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lunes, 29 de diciembre de 2014

A la carcel todo cristo! (1796)

(Crónica de la época
del virrey inglés)

1

Por los años de 1752 recorría las calles de Lima un buhonero o mercachifle, hombre de mediana talla, grueso, de manos v facciones toscas, pelo rubio, color casi alabastrino y que representaba muy poco más de veinte años. Era irlandés, hijo de pobres labradores y, según su biógrafo Lavalle, pasó los primeros años de su vida conduciendo haces de leña para la cocina del castillo de Dungán, residencia de la condesa de Bective, hasta que un día su tío, padre jesuita de un con­vento de Cádiz, lo llamó a su lado, lo educó mediana­mente, y viéndolo decidido por el comercio más que por el santo hábito, lo envió a América con una pa­cotilla.
Ño Ambrosio el Inglés, como llamaban las limeñas al mercachifle, convencido de que el comercio de cin­tas, agujas, blondas, dedales y otras chucherías no le produciría nunca para hacer caldo gordo, resolvió pa­sar a Chile, donde consiguió por la influencia de un médico irlandés muy relacionado en Santiago, que con el carácter de ingen,iero delineador lo empleasen en la construcción de albergues o casitas para abrigo de los correos que, al través de la cordillera, conducían la co­rrespondencia entre Chile y Buenos Aires.
Ocupábase en llenar concienzudamente su cempro­miso, cuando acaeció una formidable invasión de los araucanos, y para rechazarla organizó el capitán gene­ral, entre otras fuerzas, una compañía de voluntaries extranjeros, cuyo mando se acordó a nuestro flamante ingeniero. La campaña le dio honra y provecho; y su­cesivamente el rey le confirió os grados de capitán de dragones, teniente coronel, coronel y brigadier; y en 1785, al ascenderlo a mariscal de campo, lo invistió on el carácter de presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino de Chile.
Ni tenemos los suficientes datos, ni la forma ligera de nuestras tradiciones nos permite historiar los diez años del memorable gobier-no de don Ambrosio O'Hig­gins. La fortaleza del Barón, en Valparaíso, y multitud de obras públicas hacen su nombre imperecedero en Chile.
Habiendo reconquistado la ciudad de Osorno del poder de los araucanos, el monarca le nombró marqués de Osorno, lo ascendió a teniente general y lo trasladó al Perú como virrey, en reemplazo del bailio don Fran­cisco Gil v Lemus de Toledo y Villamarín, caballero profeso de la orden en San Juan. comendader del Puente Orvigo y teniente general de la real armada.
En 5 de junio de 1786 se encargó O'Higgins del mando. Bajo su breve gobierno se empedraron las ca­lles y concluyeron las torres de la Catedral de Lima, se creó la Sociedad de Beneficencia y se establecieron fábricas de tejidos. La portada, alameda y camino ca­rretero del Callao fueron también obra de su admi­nistración.
En su época se incorporó al Perú la intendencia de Puno, que había estado sujeta al virreinato de Buenos Aires, y fue separado Chile de la jurisdicción del vi­rreinato del Perú.
La alianza que por el tratado de San Ildefonso, des­pués de la campaña del Rosellón, celebró con Francia el ministro don Manuel Godoy, duque de Alcudia y príncipe de la Paz, trajo como consecu-encia la guerra entre España e Inglaterra. O’Higgins envió a la corona siete millones de pesos, con los que el Perú contribuyó, más que a las necesidades de la guerra, al lujo de los cortesanos y a los placeres de Godoy y de su real man­ceba María Luisa.
Rápida, pero fructuosa en bienes, fue la administra­ción de O'Higgins, a quien llamaban en Lima el virrey inglés. Falleció el 18 de marzo de 1800, y fue enterrado en las bóvedas de la iglesia de San Pedro.

 2

Grande era la desmoralización de Lima cuando O'Higgins entró a ejercer el mando. Según el censo[1] mandado formar por el virrey bailío Gil y Lemus, con­taba la ciudad, en el recinto de sus murallas, 52.627 habitantes, y para tan reducida población excedía de setecientos el número de carruajes particulares que, con ricos arneses y soberbios troncos, se ostentaban en el paseo de la Alameda. Tal exceso de lujo basta a revelarnos que la moralidad social no podía rayar muy alto.
Los robos, asesinatos y otros escándalos nocturnos se multiplicaban, y para remediarlos juzgó oportuno su excelencia promulgar bandos, previniendo que sería aposentado en la cárcel todo el que después de las diez de la noche fuese encontrado en la calle por las comi­siones de ronda. Las compañías de encapados o agentes de policía, establecidos por el virrey Amat, recibieron aumento y mejora en el personal con el nombramiento de capitanes, que recayó en personas notables.
Pero los bandos se quedaban escritos en las esquinas, y los desórdenes no disminuían. Precisamente los jó­venes de la nobleza colonial hacían gala de ser los pri­meros infractores. El pueblo tomaba ejemplo en ellos; y viendo el virrey que no había forma de extirpar el mal, llamó un día a los cinco capitanes de las compa­ñías de encapa-dos.
-Tengo noticia, señores -les dijo, que ustedes llevan a la cárcel solo a los pobres diablos que no tie­nen padrino que les valga; pero que cuando se trata de uno de las marquesitos o condesítcs que andan es­candalizando ál vecindario con escalamientos, serena­tas, estocadas y holgorios, vienen las contemporizacio­nes y se hacen ustedes de la vista gorda. Yo quiero que la justicia no tenga dos pesas y dos medidas, sino que sea igual para grandes y chicos. Ténganlo ustedes así por entendido, y después de las diez de la noche..., ¡a la cárcel todo Cristo!
Antes de proseguir refiramos, pues viene a pelo, el origen del refrán popular a la cárcel todo Cristo. Cuen­tan que en un pueblecito de Andalucía se sacó una procesión de penitencia, en la que muchos devotos salieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada cruz de madera. Parece que uno de los parodiadores de Cristo empujó maliciosamente a otro compañero, que no tenía aguachirle en las ve­nas, y que, olvidando la mansedumbre a que lo com­prometía su papel, sacó a relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en el juego y anduvieron a mojicón cerrado y puñalada limpia, hasta que, apare­ciéndose el alcalde, dijo:
-‘A la cárcel todo Cristo!
Probablemente don Ambrosio O'Higgins se acordó del cuento cuando, al sermonear a los capitanes, ter­minó la reprimenda empleando las palabras del alcalde andaluz.
Aquella noche quiso su excelencia convencerse per­sonalmente de la manera como se obedecían sus pres­cripciones. Después de las once, cuando estaba la ciu­dad en plena tiniebla, embozóse el virrey en su capa y salió de palacio.
A poco andar tropezó con una ronda; mas recono­ciéndole el capitán, lo dejó seguir tranquilamente, mur­murando:
-¡Vamos, ya pareció aquello! También su excelen­cia anda de galanteo, y por eso no quiere que los de­más tengan un arreglillo y se diviertan. Está visto que el oficio de virrey tiene más gangas que el testamento del moqueguano.
Esta frase pide a gritos explicación. Hubo en Mo­quegua un ricachón nombrado don Cristóbal Cugate, a quien su mujer, que era de la piel del diablo, hizo pasar la pena negra. Estando el infeliz en las postri­merías, pensó que era imposible comiese pan en el mundo hombre de enio tan manso como el suyo, y que otro cualquiera, con la décima parte de lo que él había soportado, le habría aplicado diez palizas a su conjunta.
-Es preciso que haya quien me vengue -díjose el moribundo; v haciendo venir un escribano, dictó su testamento, dejando a aquella arpía por heredera de su fortuna, con la condición de que había de contraer segundas nupcias antes de cumplirse los seis meses de su muerte, y de no verificarlo así, era su voluntad que pasase la herencia a un hospital.
Mujer joven, no mal laminada, rica y autorizada para dar pronto reemplazo al difunto -decían los moqueguanos, ¡qué ganga de testamento! Y el dicho pasó a refrán.
Y el virrey encontró otras tres rondas, y los capitanes le dieron las buenas noches, y le preguntaron si quería ser acompañado, y se derritieron en cortesías, y le de­jaron libre el paso.
Sonaron las dos, y el virrey, cansado del ejercicio, se retiraba ya a dormir, cuando le dio en la cara la luz del farolillo de la quinta ronda, cuyo capitán era don Juan Pedro Lostaunau.
-¡Alto! ¿Quién vive?
-Soy yo, don Juan Pedro, el virrey.
-No conozco al virrey en la calle después de las diez de la noche. ¡Al centro el vagabundo!
-Pero, señor capitán...
-¡Nada! El bando es bando y ¡a la cárcel todo Cristo!
Al siguiente día quedaron destituidos de sus em­pleos los cuatro capitanes que, por respeto, no habían arrestado al virrey; y los que los reemplazaron fueron bastante enérgicos para no andarse en contemplaciones, poniendo, en breve, término a los desórdenes.
El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la cárcel de la Pescadería, como cualquier pelafustán, to­do un don Ambrosio O'Higgins, marqués de Osorno, barón de Ballenari, teniente general de los reales ejér­citos y trigésimo sexto virrey del Perú por su majestad Don Carlos IV.

0.072.3 anonimo (peru) - 056



[1] Este censo es el segundo, históricamente, que se hizo de la población cle Lima. El primero fue realizado bajo el go­bierno del marqués de Montesclaros, el año 1614.

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