobre la áspera piel de un mboreijhü.
Pero lo que Kahití no sabe es que Kuarajhí-yará había estado espiando su salida desde detrás de un
añoso lapacho, acechando la primera oportunidad posible de apoderarse del
pequeño membü-raü y llevarlo a su inalcanzable choza en medio de la parte más
espesa del monte.
Ignorante de la tragedia, Kahití salva el último tramo
de malezas que la separan de su rancho, llevando en equilibrio sobre su cabeza
el enorme jubá-pireí, lleno hasta el
borde del fresco líquido vital. Pero al colocar el cántaro en el piso de
tierra, un ramalazo de terror le atenaza la garganta: un súbito presentimiento
le avisa que su membü-raü ya no se encuentra en el rancho.
Desesperada, escudriña en todos los rincones de la
vivienda, hasta que finalmente deja escapar un gemido de dolor, pues ¡el niño
ha desaparecido! Tratando de contener las lágrimas, recuerda desolada que
algunos días antes había merodeado por las cercanías un yaguareté cebado y no quiere pensar en que el fiero animal puede
habérselo llevado entre sus afilados colmillos, para alimento de sus cachorros.
Ya es imposible reprimir las lágrimas que afloran
incontenibles a sus ojos, mientras sus labios musitan una maldición en
guaraní: "¡Añá! ¡Añá membüí!".
Sin embargo, Kahití llora más por el impacto de la
sorpresa recibida que por el afecto hacia su hijo pequeño, al que no busca
desesperada, como lo haría cualquier otra madre, ni invoca la ayuda de su atuá-rasá muerto, como lo hiciera en
otras situaciones de zozobra, llamándolo lastimeramente entre los pajonales de
i-kaá donde una vez se le apareciera su espíritu.
Es que Kahití, en realidad, no quería a su hijo; es
más, hasta sentía repugnancia por su rostro deforme, viperino, que le daba
cierta apariencia de mboi, según ella
misma decía, y le imputaba esa fealdad a una maldición arrojada en su contra por
Yací, por haber concebido al niño en
su presencia. Y es sabido la influencia que la luna ejerce sobre los seres
vivos, tanto animales como plantas, y que se debe tratar por todos los medios
de no incurrir en errores que pueden pagarse muy caro. Ese hecho hizo que
Kahití, desoyendo la sabiduría de las ancianas, decidiera no amamantar más a su
hijo de rostro de víbora e intentara vengarse de la luna, dejánlo morir de
hambre.
Y el membü-raü se consumía, agostado por el hambre, ante
la indiferencia de Kahití, cuya leche materna iba a parar a una camada de
cachorros que una perra había parido para la misma fecha.
Pero Kuarajhí-Yará, el Dios Sol, ayudante de Tupá el
Supremo, que siempre anda recorriendo la selva a media siesta, protegido por
su sombrero de anchas alas, espió a Kahití hasta que la vio dirigirse a la
terecó, y entonces se llegó hasta el rancho donde dormía el niño y se lo llevó
consigo para transformarlo en otro ser que sufriera menos y pudiera vengarse de
aquella madre que lo despreciara e intentara matarlo de hambre.
Para ello, Kuarajhí que, como enviado de la divinidad
todo lo puede, convirtió al membü-raü en una ñacaniná-saijhú, dándole la orden de que todos los días, a media
siesta y por las noches, se llegara sigilosamente hasta la hamaca donde dormía
Kahití y le extrajera de los pechos toda la leche qúe ella le negara en su
oportunidad, hasta dejarla seca como una roca.
Y así lo hizo; día tras día la ñacaniná-saijhú se
deslizó subrepticiamente hasta la hamaca y sorbió la leche de los pechos de
Kahití, la que comenzó a extinguirse paulatinamente, como una vela que se
agota, hasta que, finalmente, murió. Pero no se detuvo allí la venganza de
Kuarajhí, sino que hizo que la ñacaniná-saijhú la extendiera a todas aquellas
hembras, tanto »animales como huma-nas, que se negaran a amamantar a sus
hijos.
Y desde ese instante, las selvas litoraleñas contaron
entre su fauna a una serpiente amarilla y negra, no demasiado grande, pero de
robusta contextura, cuyo veneno está compuesto por una extraña mezcla de
toxinas que anestesian ál ser que va a atacar, tras de lo cual succiona la
leche de las hembras, alimento por el que muestra una insólita avidez. Por eso,
no existe prácticamente ningún rancho en el litoral argentino en el que no se
albergue una ñacaniná-saijhú, oculta entre las cumbreras del techo, esperando
el momento oportuno para descolgarse subrepticiamente y sorber la leche de los
senos de las madres que incurran en el pecado de no amamantar a sus hijos.
Tal es, entonces, la leyenda de la ñacaniná-saijhú,
una vistosa culebra mesopotámica nacida de un ser indefenso a quien la madre
negara su savia vital y que regresó a la vida en forma de serpiente, como un
símbolo letal para aquellas hembras que se nieguen a cumplir con sus deberes
maternales.
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