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lunes, 29 de diciembre de 2014

La victoria de las camaroneras (1716)

1

Hombre que estaba muy lejos de tener los tres de­fectos del cuerno -duro, vacío y torcido- y que, por el contrario, tenía sus tres virtudes -firme, limpio y agudo, era del todo al todo, allá y por los tiempos del excelentísimo e ilustrísimo don Diego Ladrón de Guevara, obispo de Quito, virrey y gobernador del Perú, el señor don Gaspar Melchor de Carbajal y Quintanilla, procurador general de los naturales de estos reinos, alguacil mayor de rastros y mercados en la ciudad de los Reyes y cuñado de leche de un oidor de la Real Audiencia, por cuanto era hermano de leche de la esposa de su señoría.
Habitaba el tal unos cuartuchos en la baranda de Mundo, Demonio y Carne, que así llamaban nuestros abuelos a la que forma ei ángulo de las calles del Arzo­bispo y Pescadería. Rodeado de procesos, infolios y papelotes, y dando de rato en rato un sorbo a la jícara de chocolate, hallábase en su escribanía cierta mañana del año de 1716, cuando se armó un belén de todos los diablos bajo sus balcones. El procurador, alzándose las gafas sobre la frente, empezó por asomar la nariz, receloso de que lloviesen pelotas de arcabuz; mas con­vencido de que todo no pasaba de bullanga popula­chera, cobró ánimo, levantó la celosía o rejilla y, sa­cando medio cuerpo fuera del antepecho, gritó:
-¡Ea, ea! Que la ciudad no es aldea, y cada rena­cuajo aténgase a su cuajo; que el mercado no ha de ser como costal de carbonero, sucio por fuera, sucio por dentro. Yo os digo, muchachas, lo que dijo el asno a las coles: pax vobis.
Y don Gaspar 1lelchor, que era otro Sancho Panza en la condición refranesca y que no hablaba de corri­do, sino hilvanando refranejos, interrumpió su discur­so porque en ese instante el rebullicio calen-taba, y tan­to, que un camotillo, disparado con pretensiones de pedrada, vino a dar a su merced en plena calva.
-¡Jesucristo! -exclamó nuestro hombre, tocándose el chichón y recogiendo del suelo el proyectil. ¡Para mi santiguada, que si es de los de a cinco en libra me desequilibra! Bueno está el chiquitín para el puchero, que lo que izo ha costado, bien llegado. Vamos a meter paz, como es de mi obligación, antes que me digan: Lucas, ¿por qué no encucas? Que todo no ha de ser cama de novios, blanda y sin hoyos, ni copo, condedura y cebada para la mula. Con razón dicen que cada mosca tiene su sombra; y que aquí como en Huacho todo bo­rrico es macho.
Y tras calarse el chambergo, tomar la capa y coger la alguacilesca vara, bajó a escape la escalera, cantu­rreando estos dos refranes:

Hijo, no comas lamprea,
que tiene la boca fea.
¡Ay! Madre, casar, casar,
que el zarapico me quiere picar. 

2

No recuerdo en cuál de mis tradiciones he apuntado que hasta después de entrada la patria era la Plaza Mayor el sitio donde se hacía el mercado, y tanto que hasta el rastro, camal o matadero se hallaba situado a las inmediaciones, en terreno sobre cuya propiedad an­dan hoy niños zangolotinos en litigio con el Cabildo.
Así el virrey conde de Castellar, como sus sucesores, duque de la Palata, conde de la Monclova y marqués de Castelldos-Rius, designaron para el gremio de cama­rones y pescadores de bagres el espacio en la calle que aún se conoce por la de la Pescadería, desde la reja de la cárcel de corte (hoy Intendencia) hasta la puerta de palacio, que dista sesenta varas de aquélla. Las in­dias, mujeres de los camaroneros, eran las encargadas de vender el artículo; pero de pronto las expendedoras de pescado, no obstante tener sitio señalado en la acera fronteriza al de las camaroneras, empezaron a invadir el terreno de éstas, surgiendo de aquí frecuentes pelo­teras y teniendo siempre que acudir gente de justicia para que el olivo de la paz diese fruto de aceitunas. Ambos bandos gastaban luego en papel sellado, con gran provecho de tinterillos y escribanos, y los virreyes, como hemos dicho, terminaban por decretar en favor de las camaroneras. Las provisiones que comprueban esta afirmación mía se encuentran en uno de los tomos de manuscritos de la Biblioteca Nacional.
Aquella mañana las camaroneras se habían congre­gado en la esquina del Arzobispo, acaudilladas por Ve­remunda, la más guapa mulatilla de Lima, según decir de los condesitos y currutacos de la época.
Era Veremunda una mozuela de veinte años bien llevados, color de sal y pimienta, que no siempre han de ser de azúcar y canela; ojos negros como el abismo y grandes como desventura de poeta romántico, de esos ojos que parecen frailes que predican muchas cosas malas y pocas buenas; boca entre turrón almen­drado y confi-tado de cerezas; hoyito en la barba tan mono, que si fuera pilita, más de cuatro tomaran agua bendita; tabla de pecho toda espe-ranza, como en vís­peras de boda; pie de relicario y pantorrillas de cate­dral. Al andar, unas veces titubeábanla las caderas, co­mo entre merced y señoría, y otras se balanceaba como barco con juanetes y escandalosa en mar de leva. Vestía faldellín listado de angaripola de Holanda, medias co­lor carne de doncella, zapatitos negros con lente-juelas de plata y camisolín de hilo flamenco con randas de la costa abajo, dejando adivinar por entre el escote un par de prominencias de caramelo coralino.
Veremunda era la florista más favorecida entre las que sentaban sus reales en la vecindad del Sagrario, lugar bautizado con el nombre de Cabo de Hornos porque todo, galán que por ahí se arriesgaba a pasar, a buen librar salía con un cuarto de onza menos en el bolsillo, gastado en un ramo de flores o un pucherito de mixtura. Fuese por simpatías de vecindad o porque las camaroneras se habían propiciado su apoyo con regalos de los mejores bagres y más suculentos cama­rones.. lo cierto es que Veremunda era tenida y acata­da por capitana del gremio. Es fama que el seriote don Gaspar Melchor de Carbajal y Quintanilla se hacía flecos por los encantos de la mixturera, y andaba tras ella como mastín piltrofero, diciendo:

No tienes tú la culpa,
ni yo te culpo,
de que Dios te haya hecho
tan de mi gusto.

3

El señor alguacil mayor, metiéndose en un grupo de pescadoras, las arengó de esta manera:
-¡Arrebuja, arrebuja!, que aquí está quien desbur­buja. Calma, muchacha, que la lima lima a la lima, y la pera no espera, mas la manzana espera. No os parez­cáis a los perros de Zurita, que eran pocos y mal aveni­dos; y lo peor de todo pleito es que de uno nacen ciento, y el que levanta la liebre siempre es para que otro me­dre. Quita tú allá, pájaro granero, que no entrarás en mi triguero.
Y blandiendo la vara, dirigíase a algunas de las revoltosas:
-Cállate tú, ovejita de Dios, antes que el diablo me despabile y en la cárcel te trasquile. Silencio, tú, gran zamarro, que al buen callar le llaman Sancho, y al bueno bueno, Sancho Martínez. Déjame pasar, arra­píezo, y no me vengas con tilín, tilín, como el asno de San Antolín, que cada día era más ruin.
Y penetrando en medio de las arremolinadas cama­roneras, se expresó así:
-¡Cuerpo, cuerpo!, que Dios dará paño. Déjense de daca el gallo, toma el gallo, porque se quedarán con las plumas en la mano, y todo será como el desqui­te de Perentejo, que perdió un ducado y gallo itn, co­nejo, o resultar con el ajuar de la ventera, tres estacas y una estera. Hijas, el que pleitea no logra canas ni quijadas sanas. Más apaga buena palabra que caldera de agua, y a las querellas hay que decirles: marnaolejo, aquí te hallé y aquí te dejo. A la mar, a la mar, chirlos mirlos a buscar; que pato, ganso y ansarón, tres cosas buenas y una son. No hay para qué tentarle el pulso al gato ni meterse en cosas de justicia, que ella es como mi compadre el del molejón, que a quien quiere amue­la y a quien no quiere non. Quieta, tú, Manonga Pé­rez, que te pareces a Daroca la loca, grande cerco y villa poca, o al zonzo Tinoco, mucha fachada y seso poco.
Y aproximándose a Veremunda le dijo muy a la oreja:
-Dios te salve, vida y dulzura, que tuyo soy con todas mis coyun-turas.

¡Salero, viva lo tuyo!
¡Salero, viva mi amor!
Salero, viva la madre,
la madre que te parió.

El alguacil mayor de rastros y mercados era de los que dicen: -Ciertas frutas en adviento, los sermones en el templo y la mujer en todo tiempo.
-Bueno, bueno, bueno -contestó la rapaza; mas guarde Dios mi burra de tu centeno, que aquí y en la Magdalena, hijito, el que no trae no cena.
-¿No tiene toca y pide arqueta la dargadandeta? Anda, conciencia de Puertoalegre, que vendes gato por liebre.
Y la china, que no era de las que se muerden la lengua, sino muy criolla y decidora, repuso, poniéndose las manos en la cintura como asas de jarra filipina:
-iCómo te va, Mendo? Ni llorando ni riendo. Re­buzno de asno sin pelo no llega al cielo; y sin pedernal y estrego, ni salta chispa ni brota fuego.
-Con la que lo dices lo atices, grandísima arrastra­da, que ya dirá la gata al unto, te barrunté y te ba­rrunto.
Y el alguacil mayor se alejó murmurando:
-Coces de yegua, amor para el rocín. ¡Santa Libra­da! ¿Si será la salida como la entrada?
Paréceme que los refranes de don Melchor Gaspar tenían para la chusma más elocuencia que todos los discursos y catilinarias de Demóstenes y Cicerón, por­que se apaciguaron los ánimos, cesaron las hostilidades v hubo formal armisticio entre camaroneras y pesca­doras. 

4 

¿Cómo se las compuso el procurador general de los naturales para que los decretos de cuatro virreyes de­jasen de ser, como hasta entonces, letra muerta? No sabré decirlo. Lo que sé es que a la vista tengo la si­guiente provisión:

"Mando a vos, don Dionisio López de Prado, te­niente de la compañía de a caballo de mi guardia, sos­tengáis a las indias camaroneras en la posesión del sitio que va desde la puerta del real palacio, que cae a la Pescadería, hasta la reja de la cárcel de corte, y las demás indias, negras y mulatas, no las inquieten ni perturben, y que en ningún tiempo se sienten ni pon­gan canastos en dichos sitios, y que guardéis y cum­pláis esta provisión, castigando con severidad a los que la contravinieren. -Fecha en los Reyes, a los 2 días del mes de marzo de 1717 años. Diego, obispo de Quito. 
Por mandato de su excelencia, Manuel Fran­cisco de Paredes."

El teniente don Dionisio López de Prado empezó por meter en la cárcel un par de hembras leguleyas, que pretendieron afirmar la bandera de rebelión con tres silogismos y cuatro autoridades; y realizado este acto de energía ádministrativa, no hubo ya quien osase levantar moño contra las camaroneras.
Añade la tradición (que a las veces miente más que politiquero de portal) que Veremunda, para celebrar el triunfo de sus protegidas, dio un cachazpari, como dice el nuevo Diccionario de la Lengua, en Amancaes, con mucho de arpa, cajón y guitarra y copas de alegría líquida, vulgo chicha y aguardiente.
Estopeño o cañameño, cual me lo dieren lo vendo. Dicen (yo no lo digo, que no soy mala lengua para desprestigiar a nadie y menos a la autoridad) que el procurador Carbajal y Quintanilla, dejando en casa y bajo siete llaves la gravedad, echó una cana al aire, y tomando por pareja a la florista bailó una asturiana o mozamala, de esas en que hay cintureo de culebra cas­cabelillo.
Y con esto, lectores míos, y como para pan y cebo­lleta no es menester trompeta, paz y paciencia, y muer­te con penitencia.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

La gatita de mari-ramos, que halaga con la cola y araña con las manos (1788)

(Crónica de la época del trigésimo
Cuarto virrey del pero)

A Carlos Toribio Robinet

Al principiar la Alameda de Acho v en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fue, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entre dijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.

1

Veinte abriles muy galanes; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado que tanta fama dio a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como albañil en pared con los polvos de rosa y arroz; ojos más negros que noche de trapisonda y velados por rizosas pestañas; boca incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776, Benedicta Salazar.
Sus padres, al morir, la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a su capricho casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mis­mo fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atre­viéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado expediente de hacerse archidevota, tener padre de espíritu y decir que su aspiración era a mon­jío y no a casorio.
El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:

Niña de los muchos novios
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey,
cuatro tiene la baraja.

De aquí surgían desazones entre sobrina y tía. La vieja la trataba de gazmoña y papahostias, y la chica rompía a llorar como una bendita de Dios, con lo que enfureciéndose más aquella megera, la gritaba: 
-¡Hipócrita! A mí no me engatusas con purisimitas. ¿A qué vienen esos lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes que le caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no te conozca que te compre, saquito de cucarachas. Cualquiera diría que no rompe plato, y es capaz de sacarle los ojos al verdugo Grano de Oro. ¿Si no conoceré yo las uvas de mi majuelo? ¿Conque te apestan las barbas? ¡Miren a la remilgada de Jurquillo, que lavaba los huevos para freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas como yo pille al alcance de mis uñas al barbilampiño que te baraja el juicio! ¡Mi­ren, miren a la gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los gusanos! ¡Mal haya la niña de la medía almendra!
Como estas peloteras eran pan cotidiano, las mucha­chas de la vecindad, envidiosas de la hermosura de Benedicta, dieron en bautizarla con el apodo de Gatita de Mari-Ramos; y pronto en la parroquia entera los mozalbetes y demás niños zangolotinos que la encon­traban al paseo, saliendo de misa mayor, la decían:
-¡Qué modosita y qué linda que ya la Gatita de Mar¡-Ramos!
La verdad del cuento es que la tía no iba descami­nada en sus barruntos. Un petimetre, don Aquilino de Lauro, era el quebradero de cabeza de la sobrina; y ya fuese que ésta se exasperaba de andar siempre al morro por un quítame allá esas pajas, o bien que su amor hubiera llegado a extremos de atropellar por todo respeto, dando al diablo el hato y el garabato, ello es que una noche sucedió... lo que tenía que suceder. La gatita de Mari-Ramos se escapó por el tejado, en amor y compañía de un gato pizpireto, que olía a almizcle y que tenía la mano suave.

2

Demos tiempo al tiempo y no andemos con lilailas y recancanillas. Es decir, que mientras los amantes apu­ran la luna de miel para dar entrada a la de hiel, po­demos echar, lector carísimo, el consabido parrafillo histórico.
El excelentísimo señor don Teodoro de Croix, caba­llero de Croix, comendador de la muy distinguida or­den teutónica en Alemania, capitán de guardias valo­nes y teniente general de los reales ejércitos, hizo su entrada en Lima el 6 de abril de 1784.
Durante largos años había servido en México bajo 13, órdenes de su tío (el virrey marqués de Croix), y a España, Carlos III lo nombró su representante en estos reinos del Perú. "Fue su excelencia -dice un cronista- hombre de virtud eminente, y se distinguió mucho por su caridad, pues varias veces se quedó con la vela en la mano porque el candelero de plato lo ha­bíá dado a los pobres, no teniendo de pronto moneda con que socorrerlos; frecuentaba sacramentos y era un verdadero cristiano."
La administración del caballero de Croix, a quien llamaban el Flamenco, fue de gran beneficio para el país. El virreinato se dividió en siete intendencias, y éstas en distritos o subdelegaciones. Estableciéronse la Real Audiencia del Cuzco y el tribunal de Minería, repobláronse los valles de Vítor y Acobamba; y el ejem­plar obispo Chávez de la Rosa fundó en Arequipa la famosa casa de huérfanos, que no pocos hombres ilus­tres ha dado después a la República.
Por entonces llegó al Callao, consignado al conde de San Isidro, el primer navío de la Compañía de Filipinas; y para comprobar el gran desarrollo del co­mercio en los cinco años de gobierno de Croix, bastará consignar que la importación subió a cuarenta y dos millones de pesos v la exportación a treinta y seis.
Las rentas del Estado alcanzaron a poco más de cuatro y medio millones, y los gastos no excedieron de esta cifra, viéndose por primera y única vez entre nosotros realizado el fenómeno del equilibrio en el presupuesto. Verdad es que, para lograrlo, recurrió el virrey al sistema de economías, disminuyendo emplea­dos, cercenando sueldos, licenciando los batallones de Soria y Extremadura, y reduciendo su escolta a la ter­cera parte de la fuerza que mantuvieron sus predeceso­res desde Amat.
La querella entre el marqués de Lara, intendente de Huamanga, y el señor López Sánchez, obispo de la diócesis, fue la piedra de escándalo de la época. Su ilustrísima, despojándose de la manse-dumbre sacerdo­tal, dejó desbordar su bilis hasta el extremo de abo­fetear al escribano real que le notificaba una provi­dencia. El juicio terminó desairadamente para el ira­cundo prelado, por fallo del Consejo de Indias.
Lorente, en su Historia, habla de un acontecimiento que tiene alguna semejanza con el proceso del falso nuncio de Portugal. "Un pobre gallego -dice- que había venido en clase de soldado y ejercido después los pocos lucrativos oficios de mercachifle y corredor de muebles, cargado de familia, necesidades y años, se acordó que era hijo natural de un hermano del car­denal patriarca, presidente del Consejo de Castilla, y para explotar lá necedad de los ricos, fingió recibir cartas del rey y de otros encumbrados personajes, las que hacía contestar por un religioso de la Merced. La superchería no podía ser más grosera, y sin embar­go, engañó con ella a varias personas. Descubierta la impostura y amenazado con el tormento, hubo de de­clararlo todo. Su farsa se consideró como crimen de Estado y por circunstancias atenuantes salió conde­nado a diez años de presidio, enviándose para España, bajo partida de registo a su cómplice el religioso”.
El sabio don Hipólito Unanue, que con el seudó­nimo de Aristeo escribió eruditos artículos en el famo­so Mercurio Peruano; el elocu-ente mercedario fray Cipriano Jerónimo Calatayud, que firmaba sus escritos en el mismo periódico con el nombre de Sofronio; el egregio médico Dávalos, tan ensalzado por la Univer­sidad de Montpellier; el clérigo Rodríguez de Mendo­za, llamado por su vasta ciencia el Bacon del Perú y que durante treinta años fue rector de San Carlos; el poeta andaluz Terralla y Landa, y otros hombres no menos esclare-cidos formaban la tertulia de su exce­lencia, quien, a pesar de su ilustración y del prestigio de tan inteligente círculo, dictó severas órdenes para impedir que se introdujesen en el país las obras de los enciclopedistas.
Este virrey, tan apasionado por el cáustico y liber­tino poeta de las adivinanzas, no pudo soportar que el religioso de San Agustín fray Juan Alcedo le llevase personalmente y recomendase la lectura de un manus­crito. Era éste una sátira, en medianos versos, sobre la conducta de los españoles en América. Su excelencia calificó la pretensión de desacato a su persona, y el pobre hijo de Apolo fue desterrado a la metrópoli para escarmiento de frailes murmuradores y de poetas de aguachirle.
El caballero de Croix se embarcó para España el 7 de abril de 1790, a murió en Madrid en 1791, a poco de su llegada a la patria.

 3

-¿Hay huevos?
-A la otra esquina por ellos.
(Popular.)

Pues, señores, ya que he escrito el resumen de la historia administrativa del gobernante, no dejaré en tintero, pues con su excelencia se relaciona, el origen de un juego que conocen todos los muchachos de Lima. Nada pondré de mi estuche, que hombre verídico es el compañero de La Broma[1] que me hizo el relato que van ustedes a leer.
Es el caso que el excelentísimo señor don Teodoro de Croix tenía la costumbre de almorzar diariamente cuatro huevos frescos, pasa-dos por agua caliente; y era sobre este punto tan delicado, que su mayordomo, Ju­lián de Córdova y Soriano, estaba encargado de escoger y comprar él mismo los huevos todas las mañanas.
Mas si el vírrey, era delicado, el mayordomo llevaba la cansera y la avaricia hasta el punto de regatear con los pulperos para economizar un piquillo en la compra; pero al mismo tiempo que esto intentaba había de es­coger los huevos más grandes y más pesados, para cuyo examen llevaba un anillo y ponía además los huevos en la balanza. Si un huevo pasaba por el anillo o pesa­ba un adarme menos que otro, lo dejaba.
Tanto llegó a fastidiar a los pulperos de la esquina del Arzobispo, esquina de Palacio, esquina de las Man­tas y esquina de Judíos, que encontrándose éstos un día reunidos en Cabildo para elegir balanceador, reca­yó la conversación sobre el mayordomo don Julián de Córdova y Soriano, y los susodichos pulperos acordaron no venderle más huevos.
Al día siguiente al del acuerdo presentóse don Julián en una de las pulperías, y el mozo le dijo: 
-No hay huevos, señor don Julián. Vaya su merced a la otra esquina por ellos.
Recibió el mayordomo igual contestación en las cua­tro esquinas, y tuvo que ir más lejos para hacer su compra. Al cabo de poco tiempo, los pulperos de echo manzanas a la redonda de la plaza estaban fastidiados del cominero don Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro camaradas.
No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su mayordomo para conseguir huevos frescos, y un día que estaba su excelencia de buen humor le dijo:
-Julián, ¿en dónde compraste hoy los huevos?
-En la esquina de San Andrés.
-Pues mañana irás a la otra esquina por ellos.
-Segurito, señor, y ha de llegar día en que tenga que ir a buscarlos a Jetafe.
Contado el origen del infantil juego de los huevos, paréceme que puedo dejar en paz al virrey y seguir con la tradición.

 4

Dice un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro y lo mismo pensamos del amor. Bene­dicta y Aquilino se dieron tanta prisa que, medio año después de la escapatoria, hastiado el galán se despidió a la francesa, esto es, sin decir abur y ahí queda el queso para que se lo almuercen los ratones, y fue a dar con su humanidad en el cerro de Pasco, mineral bo­yante a la sazón. Benedicta pasó días y semanas espe­rando la vuelta del humo o, lo que es lo mismo, la del íngrato que la dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que, conven-cida de su desgracia, resolvió no vol­ver al hogar de la tía, sino arrendar un entresuelo de la calle de la Alameda.
En su nueva morada era por demás misteriosa la existencia de nuestra gatita. Vivía encerrada y evitan­do entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones para la semana, y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de Sotoflorido, con suel­do de ocho pesos semanales.
Pero por retraída que fuese la vida de Benedicta y por mucho que al salir rebujase el rostro entre los pliegues del manto, no debió la tapada parecerle costal de paja a un vecino del cuarto de reja, quien dio en la flor, siempre que la atisbaba, de dispararla a que­marropa un par de chicoleos, entremezclados con sus­piros capaces de sacar de quicio a una estatua de pie­dra berroqueña.
Hay nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el del vecino Fortunato, que bien podía, en punto a femeniles conquistas, pasar por el más infortunado de los mortales. Tenía hormiguillo por todas las mu­chachas de la feligresía de San Lázaro, y así se desmo­recían y ocupaban ellas de él como del gallo de la Pasión que, con arroz graneado, ají mirasol y culan­drillo, debió de ser guiso de chuparse los dedos.
Era el tal -no el gallo de la Pasión, sino Fortunato- ­lo que se conoce por un pobre diablo, no mal empati­llado v de buena cepa, como que pasaba por hijo na­tural del conde de Pozosdulces. Servía de amanuense en la escribanía mayor del gobierno, cuyo cargo de escribano mayor era desempeñado entonces por el mar­qués de Salinas, quien pagaba a nuestro joven veinte duros al mes, le daba por Pascua del Niño Dios un decente aguinaldo y se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el mocito agenciase lo que en tec­nicismo burocrático se llama buscas legales.
Forzoso es decir que Benédicta jamás paró mientes en los arrumacos del vecino, ni lo miró a hurtadillas y ní siquiera desplegó los labios para desahuciarlo, di­ciéndole: "Perdone, hermano, y toque a otra puerta, que lo que es en ésta no se da posada al peregrino."
Mas una noche, al regresar la joven de hacer entre­ga de costuras, halló a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de que éste la endilgase uno de sus habi­tuales piropos, ella, con voz dulce y argentina, como una lluvia de perlas y que al amartelado mancebo de­bió parecerle música celestial, le dijo:
-Buenas noches, vecino.
El plumario, que era mozo muy socarrón y amigo de donaires, díjose para el cuello de su camisa: -Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere parlamen­tar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho gara­bato para con las hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón, no le queda más re­curso que darse por derrotada.

Yo domino de todas la arrogancia,
conmigo no hay Sagunto ni Numancia...

Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios a la costurera hasta la puerta del entresuelo. La llave era dura, y el mocito, a fuer de cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la mano. La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta, entre ruborosa y complacida, murmurase un "Pase usted adelante, aunque la casa no es como para la persona."
Suponemos que eso o cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó decir dos veces que le permitían entrar en la gloria, que tal es para todo enamorado una mano de conversación a solas con una chica como un piñón de almendra. Él estuvo apasionado y decidor:

Las palabras amorosas
son las cuentas de un collar:
en saliendo la primera,
salen todas las demás.

Ella, con palabritas cortadas v melindres, dio a en­tender que su corazón no era de cal y ladrillo, pero que como los hombres son tan pícaros y reveseros, ha­bía que dar largas y cobrar confianza antes de aventu­rarse en un juego en que casi siempre todos los naipes se vuelven malillas. Él juró, por un calvario de cru­ces, no solo amarla eternamente, sino las demás papa­rruchas que es de práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura añadió que en su cuarto tenía dos botellas del riquísimo moscatel que había venido de regalo para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete descendió v volvió a subir, armado de las susodichas limetas.
Fortunato no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que habitaba en el principal se encontraba en el campo, y no había que temer ni el pretexto del escándalo. Adán y Eva no estuvieron más solos en el paraíso cuando se concertaron para aquella jugarreta cuyas consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pa­gando la prole, y siglos van y siglos vienen sin que la deuda se finiquite. Por otra parte, el galán contaba con el refuerzo del moscatelillo, y como reza el refrán, de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete.
Apurada ya la segunda copa, buscando en ella bríos para emprender un ataque decisivo, cuando en el reloj del Puente empezaron a sonar las campanadas de las diez, y Benedicta, con gran agitación y congoja, ex­clamó :
-¡Dios mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en este otro cuarto y suceda lo que sucediere, ni una palabra, ni intente salir hasta que yo lo busque,
Fortunato no se distinguía por la bravura, v de bue­na gana habría querido tocar de suela; pero Jsintiendo pasos en el patio, la carne se le volvió de gallina, y con la docilidad de un niño se dejó encerrar en la habita­ción contigua.

 5

Abramos un corto paréntesis para referir lo que ha­bía pasado pocas horas antes.
A las siete de la noche, cruzando Benécdicta por la esquina de Palacio, se encontró con Aquilino. Ella, le­jos de reprocharle su conducta, le habló con cariño, y en gracia de la brevedad diremos que, como donde hubo fuego, siempre quedan cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita para las diez de la noche.
Benedicta sabía que el ingrato la había abandonado para casarse con la hija de un rico minero; y desde en­tonces juró en Dios y en su ánima vivir para la ven­ganza. Al encontrarse aquella noche con Aquilino y acordarle la cita, la fecunda imaginación de la mujer trazó rápidamente su plan. Necesitaba un cómplice, se acordó del plumario, y he aquí el secreto de su repen­tina coquetería para con Fortunato.
Ahora volvimos al entresuelo.

 6

Entre los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni recriminaciones, sino frases de amor. Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la deslealtad del joven que nuevamente la engañaba, callándola que ya no era libre y prometiéndola no separarse más de ella. Bene­dicta fingió creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor afianzar su venganza.
Entre tanto el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había echado un narcótico en la copa de su seductor. Aquí cabe el refrán: más mató la cena que curó Avicena.
Rendido Leuro al soporífero influjo, la joven lo ató con fuertes ligaduras a las columnas de su lecho, sacó un puñal y esperó impasible durante una hora a que empezara a desvanecerse el poder del narcótico.
A las doce mojó su pañuelo en vinagre, lo pasó por la frente del narcotizado, y entonces principió la ho­rrible tragedia.
Benedicta era tribunal y verdugo.
Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta, re­chazó sus descargos y luego le dijo:
-¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios.
Y con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto había amado...

El pobre amanuense temblaba como la hoja en el árbol. Había oído y visto todo por un agujero de la puerta.
Benedicta, realizada su venganza, dio vuelta a la llave y lo sacó del encierro.
-Si aspiras a mi amor -le dijo- empieza por ser mi cómplice. El premio lo tendrás cuando este cadáver haya desaparecido de aquí. La calle está desierta, la noche es lóbrega, el río corre enfrente de la casa... Ven y ayúdame,
-Y para vencer toda vacilación en el ánimo del aco­bardado mancebo aquella mujer, alma de demonio en­carnada en la figura de un ángel, dio un salto como la pantera que se lanza sobre una presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato.
La fascinación fue completa. Ese beso llevó a la sangre y a la conciencia del joven el contagio del crimen.
Si hoy, con los faroles de gas y el crecido personal de agentes de policía, es empresa de guapos aventu­rarse después de las ocho de la noche por la Alameda de Acho, imagínese el lector lo que sería ese sitio en el siglo pasado y cuando solo en 1776 se había estable­ciáo el alumbrado para las calles centrales de la ciudad.
La obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía sino que la Naturaleza tomaba su parte de complicidad en el crimen.
Entreabrióse el postigo de la casa y por él salió cau­telosamente Fortunato, llevando al hombro, cosido con una manta, el cadáver de Aquilino. Benéd!icta lo se­guía, y mientras con una mano lo ayudaba a sostener el peso, con la otra, armada de una aguja con hilo grueso, cosía la manta a la casaca del joven. La zozobra de éste y las tinieblas servían de auxiliares a un nuevo delito.
Las dos sombras vivientes llegaron al pie del para­peto del río.
Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros, subió el tramo de adobes y se inclinó para arrojar el cadáver.
¡Horror!... El muerto arrastró en su caída al vivo.

 7

Tres días después unos pescadores encontraron en las playas de Bocanegra el cuerpo del infortunada For­tunato. Su padre, el conde de Pozosdulces, y su jefe, el marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera sido víctima de algún enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el que recaían no sabemos qué sospechas de mala voluntad para con el difunto.
Y corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el pobre diablo se encontraba metido en un dédalo de acusaciones y el fiscal veía pruebas clarísimas en donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba, para dar sentencia, entre horca y presidio.
Pero la Providencia, que vela por los inocentes, tie­ne resortes misteriosos para hacer la luz sobre el crimen.
Benédicta, moribunda y devorada por el remordi­miento, reveló todo a un sacerdote, rogándole que para salvar al encarcelado hiciese pública su confesión; y he aquí cómo en la forma de proceso ha venido a caer bajo nuestra pluma de cronista la sombría leyenda de la Gatita de Mari-Ramos.

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[1] La broma fue un periódico humorístico que se publicaba en Lima en 1878.

La fiesta de san simon garabatillo (1826)

Faustino Guerra habíase encontrado en la batalla de Ayacucho en condición de soldado raso. Afianzada la independencia, obtuvo licencia final y retiróse a la provincia de su nacimiento, donde consiguió ser nom­brado maestro de escuela de la villa de Lampa.
El buen Faustino no era ciertamente hombre de letras; mas para el desempeño de su cargo v tener con­tentos a los padres de familia, bastábale con leer me­dianamente, hacer regulares palotes y enseñar de coro a los muchachos la doctrina cristiana.
La escuela estaba situada en la calle Ancha, en una casa que entonces era propiedad del Estado y que hoy pertenece a la familia Montesinos.
Contra la costumbre general de los dómines de aquellos tiempos, don Faustino hacía poco uso del látigo, al que había él bautizado con el nombre de San Simón Garabatillo. Teníalo más bien como signo de autoridad que como instrumento de castigo, Y era preciso que fuese muy grave la falta cometida por un escolar para que el maestro le aplicase un par de azoticos, de esos que ni sacan sangre ni levantan roncha.
El 28 de octubre de 1826, día de San Simón y Tudas por más señas, celebróse con grandes festejos en las principales ciudades del Perú. Las autoridades habían andado empeñosas y mandaron oficialmente que el pueblo se alegrase. Bolívar estaba entonces en todo su apogeo, aunque sus planes de vitalicia empezaban ya a eliminarle el afecto de los buenos peruanos.
Solo en Lampa no se hizo manifestación alguna de regocijo. Fue ése para los lampeños día de trabajo, como otro cualquiera del año, y los muchachos asistie­ron, como de costumbre, a la escuela.
Era va más de mediodía cuando don Faustino man­dó cerrar la puerta de la calle, dirigióse con los alum­nos al corral de la casa, los hizo poner en línea, y lla­mando a dos robustos indios que para su servicio tenía, les mandó que cargasen a los niños. Desde el primero hasta el último, todos sufrieron una docena de latiga­zos, a calzón quitado, aplicados por mano de maestro.
La gritería fue como para ensordecer, y hubo llanto general para una hora.
Cuando llegó el instante de cerrar la escuela y de enviar los chicos a casa de sus padres, les dijo don Faustino:
-¡Cuenta, pícaros godos, con que vayan a contar lo que ha pasado! Al primero que descubra yo que ha ido con el chisme lo tundo vivo.
-¿Si se habrá vuelto loco su merced? -preguntaban los muchachos; pero no contaron a sus familias lo su­cedido, si bien el escozor de los ramalazos los traía aliquebrados.
¿Qué mala mosca había picado al ina gister, que de suvo era manso de eenio, para repartir tan furiosa azotaina? Ya lo sabremos.
Al siguiente día presentáronse los chicos en la es­cuela no sin recelar que se repitiese la función. Por fin, den Faustino hizo la señal de que iba a hablar.
-Hijos míos -les dijo, estoy seguro de que todavía se acuerdan del rigor con que los traté aver, contra mi costumbre. Tranquilícense, que estas cosas solo las hago yo una vez al año. Y saben ustedes por qué? Con franqueza, hijos, digan si lo saben.
-No, señor maestro -contestaron en coro los mu­chachos.
-Pues han de saber ustedes que ayer fue el santo del libertador de la patria, y no teniendo yo otra ma­nera de festejarlo y de que lo festejen ustédes, ya que los lampeños han sido tan desagradecidos con el que los hizo gentes, he recurrido al chicote. Así, mientras ustedes vivan, tendrán grabado en la memoria el re­cuerdo del día de San Simón. Ahora, a estudiar su lección y ¡viva la patria!
Y la verdad es que los pocos que aún existen de aquel centenar de muchachos se reúnen en Lampa el 28 de octubre y celebran una comilona, en la cual se brinda por Bolívar, por don Faustino Guerra y por San Simón Garabatillo, el más milagroso de los santos en achaques de refrescar la memoria y calentar partes pósteras.

(1871)

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Justos y pecadores (1625)

De cómo el lobo vistió
La piel del cordero

A don José María Torres Caicedo


Allá por los buenos tiempos en que gobernaba es­tos reinos del Perú el excelentísimo señor don Gas­par de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrev, arre­molinábase a la caída de una tarde de junio del año de gracia de 1605 gran copia de curiosos a la puerta de una tienda en la calle de Guitarreros, que hoy se conoce con el nombre de Jesús Nazareno, calle en la cual existió la casa de Pizarro. Sobre la fachada, a la que daba sombra el piso de un balcón, leíase en un cuadro de madera y en deformes caracteres:

IBIRIJUITANGA
BARBERÍA Y BODEGÓN


Algo de notable debía pasar en el interior de aquel antro, pues entre la apiñada muchedumbre podía el ojo menos avizor descubrir gente de justicia, vulgo corchetes, armados de sendas varas, capas cortas y espadines de corvo gavilán.
-¡Por el rey! ¡Ténganse a la justicia de su majes­tad! -gritaba un golilla de fisonomía de escuerzo y aire mandria y bellaco si los hubo.
Y entre tanto menudeaban votos y juramentos, ro­daban por el suelo desvencijadas sillas y botellas es­cuetas, repartíanse cachetes como en el rosario de la aurora, y los alguaciles no hacían baza en la penden­cia, porque a fuer de prudentes huían de que les to­casen el bulto. De seguro que ellos no habrían puesto fin al desbarajuste sin el apoyo de un joven y bizarro oficial que cruzó de pronto por en medio de la turba, desnudó la tizona, que era de fina hoja de Toledo, y arremetió a cintarazos con los alborotadores, dando tajos a roso y velloso; a éste quiero, a éste no quiero; ora de punta, ora de revés. Cobraron ánimos los algua­ciles, y en breve espacio y atados codo con codo con­dujeron a los truhanes a la cárcel de la Pescadería, sitio adonde, en nuestros democráticos días, y en amor y compañía con bandidos, suelen pasar muy buenos ratos liberales y conservadores, rojos y ultramontanos. ¡Ténganos Dios de su santa mano sálvenos de ser moradores de ese zaquizamí!
Era el caro que cuatro tunantes de atravesada cata­dura, después de apurar sendos cacharros de lo tinto hasta dejar al diablo en seco, se negaban a pagar el gasto, alegando que era vitriolo lo que habían bebido, y que el tacaño tabernero los había pretendido enve­nenar.
Era éste un hombrecillo de escasa talla, un tanto obeso y de tez bronceada, oriundo del Brasil y cono­cido solo por el apodo de Ibirijuitanga. En su cara abo­tagada relucían dos ojitos más pequeños que la gene­rosidad de un avaro, y las chismosas vecinas cuchi­cheaban que sabían componer hierbas, lo que más de una vez le puso en relaciones con el Santo Oficio, que no se andaba en chiquitas tratándose de hechiceros, con gran daño de la taberna y de los parroquianos de su navaja, que lo preferían a cualquier otro. Y es que el maldito, si bien no tenía la trastienda de Salomón, tampoco pecaba de tozudo, y relataba al dedillo los chischiveos de la tres veces coronada ciudad de los reyes, con notable contentamiento de su curioso audi­torio. Aindamáis, mientras él jalonaba la barba, solía alcanzarle limpias y finas toallas de lienzo flamenco su sobrina Transverberación, garrida joven de diez y ocho eneros, zalamera, de bonita estampa y recia de cuadriles. Era, según la expresión de su compatriota y tío, una linda menina, y si el cantor de Los Lusiadas, el desgraciado amante de Catalina de Ataide, hubiera, antes de perder la vista, colocado su barba bajo las ligeras manos y diestra navaja de Ibirijuitanga, de fijo que la menor galantería que habría dirigido a la Trans­verberación habría sido llamarla:

Rosa de amor, rosa purpúrea y bella.

¡Y por el gallo de la Pasión! que el bueno de Luis de Camoens no habría sido lisonjero, sino justo apre­ciador de la hermosura.
No embargante que los casquilucios parroquianos de su tío le echaban flores y piropos, v la juraban y per­juraban que se morían por sus pedazos, la niña, que era bien doctrinada, no los animó con sus palabras a proseguir el galanteo. Cierto es que no faltó atrevido, fruta abundante en la viña del Señor, que se avanzase a querer tomar la medida de la cenceña cintura de la joven; pero ella, mordiéndose con ira los bezos, levan­taba una mano mona v redondita y santiguaba con ella al insolente, diciéndole:
-Téngase vuesa merced, que no me guarda mi tío para plato de nobles pitofleros.
Ello es que toda la parroquia convino al fin en que la muchacha era linda como un relicario y fresca como un sorbete, pero más cerril e inexpugnable que fiera montaraz. Dejaron, por ende, de requerirla de amores y se resignaron con la charla sempiterna y en­tretenida del barbero.
Pero ¡es un demonio esto de apasionarse a la hora menos pensada! Puede la mujer ser todo lo quisquillosa que quiera y creer que su corazón está libre de dar po­sada a un huésped. Viene un día en que la mujer tropieza por esas calles, alza la vista y se encuentra con un hombre de sedoso bigote, ojos negros, talante marcial... ¡y échele usted un galgo a todos los propó­sitos de conservar el alma independiente! La electri­cidad de la simpatía ha dado un golpe en el pericardio del corazón. ¿A qué puerta tocan que no contesten quién es?

Es el amor un bicho
que, cuando pica,
no se encuentra remedio
ni en la botica.

Razón sobrada tuvo don Alfonso el Sabio para decir que si este mundo no estaba mal hecho, por lo menos lo parecía. Si él hubiera corrido con esos bártulos, como hay Dios que nos quedamos sin simpatía, y por consi­guiente sin amor y otras pejigueras. Entonces hombres y mujeres habríamos vivido asegurados de incendios. Repito que es mucho cuento esto de la simpatía, y mucho que dijo bien el que dijo:

El amor y la naranja
se parecen infinito:
pues por muy dulces que sean
tienen de agrio su poquito.

Transverberación sucumbió a la postre, y empezó a mirar con ojos tiernos al capitán don Martín de Salazar, que no era otro el que, en el día que empieza nuestro relato, prestó tan oportuno auxilio al taber­nero. Terminada la pendencia, cruzáronse entre ella y el galán algunas palabras en voz baja, que así podían ser manifestaciones de gratitud como indicación de una cita, y aunque no pararon mientes en ellas los agrupados curiosos, no sucedió lo mismo con un embo­zado que se hallaba en la puerta de la tienda y que murmuró:
-¡Por el siglo de mi abuela! ¡Lléveme el diablo si este malandrín de capitán no anda en regodeos con la muchacha y si no es por ella su resistencia a devolver la honra a mi hermana!

2. Doña engracia de toledo

En un salón de gótico mueblaje está una dama recli­nada sobre un mullido diván. A su lado, y en una otomana, se halla un joven leyéndole en voz alta y en un infolio forrado en pergamino la vida del santo del día. ¡Benditos tiempos en los que, más que el sen­timiento, la rutina religiosa hacía gran parte del gasto de la existencia de los españoles!
Pero la dama no atiende a los milagros que cuenta el Año Cristiano, y toda su atención está fija en el minutero de un reloj de péndola, colgado en un ex­tremo del salón. No hay ser más impa-ciente que la mujer que espera a un galán.
Doña Engracia de Toledo, que va es tiempo de que saquemos su nombre a relucir, es una andaluza que frisa en los veinticuatro años, y su hermosura es realza­da por ese aire de distinción que imprimen ~iempre la educación y la riqueza. Había venido a América con su hermano don Juan de Toledo, acaudalado pro­pietario de Sevilla, que ejercía en Lima el cargo de proveedor de la real armada. Doña Engracia pasaba sus horas en medio del lujo y del ocio, y no faltaron damas que, sintiéndose humilladas, se echaron a ave­riguar el abo-lengo de la orgullosa rival, y descubrieron que tenía sangre alpu-jarreña, que sus ascendientes eran moros conversos y que algunos de ellos había vestido el sambenito de relapso. Para esto de sacar los trapitos a la colada, las mujeres han sido y serán siempre lo mismo, y lo que ellas no sacan en limpio no lo hará Satanás con todo su poder de ángel precito. Rugíase también que doña Engracia estaba apalabrada para casarse con el capitán don Martín de Salazar; mas como el enlace tardaba en realizarse, circularon rumo­res desfavorables para la honra y virtud de la altiva dama.
Nosotros, que estamos bien informados y sabemos a qué atenernos, podemos decir con confianza al lector que la murmuración no era infundada. Don Martín, que era un trueno deshecho, un calavera de gran tono y que caminaba por senda más torcida que cuerno de cabra, se había sentido un tiempo cautivado por la belleza de doña Engracia, cuvo trato dio en frecuen­tar, acabando por reiterarla mil juramentos de amor. La joven, que tenía su alma en su almario, que a la verdad no era de calicanto, terminó por sucumbir a los halagos del libertino, abriéndole una noche la puer­ta de su alcoba.
Decidido estaba el capitán a tomarla por esposa, y pidió su mano a don Juan, el que se la otorgó de buen grado, poniendo el plazo de seis meses, tiempo que juzgó preciso para arreglar su hacienda y redondear la dote de su hermana. Pero el diablo, que en todo mete la cola, hizo que en este espacio de tiempo el de Salazar conociese a la sobrina de maese Ibirijuitanga y que se le entrase en el pecho la pícara tentación de poseerla. A contar de ese día comenzó a mostrarse frío y reservado con doña Engracia, la que a su turno le reclamó el cumplimiento de su palabra. Entonces fue el capitán quien pidió una moratoria, alegando que había escrito a España para obtener el consentimiento de su familia, y que lo esperaba por el primer galeón que diese fondo en el Callao. No era éste el expediente más a propósito para impedir que se despertasen los celos en la enamorada andaluza y que comunicase a su hermano sus temores de verse burlada. Don Juan echóse en consecuencia a seguir los pasos del novio, y ya hemos visto en el anterior capítulo la casual circuns­tancia que lo puso sobre la pista.
El reloj hizo sonar distintamente las campanadas de las ocho, y la dama, como cediendo a impulso galvá­nico, se incorporó en el diván.
-¡Al fin, Dios mío! ¡Pensé que el tiempo no corría! Deja esa lectura, hermano... Vendrá ya don Martín, y sabes cuánto anhelo esta entrevista.
-¿Y si apuras un nuevo desengaño?
-Entonces, hermano, será lo que he resuelto.
Y la mirada de la joven era sombría al pronunciar estas palabras.
Don Juan abrió una puerta de cristales y desapareció tras ella.

3. Un paso al crimen

-¿Dais permiso, Engracia?
-Huélgome de vuestra exactitud, don Martín.
-Soy hidalgo, señora, y esclavo de mi palabra.
-Eso es lo que hemos de ver, señor capitán, si place a vuesa-merced que hablemos un rato en puridad.
Y con una sonrisa henchida de gracia y un ademán lleno de dignidad, la joven señaló al galán un asiento a su lado.
Justo es que lo demos a conocer, ya que en la tienda de maese Ibirijuitanga nos olvidamos de cumplir para con el lector este acto de estricta cortesía, e hicimos aparecer al capitán como llovido del cielo. Esto de entrar en relaciones con quien no se conoce ni nos ha sido presentado en debida forma suele tener sus in­convenientes.
Don Martín raya en los treinta años, y es lo que se llama un gentil y guapo mozo. Viste el uniforme de capitán de jinetes, y en el desenfado de sus maneras hay cierta mezcla de noble y de tunante. Al sentarse, cogió entre las suyas una mano de Engracia, y empezó entre ambos esa plática de amantes, que, cual más, cual menos, todos saben al pespunte. Si en vez de relatar una crónica escribiéra-mos un romance, aunque nunca nos ha dado el naipe por ese juego, enjaretaríamos aquí un diálogo de novela.
Afortunadamente, un na­rrador de crónicas puede desentenderse de las zalame­rías de enamorado e irse derecho al fondo del asunto.
El reloj del salón dio nueve campanadas, y el capi­tán se levantó.
-Perdonad, señora, si las atenciones del servicio me obligan a separarme de vos más pronto de lo que el alma desearía.
-¿Y es vuestra última resolución, don Martín, la que me habéis indicado?
-Sí, Engracia. Nuestra boda no se realizará mientras no vengan el consentimiento de mi familia y el real permiso que todo hidalgo bien nacido debe solicitar. Vuestra ejecutoria es sin mancha; en vuestros ascen­dientes no hay quien haya sido penitenciado con el sambenito de dos aspas, ni en vuestra sangre hay mez­cla de morería; y así Dios me tenga en su santa guarda si el monarca y mis parientes no acceden a mi de­manda.
Ante la insultadora ironía de estas palabras, que re­cordaban a la dama su origen, se estremeció ella de rabia y el color de la púrpura subió a su rostro; mas serenándose luego y fingiendo no hacer atención con el agravio, miró con fijeza a don Martín, como si qui­siera leer en sus ojos la respuesta a esta pregunta:
-Decidme con franqueza, capitán: ¿tendréis en más la voluntad de los vuestros que la honra que os he sacrificado y lo que os debéis a vos mismo?
-Estáis pesada en demasía, señora. Aguardad que llegue este caso, y por mi fe que os responderé.
-Suponedlo llegado.
-Entonces, señora..., ¡Dios dirá!
-Id con él, don Martín de Salazar... Tenéis razón... ¡El dirá!
Y don Martín se inclinó ceremoniosamente y salió.
Doña Engracia lo siguió con esa mirada de. odio que revela en la mujer toda la indignación del orgullo ofen­dido, se llevó las manos al pecho como si intentara sofocar los latidos del corazón, y luego, con la faz descompuesta y los vestidos en desorden, se lanzó a la puerta de cristales, bajo cuyo dintel, lívido como un espectro, apareció el proveedor de la real armada.
-¿Lo has oído?
-¡Pluguiera a Dios que no! -dijo don Juan con acento reconcen-trado.
-Pues entonces, ¿por qué no heriste sin compasión? ¿Por qué no le diste muerte de traidor? ¡Mátale, her­mano! ¡Mátale!

4. ¡Dios dirá!

Siete horas después, y cuando el alba empezaba a colorear el horizonte, un hombre descendía, con auxi­lio de una escala de seda, del balcón que en la calle de Jesús Nazareno, v sobre la tienda de maese Ibirijui­tanga, habitaba Transverberación. Colocaba ya el pie sobre el último peldaño, cuando saltó sobre él un embozado, e hiriéndole por la espalda con un puñal, murmuró al oído de su víctima:
-¿Dios dirá!
El escalador cayó desplomado. Había muerto a trai­ción y con muerte de traidor. Al mismo tiempo oyóse un grito desesperado en el balcón, y la dudosa luz del crepúsculo guió al asesino, que se alejó a buen paso.

5. Consecuencias

Quince días más tarde se elevaba una horca en la plaza de Lima. La Real Audiencia no se había andado con pies de plomo, y a guisa de aquel alcalde de casa y corte que previno a sus alguaciles que, cuando no pudiesen haber a mano al delincuente, metiesen en chirona al primer prójimo que encontrasen por el ca­mino, había condenado a hacer zapatetas en el aire al desdichado barbero. Para los jueces el negocio estaba tan claro, que más no podía serlo. Constaba de autos que la víctima había sido parroquiano del rapista, y que la víspera de su muerte le prestó oportuno socorro contra varios malsines. Esto era ya un hilo para el tri­bunal. Una escala al pie del balcón de la tienda no podía haber caído de las nubes, sobre todo cuando Ibirijuitanga tenía sobrina casadera a quien el lance había entontecido. Una muchacha no se vuelve loca tan a humo de pajas. Atemos cabos, se dijeron los oidores, y tejamos cáñamo para la horca, pues importa un ardite que el redomado v socarrón barbero perma­nezca reacio en negar, aun en el tormento, su partici­pación en el crimen.
Además, las viejas de cuatro cuadras a la redonda declaraban que maese Ibirijuitanga era hombre que les daba tirria, porque sabia hacer mal de ojo, y las don­cellas feas y sin noviazgo, que si Dios no lo remediaba, serían enterradas con palma, afirmaban con juramento que Transverberación era una mozuela descocada, que andaba a picos pardos con los mancebos de la vecin­dad, y que se emperejilaba los sábados para asistir con su tío, montada en una caña de escoba, al aquelarre de las brujas.
Los incidentes del proceso eran la comidilla obligada de las tertulias. Las mujeres pedían un encierro perpe­tuo para la escandalosa sobrina, y los hombres la horca para el taimado barbero.
La Audiencia dijo entonces: 
-Serán usarcedes ser­vidos; y aunque Ibirijuitanga puso el grito en el cielo, protestando su inocencia, le contestó el verdugo: 
-¡Cá­llese el vocinglero y déjese despabilar!
A la misma hora en que la cuerda apretaba la gar­ganta del pobre diablo y que Transverberación era sepultada en un encierro, las campanas del monasterio de la Concepción, fundado pocos años antes por una cuñada del conquistador Francisco Pizarro, anuncia­ban que había tomado el velo doña Engracia de Tole­do, prometida del infortunado don Martín. ¡Justicia de los hombres! ¡No en vano te pintan ciega!
Concluyamos:
El virrey murió en Lima el 6 de marzo de 1606, siete días antes que el santo arzobispo Toribio de Mogrovejo. El barbero finó en la horca.
La sobrina remató por perder el poco o mucho jui­cio con que vino al mundo.
Doña Engracia profesó al cabo; diz que con el andar del tiempo alcanzó a abadesa, y que murió tan devota­mente como cumplía a una cristiana vieja.
En cuanto a su hermano, desapareció un día de Lima, y...
¡Cristo con todos! Dios te guarde, lector.

6. En olor de santidad

De seguro que vendrían a muchos de mis lectores pujamientos de confirmarme por el más valiente zurci­dor de mentiras que ha nacido de madre, si no echase mano de éste y del siguiente capítulo para dar a mi relación un carácter histórico, apoyándome en el testimonio de algunos cronistas de ind'as. Pero no es en Lima donde ha de desenlazarse esta conseja; y el cu­rioso que anhele conocerla hasta el fin, tiene que tras­ladarse conmigo, en alas del pensamiento, a la villa imperial de Potosí. No se dirá que en los días de mi asendereada vida de narrador dejé colgado un perso­naje entre cielo y tierra, como diz que se hallan San Hinojo y el alma de Garibay.
Potosí, en el siglo XVI, era el punto de América adon­de afluían de preferencia todos aquellos que soñaban improvisar fabulosa fortuna. Descubierto su rico mi­neral en enero de 1538 por un indio llamado Gualpa, aumentó su importancia y excitó la codicia de nuestros conquistadores desde que, en pocos meses, el capitán Diego Cen-teno, que trabajaba la famosa mina Descu­bridora, adquirió un caudal que tendríamos hoy por quimérico si no nos mereciesen respeto el jesuita Acos­ta, Antonio de Herrera y la Historia Potosina, de Bartolomé de Dueñas. Antes de diez años la población de Potosí ascendió a 15.000 habitantes, triplicándose el número en 1572, cuando en virtud de real cédula se trasladó a la villa la Casa de Moneda de Lima.
Los últimos años de aquel siglo corrieron para Potosí entre el lujo y la opulencia, que a la postre engendró rivalidades entre andaluces, extremeños y criollos con­tra vascos, navarros y gallegos. Estas batallas termina­ban por batallas sangrientas, en las que la suerte de las armas se inclinó tan pronto a un bando como a otro. Hasta las mujeres llegaron a participar del espí­ritu belicoso de la época; y Méndez, en su Historia de Potosí, refiere extensamente los porme-nores de un duelo campal a caballo, con lanza y escudo, en que las hermanas doña Juana y doña Luisa Morales ma­taron a don Pedro y a don Graciano González.
No fueron éstas las únicas hembras varoniles de Potosí, pues en 1662, llevándose la justicia presos a don Ángel Mejía y a don Juan Olivos, salieron al ca­mino las esposas de éstos con dos amigas, armadas las cuatro de puñal y pistola, hirieron al juez, mataron dos soldados y se fugaron para Chile llevándose a sus esposos. Otro tanto hizo en ese año doña Bartolina Villapalma, que con dos hijas doncellas, armadas las tres con lanza y rodela, salió en defensa de su marido, que estaba acosado por un grupo de enemigos, y los puso en fuga, después de haber muerto a uno y herido a varios.
Pero no queremos componer, por cierto, una historia de Potosí ni de sus guerras civiles; y a quien desee conocer sus casos memora-bles le recomendamos la lec­tura de la obra que con el título de Anales de la villa Imperial escribió en 1775 Bartolomé Martínez Vela.

7. Ahora lo veredes

Promediaba el año de 1625.
En las primeras horas de una fresca mañana el pue­blo se precipitaba en la iglesia parroquial de la villa.
En el centro de ella se alzaba un ataúd alumbrado por cuatro cirios.
Dentro del ataúd vacía un cadáver con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo una calavera.
El difunto había muerto en olor de santidad, y los notarios formalizaban ya expediente para constatarlo y transmitirlo más tarde a Roma. ¡Quizá el calendario, donde figuran Tomás de Torquemada, Pedro Arbués y Domingo de Cuzmán, se iba a aumentar con un nombre!
Y el pueblo, el sencillo pueblo, creía firmemente en la santidad de aquel a quien durante muchos años ha­bía visto cruzar sus calles con un burdo sayal de peni­tente, crecida barba de anacoreta, alimentándose de hierbas, durmiendo en una cueva y llevando consigo una calavera, como para tener siempre a la vista el deleznable fin de la mísera existencia humana. ¡Y lo que pueden el fanatismo y la preocupación! Muchos de los circunstantes afirmaban que el cadáver despedía olor a rosas.
Pero cuando ya se había terminado el expediente y se trataba de sepultar en la iglesia el difunto, vínole en antojo a uno de los notarios registrar la calavera, y entre sus apretados dientes encontró un pequeño pergamino sutilmente enrollado, al que dio lectura en público. Decía así:

"Yo, don Juan de Toledo, a quien todos hubisteis por santo, y que usé hábito penitencial, no por virtud, sino por dañada malicia, declaro en la hora suprema: que habrá poco menos de veinte años que, por agravios que me hizo don Martín de Salazar en menoscabo de la honra que Dios me dio, le quité la vida a traición, y después que lo enterraron tuve medios de abrir su sepultura, comer a bocados su corazón, cortarle la ca­beza, y habiéndole vuelto a enterrar, me llevé su cala­vera, con la que he andado sin apartarlo de mi presen­cia, en recuerdo de mi venganza y de mi agravio. ¡Así Dios le haya perdonado y perdonarme quiera!"

Los notarios hicieron añicos el expediente, y los que tres minutos antes encontraban olor a rosas en el di­funto se esparcieron por la villa, asegurando que el cadáver del de Toledo estaba putrefacto y nauseabun­do, y que no volverían a fiarse de las apariencias.

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