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lunes, 4 de noviembre de 2013

La venganza de la ñacaniná

Si bien las serpientes no son animales mamíferos, en el nor­te de nuestro litoral existe una firme creencia de que al menos una de ellas succiona los pechos de las hembras que no ama­mantan a sus crías durante la época de la lactancia. Se trata de una culebra conocida como ñacaniná. La leyenda que explica su costumbre es la siguiente:

Hacia la mitad de la siesta de un tórrido verano del nores­te formoseño, la dura y reseca tierra de la región de los abic­ones se resquebraja implorando lluvia y los pastos ardidos  crujen bajo el peso de los pies y los cascos de los caballos. Para ­colmo de males, un crónico viento norte, caliente como un Alito del infierno, se abate implacable sobre los árboles, los cumbres y los animales, quemando la piel como un millón de ag uas ardientes.
Caminando por la picada laboriosamente abierta a mache­te y aprovechando la sombra de la selva virgen, Kahití regre­sa de la terecó, donde ha ido en busca de agua para su mem­bü-raü, que duerme solito en el rancho, tendido sobre la ás­pera piel de un mboreijhü.
Pero lo que Kahití no sabe es que Kuarajhí-yará había es­tado espiando su salida desde detrás de un añoso lapacho, acechando la primera oportunidad posible de apoderarse del pequeño membü-raü y llevarlo a su inalcanzable choza en medio de la parte más espesa del monte.
Ignorante de la tragedia, Kahití salva el último tramo de malezas que la separan de su rancho, llevando en equilibrio sobre su cabeza el enorme jubá-pireí, lleno hasta el borde del fresco líquido vital. Pero al colocar el cántaro en el piso de tierra, un ramalazo de terror le atenaza la garganta: un súbi­to presentimiento le avisa que su membü-raü ya no se en­cuentra en el rancho.
Desesperada, escudriña en todos los rincones de la vivien­da, hasta que finalmente deja escapar un gemido de dolor, pues ¡el niño ha desaparecido! Tratando de contener las lá­grimas, recuerda desolada que algunos días antes había me­rodeado por las cercanías un yaguareté cebado y no quiere pensar en que el fiero animal puede habérselo llevado entre sus afilados colmillos, para alimento de sus cachorros.
Ya es imposible reprimir las lágrimas que afloran inconte­nibles a sus ojos, mientras sus labios musitan una maldición en guaraní: "¡Añá! ¡Añá membüí!".
Sin embargo, Kahití llora más por el impacto de la sorpre­sa recibida que por el afecto hacia su hijo pequeño, al que no busca desesperada, como lo haría cualquier otra madre, ni invoca la ayuda de su atuá-rasá muerto, como lo hiciera en otras situaciones de zozobra, llamándolo lastimeramente en­tre los pajonales de i-kaá donde una vez se le apareciera su espíritu.
Es que Kahití, en realidad, no quería a su hijo; es más, has­ta sentía repugnancia por su rostro deforme, viperino, que le daba cierta apariencia de mboi, según ella misma decía, y le imputaba esa fealdad a una maldición arrojada en su contra por Yací, por haber concebido al niño en su presencia. Y es sabido la influencia que la luna ejerce sobre los seres vivos, tanto animales como plantas, y que se debe tratar por todos los medios de no incurrir en errores que pueden pagarse muy caro. Ese hecho hizo que Kahití, desoyendo la sabiduría de las ancianas, decidiera no amamantar más a su hijo de rostro de víbora e intentara vengarse de la luna, deján­lo morir de hambre.
Y el membü-raü se consumía, agostado por el hambre, an­te la indiferencia de Kahití, cuya leche materna iba a parar a una camada de cachorros que una perra había parido para la misma fecha.
Pero Kuarajhí-Yará, el Dios Sol, ayudante de Tupá el Supre­mo, que siempre anda recorriendo la selva a media siesta, pro­tegido por su sombrero de anchas alas, espió a Kahití hasta que la vio dirigirse a la terecó, y entonces se llegó hasta el rancho donde dormía el niño y se lo llevó consigo para transformarlo en otro ser que sufriera menos y pudiera vengarse de aquella madre que lo despreciara e intentara matarlo de hambre.
Para ello, Kuarajhí que, como enviado de la divinidad to­do lo puede, convirtió al membü-raü en una ñacaniná-saijhú, dándole la orden de que todos los días, a media siesta y por las noches, se llegara sigilosamente hasta la hamaca donde dormía Kahití y le extrajera de los pechos toda la leche qúe ella le negara en su oportunidad, hasta dejarla seca como una roca.
Y así lo hizo; día tras día la ñacaniná-saijhú se deslizó su­brepticiamente hasta la hamaca y sorbió la leche de los pe­chos de Kahití, la que comenzó a extinguirse paulatinamen­te, como una vela que se agota, hasta que, finalmente, murió. Pero no se detuvo allí la venganza de Kuarajhí, sino que hizo que la ñacaniná-saijhú la extendiera a todas aquellas hem­bras, tanto »animales como huma-nas, que se negaran a ama­mantar a sus hijos.
Y desde ese instante, las selvas litoraleñas contaron entre su fauna a una serpiente amarilla y negra, no demasiado grande, pero de robusta contextura, cuyo veneno está com­puesto por una extraña mezcla de toxinas que anestesian ál ser que va a atacar, tras de lo cual succiona la leche de las hembras, alimento por el que muestra una insólita avidez. Por eso, no existe prácticamente ningún rancho en el litoral argentino en el que no se albergue una ñacaniná-saijhú, ocul­ta entre las cumbreras del techo, esperando el momento oportuno para descolgarse subrepticiamente y sorber la le­che de los senos de las madres que incurran en el pecado de no amamantar a sus hijos.
Tal es, entonces, la leyenda de la ñacaniná-saijhú, una vistosa culebra mesopotámica nacida de un ser indefenso a quien la madre negara su savia vital y que regresó a la vi­da en forma de serpiente, como un símbolo letal para aquellas hembras que se nieguen a cumplir con sus debe­res maternales.

0.015.3 anonimo (argentina) - 027

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