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lunes, 4 de noviembre de 2013

Mbaí-n-umbí (el picaflor)

El mbaí-n-umbí (nombre guaraní del picaflor o colibrí) és, con mucho, la especie de aves más pequeña del mundo, ya que en algunos casos sólo alcanza unos pocos centímetros de largo, pues el pico y la cola se llevan más de la mitad. Su plumaje está coloreado en rojo rubí, anaranjado, amarillo y con eL cuello de un color azul metálico, sobre el origen de cuyas tonalidades existen varias leyendas sumamente pintorescas; la primera de estas historias me fue acércada por José Vazques, un ingeniero hídrico, consultor de la central hidroeléctrica de Yaciretá y entusiasta recopilador de leyendas litoraleñas.

En un intervalo entre sus luchas tribales, Mbaracayú, el in­dómito cacique y arquero sin par, quien ganó su nombre por ser un eximio intérprete de mbaracá y aún mejor cantor de gestas de guerra, persigue a un enorme yaguareté al que ha herido de muerte con su flecha. La bestia huye dando largos saltos, desangrándose por la herida que la saeta la abierto en su flanco. Aun en los estertores de la muerte, el animal seguía por su infalible instinto, que lo lleva hacia la parte más inaccesible de la selva. Pero el cazador sigue de muy cerca el rastro de roja muerte que salpica la vegetación; típico repre­sentante de su raza mbyá, el joven guerrero puede correr con la ligereza de un gamo, cubriendo distancias asombrosas, y su indómito coraje no conoce el miedo ni la duda.
Toda la noche corre Mbaracayú en pos de la fiera herida; su profundo respeto por todo tipo de vida lo insta a terminar de una vez con el sufrimiento de su presa. Finalmente, poco después del amanecer llega a un espeso matorral donde el ya­guareté había tratado en vano de ocultar su último suspiro. Rápidamente despoja a su víctima de los fieros colmillos, que pronto llevará en su collar, y desuella cuidadosamente el cuerpo muerto, cuya piel, después de un prolijo curtido y so­bado, se transformará en un soberbio manto, digno de un guerrero de su clase.
Una lluvia copiosa y repentina aleja de su cuerpo los últi­mos vestigios de sangre, pero cuando termina la tormenta puede comprobar que también ha lavado hasta el último ves­tigio de la sangre de la presa que lo guiara en su camino, por lo que, a su regreso, deberá moverse sólo por su instinto.
Finalmente, al cabo de varios días de camino, el sendero que sigue lo hace desembocar en un auténtico edén, donde la voluntad y el trabajo del hombre parecen haber dominado la lujuriosa naturaleza selvática. Una fina alfombra de césped cubre el suelo de la pradera; los animales de caza se mueven perezosamente al alcance de su mano; los pájaros desgranan sus trinos más melodiosos y el aire fragante del atardecer transmite una inefable sensación de calma y plenitud.
Cansado por el largo viaje a través de la selva, Mbaracayú se recuesta debajo de un árbol al azar y a los pocos minutos, ya casi dormido, siente que sobre sus hombros cae una llo­vizna fragante, tan fina y sutil como una neblina; desconcer­tado, abre los ojos y descubre que se ha acostado debajo de un ysapi, el árbol protector cuyas flores dejan caer un finí­simo rocío que aleja los espíritus malévolos de quien se acuesta bajo sus ramas. A pesar de haber dormitado sólo unos instantes, el cacique se siente renovado y seguro de que ya nada malo podrá pasarle nunca.
Sobre la copa de los gigantescos quebrachos, timbós y urunday comienza a asomarse una luna roja y oronda, pre­cursora de un verano tórrido, a cuya luz Mbaracayú puede adivinar unos extraños montículos como de rocas rojas que parecen diminutas 'montañas de juguete. Inmediatamente comprende que está en presencia de una cosecha de mandio­ca como jamás ha visto, que está esperando a las mujeres morenas que, a la mañana siguiente, rasparán las suculentas raíces con el tapá-yuí, las cortarán en trozos y las machaca­rán en los morteros de urunday.
Poco después, el pueblo comienza a despertar; algunas de las mujeres inician la molienda de la mandioca y la yuca pa­ra hacer el tipiog que alimentará a todo el pueblo, mientras otras cocinan boniatos para los niños o reparan las hamacas de dormir. Entretanto, los hombres preparan sus flechas y controlan la tensión de las cuerdas de sus arcos, organizan­do la próxima cacería.
Repentinamente, un presentimiento de peligro congela las actividades de la maloka; alguno de sus habitantes ha intui­do la presencia del forastero y ahora todos los ojos se vuelven hacia él. Mbaracayú ingresa a la cancha con el aplomo del que se sabe poderoso; tiende en el suelo la piel del jaguar, se sienta sobre ella, toma el mbaracá de manos de uno de los in­térpretes locales y se pone a cantar. Su porte salvaje, pero no­ble, apacigua a los guerreros, y el personaje protagónico de su canción provoca la manifiesta admiración de las mujeres, que siguen atentamente las gestas heroicas de Chamoí cacique de los karios, a quien Mbaracayú describe como un valien­te y temible guerrero que, sejún la canción, aguarda anhe­lante la compañía de una guayna en su blanco palacio de Mbaeverá-guazú.
El final de la cosecha de ñame, yuca y mandioca marca el momento para la fiesta de la nubilidad, en que todas las vír­genes de la orevá son presentadas en sociedad para que pue­dan elegir a su hombre. Finalmente, conducidas en andas por sus parientes más cercanos, adoradas como diosas, van llegando las vestales desde las distintas malokas. En medio del hipnótico sonido de los mbaracá y los terero-piá, familias enteras siguen a las jóvenes, cantando, bailando y procla­mando a gritos las virtudes de sus presentadas.
En cuanto el último mortero calló y se dio comienzo a la utaré- payú, la "danza del conocimiento", Mbaracayú pone sus ojos en una de las peladoras que se había unido al grupo de vírgenes y canta, casi sin darse cuenta de lo que hace: "Tu deslumbrante hermosura brilla resplandeciente como el fue­go mismo de Kuarajhí".
Al terminar su copla, Mbaracayú siente su corazón latir co­mo si fuera a salírsele del pecho y deja de lado toda precaución, acercándose a la niña. La familia de la joven, a quien dos de sus primos llevan sobre los hombros, se detiene de inmediato y los pálidos rayos de Yací, filtrados por las frondas, dibujan arabes­cos de luz sobre el rostro de la muchacha, confiriéndole una irreal apariencia etérea, casi luminosa, mientras ella trata in­fructuosamente de evitar los ojos del forastero, que arden fijos en los suyos. Los inacabables meses de penitencias y ayunos impuestos por la nubilidad y el largo encierro en la maloka, tendida en su hamaca sin ver la luz del sol, la habían conver­tido en una figura no terrenal, delicada y sutil, que no conde­cía con su natural agreste y selvático, herencia de su raza.
-¡Esta mujer será la esposa de Chamoí! -es el reto de Mbaracayú al padre de la virgen y sus palabras provocan un intento de rebelión en uno de sus primos, severamente re­frenado por el padre.

El consejo de familia, -rápidamente reunido, analiza la si­tuación y finalmente decide recabar el consejo de Oyampí, una anciana que, además de abuela de Ará-resá, es la payé más reconocida de la tribu. Evaluando la situación, Oyampí recuerda que la noche siguiente al nacimiento de Ará-resá ella había podido leer claras señales en las estrellas de que su nieta sería favorecida por los dioses. Y ahora, las profecías y augurios de aquella noche estaban a punto de cumplirse. ¡Ará-resá sería la esposa de un príncipe de Mbaverá-guazú! ¡Aquello era mucho más de lo que cualquier muchacha de la tribu estaba dispuesta a soñar ni en sus delirios más locos! Decidida a lograr la felicidad de su nieta, Oyampí decide pe­dirle a Mbaracayú que las guíe al palacio blanco. -
Esa misma madrugada, los tres inician la marcha hacia el palacio de Chamoí y, aunque Oyampí y el cacique parecían tener alas en los pies, Ará-resá parece caminar con renuencia volviendo frecuente-mente la cabeza para mirar con tristeza el camino recorrido, como si toda ella estuviera deseando re­gresar a su casa natal.
Hacia el mediodía Mbaracayú decide hacer un alto en el camino, anunciando que traería un venado para la cena; Ovampí retira una hamaca de su macuto, la cuelga entre dos árboles y acuesta en ella a la muchacha. Cuando vuelve de su sueño, el cacique conversa amistosamente con Oyampí, pero, al verla despierta, se acerca a la hamaca y, aún recosta­da en ella, la toma con pasión por los hombros. La interven­ción de Oyampí interrumpe momentáneamente sus intentos pasionales; luego ésta sirve el venado y al terminar de co­mer pregunta al joven cuánto les falta para llegar al pala­cio de Chamoí.
-Llegaremos cuando yo lo diga -responde él, pero tú no vendrás con nosotros. Así que ya puedes comenzar a desan­dar el camino porque no te llevaré. Y cuando llegue allí, Ará­resá será mía y no podrás hacer nada por evitarlo.
-Tú dijiste que mi nieta estaba destinada al Príncipe Cha­moí -objetó la anciana.
-¡No existe otro Chamoí más que yo! -exclamó el caci­que. Mbaracayú no es más que el nombre que mi gente me da, pero Chamoí es mi nombre de guerra, ¡mi verdadero nombre!
Ante la violencia contenida en la voz del mozo, Oyampí comprendió que, a causa de haber querido asegurar la felici­dad de su nieta, ahora estaba poniendo en peligro su propia vida y quizás también la de la joven.
-Hija mía, te dejo -dijo dirigiéndose a su nieta. Lamento que mi apresura-miento te haya puesto en este apuro. Sin embargo  aún confío en que serás feliz y que no tendré que arre­pentirme de lo que hice.
-Y mientras hablaba extendía sobre el rostro, la espalda y el pecho de la muchacha una espesa po­mada rojiza que había extraído de una calabaza colgada de su cintura.
El joven contempla la escena con serenidad, convencido de que la anciana se irá pronto pero, repentinamente, cree ver un destello de astucia en los ojos de la payé. Un escalofrío de premonición recorre su espina dorsal y al momento com­prende que algo no anda bien. Mira en dirección a Ará-resá y sus ojos sólo perciben una silueta imprecisa, apenas percep­tible. La sorpresa lo impacta de tal forma que por unos mo­mentos no puede ejecutar movimiento alguno. Finalmente sale de su momentáneo letargo y salta hacia la joven, exten­diendo sus brazos para tomarla entre ellos, aterrado de que el encantamiento de la vieja hechicera pueda apartarla de él.
En dos largas zancadas llega hasta la imprecisa silueta de la joven y trata de retenerla, pero descubre con horror que su cuerpo posee una flexibilidad extraña, que va más allá de to­do lo humano. Tira de ella con fuerza, tratando de atraerla hacia sí, pero los pies de su amada parecen aferrados al piso y no puede moverla. Trata de enfocar la vista y comprueba con estupor que está abrazando un arbusto y que a su alrede­dor no hay ni rastros de Ará-resá.
Enfurecido, se vuelve hacia la bruja, pero también ella ha desaparecido de su vista. Desesperado por descubrir algún rastro de lo que había sucedido, regresa junto al arbusto pa­ra asegurarse de que no había sido víctima de una ilusión, pe­ro el arbusto aún permanece allí. Quiere hacer un intento de perseguir a la hechicera, pero repentinamente siente que sus pies también parecen estar aferrados al piso. Los ojos se le nublan y su garganta está imposibilitada de emitir sonido al­guno. Desesperado y agotado por sus propias emociones se recuesta junto al tronco y apoya la espalda contra él, cayen­do poco a poco en un sueño inquieto y sobresaltado.
Al rayar el alba, Mbaracayú despierta invadido por una fragancia extraña pero subyugante; abre los ojos y se ve cu­bierto de pétalos blancos. El arbusto entero está cubierto de aquel níveo manto, pero su decepción es tan grande que no alcanza a apreciar su belleza. Huye del lugar como se huye de lo que no se comprende y continúa la búsqueda de Ará-re­sá, aunque sin resultados.
Sin embargo, al apartarse él del arbusto regresa al claro Oyampí, quien ha estado espiándolo toda la noche, con la in­tención de volver a su nieta a su forma original. Sabe cómo hacerlo, pero se detiene como herida por un rayo cuando percibe la figura de Mbaracayú alejándose por el sendero. Observa con más atención y ve que la figura del joven va cambiando a medida que se aleja. Su cuerpo se va achicando y redondeándose; su rostro se prolonga hacia adelante, como en un pico; sus brazos se alargan desmesuradamente, sus piernas se acortan y sus pies se dividen en tres desmesurados dedos terminados en largas uñas. En pocos pasos más su transformación es completa: su cuerpo se reduce a un tama­ño diminuto y se cubre de brillantes plumas iridiscentes, su cara está prolongada por un largo pico curvo y en su parte posterior puede verse una cola de plumas más larga que el cuerpo.
A pesar de sus conocimientos de magia, la hechicera no sabe qué actitud tomar, hasta que el pájaro pasa raudo junto a ella y comienza a revolotear alrededor del arbusto, introdu­ciendo su largo pico en las corolas de las flores para libar el néctar.
Ingrávido y etéreo, el colibrí circunda varias veces el ar­busto, alejándose y acercándose vertiginosamente a los tier­nos capullos para volver a introducir su pico en las corolas. Por momentos se aleja como una flecha, pero un instante después retorna con la misma velocidad, siempre con idénti­co fin, y se detiene frente a todas y cada una de las flores, sus­pendido en el aire, alerta y activo aún en el acto mismo de in­troducir su pico hasta el fondo de las corolas. Sus alas son un torbellino imposible de percibir con la vista y su diminuto cuerpecito se traslada de flor en flor, en un remolino voluble _v alocado.
Oyampí contempla aterrada las evoluciones del ave pero ni siquiera atina, como jamás ha pensado ni lo pensará na­die, en tomar al ave entre sus manos y destrozarla. Repenti­namente, el picaflor advierte la presencia de la hechicera y desaparece en un abrir y cerrar de ojos entre las frondas de la selva.
Las flores del arbusto, penetradas por el pico invasor del ave, se estremecen, agitadas por el cálido aire del atardecer, coloreadas por una sutil tonalidad rojiza que ahora empaña el anterior blanco níveo de las corolas. Pero lo que más ex­traña a la hechicera es que el tinte invasor parece surgir de ias venas mismas del arbusto, como el rubor que asoma al rostro de una doncella cuando un hombre trata de seducirla.
Oyampí se niega a contestarse a sí misma las preguntas que acosan su mente, porque la respuesta es demasiado ob­via, pero también demasiado aterradora. Contempla atónita las corolas, que se van tiñendo de un tono cada vez más su­bido, desde el rosado del rubor de una colegiala, hasta la in­tensa lividez de la carne lacerada.
La reaparición del ave interrumpe el doloroso fluir de sus pensamientos. La rutilante gema irisada pasa junto a ella co­mo una saeta y se detiene, ingrávido, sobre las corolas man­cilladas. Allí parece meditar sobre su pasado éxtasis; revivir ese efímero momento de embriaguez al introducir su pico en las flores blancas. Pero la proximidad de aquel ser centellean­te, descarada-mente hermoso e insospechadamente cruel en su insignificancia física, hace que las flores se agiten nueva­mente, aunque la hechicera, en su dolor, rehúye instintiva­mente preguntarse si aquella agitación es producto del temor o quizás de anticipación por una nueva intrusión de aquel amenazante pico.
Y entonces, en un ramalazo de comprensión, la hechicera recuerda. Se retrotrae a sus comienzos como aprendiz, cuan­do absorbía como una esponja las enseñanzas de sus mayo­res, y un lacerante grito de dolor surge desde lo más profun­do de sus entrañas:
-¡Es él! ¡El mbaí-n-umbí! -exclama, recordando la historia de un joven enamoradizo y veleidoso, cuya principal diversión era seducir doncellas vírgenes y ultrajarlas, para luego abando­narlas a su suerte para siempre. Por ese pecado, fue castigado por Tupá, quien envió a Kuarajhí para que lo convirtiera en ave y tuviera que pasar toda una eternidad volando de flor en flor, sin detenerse nunca en ninguna y sin poder posarse.
Cumpliendo las órdenes de Tupá, el Sol bajó a la Tierra y convirtió a mbaí-n-umbí en pájaro, agregando dos castigos por su propia cuenta: el primero, que su cuerpo sería tan chico que ya nunca podría aspirar a poseer a una mujer, y el segundo, que sus plumas serían tan vistosas que nadie po­dría dejar de advertir su presencia desde una considerable distancia.
Por eso, de allí en adelante, mbaí-n-umbí debió sublimizar sus nupcias en las corolas de las flores y fue condenado a va­gar eternamente entre ellas, sin pararse jamás en una.
-¡Ará-resá! -gime Oyampí, llorando su arrepentimiento. ¡Perdóname el mal que te he hecho con mi desmedida ambi­ción por ti! ¡Ahora ya nunca podremos regresar a la tribu y tendremos que refugiarnos en una cueva de la montaña; yo, como tantas otras payés, por haber cometido un error irrepa­rable, y tú, por haber perdido tu mará né í!
El dolor de la hechicera es doble, pues conoce perfecta­mente los pasos para recuperar a su nieta del hechizo. Pero también sabe que ya nunca se cumplirán los designios que ella, quizás erróneamente, ha leído en los astros. Incluso re­cuperando a la joven en todo su esplendor, ésta ya no podrá disfrutar jamás del amor humano, pues la única condición ineludible para que una mujer pueda ser elegida por un hom­bre reside en su mará né í: la inexistencia de todo pecado, la esencia de la virginidad y la virtud.
Desolada por el arrepentimiento, la hechicera ya está a punto de comenzar el proceso de traer nuevamente a su nie­ta al mundo de los humanos, cuando un anciano de larga ca­bellera blanca se acerca a ella, diciéndole:
-Piénsalo de nuevo, Oyampí; te estás apresurando nueva­mente. ¿Quién te asegura a ti que Ará-resá se encuentra a dis­eusto donde está?
-Pero, ¿cómo puede estar feliz encerrada en un manacá? -preguntó desconcertada la bruja.
-¿Y quién te dice a ti que prefiere exiliarse en las monta­ñas en vez de permanecer como una planta trepadora? Fíja­te las cosas que posee y que perdería si regresara: tiene ali­mento en abundancia que le entrega la tierra sin más necesi­dad que tomarlo; tiene un firme soporte en el aguaribay que, a la vez que la sostiene, le proporciona sombra en verano y protección en invierno y, lo que es más importante, tiene a su amado príncipe que todos los días le ofrece su amor desinte­resado y puro. No te quepa la menor duda de que, dadas las circunstancias y lo que ha sucedido, Ará-resá se encuentra en el mejor lugar en que puede estar y se siente feliz con lo que posee y con las caricias de su príncipe encantado, mbaí-n­umbí, que ha sido perdonado por Tupá y por mí, y hoy pue­de consagrarse a un único amor. ¡Yo, Kuarajhí, te lo puedo asegurar!

En un viaje de trabajo con un equipo de filmación a las Ca­taratas del Iguazú, tuvimos la mala suerte de romper una pie­za del vehículo que nos transportaba, por lo que nos fue nece­sario permanecer varios días en Paraje Tarumá, un pequeño pueblo a orillas del río homónimo.
Afortunadamente, aquello nos permitió, además de descan­sar de un viaje agotador, conocer a uno de los personajes más interesantes con que me he topado en mi vida: Don Desiderio Sosa, nombre con el cual obviamente había sido rebautizado, ya que se trataba de un indio abipón de pura cepa, de ciento dos `juveniles" años de edad, shamán, para más datos, y cuya principal ocupación era narrar historias y leyendas guaraníes a quien quisiera escucharlas.

"Mbaí-n-umbí es el nombre guaraní para el picaflor, o coli­brí, aunque en el norte algunos lo llaman también mainumbí -comenzó serenamente don Desiderio Sosa, el Chamá, como lo denominaban en el pequeño pueblo a orillas del Tarumá.
"Pero resulta que esa joyita con alas que ahora conoce­mos, no siempre mostró esos colores brillantes. Dicen los que saben que, hace ya muchos años, tantos que ni los abuelos de mi abuelo podían recordarlo, todas las sabandijas que pulu­laban por la tierra decidieron reunirse para conocerse, hacer­se amigos y dar luego un paseo por los bordes del Arco Iris.
"Así que una mañana de otoño se juntaron nomás -siguió don Desiderio, después de una pausa para hacer rezongar al amargo.
"Los primeros en aparecer fueron los mosquitos, como siempre, que se agruparon junto al rojo vivo, que es el color que a ellos más les gusta. Casi enseguida llegaron los caballi­tos del diablo, esos que también llaman libélulas, que se amontonaron sobre el anaranjado, hasta que ya no se podía ver ni un pedacito de ese color. El amarillo quedó destinado para las mariposas, que lo cubrieron todo, más un pedacito de naranja que no habían ocupado los alguaciles. Más len­tas, las vaquitas de San Antonio se tomaron su tiempo, pe­ro finalmente lograron envolver todo el verde, ayudadas por las abejas y los camoatíes. Finalmente llegaron, bastante atrasados, los bichos que no vuelan, como los cascarudos y los bichos-bolita, y se ocuparon de tapar prolijamente todo el azul, pero como eran muchos, tuvieron que extenderse hasta el violeta, hasta que ya no quedó casi nada del Arco Iris que pudiera verse.
"Y mientras se iban ubicando, se saludaban todos con todos -siguió el anciano, después de un generoso sorbo de caña "pa­ra aclarar el garguero", armando un alboroto que resonaba por toda la Tierra, sin darse cuenta de que, en su festejo, esta­ban tapando la mayor parte del Arco Iris, con la única excep­ción de un pequeño punto de añil, allí en el límite del rojo y el violeta, que fue el único que pudo dar la voz de alarma: ¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Nos están haciendo desaparecer!'.
"Afortunadamente, la llamada de alarma bajó hasta los pá­jaros, que se encontraban en la tierra, y de inmediato salió un contingente de ellos para tratar de salvar a los colores en pe­ligro. Sin embargo, no fue tan fácil; ¡ los insectos estaban tan entusiasmados con sus nuevas amistades que no querían ir­se de allí!
"Finalmente, los pájaros se pusieron firmes y amenazaron a los bichos con comérselos si no se iban, y con eso lograron convencerlos de que abandonaran el Arco Iris. Y allá fueron las calandrias, los gorriones, chingolos y cardenales -y hasta algún que otro chajá y gallareta, arreando a las libélulas, las abejas y los mosquitos hacia abajo, rumbo a la tierra.
"Pero aunque parezca mentira, el que se tomó más a pe­cho el trabajo de liberar al Arco Iris fue Mbaí-n-umbí, el co­librí, que por ese entonces era un pajarito chiquito y esmi­rriado, de color pardo, al que las demás aves no solían tomar demasiado en serio -continuó el narrador. Y se lo tomó tan a pecho que fue el único que se quedó hasta el final, cuidan­do que ninguna sabandija volviera a subir, o se escondiera entre los colores y los cubriera.
"Así fue que cuando el Arco Iris, contento por su libera­ción, decidió recompensar a los pájaros por su valentía, dedi­có una parte de sus colores para teñir algunas de sus plumas, como el penacho del cardenal, el pecho del brasita de fuego, las cejas azules de las urracas y muchos otros más. Pero, co­mo debía ser, Mbaí-n-umbí, que era quien más había traba­jado, recibió orgullosamente en su plumaje todos los colores del Arco Iris, que todavía hoy anda paseando muy orondo por las selvas del Guayrá".

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