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lunes, 4 de noviembre de 2013

Isondú y la danza de las luciérnagas

Isondú es el término guaraní que identifica el peculiar movimiento ondulatorio de las luciérnagas cuando vuelan en enjambres de cientos de individuos. También llamado "bichito de luz" o "cocuyo'; este diminuto insecto luminoso, como la mayoría de los seres vivos e inanimados, posee, en la cosmogonía litoraleña, varias leyendas que explican su origen.
La primera de estas narraciones fue recogida por Félix Ávila en la región selvática misionera que se encuentra entre los arroyos Piray-guasú y Aguapey, junto a las estribaciones occidentales de la Sierra de Misiones.

Se dice que en la región misionera mencionada, por las noches puede verse un resplandor fosforescente que se mue­ve con inusitada pereza, casi como si fuera una niebla que se desplaza al compás de un viento imperceptible para los sen­tidos. La gente, al contemplar esa indolente procesión lumi­nosa, cree estar en un país de ensueño y mágica fantasía.
Cuenta la leyenda que Isondú era un joven atlético, bueno y caritativo, que vivía en medio de un oasis de verdor, en ple­na selva misionera. Su intachable comportamiento, su gene­rosidad para con los que lo rodeaban y su natural amable y cooperativo hacía que todas las doncellas de la región se ena­moraran perdidamente de él, hasta el punto de que no desea­ban mirar a ningún otro pretendiente, pues los encontraban desabridos y antipáticos en comparación con aquel arqueti­po de belleza y de virtudes.
Sin embargo, toda aquella admiración y preferencia de­sembo-caron en una situación muy tensa, en la que los jóve­nes del pueblo comenzaron a sentirse desdeñados por las mujeres, que no tenían ojos más que para Isondú. Y, como era de prever, la reacción de los jóvenes no se hizo esperar, y llegó un día en que convocaron a una reunión para decidir qué actitud tomar para contrarrestar la atracción que las mu­jeres del pueblo sentían por el muchacho.
Y aquella misma noche luego de deliberar varias horas, llegaron a la conclusión de que la única solución posible era eliminarlo, pero decidieron hacerlo de forma que pareciera un accidente. Pero todo fue en vano; inútiles resultaron los intentos de desbarrancarlo por los cañadones de la Sierra de Misiones, espantándole el caballo o arrojándole grandes ro­cas desde las alturas de los riscos. Infructuoso fue el intento de colocar una yarará en su dormitorio para que lo mordiera mientras dormía, e igualmente estériles los hechizos y conju­ros que ensayaron contra él, pues de todos se libró merced a su prudencia, su audacia y su inteligencia.
Pero las cosas no parecían mejorar para los jóvenes del pueblo; el sentimiento de las mujeres núbiles no parecía dis­minuir ni cambiar hasta que, en una nueva reunión, los cons­piradores decidieron eliminarlo a como diera lugar, y eligie­ron el sitio más indicado para ello: la umbría y peligrosa sel­va, cuyos enemigos naturales suponían que podían ayudarlos en su cometido. Finalmente, llegó la noche del intento; las mejores cerbatanas del grupo se apostaron a los lados del ca­mino que Isondú debía recorrer y, cuando el muchacho pasó entre ellos, dispararon sus mortíferos dardos, clavándole on­ce de ellos en cada lado del cuerpo y uno más en el corazón.
Herido de muerte, Isondú cayó entre los arbustos. Los agresores se acercaron lentamente, para comprobar el éxito de su atentado, pero repentinamente comenzaron a ver que una extraordinaria transformación comenzaba a desarrollarse en el cuerpo del joven: las heridas comenzaron lentamente a ilu­minarse desde el interior, como si una luz extraña pugnara por liberarse de aquel cuerpo muerto. Once pequeños regueros de luz fluían mansamente de cada costado del cuerpo, uno por cada dardo, y uno más, rojo como un carbunclo, manaba del corazón, que había dejado de latir. Al apartarse del cadáver, los haces de luz se deshacían rápidamente en pequeños pun­tos refulgentes, y el cuerpo se empequeñecía hasta tener el ta­maño de un diminuto insecto: un alado gusanito luminoso con un rubí sobre el corazón.
Aterrados por aquel milagro inexplicable, los conjurados optaron por huir del prodigio que se desarrollaba ante sus ojos. Pero por más que huyeron, no pudieron dejar atrás el terrible remordimiento por aquella muerte inútil, que desde ese día ya no los abandonaría jamás, obligándolos a ver, no­che tras noche, hasta el fin de sus días, la brillante isondú que les recordaba su horrendo crimen y torturaba sus concien­cias sin esperanzas de remisión.

Algo más hacia el norte y el oeste de la región mencionada en la versión anterior, las luciérnagas o"bichitos de luz" son llamadas por los mok'oit (mocovíes) muá-muá, y la leyenda que explica su origen presenta características más románticas y a la vez más truculentas que la interpretación guaraní, pues representa los extremos a que puede llegar una mujer despecha­da cuando un hombre le niega sus favores.

La gente del pueblo la llamaba Boní Chuá, que en lengua mocoví significa, literalmente, "Boní, la de la papada colgan­te", rasgo característico que también su madre y la madre de su madre habían tenido que padecer, provocado por un bocio recalcitrante que ninguna de sus pócimas ni sus ungüentos podía curar. Y al igual que ellas, también Boní Chuá era odia­da y a la vez temida por sus vecinos, porque todas ellas habían dominado los tortuosos caminos de la magia negra: pociones tenebrosas para asegurar el amor y la pertenencia, métodos fatídicos para hacer sufrir y hechizos infalibles para provocar la muerte.
Una tras otra, desde muchas generaciones anteriores, las mujeres de la familia habían heredado el báculo de las hechi­ceras y habían habitado la caverna que todavía puede verse, como una fea herida abierta, rezumando pus y degradación en el costado del cerro Ybí-atí pané sobre la cuenca del Pil­comayo, en el límite entre el vecino país de Paraguay y la provincia argentina de Formosa.
Y cabe destacar que, aún hoy, la caverna sigue siendo pa­yé para los lugareños y para los indios, porque se dice que el fantasma de Boní Chuá todavía deambula por los lóbregos corredores de piedra, y sus atávicos terrores ancestrales aún perturban la razón de quien quiera penetrar en el antro.
Sea como fuere, la leyenda narra que Boní Chuá era la mujer más fea que puede recordarse dentro de la raza moco­ví. Además del bocio ya mencionado, su rostro era una con­fusa masa de arrugas, verrugas y lunares pilosos, su cuerpo deforme se levantaba desde un par de horribles piernas nu­dosas y retorcidas, y sus brazos parecían ramas de higuera secas. Cargada con este pesado sino, la bruja concurría todas las tardes a la vera del arroyo Mbocayá, donde se sentaba so­bre las piedras de la orilla, mientras su teyú azul bebía el agua de la corriente. Allí, además, escuchaba las desdichas de los vecinos: quejas de amantes abandonados, pedidos de jo­vencitas enamoradas que pretendían conquistar a su hom­bre, mujeres engañadas y personas enfermas, y recibía de ellos cuencos de abatí, mandioca, ñame y prendas de algodón tejido, a cambio de hierbas que ella recogía durante las me­dianoches de luna llena, o de las pócimas y filtros que hervía largas horas en la soledad de su cueva, mientras afuera ru­gían las tempestades.
También muchos hombres concurrían a su guarida, im­pulsados por la curiosidad o por súbitos anhelos amorosos irresistibles -las más de las veces provocados por ella mis­ma, permanecían con ella una noche o varias, según el he­chizo, y salían de allí hieráticos y cabizbajos, acosados por vaya a saberse qué pensamientos inconfesables o qué re­cuerdos perturbadores. Algunos, con la expresión de perros apaleados, contestaban abruptamente a los reproches de sus mujeres diciéndoles: "La iporá va ñandé ve, upévante la cuñá porá ('la verdadera belleza está en que la mujer sea hermosa para nuestro gusto personal')".
Otros, en cambio, se mofaban despiadadamente de la mu­jer deforme y lujuriosa, contando a diestra y siniestra sus in­timidades más desagradables, pero pronto se vio que aquélla no era la actitud más saludable posible, pues estos desgracia­dos nunca vivían lo suficiente como para festejar sus sucios chismes procaces; por lo general, pocos días después de ha­ber estado con la hechicera, algún vecino encontraba sus ca­dáveres tirados en un estero, prematura-mente corrompidos y agusanados, y con señales de haber sufrido todos los tormen­tos del infierno, o sus familiares los encontraban tiesos en sus propias hamacas, con sendos hilos de sangre verde y pu­rulenta cayendo por las comisuras de los labios. Y para aqué­llos que se comportaban en forma descomedida y se mofaban del desempeño amoroso de la bruja, o criticaban su aparien­cia en la intimidad, Boní Chuá tenía reservado un destino aún peor: vagar como muertos-vivos por sitios lóbregos y penum­brosos, infectados por el estigma del caraguatá-í, un parásito con la forma de un arbusto diminuto que invadía su rostro y sus genitales, imposibilitán-dolos para las lides amorosas. Mientras tanto la bruja, sentada en su lugar habitual a la ve­ra del arroyo, se reía de ellos, escarneciéndolos y alardeando de sus poderes para ejercer maleficios.
Hasta que, una tarde en que la hechicera se encontraba practicando su deporte predilecto de burlarse de la gente, lle­gó al arroyo un joven cazador que, en un alarde de fuerza, cargaba en sus hombros el cuerpo de un ciervo muerto, cuya sangre caía sobre él, empapándole el musculoso torso. Sin decir una palabra dejó el cadáver en la orilla y se adentró en las aguas para limpiarse, mientras los ojos de Boní Chuá lo seguían con mirada de águila, sin perder un detalle de sus movimientos.
Jamás hombre alguno había encendido de esa forma la sangre de la bruja. Cuando el joven salió del agua, después de higienizarse, lo siguió con la vista y lo vio reunirse con una mujer de belleza aniñada, sutil y etérea como si fuera una Ya­cí-ñemoñaré encarnada en una mujer. Inmediatamente ten­dió sus redes de espionaje y descubrió que se trataba del ten­dótara Karaí-vé, recientemente establecido en una maloka propia en las afueras de la aldea con su esposa, la dulce Ma­rané-í, así llamada por su belleza pura y virginal.
Los celos de la bruja se encendieron como el fuego de una fragua; casi corriendo subió a su cubil, se untó el cuerpo con una pócima de su propia factura, especie de almizcle que subyuga y somete irresistiblemente a los hombres, y se dirigió al encuentro del tendótara. Pero éste pasó a su lado sin siquie­ra verla, haciendo caso omiso del perfume que había sojuzga­do a tantos hombres. Furiosa, Boní Chuá regresó una vez más a su cueva y echó sucesivamente mano a sus más pode­rosos y terribles filtros amorosos: plumas de kauré-i, cráneos machacados de niños muertos sin enterrar, hierbas exóticas cosechadas en los más ignotos lugares, frutos que anulan la voluntad de quien los come, haciéndole olvidar a sus seres queridos. Todo lo probó la siniestra hechicera, en su afán por conquistar a Karaí-vé, hasta sobornar a los siervos del tendó­tara para que le administraran sus espantosos brebajes, mez­clados con las comidas y las bebidas
Todo fue inútil. Finalmente, la impaciente bruja, cansada de esperar resultados inútilmente, decidió tomar el toro por las astas: salió al encuentro del caudillo y le ofreció dichas incon­mensurables, enumerando uno por uno todos los placeres que podía brindarle. Karaí-vé contempló con ojos impasibles aquel cuerpo horrible que se le ofrecía tan descaradamente; repasó con la mirada el rostro arrugado y verrugoso, los dientes rotos y podridos, los pequeños ojos porcinos y la papada que le caía sobre el pecho y, con una sonora carcajada, pasó junto a ella como si no existiera.
-¡Te arrepentirás de esto! -aulló la bruja en el paroxismo de su furia. ¡Te haré sufrir tormentos que ni el mismo Añá pudo imaginar jamás! ¡Tú, tus hijos y los hijos de tus hijos padecerán bajo mi gualicho, hasta que deseen una y mil ve­ces la muerte!
Karaí-vé continuó tranquilamente su camino, ignorándo­la, y la despechada mujer se quedó allí parada, viéndolo mar­charse y repasando en su mente los más terribles sortilegios y conjuros para poder aniquilar a aquel hombre, destruyen­do su cuerpo y su espíritu hasta hacerlos desaparecer.
Pero Karaí-vé se sentía seguro de sí mismo. Boní Chuá no lo sabía, pero el tendótara poseía un itá-payé que él mismo había extraído de las cuevas erícantadas de Yutí y lo llevaba permanente-mente consigo, en una guayacá que no se aparta­ba jamás de su pecho. Es que Karaí-vé había nacido bajo condiciones celestes muy particulares, y su ava-payé le había recomendado que no se separara nunca de su itá-payé, se friccionara diariamente con grasa de taragüí y copal kaurí, y se cuidara de enterrar los recortes de uñas y cabellos y los so­brantes de sus alimentos en un lugar oculto, para que no ca­yeran en manos de los hechiceros.
Al repasar sus intentos fallidos, Boní Chuá pronto llegó a la conclusión de que se hallaba frente a un pyratá, y decidió actuar en consecuencia, para lo cual se encerró a cal y canto en su cueva a pergeñar nuevos y más terribles maleficios en contra de Karaí-vé, mientras en el interior de su alma tene­brosa se seguía gestando el odio más destructivo que mujer alguna pudo sentir jamás por un hombre.
Pero el joven, seguro de su protección contra la hechicería, descuidó un factor crucial: Marané-í, su esposa, a quien no le dijo una palabra de la bruja y menos aún el daño que la ho­rrible mujer podía causarles; lo único que hizo en ese senti­do fue exigirle que no saliera nunca sola de la maloka, y que permaneciera siempre en compañía de algún familiar o al­gún sirviente. Desafortunadamente, y como siempre sucede, aquella prohibición despertó en la muchacha una rebeldía creciente, hasta que un día dejó su casa, recorrió la picada que la llevaba hasta el arroyo Mbocayá y se sentó sobre un gran cristal de amatista, sumergiendo los pies en el agua cris­talina.
En ese instante, un sexto sentido le avisó a Boní Chuá la presencia de su odiada rival, y el fuego de su pasión desde­ñada comenzó a abrasar sus entrañas. Toda su lujuria con­tenida, atizada por lunas y lunas de solitaria reclusión en sí misma, pareció irrumpir en una sola flama de odio hacia esa niña dulce y hermosa que le arrebatara lo que ella más ansiaba en su vida.
Sin dudarlo un solo instante, la bruja se precipitó por el sendero que bajaba al arroyo y se apoderó de Marané-í, lle­vándola por la fuerza a su cueva y tapiando la entrada con una pesada roca. Luego de cerrar continuó cueva adentro arrastrando a la joven, hasta llegar a un estrecho pasaje, hú­medo y mugriento, en el que se acumulaban los residuos más heterogéneos que se puedan imaginar; dispersos por el piso lodoso podían verse restos de comida, huesos roídos, frutas podridas, raíces a medio comer y, colgadas de las pareces, con la cabeza hacia abajo, tétricas parodias humanas, fabri­cadas con trapos y trozos de carne y con el pecho traspasado por numerosas espinas, mudos testigos de pasados hechizos de muerte. Más allá, en el lado más alejado de la entrada, un montón de trapos y pieles pringosos y hediondos permitían suponer un camastro, sobre el cual se había aposentado un enorme cururú marrón rojizo, cuya garganta pulsante y su vientre hinchado parecían a punto de reventar.
La deforme bruja soltó a la joven, arrojándola al suelo de un empujón, y Marané-í quedó sentada en el piso, observan­do con horror a su alrededor. Su primer impulso fue rogar a la vieja que la dejara ir, pero una extraña premonición le ad­virtió que aquel monstruo sería seguramente más vulnerable al interés que a las súplicas, y le ofreció sus mejores tesoros; sin embargo, el odio de la arpía era mayor que su ambición y rechazó de plano todos los yeguacás que la niña le ofrecía, asegurándole que lo único que aceptaría de ella sería el amor de su hombre.
-¡Horrible vieja contrahecha y maloliente! -gritó impru­dentemente Marané-í, atizando el odio de la bruja-. ¡Jamás lograrás tener en tu sucio camastro a un hombre como Ka­raí-vé!
La muchacha había hablado sin tener en cuenta las terri­bles consecuencias que podían acarrear sus palabras, pero se sentía extrañamente satisfecha de haberlo hecho.
-Mi esposo pronto me echará de menos y vendrá a buscar­me, y entones ¡ay de ti, vieja y horripilante bruja! -exclamó la joven, segura de su marido. Pero no acababa de decirlo cuan­do un alarido agónico sacudió las paredes de la cueva y el tiempo mismo pareció detenerse, mientras el eco prolongaba indefinidamente el grito de muerte. Boní Chuá había seccio­nado de un hachazo uno de los brazos de Marané-í, tron­chándolo a la altura del hombro.
Paralizada por la sorpresa y el dolor, la joven cayó cuan larga era, mientras que la vida se escapaba a borbotones por la espantosa herida. A su lado, la bruja se acuclilló jun­to a ella y continuó golpeándola con el hacha, hasta acallar definitivamente sus gritos. No contenta con ello, dio rienda suelta a sus sanguinarios instintos, desmenuzando su cuer­po en diminutos fragmentos, dando muestras de un ensaña­miento sólo posible en una mente enferma y corrompida como la suya.
Finalmente, cuando su odio pareció satisfecho, Boní Chuá se puso lentamente de pie, espantando con su movimiento las muchas alimañas nocturnas que deambulaban y volaban por la caverna. Con el bocio agitándose sobre su pecho como un tercer seno, la bruja parecía un engendro demoníaco, es­capado de los dominios de Aña para esparcir el mal sobre la Tierra. Reunió los despojos de su infortunada víctima en un saco de tela y salió con ellos del cubil, dirigiéndose rápida­mente hacia la seguridad de la selva. La sangre corría por sus manos y empapaba sus ropas, pero la bruja, serena, como si terminara de cumplir con un deber sagrado.
Al llegar a un claro del monte, el engendro tomó el saco con ambas manos, lo abrió y esparció los restos por el suelo. En ese momento, un rayo flamígero cayó sobre los despojos v, a su conjuro, los diminutos trozos del cuerpo de Marané-í se fueron transformando en millares de puntos de luz que co­menzaron a flotar sobre los arbustos y entre las ramas de los árboles hasta que descendieron, reunidos en una niebla lumi­nosa que parecía una diminuta Ñandú-atí posada sobre el suelo de la selva.
Repentinamente, Boní Chuá pareció desmoronarse. Los puntos de luz parecían burlarse de ella, danzando en ronda a su alrededor, como burlándose de sus aspiraciones al amor de Karaí-vé. De pronto, Boní Chuá sintió miedo. Pensó en la venganza del pyratá y un terror sobrenatural pareció hacer correr un río de hielo por su espalda. En el paroxismo del ho­rror, se vio impelida por la necesidad de recoger aquellas chispas centelleantes, en un esfuerzo por hacerlas desapare­cer para siempre. Buceó en lo más profundo de su memoria, tratando de reflotar algún antiguo conjuro que la librara de aquellos fantasmas de su acto impío. Practicó el ahó-ahó, pa­ra atraerlas y dominarlas, pero las motas luminosas conti­nuaron alejándose de ella, puras e inmarcesibles en su danza rutilante.
Muá-muá! -gritó, presa del pánico. ¡Muá-muá, Marané­í! -repitió, poniendo toda su desesperación en el conjuro del nombre.
Pero su voz se alzó en vano, diluyéndose inofensiva entre los troncos de las palmas, que parecían acecharla desde las sombras. Palideció al ver la silueta menguante de Yací aso­marse sobre los afilados dientes de los cerros; se le escapaba la última posibilidad de contar con la ayuda de su cómplice, la oscuridad, para destruir los vestigios de su horrendo cri­men. Aterrada por la imagen de aquellas criaturas luminosas que tapizaban la selva, corrió a refugiarse en su cubil, dejan­do para la noche siguiente la tarea de deshacerse de las prue­bas del delito.
Indiferente a su pánico, Yací se elevó serenamente sobre el monte. Acarició las anfractuosidades más remotas del valle y jugó a las escondidas con las chispas de luz, ocul­tándose entre las ramas de las palmas. Pronto su fulgor se confundió con el brillo plateado de sus compañeras de jue­go, que parecían átomos desprendidos de su propio ser. Su esencia misma se fundió con los resplandecientes corpúscu­los y, en ese momento, la madre de todo lo creado compren­dió lo que había sucedido. Aquellas formas que brillaban con luz propia no eran otra cosa que una multitudinaria re­presentación del sentimiento más sublime del hombre, cuando está alimentado por una causa pura; la manifesta­ción suprema de la continuidad de la vida: la pasión entre dos seres que se aman.
A pesar de sus largos eones de existencia, Yací experimen­tó aquella noche una nueva vivencia; si bien había sido el rencor el causante de la primera erupción, algo mucho más poderoso que el odio latía en aquellos corpúsculos lumino­sos: la fuerza creadora del amor era la que había generado aquel inextinguible fulgor a los pequeños cuerpos y ahora los guiaba hacia el infinito, como una antorcha eterna, para di­fundir los insondables designios de Tupá, el Creador.
El fulgor de la isondú, palpitante como el joven corazón que la había engendrado, simbolizaba, en forma tangible, el amor que surge y se perpetúa. La pasión, más poderosa que el odio, se hacía eterna en la danza aquellas chispas rutilan­tes que vagarían por siempre a la vista de los hombres; para siempre, sí, porque Yací misma se encargaría de disponer que un yaryic las protegiera.
A la noche siguiente, Boní Chuá salió a probar nuevos he­chizos y lo mismo hizo a la noche siguiente, y la otra y la otra, pero todo fue en vano; la reluciente isondú permanecía en el aire, rielando serenamente y recordando al mundo que un crimen jamás queda impune, por más que el criminal pueda evadir temporalmente la justicia humana.
Por eso, reza la tradición, generaciones y generaciones de niños -y a veces también de adultos- se dedican a perseguir en vano a las luciérnagas. El Muá-yaryic las protege: las libe­ra si se las aprisiona y prefiere sacrificarlas si no puede res­catarlas; señala con el brillante estigma de la luciferina las manos de quienes se atreven a destruirlas y, según la tradi­ción, precipita males inenarrables sobre sus hogares y sus se­res queridos.
Por eso la isondú simboliza el amor, el factor más impor­tante para la continuidad de la vida: de día las muá-muá se mimetizan, parecen desaparecer, pero siempre regresan a la noche siguiente o_en el próximo período estival, frágiles y en­debles, pero eternas como esa fuerza vital capaz de mover montañas, motor y brújula de todos los seres vivos.

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