Isondú es el
término guaraní que identifica el peculiar movimiento ondulatorio de las
luciérnagas cuando vuelan en enjambres de cientos de individuos. También
llamado "bichito de luz" o "cocuyo'; este diminuto insecto
luminoso, como la mayoría de los seres vivos e inanimados, posee, en la cosmogonía
litoraleña, varias leyendas que explican su origen.
La primera
de estas narraciones fue recogida por Félix Ávila en la región selvática
misionera que se encuentra entre los arroyos Piray-guasú y Aguapey, junto a las estribaciones occidentales de la Sierra de Misiones.
Se dice que en la región misionera mencionada, por las
noches puede verse un resplandor fosforescente que se mueve con inusitada
pereza, casi como si fuera una niebla que se desplaza al compás de un viento
imperceptible para los sentidos. La gente, al contemplar esa indolente
procesión luminosa, cree estar en un país de ensueño y mágica fantasía.
Cuenta la leyenda que Isondú era un joven atlético,
bueno y caritativo, que vivía en medio de un oasis de verdor, en plena selva
misionera. Su intachable comportamiento, su generosidad para con los que lo
rodeaban y su natural amable y cooperativo hacía que todas las doncellas de la
región se enamoraran perdidamente de él, hasta el punto de que no deseaban
mirar a ningún otro pretendiente, pues los encontraban desabridos y antipáticos
en comparación con aquel arquetipo de belleza y de virtudes.
Sin embargo, toda aquella admiración y preferencia desembo-caron
en una situación muy tensa, en la que los jóvenes del pueblo comenzaron a
sentirse desdeñados por las mujeres, que no tenían ojos más que para Isondú. Y,
como era de prever, la reacción de los jóvenes no se hizo esperar, y llegó un
día en que convocaron a una reunión para decidir qué actitud tomar para
contrarrestar la atracción que las mujeres del pueblo sentían por el muchacho.
Y aquella misma noche luego de deliberar varias horas,
llegaron a la conclusión de que la única solución posible era eliminarlo, pero
decidieron hacerlo de forma que pareciera un accidente. Pero todo fue en vano;
inútiles resultaron los intentos de desbarrancarlo por los cañadones de la Sierra de Misiones,
espantándole el caballo o arrojándole grandes rocas desde las alturas de los
riscos. Infructuoso fue el intento de colocar una yarará en su dormitorio para
que lo mordiera mientras dormía, e igualmente estériles los hechizos y conjuros
que ensayaron contra él, pues de todos se libró merced a su prudencia, su audacia
y su inteligencia.
Pero las cosas no parecían mejorar para los jóvenes
del pueblo; el sentimiento de las mujeres núbiles no parecía disminuir ni
cambiar hasta que, en una nueva reunión, los conspiradores decidieron
eliminarlo a como diera lugar, y eligieron el sitio más indicado para ello: la
umbría y peligrosa selva, cuyos enemigos naturales suponían que podían
ayudarlos en su cometido. Finalmente, llegó la noche del intento; las mejores
cerbatanas del grupo se apostaron a los lados del camino que Isondú debía
recorrer y, cuando el muchacho pasó entre ellos, dispararon sus mortíferos
dardos, clavándole once de ellos en cada lado del cuerpo y uno más en el
corazón.
Herido de muerte, Isondú cayó entre los arbustos. Los
agresores se acercaron lentamente, para comprobar el éxito de su atentado, pero
repentinamente comenzaron a ver que una extraordinaria transformación comenzaba
a desarrollarse en el cuerpo del joven: las heridas comenzaron lentamente a iluminarse
desde el interior, como si una luz extraña pugnara por liberarse de aquel
cuerpo muerto. Once pequeños regueros de luz fluían mansamente de cada costado
del cuerpo, uno por cada dardo, y uno más, rojo como un carbunclo, manaba del
corazón, que había dejado de latir. Al apartarse del cadáver, los haces de luz
se deshacían rápidamente en pequeños puntos refulgentes, y el cuerpo se
empequeñecía hasta tener el tamaño de un diminuto insecto: un alado gusanito
luminoso con un rubí sobre el corazón.
Aterrados por aquel milagro inexplicable, los conjurados
optaron por huir del prodigio que se desarrollaba ante sus ojos. Pero por más
que huyeron, no pudieron dejar atrás el terrible remordimiento por aquella
muerte inútil, que desde ese día ya no los abandonaría jamás, obligándolos a
ver, noche tras noche, hasta el fin de sus días, la brillante isondú que les
recordaba su horrendo crimen y torturaba sus conciencias sin esperanzas de
remisión.
Algo más
hacia el norte y el oeste de la región mencionada en la versión anterior, las
luciérnagas o"bichitos de luz" son llamadas por los mok'oit
(mocovíes) muá-muá, y la leyenda que explica su origen presenta características
más románticas y a la vez más truculentas que la interpretación guaraní, pues
representa los extremos a que puede llegar una mujer despechada cuando un
hombre le niega sus favores.
La gente del pueblo la llamaba Boní Chuá, que en lengua mocoví significa, literalmente,
"Boní, la de la papada colgante", rasgo característico que también
su madre y la madre de su madre habían tenido que padecer, provocado por un
bocio recalcitrante que ninguna de sus pócimas ni sus ungüentos podía curar. Y
al igual que ellas, también Boní Chuá era odiada y a la vez temida por sus
vecinos, porque todas ellas habían dominado los tortuosos caminos de la magia
negra: pociones tenebrosas para asegurar el amor y la pertenencia, métodos
fatídicos para hacer sufrir y hechizos infalibles para provocar la muerte.
Una tras otra, desde muchas generaciones anteriores,
las mujeres de la familia habían heredado el báculo de las hechiceras y habían
habitado la caverna que todavía puede verse, como una fea herida abierta,
rezumando pus y degradación en el costado del cerro Ybí-atí pané sobre la cuenca del Pilcomayo, en el límite entre el
vecino país de Paraguay y la provincia argentina de Formosa.
Y cabe destacar que, aún hoy, la caverna sigue siendo payé para los lugareños y para los
indios, porque se dice que el fantasma de Boní Chuá todavía deambula por los
lóbregos corredores de piedra, y sus atávicos terrores ancestrales aún
perturban la razón de quien quiera penetrar en el antro.
Sea como fuere, la leyenda narra que Boní Chuá era la
mujer más fea que puede recordarse dentro de la raza mocoví. Además del bocio
ya mencionado, su rostro era una confusa masa de arrugas, verrugas y lunares
pilosos, su cuerpo deforme se levantaba desde un par de horribles piernas nudosas
y retorcidas, y sus brazos parecían ramas de higuera secas. Cargada con este
pesado sino, la bruja concurría todas las tardes a la vera del arroyo Mbocayá, donde
se sentaba sobre las piedras de la orilla, mientras su teyú azul bebía el agua
de la corriente. Allí, además, escuchaba las desdichas de los vecinos: quejas
de amantes abandonados, pedidos de jovencitas enamoradas que pretendían
conquistar a su hombre, mujeres engañadas y personas enfermas, y recibía de
ellos cuencos de abatí, mandioca,
ñame y prendas de algodón tejido, a cambio de hierbas que ella recogía durante
las medianoches de luna llena, o de las pócimas y filtros que hervía largas
horas en la soledad de su cueva, mientras afuera rugían las tempestades.
También muchos hombres concurrían a su guarida, impulsados
por la curiosidad o por súbitos anhelos amorosos irresistibles -las más de las
veces provocados por ella misma, permanecían con ella una noche o varias,
según el hechizo, y salían de allí hieráticos y cabizbajos, acosados por vaya
a saberse qué pensamientos inconfesables o qué recuerdos perturbadores.
Algunos, con la expresión de perros apaleados, contestaban abruptamente a los reproches
de sus mujeres diciéndoles: "La
iporá va ñandé ve, upévante la cuñá porá ('la verdadera belleza está en que
la mujer sea hermosa para nuestro gusto personal')".
Otros, en cambio, se mofaban despiadadamente de la mujer
deforme y lujuriosa, contando a diestra y siniestra sus intimidades más
desagradables, pero pronto se vio que aquélla no era la actitud más saludable
posible, pues estos desgraciados nunca vivían lo suficiente como para festejar
sus sucios chismes procaces; por lo general, pocos días después de haber
estado con la hechicera, algún vecino encontraba sus cadáveres tirados en un
estero, prematura-mente corrompidos y agusanados, y con señales de haber
sufrido todos los tormentos del infierno, o sus familiares los encontraban
tiesos en sus propias hamacas, con sendos hilos de sangre verde y purulenta
cayendo por las comisuras de los labios. Y para aquéllos que se comportaban en
forma descomedida y se mofaban del desempeño amoroso de la bruja, o criticaban
su apariencia en la intimidad, Boní Chuá tenía reservado un destino aún peor:
vagar como muertos-vivos por sitios lóbregos y penumbrosos, infectados por el
estigma del caraguatá-í, un parásito con la forma de un arbusto diminuto que
invadía su rostro y sus genitales, imposibilitán-dolos para las lides amorosas.
Mientras tanto la bruja, sentada en su lugar habitual a la vera del arroyo, se
reía de ellos, escarneciéndolos y alardeando de sus poderes para ejercer
maleficios.
Hasta que, una tarde en que la hechicera se encontraba
practicando su deporte predilecto de burlarse de la gente, llegó al arroyo un
joven cazador que, en un alarde de fuerza, cargaba en sus hombros el cuerpo de
un ciervo muerto, cuya sangre caía sobre él, empapándole el musculoso torso.
Sin decir una palabra dejó el cadáver en la orilla y se adentró en las aguas
para limpiarse, mientras los ojos de Boní Chuá lo seguían con mirada de águila,
sin perder un detalle de sus movimientos.
Jamás hombre alguno había encendido de esa forma la
sangre de la bruja. Cuando el joven salió del agua, después de higienizarse, lo
siguió con la vista y lo vio reunirse con una mujer de belleza aniñada, sutil y
etérea como si fuera una Yací-ñemoñaré
encarnada en una mujer. Inmediatamente tendió sus redes de espionaje y
descubrió que se trataba del tendótara
Karaí-vé, recientemente establecido en una maloka propia en las afueras de la aldea con su esposa, la dulce Marané-í, así llamada por su belleza
pura y virginal.
Los celos de la bruja se encendieron como el fuego de
una fragua; casi corriendo subió a su cubil, se untó el cuerpo con una pócima
de su propia factura, especie de almizcle que subyuga y somete
irresistiblemente a los hombres, y se dirigió al encuentro del tendótara. Pero
éste pasó a su lado sin siquiera verla, haciendo caso omiso del perfume que
había sojuzgado a tantos hombres. Furiosa, Boní Chuá regresó una vez más a su
cueva y echó sucesivamente mano a sus más poderosos y terribles filtros
amorosos: plumas de kauré-i, cráneos
machacados de niños muertos sin enterrar, hierbas exóticas cosechadas en los
más ignotos lugares, frutos que anulan la voluntad de quien los come,
haciéndole olvidar a sus seres queridos. Todo lo probó la siniestra hechicera,
en su afán por conquistar a Karaí-vé, hasta sobornar a los siervos del tendótara
para que le administraran sus espantosos brebajes, mezclados con las comidas y
las bebidas
Todo fue inútil. Finalmente, la impaciente bruja,
cansada de esperar resultados inútilmente, decidió tomar el toro por las astas:
salió al encuentro del caudillo y le ofreció dichas inconmensurables,
enumerando uno por uno todos los placeres que podía brindarle. Karaí-vé
contempló con ojos impasibles aquel cuerpo horrible que se le ofrecía tan
descaradamente; repasó con la mirada el rostro arrugado y verrugoso, los
dientes rotos y podridos, los pequeños ojos porcinos y la papada que le caía
sobre el pecho y, con una sonora carcajada, pasó junto a ella como si no
existiera.
-¡Te arrepentirás de esto! -aulló la bruja en el
paroxismo de su furia. ¡Te haré sufrir tormentos que ni el mismo Añá pudo imaginar jamás! ¡Tú, tus hijos
y los hijos de tus hijos padecerán bajo mi gualicho,
hasta que deseen una y mil veces la muerte!
Karaí-vé continuó tranquilamente su camino, ignorándola,
y la despechada mujer se quedó allí parada, viéndolo marcharse y repasando en
su mente los más terribles sortilegios y conjuros para poder aniquilar a aquel
hombre, destruyendo su cuerpo y su espíritu hasta hacerlos desaparecer.
Pero Karaí-vé se sentía seguro de sí mismo. Boní Chuá no
lo sabía, pero el tendótara poseía un itá-payé
que él mismo había extraído de las cuevas erícantadas de Yutí y lo llevaba
permanente-mente consigo, en una guayacá
que no se apartaba jamás de su pecho. Es que Karaí-vé había nacido bajo
condiciones celestes muy particulares, y su ava-payé
le había recomendado que no se separara nunca de su itá-payé, se friccionara
diariamente con grasa de taragüí y copal
kaurí, y se cuidara de enterrar los recortes de uñas y cabellos y los sobrantes
de sus alimentos en un lugar oculto, para que no cayeran en manos de los
hechiceros.
Al repasar sus intentos fallidos, Boní Chuá pronto
llegó a la conclusión de que se hallaba frente a un pyratá, y decidió actuar en consecuencia, para lo cual se encerró a
cal y canto en su cueva a pergeñar nuevos y más terribles maleficios en contra
de Karaí-vé, mientras en el interior de su alma tenebrosa se seguía gestando
el odio más destructivo que mujer alguna pudo sentir jamás por un hombre.
Pero el joven, seguro de su protección contra la
hechicería, descuidó un factor crucial: Marané-í, su esposa, a quien no le dijo
una palabra de la bruja y menos aún el daño que la horrible mujer podía
causarles; lo único que hizo en ese sentido fue exigirle que no saliera nunca
sola de la maloka, y que permaneciera
siempre en compañía de algún familiar o algún sirviente. Desafortunadamente, y
como siempre sucede, aquella prohibición despertó en la muchacha una rebeldía
creciente, hasta que un día dejó su casa, recorrió la picada que la llevaba
hasta el arroyo Mbocayá y se sentó sobre un gran cristal de amatista,
sumergiendo los pies en el agua cristalina.
En ese instante, un sexto sentido le avisó a Boní Chuá
la presencia de su odiada rival, y el fuego de su pasión desdeñada comenzó a
abrasar sus entrañas. Toda su lujuria contenida, atizada por lunas y lunas de
solitaria reclusión en sí misma, pareció irrumpir en una sola flama de odio
hacia esa niña dulce y hermosa que le arrebatara lo que ella más ansiaba en su
vida.
Sin dudarlo un solo instante, la bruja se precipitó
por el sendero que bajaba al arroyo y se apoderó de Marané-í, llevándola por
la fuerza a su cueva y tapiando la entrada con una pesada roca. Luego de cerrar
continuó cueva adentro arrastrando a la joven, hasta llegar a un estrecho pasaje,
húmedo y mugriento, en el que se acumulaban los residuos más heterogéneos que
se puedan imaginar; dispersos por el piso lodoso podían verse restos de comida,
huesos roídos, frutas podridas, raíces a medio comer y, colgadas de las
pareces, con la cabeza hacia abajo, tétricas parodias humanas, fabricadas con
trapos y trozos de carne y con el pecho traspasado por numerosas espinas, mudos
testigos de pasados hechizos de muerte. Más allá, en el lado más alejado de la
entrada, un montón de trapos y pieles pringosos y hediondos permitían suponer
un camastro, sobre el cual se había aposentado un enorme cururú marrón rojizo, cuya garganta pulsante y su vientre hinchado
parecían a punto de reventar.
La deforme bruja soltó a la joven, arrojándola al
suelo de un empujón, y Marané-í quedó sentada en el piso, observando con
horror a su alrededor. Su primer impulso fue rogar a la vieja que la dejara ir,
pero una extraña premonición le advirtió que aquel monstruo sería seguramente
más vulnerable al interés que a las súplicas, y le ofreció sus mejores tesoros;
sin embargo, el odio de la arpía era mayor que su ambición y rechazó de plano
todos los yeguacás que la niña le
ofrecía, asegurándole que lo único que aceptaría de ella sería el amor de su
hombre.
-¡Horrible vieja contrahecha y maloliente! -gritó
imprudentemente Marané-í, atizando el odio de la bruja-. ¡Jamás lograrás tener
en tu sucio camastro a un hombre como Karaí-vé!
La muchacha había hablado sin tener en cuenta las
terribles consecuencias que podían acarrear sus palabras, pero se sentía
extrañamente satisfecha de haberlo hecho.
-Mi esposo pronto me echará de menos y vendrá a buscarme,
y entones ¡ay de ti, vieja y horripilante bruja! -exclamó la joven, segura de
su marido. Pero no acababa de decirlo cuando un alarido agónico sacudió las
paredes de la cueva y el tiempo mismo pareció detenerse, mientras el eco
prolongaba indefinidamente el grito de muerte. Boní Chuá había seccionado de
un hachazo uno de los brazos de Marané-í, tronchándolo a la altura del hombro.
Paralizada por la sorpresa y el dolor, la joven cayó
cuan larga era, mientras que la vida se escapaba a borbotones por la espantosa
herida. A su lado, la bruja se acuclilló junto a ella y continuó golpeándola
con el hacha, hasta acallar definitivamente sus gritos. No contenta con ello,
dio rienda suelta a sus sanguinarios instintos, desmenuzando su cuerpo en
diminutos fragmentos, dando muestras de un ensañamiento sólo posible en una
mente enferma y corrompida como la suya.
Finalmente, cuando su odio pareció satisfecho, Boní
Chuá se puso lentamente de pie, espantando con su movimiento las muchas
alimañas nocturnas que deambulaban y volaban por la caverna. Con el bocio
agitándose sobre su pecho como un tercer seno, la bruja parecía un engendro demoníaco,
escapado de los dominios de Aña para
esparcir el mal sobre la
Tierra. Reunió los despojos de su infortunada víctima en un
saco de tela y salió con ellos del cubil, dirigiéndose rápidamente hacia la
seguridad de la selva. La sangre corría por sus manos y empapaba sus ropas,
pero la bruja, serena, como si terminara de cumplir con un deber sagrado.
Al llegar a un claro del monte, el engendro tomó el
saco con ambas manos, lo abrió y esparció los restos por el suelo. En ese
momento, un rayo flamígero cayó sobre los despojos v, a su conjuro, los
diminutos trozos del cuerpo de Marané-í se fueron transformando en millares de
puntos de luz que comenzaron a flotar sobre los arbustos y entre las ramas de
los árboles hasta que descendieron, reunidos en una niebla luminosa que
parecía una diminuta Ñandú-atí posada
sobre el suelo de la selva.
Repentinamente, Boní Chuá pareció desmoronarse. Los
puntos de luz parecían burlarse de ella, danzando en ronda a su alrededor, como
burlándose de sus aspiraciones al amor de Karaí-vé. De pronto, Boní Chuá sintió
miedo. Pensó en la venganza del pyratá y un terror sobrenatural pareció hacer
correr un río de hielo por su espalda. En el paroxismo del horror, se vio
impelida por la necesidad de recoger aquellas chispas centelleantes, en un
esfuerzo por hacerlas desaparecer para siempre. Buceó en lo más profundo de su
memoria, tratando de reflotar algún antiguo conjuro que la librara de aquellos
fantasmas de su acto impío. Practicó el ahó-ahó,
para atraerlas y dominarlas, pero las motas luminosas continuaron alejándose
de ella, puras e inmarcesibles en su danza rutilante.
-¡Muá-muá!
-gritó, presa del pánico. ¡Muá-muá, Maranéí! -repitió, poniendo toda su
desesperación en el conjuro del nombre.
Pero su voz se alzó en vano, diluyéndose inofensiva
entre los troncos de las palmas, que parecían acecharla desde las sombras.
Palideció al ver la silueta menguante de Yací
asomarse sobre los afilados dientes de los cerros; se le escapaba la última
posibilidad de contar con la ayuda de su cómplice, la oscuridad, para destruir
los vestigios de su horrendo crimen. Aterrada por la imagen de aquellas
criaturas luminosas que tapizaban la selva, corrió a refugiarse en su cubil,
dejando para la noche siguiente la tarea de deshacerse de las pruebas del
delito.
Indiferente a su pánico, Yací se elevó serenamente
sobre el monte. Acarició las anfractuosidades más remotas del valle y jugó a
las escondidas con las chispas de luz, ocultándose entre las ramas de las
palmas. Pronto su fulgor se confundió con el brillo plateado de sus compañeras
de juego, que parecían átomos desprendidos de su propio ser. Su esencia misma
se fundió con los resplandecientes corpúsculos y, en ese momento, la madre de
todo lo creado comprendió lo que había sucedido. Aquellas formas que brillaban
con luz propia no eran otra cosa que una multitudinaria representación del
sentimiento más sublime del hombre, cuando está alimentado por una causa pura;
la manifestación suprema de la continuidad de la vida: la pasión entre dos
seres que se aman.
A pesar de sus largos eones de existencia, Yací
experimentó aquella noche una nueva vivencia; si bien había sido el rencor el
causante de la primera erupción, algo mucho más poderoso que el odio latía en
aquellos corpúsculos luminosos: la fuerza creadora del amor era la que había
generado aquel inextinguible fulgor a los pequeños cuerpos y ahora los guiaba
hacia el infinito, como una antorcha eterna, para difundir los insondables
designios de Tupá, el Creador.
El fulgor de la isondú, palpitante como el joven
corazón que la había engendrado, simbolizaba, en forma tangible, el amor que
surge y se perpetúa. La pasión, más poderosa que el odio, se hacía eterna en la
danza aquellas chispas rutilantes que vagarían por siempre a la vista de los
hombres; para siempre, sí, porque Yací misma se encargaría de disponer que un yaryic las protegiera.
A la noche siguiente, Boní Chuá salió a probar nuevos
hechizos y lo mismo hizo a la noche siguiente, y la otra y la otra, pero todo
fue en vano; la reluciente isondú permanecía en el aire, rielando serenamente y
recordando al mundo que un crimen jamás queda impune, por más que el criminal
pueda evadir temporalmente la justicia humana.
Por eso, reza la tradición, generaciones y
generaciones de niños -y a veces también de adultos- se dedican a perseguir en
vano a las luciérnagas. El Muá-yaryic
las protege: las libera si se las aprisiona y prefiere sacrificarlas si no
puede rescatarlas; señala con el brillante estigma de la luciferina las manos
de quienes se atreven a destruirlas y, según la tradición, precipita males
inenarrables sobre sus hogares y sus seres queridos.
Por eso la isondú simboliza el amor, el factor más
importante para la continuidad de la vida: de día las muá-muá se mimetizan,
parecen desaparecer, pero siempre regresan a la noche siguiente o_en el próximo
período estival, frágiles y endebles, pero eternas como esa fuerza vital capaz
de mover montañas, motor y brújula de todos los seres vivos.
0.015.3 anonimo (argentina) - 027
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