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domingo, 28 de diciembre de 2014

Uho, la bella

Cuando su mujer estaba en el sexto mes de embarazo, el padre de Uho invitó a sus parientes para festejar la próxima llegada del bebé. Era costumbre preparar un gran festín en el que todos colaboraban. Los invitados llegaron trayendo sus pollos. Entre todos lo ayudaron a sacar ñames y camotes, caña de azúcar y plátanos. Por la noche fueron a pescar langostas y toda clase de peces. Mataron los pollos, los desplumaron, les sacaron las tripas, las limpiaron y se las metieron otra vez. Con todas esas exquisiteces, la mujeres prepararon el curanto, que es la comida típica de Polinesia: se cava un hoyo en la tierra, se entierra la comida con piedras calentadas al fuego y con brasas y se deja cocinar lentamente durante varias horas.
Pero si aquella fue una gran fiesta, ni qué hablar de la alegría que se produjo unos meses después, cuando nació la niña más hermosa que nadie hubiera conocido. La llamaron Uho. La pequeña creció hasta transformarse en una joven bellísima.
Todos los días Uho se metía en el mar para nadar. Se sacaba la capa y el cinturón, dejándolos sobre una piedra, se mojaba la cara con agua, se ataba la larga cabellera en un moño y se zambullía feliz.
Pero un día, una tortuga, que la venía espiando desde hacía tiempo, mientras ella nadaba, se acercó a la piedra y le robó el cinturón. Cuando Uho salió del mar, se amarró la capa sobre los hombros, pero no pudo atársela a la cintura. Mirando a su alrededor vio a una pequeña tortuga que estaba entrando en el mar, llevando su cinturón, que brillaba al sol.
-Tortuguita, dame mi cinturón -rogó Uho.
-¡ven a buscarlo! -contestó la tortuga, alejándose sobre las olas.
Uho era una gran nadadora y no tuvo miedo de meterse otra vez en el mar para perseguir a la tortuga. El animal se alejaba más y más de la orilla: cada tanto, sacaba el cinturón del agua y lo hacía brillar al sol, para atraer a Uho. La joven no se daba cuenta hasta qué punto se estaba internando en el océano. Cuando finalmente consiguió llegar hasta donde estaba la tortuga y recuperar su cinturón, miró hacia atrás y se asustó. Estaba muy cansada. ¿Cómo volvería a la costa?
-No te asustes, hermosa Uho -dijo la tortuga. Súbete a mi espalda y sujétate bien fuerte a mi caparazón. Yo te llevaré hasta la playa. Debes estar preparada para sumergirte cada vez que yo lo haga.
Con Uho colgada de su cuello, la tortuga nadó más rápido que ninguna tortuga de este mundo. Pero no iba a la costa de donde la joven había salido. Sino a la oscura tierra de Hiva, donde vivía Mahuna, un joven con poderes mágicos, que se había enamorado de Uho viéndola nadar en el mar.
Toda la familia de Mahuna se quedó maravillada al ver la gran belleza de Uho y aprobaron la boda, que se celebró con un tremendo festín de curanto.
Entretanto, el padre y la madre de Uho la lloraban, pues creían que se había ahogado. En una habitación de la casa pusieron todas sus cosas y allí se sentaban a pensar en ella y a consolarse uno al otro de su pena.
Entretanto, la hermosa muchacha quedó embarazada y tuvo un precioso hijo varón. Su marido la trataba con mucha gentileza, y ella lo quería. El niñito llenaba sus días. Pero Uho no era feliz. Extrañaba su tierra, extrañaba desesperadamente a su padre y a su madre. Un día, Mahuna la encontró con los ojos hinchados y rojos de tanto llorar.
-¿Qué te pasa, mi amada?
-No me pasa nada -dijo Uho. Es el curanto que prepara tu madre todos los días. Sale mucho humo y me hace mal a los ojos.
Pero Mahuna no se dio por satisfecho. Estaba seguro de que Uho lloraba, y mucho. Entonces decidió esconderse para escuchar qué decía su esposa cuando se lamentaba.
-¡No quiero vivir en esta tierra oscura, con los ojos hundidos en la noche! ¡Ojalá pudiera volver a mi tierra de luz! ¡Ay, mi madre, ay, mi padre, ay, mi gente!
Mahuna le pidió consejo a su madre. Pero la suegra sabía que el sufrimiento de la chica no sería fácil de remediar.
-Lo único que puedes hacer es estar con ella y consolarla. Es importante que no se sienta sola.
El marido se quedó entonces junto a su mujer hasta que le pareció que la veía más contenta y tranquila. Entonces tuvo que salir para hacer sus trabajos de todos los días.
Un día, al caer el sol, Uho aprovechó que su marido todavía no había llegado y su bebé dormía para ir hasta la playa. Llorando, empezó a rogarle a todos los pájaros de distintas especies que la llevaran volando hacia arriba otra vez, hacia la tierra de sus padres.
-No podemos llevarte -le fueron contestando, uno por uno. Eres demasiado pesada para que un pájaro te lleve volando.
Pero al día siguiente, cuando Uho bajó a la playa para nadar como solía hacerlo cuando estaba en su casa, vio a una tortuguita rosada, muy parecida a la que la había llevado hasta allí. Y repitió su ruego.
-Muy bien -dijo la tortuguita. Te llevaré sobre mi caparazón, a cambio de un beso.
-Espera un momento -contestó Uho. Debo ocuparme de mi nino.
Uho corrió hacia la casa, abrazó a su hijo, lo levantó en el aire y le cantó así:

Serás pájaro, u-kú
tendrás alas, u-kú
tendrás plumas, u-kú
y nadie será como tú.

Si las piedras van por arriba
¡subirás!
Si las piedras van por abajo
¡bajarás!
Y volando volando
a mis brazos vendrás.

Uho dejó a su niño dormido en la casa y huyó hacia la playa. Le dio a la tortuga el beso convenido y se subió sobre su caparazón. En menos de lo que tarda un tiburón en devorar a su presa, estaba de vuelta en la casa de sus padres.
Muy despacio, casi sin hacer ruido, entró en la habitación donde su padre estaba sentado recordándola. El hombre saltó sobre sus pies cuando se dio cuenta de que una extraña había entrado en el recinto.
-¡Quién eres tú, que estás profanando el recuerdo de mi hija muerta!
-¡Soy yo, padre, yo misma, estoy de vuelta!
Enloquecido de alegría, sin poder creer lo que veían sus ojos, su padre la abrazó. Corrieron los dos adonde estaba la madre, que lloró y lloró de emoción al ver a su hija. Después llamaron a todos sus parientes y organizaron una gran fiesta de tres días para celebrar el regreso de su hija adorada.
En el tercer día de fiesta, cuando se estaba poniendo el sol, los invitados vieron un pájaro extraño, muy bonito, de una especie desconocida en la isla. Como no lograban atraparlo, terminaron por enojarse y comenzaron a lanzarle piedras.
Pero ninguna piedra conseguía alcanzarlo: recordando la canción
de su madre, cuando las lanzaban muy alto, el pájaro bajaba, cuando las lanzaban más bajas, subía. El pajarito revoloteó sobre la cabeza de Uho, dando tres vueltas a su alrededor y finalmente bajó volando hasta sus brazos. Allí las plumas se desprendieron y Uho pudo abrazar otra vez a su querido niño.
Uho y su hijo se quedaron a vivir para siempre con su familia, en la tierra de la luz.

0.075.3 anonimo (isla de pascua) - 059

Uenuku y la muchacha niebla

Persiguiendo a una presa, llegó Uenuku al amanecer a las orillas de un lago. El joven cazador maorí se encontró con un espectáculo tan extraño que le hizo olvidar su cacería. Una niebla cerrada, algo que nunca había visto en esa zona, cubría como si fuera un telón una parte del lago.
Curioso y con un poco de miedo, Uenuku se acercó y atravesó los límites de la neblina, escondido entre los juncos. Envueltas en jirones de nube, dos hermosísimas muchachas se estaban bañando en el lago. Por su belleza, pero también por la relación que parecían tener con el agua y la niebla, el cazador comprendió de inmediato que no eran mujeres humanas.
La Muchacha Niebla y la Muchacha Lluvia se dieron cuenta de que alguien había entrado en su refugio. Ya era tarde para escapar. Entonces Uenuku salió de su escondite. Las jóvenes lo miraron sin temor ni vergüenza.
Y cuando los ojos de la Muchacha Niebla se cruzaron con los suyos, el joven cazador sintió que su corazón latía con más fuerza.
-Debo irme ahora -dijo la hermosa jovencita. Cuando el sol está alto en el cielo, me hace mucho daño. Pero si quieres, esta noche volveré a verte.
-¿Si quiero? -dijo Uenuku, que no podía creer lo que le estaba pasando. Y no tuvo que decir más: un loco amor se asomaba en su mirada.
Esa noche Uenuku y la Muchacha Niebla conversaron y se besaron y se dijeron las primeras palabras de amor. Pero la despedida fue triste.
-Quiero que seas mi mujer para siempre. Soy un hombre fuerte y un buen cazador, puedo hacerte feliz -dijo Uenuku.
-Pero yo no -dijo la Muchacha Niebla. Yo no puedo hacerte feliz, porque soy hija del cielo y nunca perteneceré a la tierra por completo. Puedo ser tu esposa y estar contigo todas las noches, pero me iré cada amanecer, en cuanto salga el sol. Y nadie en tu aldea debe verme.
-No me importa -dijo Uenuku. Te amo.
Y era cierto: en ese momento no le importaba. Le bastaba saber que cada noche tendría junto a él a su amada Muchacha Niebla. Así comenzó el más extraño matrimonio que se pueda imaginar. Todas las noches la bella joven descendía del cielo y su cuerpo tomaba forma, como por arte de magia, en la cabaña de Uenuku. Todas las mañanas, antes de que el sol se elevara por encima de las colinas, apenas sus primeros rayos comenzaban a iluminar el interior de la cabaña, Muchacha Niebla volaba hacia el cielo. Y por un tiempo el acuerdo se mantuvo sin problemas. Un año después, nació una preciosa hijita de la que Uenuku estaba más que orgulloso.
Pero Muchacha Niebla había tenido razón. Uenuku no era completamente feliz. Le hubiera gustado que toda la aldea conociera a su mujer mágica y bella. Hablaba constantemente de ella y de su hijita y, por supuesto, muy pocos le creían. La mayoría de sus parientes y vecinos pensaban que estaba loco. Muchos se burlaban de él a sus espaldas. Un día escuchó la conversación de dos amigos, que no cuchicheaban lo bastante bajo.
-Ahí va Uenuku, qué pena me da ese hombre. Tan buen cazador y no le sirve para nada -dijo uno.
-Pensar que podría casarse con la más bella de nuestras muchachas. ¡Pero él prefiere ser el marido de «nadie»! -comentó el otro.
Eso fue más de lo que el orgullo de Uenuku podía soportar. Ese día decidió que debía hacer lo que fuera necesario para poder presentar a su mujer y a su hija a toda la aldea y a la luz del día. Se puso a trabajar de inmediato. Para empezar, cubrió con esterillas las aberturas de las ventanas. Y para que la oscuridad fuera completa, trajo barro del río y tapó con cuidado todas las grietas de las paredes y los espacios entre los troncos de madera. En pleno día, con la puerta cerrada, el interior de la cabaña era oscuro como una noche sin luna.
Esa noche, como todas las noches, la Muchacha Niebla llegó feliz a la cabaña de su marido, con muchas historias y noticias acerca de su familia celestial. Como todas las noches, se durmieron muy tarde. La joven esposa estaba acostumbrada a despertar apenas el interior de la cabaña empezaba a iluminarse con los primeros rayos del sol. Pero la oscuridad la mantuvo en un sueño tranquilo. Ya era casi mediodía cuando se escuchó la voz de su hermana, la Muchacha Lluvia, que la llamaba desesperada desde el cielo.
-¿Qué pasó? -dijo la Muchacha Niebla, despertándose asustada. Tengo la sensación de haber dormido más que nunca. ¿Por qué me llama mi hermana?
-No te preocupes -la tranquilizó Uenuku. Solo es un poquito más tarde que de costumbre, pero ya os vais.
La Muchacha Niebla tomó en sus brazos a su hijita, salió muy apurada de la cabaña y se quedó como paralizada, mirando con terror hacia el cielo, donde brillaba el sol con toda su fuerza, amenazando con disolverla. Las mujeres que estaban cerca se quedaron boquiabiertas, llamaron a los demás y pronto la aldea entera, hombres y mujeres, estaban reunidos alrededor de la Muchacha Niebla y su hija. Que ya comenzaban a disiparse en los rayos del sol. La bellísima mujer, con su bebé en brazos y llorando con angustia, subía hacia el cielo convertida en gotitas de vapor.
Uenuku pasó el resto de su vida buscando a su mujer y a su hija y nunca más las pudo encontrar. Pero después de muchos años, el dios del cielo se apiadó de su pena: su orgullo ya había recibido bastante castigo. Y decidió convertirlo en arco iris.
Desde entonces, cada vez que la húmeda niebla de Nueva Zelanda desciende sobre la tierra, y el sol se atreve a atravesarla con sus rayos, Uenuku, el arco iris, está allí, abrazando con infinito amor a su querida Muchacha Niebla.

0.194.3 anonimo (maori) - 059

Pele, la diosa del volcan

Los antiguos hawaianos disfrutaban mucho de un deporte en el que participaban por igual grandes y chicos, ricos y pobres. Se trataba de lanzarse colina abajo en unos deslizadores parecidos a las tablas de surf, casi como si estuvieran haciendo surf en tierra firme.
Kahawali, el joven rey de Hawai, destacaba como ninguno en ese juego. Cierta vez, fue con unos amigos a divertirse a su colina favorita. Para que su ancha espada no lo molestara, la dejó abajo, clavándola en la tierra. Y corrió con su tabla hacia arriba, seguido por sus compañeros. Era todo un espectáculo verlos deslizarse sobre el pasto de la ladera, y mucha gente se reunió para disfrutarlo. Los músicos tocaban sus tambores y cítaras, había también bailarines para entretener a los espectadores y para celebrar los triunfos del rey, que a todos ganaba en habilidad y velocidad sobre su tabla.
Tanto bullicio atrajo la atención de Pele, la diosa de los volcanes. También ella quiso participar de la diversión. Tomando la forma de una mujer, se apareció en lo alto de la colina y desafió a Kahawali a una carrera. El rey, sonriendo ante el atrevimiento de la joven, aceptó el desafío, y allí fueron los dos, deslizándose colina abajo. Pero Pele, por muy diosa que fuera, no tenía práctica en manejarse sobre la angosta tabla y una vez más, el rey fue el vencedor.
-No es justo; mi tabla no es tan buena como la tuya -dijo Pele, enojada, mientras corrían los dos otra vez trepando la colina. ¡Préstame tu tabla y ya verás!
-¡Aole! -contestó el rey, lo que quiere decir, rotundamente: «¡No, de ninguna manera!». ¿Acaso eres mi esposa para que te dé mi precioso deslizador?
Por supuesto, Kahawali no había reconocido a Pele, creía que se trataba de una mujer cualquiera, muy hábil para deslizarse, eso sí, porque le había costado un gran esfuerzo ganarle la primera vez. Por eso ahora corrió unos metros para tomar más impulso y se lanzó con todas sus fuerzas en su tabla, colina abajo.
Pele tenía muy mal genio. Por sus volcánicas explosiones de mal humor, la habían echado de la casa de su padre. Cuando se enojaba mucho, su furia se volvía descontrolada. Y eso fue lo que sucedió. Dio una fuerte patada de protesta contra la tierra y produjo un terremoto. La colina se partió en dos y, a su llamado, comenzó lanzar fuego y lava. Tomando su forma sobrenatural, Pele se lanzó hacia el rey.
Mientras bajaba a toda velocidad en su tabla, deslizándose más rápido que nunca, Kahawali escuchó detrás de sí un ruido atronador. Pero no miró hacia atrás, porque un buen corredor jamás debe darse la vuelta para ver si lo está alcanzando su rival: sería casi como darse por vencido. Era muy extraño lo que se veía abajo, al pie de la colina: los espectadores, músicos y bailarines salían corriendo, dejando toda clase de objetos abandonados sobre el césped. Solo cuando llegó abajo del todo y estuvo seguro de que había ganado otra vez, el joven rey levantó la mirada y vio lo que se le venía encima: nada menos que la terrible diosa de los volcanes, rodeada de truenos y relámpagos, llevando consigo a su servidor, el terremoto y haciendo correr ríos de lava ardiente.
Arrancando su espada de la tierra, Kahawali corrió y corrió. Era joven y fuerte. Sus piernas estaban muy entrenadas en correr colina arriba y sostenerse sobre la tabla. Para correr más cómodo arrojó su capa de hojas de ki. Sin parar, yendo siempre en dirección al mar, llegó hasta su casa. Se cruzó con su cerdo favorito y se despidió de él con un toque de narices. Corriendo, pasó por la casa de su madre y estuvo con ella justo el tiempo suficiente para frotar nariz con nariz y para advertirla del peligro.
-¡Huye! -le dijo a la anciana. ¡Pele, la devoradora, me persigue!
Después pasó por donde estaban su mujer y sus hijos.
-Quédate con nosotros, al menos moriremos juntos -le dijo su mujer.
-¡Huid! Solo me persigue a mí, todavía estáis a tiempo -dijo el rey. Y no se detuvo en su loca carrera.
La lava ardiente estaba a punto de alcanzarlo.
-¡Ahora veremos quién se desliza más rápido! -gritaba Pele, en el colmo de su furia.
Kahawali quería llegar a la costa, pero el terremoto hendió la tierra y una profunda grieta interrumpió su carrera. El rey puso su ancha espada sobre el precipicio y pasó sobre ella. Corrió y corrió hasta llegar a la casa de su hermana y apenas tuvo tiempo para decirle:
-¡Aloha, lo siento!
Al llegar a la orilla se encontró con la canoa de su hermano menor, que volvía de pescar. Kahawali saltó dentro de la canoa y remando con su ancha espada se internó en el mar.
Por grande que fuera el poder de la diosa, ni siquiera ella podía lograr que el fuego avanzara sobre el mar. Furiosa, desde la playa, Pele lanzó con todas sus fuerzas enormes piedras y trozos de roca que caían alrededor de la canoa, pero no consiguieron hundirla.
El rey ya se había alejado un poco de la costa cuando se levantó el viento del este. Entonces fijó su ancha espada al fondo de la canoa para que le sirviera de mástil y vela al mismo tiempo. Deteniéndose a descansar en cada una de las islas del archipiélago, Kahawali llegó por fin a Ohau, donde vivía su padre. Y allí se quedó para siempre, a salvo de la furia de Pele.
Pero nunca volvió a reinar sobre Hawai.

0.089.3 anonimo (hawai) - 059

Mujer mala, mujer buena

Hace tantos años que ni siquiera se pueden contar, dos mujeres vivían en un pueblo maya de la península del Yucatán. A una de ellas todos la llamaban Xkeban, que quiere decir «la pecadora». A la otra le decían Utz-Colel, que quiere decir, «mujer decente».
La pecadora era muy hermosa. Todos los hombres la amaban, y ella los amaba a todos. Tenía una espesa cabellera negra y lacia, y con su dulce voz cantaba canciones para sus enamorados. El pueblo la consideraba una mala mujer y los vecinos más ricos hablaban mal de ella, la criticaban y hasta habían pensado en expulsarla de allí para que no siguiera avergonzándolos con su conducta.
La mujer decente también era linda, pero estaba muy orgullosa de su pureza. Jamás había tenido nada que ver con ningún hombre. Vivía sola en su casa, siempre impecablemente limpia. Era recta y correcta, y hacía todo lo que los demás esperaban de ella, excepto ayudarlos con amor, porque su corazón era duro como una piedra. Siempre estaba dispuesta a criticar a los demás y descubrir sus errores.
La pecadora Xkeban, en cambio, era tan generosa con los necesitados como con sus enamorados. Repartía con los pobres todos los regalos que recibía, les daba comida y ropa. Ayudaba con sus propias manos a los enfermos y a los sufrientes. Hasta se ocupaba de los animales maltratados y abandonados.
Sucedió que los vecinos dejaron de ver durante un tiempo a la mujer pecadora. ¿Se habría mudado, por fin, a otro pueblo? (Algu-nos, sin embargo, la extrañaban, pero no se hubieran atrevido a decirlo).
Un día, un aroma extraño y delicioso empezó a esparcirse por las calles del pueblo. Provenía de la casa de Xkeban. Cuando finalmente un grupo de vecinos se decidió a entrar, se encontraron con un espectáculo asombroso. La dulce pecadora había muerto hacía ya muchos días, pero su cadáver estaba incorrupto y se la veía tan bella en la muerte como lo había sido en vida. El exquisito aroma que todos habían percibido salía de su cuerpo. La cama estaba rodeada de un grupo de animales que parecían estar allí para acompañarla con su cariño. Un perro flaco le lamía las manos.
La pecadora Xkeban fue enterrada ese mismo día, y un cortejo muy humilde acompañó la ceremonia: todos los pobres, los necesita-dos, los enfermos a los que la joven había ayudado estaban allí para despedirla. Una semana después, nacieron sobre su tumba unas lindísimas florecillas silvestres, que despedían ese mismo aroma delicioso. Esa florecilla existe todavía y su néctar, muy dulce, produce una suave embriaguez, parecida al amor de Xkeban.
La mujer decente, Utz-Colel, estaba indignadísima. ¿Cómo era posible que tan mala mujer recibiera semejante premio? Ella le aseguró a todo el mundo que cuando muriera los dioses la premiarían todavía más, mucho más, porque para eso había vivido ella una vida tan perfecta, privándose de tantas cosas deseables con tal de mantenerse en el camino de la rectitud.
Lo cierto es que un tiempo después murió la mujer decente. Y apenas había exhalado el último suspiro cuando su cadáver empezó a oler de una manera repugnante. La gente que participó en el entierro apenas podía soportar las náuseas. Al día siguiente los vecinos más importantes del pueblo cubrieron la tumba de flores para tratar de atenuar el mal olor que seguía saliendo del cementerio.
Y pasado un tiempo, Utz-Colel, esa mujer tan decente y correcta, se convirtió en el tzacam, un cactus espinoso que da, todavía hoy, una flor de aspecto hermoso y muy mal olor.
Se cuenta que Utz-Colel llegó al mundo de los muertos de muy mal humor, exigiendo una reparación por ese trato tan injusto. ¿Cómo era posible que premiaran a una pecadora? ¿Entonces lo que había que hacer era entregarse al amor? ¡Ella quería otra oportunidad! Ahora se comportaría de modo muy diferente si la dejaban volver a la tierra.
Y así fue. Tanto se enojó y protestó Utz-Colel, que tuvo la oportunidad de regresar a este mundo. Pero su carácter rígido y su corazón frío nunca entendió que la pecadora Xkeban había sido premiada por su bondad. Y lo que hace ahora Utz-Colel, cada vez que le permiten volver a la tierra, es atraer a los hombres para perderlos y matarlos.
Sale de la flor maloliente del cactus tzacam, entra al bosque y se sienta en las raíces de las ceibas. Allí peina sus cabellos con un peine hecho con púas de cactus. Cuando ve pasar a un hombre, lo atrae y lo seduce para después matarlo sin piedad. Se cuentan muchas historias en el Yucatán sobre los hombres perdidos por la Xtabay, que así la llaman ahora. Si viajan algún día a México, van a la península del Yucatán y se les ocurre pasear de noche cerca del bosque donde las ceibas sacan sus raíces, ¡tengan mucho cuidado con la Xtabay.

0.069.3 anonimo (maya) - 059

Masala y su poderoso hijo

Por más fuerte que sea, un tonto nunca llegará a ser el jefe de un pueblo. Pero en otras épocas, la fuerza física era una condición muy importante para alguien que pretendiera mandar sobre los demás. El gran Masala cumplía con todas las expectativas. Además de ser inteligente, era un hombre fuerte y veloz, al que nadie podía ganar en combate o disputarle una carrera. Imaginen el orgullo del jefe Masala cuando nació su primer hijo, un bebé que parecía haber nacido para superar incluso a su padre.
Pero cuando el pequeño Taga comenzó a crecer, dando muestras cada vez más asombrosas de fuerza y poder, a Masala la idea de que su hijo lo superara dejó de gustarle. Estaba preparado para ser el anciano padre del hombre adulto más fuerte de la región..., pero ser menos que un bebé le resultaba muy molesto.
Taga tenía solamente dos años cuando se puso a jugar un día con un cangrejo que había encontrado en la playa. Era uno de esos cangrejos que viven en profundos huecos pegados a las raíces de los cocoteros. Apenas el niño se distrajo un momento, el animalito aprovechó la oportunidad para escapar y esconderse en su cueva. Taga lo siguió y lo vio hundirse en la tierra arenosa. Por más que lo intentó, no consiguió sacar de allí a su divertida mascota. Entonces, sin pensarlo, ese niñito de dos años rodeó el cocotero con sus bracitos y tirando hacia arriba lo arrancó completamente de la tierra, con raíces y todo.
Desde lejos, Masala vio la hazaña que había realizado su hijo y la sangre le hirvió de envidia. Sin poder controlarse, se lanzó gritando sobre el niño. Asustadísimo, porque nunca había visto así a su padre, el pequeño salió corriendo a todo lo que daban sus piernitas. ¡Y daban mucho!
Corrió y corrió, por supuesto mucho más rápido que su padre, que lo seguía jadeando. Pero la isla era pequeña y pronto llegó al extremo norte, donde terminaba en un acantilado. Entonces el niñito tomó impulso y de un solo salto gigantesco llegó a la isla de Rota, ¡a sesenta kilómetros de Guam! Todavía hoy se puede ver en el acantilado de Guam la huella de su pie, afirmándose para tomar impulso.
Con el tiempo, Taga llegó a ser un gran guerrero y se convirtió en el jefe de lo que hoy conocemos como las Islas Marianas del Norte, el archipiélago Chamorro.

0.192.3 anonimo (isla de guam) - 059

Los peces que caminan

Hace tantos años que no se pueden contar, vivían en un arroyito de Vietnam unos peces muy pequeños. No tenían enemigos: en el arroyo no había agua suficiente para que lo habitaran peces más grandes que ellos. Los padres trabajaban y los pececitos iban a la escuela. Todas las noches se reunían para celebrar con bailes y canciones su vida tranquila y feliz.
En la escuela a los pececitos varones les enseñaban a conseguir comida. También aprendían a cuidar el paso entre el arroyito y el gran río para que no entraran peces grandes ni se escaparan los pequeñitos.
A las pececitos niñas les enseñaban a proteger los huevos que pondrían cuando fueran grandes en el fondo fangoso. Era importante saber ocultarlos y defenderlos de las ranas y las serpientes.
Pero lo más importante era recordar por qué no tenían que entrar nunca, pero nunca jamás al gran río.
-En el río hay peces enormes, listos para comernos -explicaba el maestro. El agua es sucia y oscura, la corriente es demasiado rápida. Y lo más peligroso de todo son las compuertas de los canales de riego. Los seres humanos usan el agua del río para inundar los campos de arroz.
Lo que aprendían de niños, los peces no lo olvidaban jamás. Y así hubieran seguido viviendo tranquilos generación tras generación, si no hubiera sido por el travieso Chad.
Chad... vosotros sabéis cómo era, u os lo podéis imaginar. Uno de esos pececitos que no respetan nada. Siempre faltando a la escuela, molestando cuando estaba en clase, gastando bromas pesadas. Y sobre todo, siempre rodeado de amigos que lo seguían y festejaban sus tonterías.
-Yo no me creo lo que nos cuenta el maestro. ¿Acaso él estuvo alguna vez en el gran río? Son esas mentiras que los viejos cobardes se repiten unos a otros porque nadie tiene el valor de comprobarlas personalmente. ¿Quién se atreve a venir conmigo al gran río?
Atardecía ya cuando un gran grupo de pececitos se lanzó detrás de Chad hacia lo que parecía una aventura emocionante y divertida. No tuvieron problemas en engañar a los guardias, que estaban preparados para encontrar a los pequeños perdidos, pero no para descubrir peces rebeldes que querían ocultarse. ¿A quién se le iba a ocurrir que alguien iba a entrar al gran río por propia voluntad?
Al principio fue divertidísimo dejarse llevar por la corriente a toda velocidad... hasta que intentaron detenerse. Entonces se dieron cuenta de que estaban siendo arrastrados sin control. En el agua fangosa era difícil verse unos a otros. Muchos de los más pequeños se habían alejado de la orilla y un pez enorme se los tragó de un bocado.
Chad encontró un hueco en la orilla donde consiguió esconderse y desde allí llamó a los demás. Ya era de noche y no se veía nada, pero cada uno dijo su nombre y así supieron que faltaba la mitad de los aventureros.
-Pasaremos la noche aquí -dijo Chad. Y por la mañana os llevaré de vuelta a nuestro arroyo.
Pero lo que Chad no sabía era que su escondrijo era, precisamente, la puerta de un canal de riego. De madrugada los despertó un ruido enorme y extraño. Antes de que pudieran recobrarse del susto, el agua los arrastró, y de golpe se encontraron en medio de un campo de arroz. Parte del agua sería absorbida por la tierra, y el Sol haría evaporar el resto. Les esperaba una muerte lenta y horrible.
Chad y sus alegres bromistas, llorando, se inclinaron y comenzaron a rezar. Nadie esperaba lo que sucedió entonces. Un enorme pez blanco, muy brillante, apareció ante ellos.
-Por vuestra mala conducta, se os ha castigado -dijo el gran pez. Por vuestra corta edad, seréis perdonados. No moriréis, pero tampoco seguiréis siendo peces como los demás. Vosotros y vuestros descendientes viviréis para siempre en los campos de arroz.
Así fue y así es. Todavía hoy viven en los campos de arroz de Vietnam unos peces muy pequeños, con aletas que son casi patas y les sirven para caminar en el barro. Cuando el campo está empezan-do a secarse, los peces avanzan hasta los pequeños diques que separan un campo del otro, y trepan buscando alguno que esté recién inundado. Al terminar la época del año en que los campesinos inundan los campos para que crezca el arroz, los peces que caminan se entierran en el barro y así sobreviven mientras esperan que vuelva el agua.

0.169.3 anonimo (vietnam) - 059

Ladrones exagerados

Hiro no era un ladrón común. ¡Era el dios de los ladrones! Y Pai, su hijo adoptivo, era el más fuerte de los guerreros. Una noche, cuando Pai estaba durmiendo, su padre Hiro decidió cometer el mayor robo de la historia. Un robo tan espectacular que quedaría para siempre en la memoria de los dioses y de los hombres: con su banda de ladrones, se lanzó a robar la sagrada montaña de Rotui, en la isla de Moorea. Su plan era llevársela de allí sin que se enteraran los demás dioses y dejarla instalada en su propia isla de Raiatea.
Moviéndose con un sigilo que solo un dios era capaz de conseguir, Hiro y los suyos ataron con lianas fuertes y larguísimas el pico de la montaña.
Aseguraron el otro extremo de las lianas a su poderosa canoa y comenzaron a tirar y a empujar con todas sus fuerzas. No lograron llevarse la montaña entera, pero pronto sintieron que la parte superior del monte Rotui se rompía y se desprendía.
Temiendo ser descubiertos, Hiro,le mandó un mensaje a su hijo rogándole que le enviara su lanza mágica. Pai se despertó, corrió a la zona más elevada de la isla y desde allí lanzó con todas sus fuerzas su lanza hacia Tahití para que su padre pudiera usarla lo más pronto posible. En un segundo, la lanza atravesó el canal entre las islas y horadó un gran agujero en una de las montañas, que desde entonces se llama Montaña Agujereada. Pero el brillo de la lanza mágica y el ruido que hizo al atravesar las rocas despertaron a los gallos de la isla, que empezaron a cantar todos al mismo tiempo.
Sabiendo que los otros dioses no tardarían en llegar, atraídos por el estrépito, Hiro y sus ladrones escaparon asustados, pero sin soltar el botín. Los poderosos músculos de los remeros brillaban empapados de sudor, arrastrando el pico del monte Rotui por el fondo del mar, detrás de la canoa.
Hiro se salió con la suya. Su hazaña resultó inolvidable. Porque todavía hoy se puede ver, por la forma del monte Rotui, que le falta la parte de arriba. El pico robado está ahora instalado en el costado sur de Raiatea. Es una colina cubierta con árboles de una especie que no crece en el resto de la isla, una vegetación exactamente igual a la del monte Rotui, en Tahití.

0.191.3 anonimo (tahiti) - 059

La princesa roro anteng

Cuenta la leyenda que hace muchos cientos de años un imperio hindú reinaba en gran parte de las islas que forman Indonesia. Pero el imperio se veía acosado por sus enemigos. Para escapar de esa situación, Roro Anteng, la princesa real, y su marido, el príncipe Joko Seger, decidieron fundar un nuevo reino, al este de la isla de Java.
Embarcándose con muchos seguidores, navegaron hasta llegar a la isla de Java. Y allí, en el este de la isla, al pie del monte Bromo, un volcán inactivo, se instalaron con toda su gente. Uniendo las últimas sílabas de sus nombres decidieron que su reino se llamaría Tengger.
Y su reinado hubiera sido próspero y feliz si no fuera porque una gran pena perseguía a la pareja real: no podían tener hijos. En su desesperación, decidieron subir a la cima del monte Bromo para rogarle a los dioses que les dieran descendencia. Rezaron y suplica-ron con fe y humildad. De pronto, un relámpago feroz iluminó toda la región y como un trueno se escuchó la voz retumbante del mensa-jero de los dioses.
-La princesa Roro Anteng y el príncipe Joko Seger podrán tener hijos. Pero a cambio de este favor, el último de sus hijos será nuestro.
Con una mezcla de pena y alegría, los príncipes volvieron al palacio. En efecto, poco después la princesa quedó embarazada y tuvo un precioso bebé. ¿Y si ese fuera el último? Muy asustados, al año siguiente tuvieron otro. Y siguieron procreando hijos todos los años para no tener que entregar ninguno a los dioses del volcán. Así tuvieron veinticinco hijos. Pero la princesa era ahora una mujer mayor y ya no estaba en condiciones de seguir teniendo bebés. El último hijo se llamó Kesuma y sus padres lo amaron todavía más que a los otros, porque sabían que en cualquier momento los dioses podían reclamarlo para ellos.
Y así fue. Un día entre los días se escuchó otra vez la voz retumbante que exigía a los padres la entrega del hijo menor. Debían arrojarlo por el cráter del volcán. Si no lo hacían, el volcán entraría en erupción, matando a la gente que vivía en los alrededores.
Unos dicen que los príncipes huyeron con Kesuma, pero que, adonde fueran, un brazo de lava del volcán los seguía. Y que, finalmente, la lava roja y ardiente atrapó a Kesuma y se lo llevó hasta su destino. Otros dicen que el mismo Kesuma, compadecido de la suerte de los pobres campesinos a los que el volcán mataba sin piedad, decidió arrojarse al cráter del monte Bromo.
Lo cierto es que una vez que Kesuma desapareció dentro del cráter, la erupción del volcán se detuvo repentinamente. Como por arte de magia, la lava volvió hacia atrás, y el monte Bromo quedó convertido otra vez en una inofensiva montaña.
Poco después de su desaparición, se escuchó la voz de Kesuma, que parecía salir desde dentro de las entrañas del volcán.
-Amados padres, amados súbditos, no sufran por mí. Soy feliz de haber podido salvarlos. Ayúdense unos a otros y no olviden adorar a los dioses. Todos los años, en la noche de luna llena del mes de Kasada, deben realizar una ceremonia en el monte Bromo para recordar mi sacrificio.
Y desde entonces hasta hoy, todos los catorce de Kasada (el mes número doce del calendario Tengger), el pueblo que rodea el monte Bromo sube las laderas del volcán para recordar el sacrificio de Kesuma.

0.190.3 anonimo (isla de java) - 059

Lucha de dragones

Los dragones chinos eran reyes y casi dioses de las profundidades acuáticas: cada río, cada lago, cada océano, tenía su rey dragón. A veces podían tomar forma humana. Cada uno tenía su propia personalidad. Por ejemplo, el gran dragón negro del lago Erhai era muy malhumorado, y cuando se enojaba, podía ser peligroso.
Un día, el gran dragón negro fue a ponerse su túnica de seda preferida y no la pudo encontrar. Enfurecido, pensó que alguien se la había robado, y para que el ladrón no pudiera escapar, obstruyó la salida de agua del lago. Para la gente que vivía cerca de sus orillas, la situación se volvió desesperante. Como había varios ríos que llevaban su caudal hasta el lago, el nivel del agua empezó a subir y subir. Pero además, el enorme dragón negro revolvía el lago buscando su ropa y hacía levantarse tremendas olas, que provocaban inundaciones, destruían diques y puentes y muchas veces avanzaban sobre los cultivos de arroz.
Cerca de allí vivía un niño muy especial. Su madre era una joven lavandera que cierto día vio un delicioso melocotón flotando en el agua del río y se lo comió. En realidad, no era una simple fruta, sino una perla de dragón, y a partir de ese momento, el niño mágico comenzó a crecer en el vientre de su madre. Era todavía muy pequeño cuando decidió enfrentarse al temible dragón negro.
-Madre, no podemos permitir que ese dragón loco siga causando daño. En la ciudad el gobernador ha puesto anuncios ofreciendo una recompensa para quien logre dominarlo. Y yo lo haré.
La madre quiso detenerlo, pero fue imposible. El niñito no solo era capaz de hablar como un adulto, sino que tenía mucha fuerza. Al llegar a la ciudad, arrancó de un manotazo el cartel. El guardia se rio mucho cuando vio quién era el valiente que quería enfrentarse al dragón. Pero los vecinos, que habían visto al niño jugar sin miedo con las serpientes del campo, le insistieron en que lo llevara al palacio de su senor.
El gobernador recibió al niño con mucha curiosidad. Apenas habló con él, se dio cuenta de que no era una persona común y corriente.
-¿Y qué necesitas para vencer al gran dragón negro? -le preguntó.
-No es mucho, pero deben seguir exactamente mis instrucciones -dijo el niño. Necesito que haga forjar en bronce una cabeza de dragón. Necesito dos pares de garras de hierro, para mis manos y mis pies, y seis cuchillos muy afilados. Quiero también trescientas croquetas hechas de hierro y trescientas croquetas de harina cocina-das al vapor.
Era un pedido muy extraño, pero la situación era tan especial que el gobernador decidió hacerle caso en todo a esta extraña personita.
El niño se puso la cabeza de dragón, se calzó las cuatro garras, se ató tres cuchillos en la espalda, con el filo hacia afuera, se puso un cuchillo en la boca y los otros dos los empuñó en sus manos.
-Voy a lanzarme a las aguas del lago para luchar contra el gran dragón negro -les dijo a los vecinos, que se habían reunido para ver el asombroso espectáculo. Cuando vean surgir olas amarillas, lancen las croquetas de harina. Pero donde vean olas negras, arrojen las croquetas de hierro. Tengan preparado un gran trozo de tierra en el que crezca el pasto. Si consigo triunfar en la lucha, tiren el terrón al agua.
El niño se lanzó al lago y apenas su cuerpo tocó el agua, se trans-formó en el pequeño dragón amarillo. La terrible batalla comenzó. Las olas eran enormes, pero los hombres más valientes cargaron las croquetas en sus botes de madera y se hicieron al agua para alentar a su campeón.
Los dos dragones lucharon durante días enteros. Cuando el pequeño dragón amarillo tenía hambre, en la superficie del agua aparecían olas amarillas. Entre las salpicaduras, asomaba la cabeza amarilla con la boca abierta y la gente le tiraba croquetas de harina. Así, bien alimentado, podía luchar con más fuerzas. Cuando el gran dragón negro tenía hambre, aparecían olas negras. Y su gigantesca cabeza surgía sobre la superficie con la boca abierta como un pozo del infierno. Entonces la gente le tiraba las croquetas de hierro. Cuando el gran dragón negro se las tragaba, no solo seguía teniendo hambre, sino que volvía a la lucha con un tremendo dolor de estómago.
El pequeño dragón amarillo era muy inteligente y al tercer día decidió convertir su tamaño en una ventaja. Aprovechando que el gran dragón negro estaba desesperado de hambre y abría su enorme boca buscando comida, se le metió por allí, se deslizó como una serpiente por la garganta y fue a parar a su estómago. Moviéndose de un lado al otro, lo hirió desde dentro con sus cuatro garras y sus seis cuchillos. El dragón negro se retorcía de dolor y cada vez que su cabeza aparecía entre las enormes olas, la gente le tiraba más croquetas de hierro.
El enorme dragón negro había perdido la batalla.
-Ay, ay, Pequeño Dragón Amarillo, no soporto más tanto dolor, me rindo, te ruego por favor que salgas de mi cuerpo. Prometo irme del lago y nunca volveré.
-Muy bien, pero... ¿por dónde salgo?
-Por atrás.
-De ninguna manera, eso no está a la altura de mi dignidad. La gente dirá que salgo cuando haces tus necesidades.
-Entonces, por mi nariz.
-Un insulto. Parecerá que me arrojas cuando te suenas.
-¡Sal por mi oído!
-¿Como si te limpiaras de cera las orejas? Es ofensivo.
-¡Por favor, por favor, puedes salir por mi axila!
-Ah, claro. Para que me aplastes bajo el sobaco en el momento de salir.
-Ay, ay, ay, te lo ruego, sal pronto. ¡Que sea por la planta del pie!
-No pienso morir de un pisotón -dijo el pequeño dragón amarillo, retorciéndose otra vez con sus seis cuchillos dentro del enorme dragón negro, que estaba ya enloquecido de dolor.
-¡Está bien, está bien, puedes salir por mi ojo!
El pequeño dragón amarillo desenroscó un ojo de su enemigo y salió por la órbita vacía. El gran dragón negro quedó tuerto, pero muy contento de estar vivo. Perforó un túnel en una enorme roca y por ahí se escapó. Junto con él, escapó el agua sobrante, que estaba causando inundaciones.
Después de vencer a su enemigo, el pequeño dragón amarillo ya no volvió a su forma humana. De acuerdo con sus instrucciones, los vecinos arrojaron al agua un terrón con hierbas, al que trepó el pequeño, transformado en serpiente.
-No me verán más -les dijo a los vecinos. Pero no teman por mí. Donde se detenga este terrón, deben levantar un templo en mi honor. Desde allí, vigilaré y los protegeré para siempre.
El terrón fue flotando sobre el agua hasta el lugar donde se levanta hoy el Templo del Rey Dragón. Y dicen que el espíritu del pequeño dragón amarillo vive allí, asegurándose de que no haya inundaciones y las aguas del lago se mantengan siempre mansas.

0.005.3 anonimo (china) - 059

Peces en el rio grande

Hoy se les llama los indios de San Juan, porque ese nombre les dieron los conquistadores españoles. Pero hace muchas generacio-nes, cuando todavía no existía el estado de Nuevo México, donde viven ahora, este grupo de la nación pueblo llegó a las orillas del Río Grande desde una lejana y fría región del norte.
En esa región, los inviernos se hacían cada vez más largos y duros. Era difícil conseguir caza, y pocos bebés sobrevivían a los meses invernales, que parecían eternos, cuando toda la tierra estaba cubierta de nieve y de hielo. Una parte de la gente, harta de sufrimientos, decidió emigrar en busca de una zona más amable donde vivir felices. Pero, como suele suceder, muchos otros prefirie-ron quedarse. Les esperaba un viaje largo y dudoso, no podían estar seguros de que encontrarían ese lugar que buscaban, y seguramente tendrían que luchar con otros pueblos para quedarse con la nueva tierra. Era mejor permanecer donde estaban.
Los viajeros emprendieron la marcha. Era todo un pueblo que se ponía en camino, avanzando como podían, con sus niños y sus mujeres embarazadas. Seguían al sol, siempre hacia el sur, hasta que llegaron a las orillas del Río Grande. Caminaron a lo largo de la costa oeste del río. Atravesaron cañones profundos y cordilleras, yendo siempre hacia el sur, hacia el calor. Hasta que por fin llegaron a un valle amplio y soleado, donde había árboles y plantas, donde la tierra era fértil y servía para cultivar el maíz. Allí se detuvieron y construyeron un poblado de adobe al que llamaron Yuque Yunque, que significa «soleada tierra del sur». Y se llamaron a sí mismos «gente del verano».
Entretanto, los que se habían quedado en el norte, estaban sufriendo una vida cada vez más penosa y miserable. Cada año el frío aumentaba más y más hasta que, hartos de pasar hambre, decidieron emigrar hacia el sur siguiendo a sus hermanos.
En esa época y en ese lugar no había rutas. Hacía ya varios años que los primeros emigrantes se habían ido, y la naturaleza había cubierto las huellas de sus pasos. Los nuevos viajeros siguieron su propio rumbo y terminaron vagando por las grandes llanuras del este, donde no encontraron ningún valle cálido, ningún hermoso río.
Finalmente, después de muchas penurias, avanzando por otros caminos, pero yendo siempre hacia el sur, en busca del calor, llegaron a la orilla este del Río Grande y la siguieron hasta encontrar el valle soleado y el alegre poblado de Yuque Yunque.
¡Qué felicidad sintieron cuando se encontraron con sus compatriotas! Pero los indios pueblo no sabían en esa época cómo navegar y no podían cruzar el río. Tuvieron que contentarse con gritarse de un lado al otro, saludándose con gestos. Se instalaron en la otra orilla y construyeron casas para vivir. Se llamaron «gente del invierno», porque habían pasado mucho más tiempo en el frío del norte.
Los dos poblados a cada lado del río soñaban con reunirse, pero por el momento era imposible. Hasta que los dos hombres de medicina de cada aldea mantuvieron una larga conversación a gritos, cada uno desde su orilla, y decidieron reunir sus artes mágicas para crear un puente que permitiera cruzar el río.
Lamentablemente, no todos estaban de acuerdo con la reunificación. Sobre todo, había descontento entre la gente del verano, que estaba instalada allí desde hacía más tiempo y, por lo tanto, tenían más provisiones, habían organizado el cultivo del maíz y, en general, vivían en condiciones mucho mejores que los recién llegados. Entre los disconformes había un hombre malvado que tenía fama de brujo.
El hombre de medicina de la gente del verano era un experto en la magia del papagayo. Mientras que el hombre de medicina de la gente del invierno había aprendido en el viaje todo lo que había que saber sobre la magia de la urraca. Cada uno de ellos preparó una pluma gigante de su ave preferida, tan grande que podía partir de la orilla y alcanzar hasta la mitad del río. Graciosamente curvadas, las dos plumas se encontraron. Y apenas se tocaron, se unieron formando un puente fuerte y sólido por el que la gente del invierno podía cruzar para llegar al otro lado. Muy felices, cantando y bailando, contentos de encontrarse con sus amigos y parientes, las familias comenzaron a cruzar el río. Pero cuando el puente estaba realmente cargado de gente, con un hechizo cruel, el brujo malvado hizo que volcara, y toda la gente cayó al río. Los hombres de medicina no pudieron impedirlo, pero al menos consiguieron que no se ahogaran, convirtiéndolos en peces.
Desde entonces los pobladores de Yuque Yunque ya no se atrevieron a probar los peces del río, por temor a comerse a alguien de su propio pueblo. Los navajos y los apaches, que eran naciones vecinas, supieron lo que había sucedido y decidieron que tampoco ellos debían comer pescado, porque hubiera sido como cometer canibalismo. Y así, por más hambre que sufrieran los pueblos indígenas de la región, nunca jamás volvieron a pescar en el Río Grande.

0.011.3 anonimo (america-indios poeblo) - 059

Los manantiales de manitu

Hace muchos cientos de inviernos, todos los hombres rojos que cazaban búfalos en la pradera hablaban el mismo idioma y fumaban juntos la pipa de la paz. Cierta vez, en las Montañas Rocosas, un comanche y un shoshone se encontraron por casualidad junto a un arroyuelo. Los dos volvían sedientos de una jornada de caza. Unos metros más arriba, un manantial que salía de la roca viva vertía sus aguas en el arroyo. El cazador shoshone llegó hasta el manantial y antes de beber derramó un poco de agua en honor al Gran Espíritu. En cambio el comanche, exhausto, se arrojó al piso y hundió la cara en la corriente del riachuelo.
-Este es nuestro territorio -dijo, de mal humor, después de saciar su sed. ¿Acaso un extranjero tiene derecho a beber de la fuente cuando un comanche se contenta con el agua del arroyo?
-Manitú creó los manantiales para que todos sus hijos podamos beber agua pura. Au-sa-qua es un jefe de los shoshones y tiene tanto derecho como cualquiera a beber este agua.
-Los shoshones son una tribu comanche. Waco-mish es un gran jefe comanche -contestó el otro. Ningún shoshone tiene derecho a beber por encima de donde él bebe.
-Waco-mish miente -dijo el shoshone. Tiene lengua de serpiente y el corazón negro como el espíritu del mal. Cuando Manitú hizo a sus hijos, los comanches y los shoshones, los arapahó y los paine, a todos por igual les dio búfalos para alimentarse y manantiales para beber agua pura.
El comanche no contestó. Lleno de odio, esperó hasta que el otro cazador bajara la cabeza para beber, y cuando estaba descuidado se abalanzó sobre él, haciéndolo caer. Después le hundió la cabeza en el agua del arroyo hasta ahogarlo.
Pero cuando las últimas burbujas de aire desaparecieron, porque el cazador shoshone había dejado de respirar, un extraño sonido sibilante brotó del agua. Una nube de vapor se elevó sobre el arroyo y en el aire se materializó una figura que el asesino conocía muy bien. Era un anciano de cabellos blancos que lo miraba con severidad: el gran Wau-kau-aga, el padre de la nación comanche y la nación shoshone. Wau-kau-aga había sido un gran guerrero mientras vivió como humano sobre la Tierra, famoso por sus hazañas y por sus buenas acciones.
-Has roto el vínculo entre dos naciones hermanas y poderosas -le dijo al asesino. En recuerdo de tu crimen, que el agua de este manantial se vuelva para siempre ácida y venenosa. En cambio, este será el recuerdo del buen cazador shoshone.
-Golpeando con su mazo mágico la roca, creó un manantial y un estanque de agua fresca y cristalina.
Desde ese día, los comanches y los shoshones se convirtieron en enemigos. Muchos cráneos comanches fueron escalpados y muchas cabelleras adornaron los tipis de los guerreros shoshones, en venganza por la muerte de su jefe.
Y allí están los manantiales de Manitú, uno venenoso y el otro puro, como recuerdo de la triste hazaña del cazador comanche.

0.011.3 anonimo (america-comanche) - 059

El robo del fuego

Para los seres humanos no tener fuego era un problema grave. Entre otras cosas, había que comer todo crudo y frío. La única manera de calentar los alimentos era llevarlos durante horas bajo la axila. Pero con este método, la gente se hacía llagas, que muchas veces se infectaban y les provocaban la muerte.
El dueño del fuego era el gigante Takea. Lo tenía escondido en una caverna y no se lo prestaba a nadie. Los indios shuar, cuando se morían, se transformaban en aves, y trataban de meterse volando en la caverna de Takea para robar una brasa. Pero era imposible. La puerta de la cueva se abría y se cerraba tan rápido, que ningún pájaro lograba escapar a tiempo con su botín.
Había un solo pájaro lo bastante veloz y lo bastante astuto como para engañar a Takea: era Jempe, el colibrí de la cola larga, que era amigo de los shuar y se apenaba de verlos sufrir tanto. Cierta vez, después de una tremenda lluvia tropical, el colibrí se instaló, empapado y tiritando, en la boca de la caverna. Allí lo encontraron los hijos de Takea, el señor del fuego. Encantados con sus colores y con esa cola rarísima, mucho más larga que el resto de su cuerpo, los niños lo llevaron dentro de la cueva y lo acercaron al fuego para que se calentara.
Jempe mantenía a los niños fascinados con la belleza de su plumaje de colores. Pronto estuvo lo bastante seco como para mostrarles que podía mantenerse suspendido en el aire, agitando sus alas a tanta velocidad que no llegaban a verse. Entonces, de golpe, tan rápido que nadie atinó a impedirlo, el colibrí se acercó al fuego, encendió su propia cola con las llamas y salió por la puerta de la caverna en un abrir y cerrar de ojos. Cuando Takea se dio cuenta de lo que pasaba, ya todo había sucedido.
El colibrí voló hasta encontrar un árbol seco, con su cola encendida lo hizo arder y así les entregó el precioso fuego a los shuar. Después voló tan rápido como le permitían sus alas hasta el arroyo más cercano y metió allí su la cola en llamas para apagarla.
Desde entonces los shuar fueron dueños del fuego y nunca más lo perdieron, manteniéndolo siempre encendido en sus fogones de tres troncos. Así pudieron cocinar y comer alimentos mucho más calientes que entibián-dolos bajo el brazo, pudieron calentarse después de las lluvias, andar en la noche y quemar maleza para preparar sus huertas.
Y quedaron para siempre agradecidos a Jempe, el único entre las muchas variedades de colibríes que vuelan por el Amazonas que tiene la cola bifurcada. Porque quedó para siempre así desde que se le quemó en el medio, cuando le robó el fuego a Takea para dárselo a los hombres.

0.011.3 anonimo (america-shuar) - 059

El llanto de las estrellas

Se cuenta en Papúa que el rocío, esas gotas que vemos todas las mañanas sobre las hojas de los árboles, en el pasto, sobre las piedras, son las lágrimas de las estrellas. Pero no son lágrimas de pena, ni de emoción. ¡Son lágrimas de rabia! Hace mucho, mucho tiempo, antes de que existieran los hombres sobre la tierra, las estrellas discutieron con la arena.
-Los granos de arena somos más que las estrellas -dijo la arena, muy orgullosa. ¡Muchos más!
-No es verdad -dijeron las estrellas. Y podemos probarlo. Vamos a contarnos. Las estrellas nos contaremos a nosotras mismas y la arena contará cuántos granos la componen.
-Tengo una idea mejor -dijo la arena. Para que la competición sea más justa, yo contaré las estrellas y ustedes contarán mis granos.
Y así lo hicieron. La arena fue la primera. Le llevó mucho tiempo, pero después de contar y contar, terminó por saber exactamente el número de las estrellas.
En cambio cuando les tocó el turno de contar a las estrellas, se encontraron con un grave problema. ¡Los granos de arena eran tantos que ni siquiera se podían contar! Las estrellas podían llegar a calcular cuántos eran todos los que se veían en la superficie, pero por debajo la arena seguía y seguía. ¡Era infinita!
Las estrellas se dieron cuenta de que la arena había ganado. Y desde entonces lloran todas las noches esas lágrimas de rabia y de vergüenza que la gente llama rocío.

0.140.3 anonimo (papuasia) - 059