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lunes, 29 de diciembre de 2014

La gatita de mari-ramos, que halaga con la cola y araña con las manos (1788)

(Crónica de la época del trigésimo
Cuarto virrey del pero)

A Carlos Toribio Robinet

Al principiar la Alameda de Acho v en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fue, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entre dijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.

1

Veinte abriles muy galanes; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado que tanta fama dio a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como albañil en pared con los polvos de rosa y arroz; ojos más negros que noche de trapisonda y velados por rizosas pestañas; boca incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776, Benedicta Salazar.
Sus padres, al morir, la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a su capricho casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mis­mo fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atre­viéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado expediente de hacerse archidevota, tener padre de espíritu y decir que su aspiración era a mon­jío y no a casorio.
El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:

Niña de los muchos novios
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey,
cuatro tiene la baraja.

De aquí surgían desazones entre sobrina y tía. La vieja la trataba de gazmoña y papahostias, y la chica rompía a llorar como una bendita de Dios, con lo que enfureciéndose más aquella megera, la gritaba: 
-¡Hipócrita! A mí no me engatusas con purisimitas. ¿A qué vienen esos lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes que le caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no te conozca que te compre, saquito de cucarachas. Cualquiera diría que no rompe plato, y es capaz de sacarle los ojos al verdugo Grano de Oro. ¿Si no conoceré yo las uvas de mi majuelo? ¿Conque te apestan las barbas? ¡Miren a la remilgada de Jurquillo, que lavaba los huevos para freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas como yo pille al alcance de mis uñas al barbilampiño que te baraja el juicio! ¡Mi­ren, miren a la gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los gusanos! ¡Mal haya la niña de la medía almendra!
Como estas peloteras eran pan cotidiano, las mucha­chas de la vecindad, envidiosas de la hermosura de Benedicta, dieron en bautizarla con el apodo de Gatita de Mari-Ramos; y pronto en la parroquia entera los mozalbetes y demás niños zangolotinos que la encon­traban al paseo, saliendo de misa mayor, la decían:
-¡Qué modosita y qué linda que ya la Gatita de Mar¡-Ramos!
La verdad del cuento es que la tía no iba descami­nada en sus barruntos. Un petimetre, don Aquilino de Lauro, era el quebradero de cabeza de la sobrina; y ya fuese que ésta se exasperaba de andar siempre al morro por un quítame allá esas pajas, o bien que su amor hubiera llegado a extremos de atropellar por todo respeto, dando al diablo el hato y el garabato, ello es que una noche sucedió... lo que tenía que suceder. La gatita de Mari-Ramos se escapó por el tejado, en amor y compañía de un gato pizpireto, que olía a almizcle y que tenía la mano suave.

2

Demos tiempo al tiempo y no andemos con lilailas y recancanillas. Es decir, que mientras los amantes apu­ran la luna de miel para dar entrada a la de hiel, po­demos echar, lector carísimo, el consabido parrafillo histórico.
El excelentísimo señor don Teodoro de Croix, caba­llero de Croix, comendador de la muy distinguida or­den teutónica en Alemania, capitán de guardias valo­nes y teniente general de los reales ejércitos, hizo su entrada en Lima el 6 de abril de 1784.
Durante largos años había servido en México bajo 13, órdenes de su tío (el virrey marqués de Croix), y a España, Carlos III lo nombró su representante en estos reinos del Perú. "Fue su excelencia -dice un cronista- hombre de virtud eminente, y se distinguió mucho por su caridad, pues varias veces se quedó con la vela en la mano porque el candelero de plato lo ha­bíá dado a los pobres, no teniendo de pronto moneda con que socorrerlos; frecuentaba sacramentos y era un verdadero cristiano."
La administración del caballero de Croix, a quien llamaban el Flamenco, fue de gran beneficio para el país. El virreinato se dividió en siete intendencias, y éstas en distritos o subdelegaciones. Estableciéronse la Real Audiencia del Cuzco y el tribunal de Minería, repobláronse los valles de Vítor y Acobamba; y el ejem­plar obispo Chávez de la Rosa fundó en Arequipa la famosa casa de huérfanos, que no pocos hombres ilus­tres ha dado después a la República.
Por entonces llegó al Callao, consignado al conde de San Isidro, el primer navío de la Compañía de Filipinas; y para comprobar el gran desarrollo del co­mercio en los cinco años de gobierno de Croix, bastará consignar que la importación subió a cuarenta y dos millones de pesos v la exportación a treinta y seis.
Las rentas del Estado alcanzaron a poco más de cuatro y medio millones, y los gastos no excedieron de esta cifra, viéndose por primera y única vez entre nosotros realizado el fenómeno del equilibrio en el presupuesto. Verdad es que, para lograrlo, recurrió el virrey al sistema de economías, disminuyendo emplea­dos, cercenando sueldos, licenciando los batallones de Soria y Extremadura, y reduciendo su escolta a la ter­cera parte de la fuerza que mantuvieron sus predeceso­res desde Amat.
La querella entre el marqués de Lara, intendente de Huamanga, y el señor López Sánchez, obispo de la diócesis, fue la piedra de escándalo de la época. Su ilustrísima, despojándose de la manse-dumbre sacerdo­tal, dejó desbordar su bilis hasta el extremo de abo­fetear al escribano real que le notificaba una provi­dencia. El juicio terminó desairadamente para el ira­cundo prelado, por fallo del Consejo de Indias.
Lorente, en su Historia, habla de un acontecimiento que tiene alguna semejanza con el proceso del falso nuncio de Portugal. "Un pobre gallego -dice- que había venido en clase de soldado y ejercido después los pocos lucrativos oficios de mercachifle y corredor de muebles, cargado de familia, necesidades y años, se acordó que era hijo natural de un hermano del car­denal patriarca, presidente del Consejo de Castilla, y para explotar lá necedad de los ricos, fingió recibir cartas del rey y de otros encumbrados personajes, las que hacía contestar por un religioso de la Merced. La superchería no podía ser más grosera, y sin embar­go, engañó con ella a varias personas. Descubierta la impostura y amenazado con el tormento, hubo de de­clararlo todo. Su farsa se consideró como crimen de Estado y por circunstancias atenuantes salió conde­nado a diez años de presidio, enviándose para España, bajo partida de registo a su cómplice el religioso”.
El sabio don Hipólito Unanue, que con el seudó­nimo de Aristeo escribió eruditos artículos en el famo­so Mercurio Peruano; el elocu-ente mercedario fray Cipriano Jerónimo Calatayud, que firmaba sus escritos en el mismo periódico con el nombre de Sofronio; el egregio médico Dávalos, tan ensalzado por la Univer­sidad de Montpellier; el clérigo Rodríguez de Mendo­za, llamado por su vasta ciencia el Bacon del Perú y que durante treinta años fue rector de San Carlos; el poeta andaluz Terralla y Landa, y otros hombres no menos esclare-cidos formaban la tertulia de su exce­lencia, quien, a pesar de su ilustración y del prestigio de tan inteligente círculo, dictó severas órdenes para impedir que se introdujesen en el país las obras de los enciclopedistas.
Este virrey, tan apasionado por el cáustico y liber­tino poeta de las adivinanzas, no pudo soportar que el religioso de San Agustín fray Juan Alcedo le llevase personalmente y recomendase la lectura de un manus­crito. Era éste una sátira, en medianos versos, sobre la conducta de los españoles en América. Su excelencia calificó la pretensión de desacato a su persona, y el pobre hijo de Apolo fue desterrado a la metrópoli para escarmiento de frailes murmuradores y de poetas de aguachirle.
El caballero de Croix se embarcó para España el 7 de abril de 1790, a murió en Madrid en 1791, a poco de su llegada a la patria.

 3

-¿Hay huevos?
-A la otra esquina por ellos.
(Popular.)

Pues, señores, ya que he escrito el resumen de la historia administrativa del gobernante, no dejaré en tintero, pues con su excelencia se relaciona, el origen de un juego que conocen todos los muchachos de Lima. Nada pondré de mi estuche, que hombre verídico es el compañero de La Broma[1] que me hizo el relato que van ustedes a leer.
Es el caso que el excelentísimo señor don Teodoro de Croix tenía la costumbre de almorzar diariamente cuatro huevos frescos, pasa-dos por agua caliente; y era sobre este punto tan delicado, que su mayordomo, Ju­lián de Córdova y Soriano, estaba encargado de escoger y comprar él mismo los huevos todas las mañanas.
Mas si el vírrey, era delicado, el mayordomo llevaba la cansera y la avaricia hasta el punto de regatear con los pulperos para economizar un piquillo en la compra; pero al mismo tiempo que esto intentaba había de es­coger los huevos más grandes y más pesados, para cuyo examen llevaba un anillo y ponía además los huevos en la balanza. Si un huevo pasaba por el anillo o pesa­ba un adarme menos que otro, lo dejaba.
Tanto llegó a fastidiar a los pulperos de la esquina del Arzobispo, esquina de Palacio, esquina de las Man­tas y esquina de Judíos, que encontrándose éstos un día reunidos en Cabildo para elegir balanceador, reca­yó la conversación sobre el mayordomo don Julián de Córdova y Soriano, y los susodichos pulperos acordaron no venderle más huevos.
Al día siguiente al del acuerdo presentóse don Julián en una de las pulperías, y el mozo le dijo: 
-No hay huevos, señor don Julián. Vaya su merced a la otra esquina por ellos.
Recibió el mayordomo igual contestación en las cua­tro esquinas, y tuvo que ir más lejos para hacer su compra. Al cabo de poco tiempo, los pulperos de echo manzanas a la redonda de la plaza estaban fastidiados del cominero don Julián y adoptaron el mismo acuerdo de sus cuatro camaradas.
No faltó quien contara al virrey los trotes y apuros de su mayordomo para conseguir huevos frescos, y un día que estaba su excelencia de buen humor le dijo:
-Julián, ¿en dónde compraste hoy los huevos?
-En la esquina de San Andrés.
-Pues mañana irás a la otra esquina por ellos.
-Segurito, señor, y ha de llegar día en que tenga que ir a buscarlos a Jetafe.
Contado el origen del infantil juego de los huevos, paréceme que puedo dejar en paz al virrey y seguir con la tradición.

 4

Dice un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro y lo mismo pensamos del amor. Bene­dicta y Aquilino se dieron tanta prisa que, medio año después de la escapatoria, hastiado el galán se despidió a la francesa, esto es, sin decir abur y ahí queda el queso para que se lo almuercen los ratones, y fue a dar con su humanidad en el cerro de Pasco, mineral bo­yante a la sazón. Benedicta pasó días y semanas espe­rando la vuelta del humo o, lo que es lo mismo, la del íngrato que la dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que, conven-cida de su desgracia, resolvió no vol­ver al hogar de la tía, sino arrendar un entresuelo de la calle de la Alameda.
En su nueva morada era por demás misteriosa la existencia de nuestra gatita. Vivía encerrada y evitan­do entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a misa de alba, compraba sus provisiones para la semana, y no volvía a pisar la calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta era costurera de la marquesa de Sotoflorido, con suel­do de ocho pesos semanales.
Pero por retraída que fuese la vida de Benedicta y por mucho que al salir rebujase el rostro entre los pliegues del manto, no debió la tapada parecerle costal de paja a un vecino del cuarto de reja, quien dio en la flor, siempre que la atisbaba, de dispararla a que­marropa un par de chicoleos, entremezclados con sus­piros capaces de sacar de quicio a una estatua de pie­dra berroqueña.
Hay nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el del vecino Fortunato, que bien podía, en punto a femeniles conquistas, pasar por el más infortunado de los mortales. Tenía hormiguillo por todas las mu­chachas de la feligresía de San Lázaro, y así se desmo­recían y ocupaban ellas de él como del gallo de la Pasión que, con arroz graneado, ají mirasol y culan­drillo, debió de ser guiso de chuparse los dedos.
Era el tal -no el gallo de la Pasión, sino Fortunato- ­lo que se conoce por un pobre diablo, no mal empati­llado v de buena cepa, como que pasaba por hijo na­tural del conde de Pozosdulces. Servía de amanuense en la escribanía mayor del gobierno, cuyo cargo de escribano mayor era desempeñado entonces por el mar­qués de Salinas, quien pagaba a nuestro joven veinte duros al mes, le daba por Pascua del Niño Dios un decente aguinaldo y se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el mocito agenciase lo que en tec­nicismo burocrático se llama buscas legales.
Forzoso es decir que Benédicta jamás paró mientes en los arrumacos del vecino, ni lo miró a hurtadillas y ní siquiera desplegó los labios para desahuciarlo, di­ciéndole: "Perdone, hermano, y toque a otra puerta, que lo que es en ésta no se da posada al peregrino."
Mas una noche, al regresar la joven de hacer entre­ga de costuras, halló a Fortunato bajo el dintel de la casa, y antes de que éste la endilgase uno de sus habi­tuales piropos, ella, con voz dulce y argentina, como una lluvia de perlas y que al amartelado mancebo de­bió parecerle música celestial, le dijo:
-Buenas noches, vecino.
El plumario, que era mozo muy socarrón y amigo de donaires, díjose para el cuello de su camisa: -Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere parlamen­tar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho gara­bato para con las hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón, no le queda más re­curso que darse por derrotada.

Yo domino de todas la arrogancia,
conmigo no hay Sagunto ni Numancia...

Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios a la costurera hasta la puerta del entresuelo. La llave era dura, y el mocito, a fuer de cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la mano. La gratitud por tan magno servicio exigía que Benedicta, entre ruborosa y complacida, murmurase un "Pase usted adelante, aunque la casa no es como para la persona."
Suponemos que eso o cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó decir dos veces que le permitían entrar en la gloria, que tal es para todo enamorado una mano de conversación a solas con una chica como un piñón de almendra. Él estuvo apasionado y decidor:

Las palabras amorosas
son las cuentas de un collar:
en saliendo la primera,
salen todas las demás.

Ella, con palabritas cortadas v melindres, dio a en­tender que su corazón no era de cal y ladrillo, pero que como los hombres son tan pícaros y reveseros, ha­bía que dar largas y cobrar confianza antes de aventu­rarse en un juego en que casi siempre todos los naipes se vuelven malillas. Él juró, por un calvario de cru­ces, no solo amarla eternamente, sino las demás papa­rruchas que es de práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura añadió que en su cuarto tenía dos botellas del riquísimo moscatel que había venido de regalo para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete descendió v volvió a subir, armado de las susodichas limetas.
Fortunato no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que habitaba en el principal se encontraba en el campo, y no había que temer ni el pretexto del escándalo. Adán y Eva no estuvieron más solos en el paraíso cuando se concertaron para aquella jugarreta cuyas consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pa­gando la prole, y siglos van y siglos vienen sin que la deuda se finiquite. Por otra parte, el galán contaba con el refuerzo del moscatelillo, y como reza el refrán, de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete.
Apurada ya la segunda copa, buscando en ella bríos para emprender un ataque decisivo, cuando en el reloj del Puente empezaron a sonar las campanadas de las diez, y Benedicta, con gran agitación y congoja, ex­clamó :
-¡Dios mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en este otro cuarto y suceda lo que sucediere, ni una palabra, ni intente salir hasta que yo lo busque,
Fortunato no se distinguía por la bravura, v de bue­na gana habría querido tocar de suela; pero Jsintiendo pasos en el patio, la carne se le volvió de gallina, y con la docilidad de un niño se dejó encerrar en la habita­ción contigua.

 5

Abramos un corto paréntesis para referir lo que ha­bía pasado pocas horas antes.
A las siete de la noche, cruzando Benécdicta por la esquina de Palacio, se encontró con Aquilino. Ella, le­jos de reprocharle su conducta, le habló con cariño, y en gracia de la brevedad diremos que, como donde hubo fuego, siempre quedan cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita para las diez de la noche.
Benedicta sabía que el ingrato la había abandonado para casarse con la hija de un rico minero; y desde en­tonces juró en Dios y en su ánima vivir para la ven­ganza. Al encontrarse aquella noche con Aquilino y acordarle la cita, la fecunda imaginación de la mujer trazó rápidamente su plan. Necesitaba un cómplice, se acordó del plumario, y he aquí el secreto de su repen­tina coquetería para con Fortunato.
Ahora volvimos al entresuelo.

 6

Entre los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni recriminaciones, sino frases de amor. Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la deslealtad del joven que nuevamente la engañaba, callándola que ya no era libre y prometiéndola no separarse más de ella. Bene­dicta fingió creerlo y lo embriagaba de caricias para mejor afianzar su venganza.
Entre tanto el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había echado un narcótico en la copa de su seductor. Aquí cabe el refrán: más mató la cena que curó Avicena.
Rendido Leuro al soporífero influjo, la joven lo ató con fuertes ligaduras a las columnas de su lecho, sacó un puñal y esperó impasible durante una hora a que empezara a desvanecerse el poder del narcótico.
A las doce mojó su pañuelo en vinagre, lo pasó por la frente del narcotizado, y entonces principió la ho­rrible tragedia.
Benedicta era tribunal y verdugo.
Enrostró a Aquilino la villanía de su conducta, re­chazó sus descargos y luego le dijo:
-¡Estás sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios.
Y con mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto había amado...

El pobre amanuense temblaba como la hoja en el árbol. Había oído y visto todo por un agujero de la puerta.
Benedicta, realizada su venganza, dio vuelta a la llave y lo sacó del encierro.
-Si aspiras a mi amor -le dijo- empieza por ser mi cómplice. El premio lo tendrás cuando este cadáver haya desaparecido de aquí. La calle está desierta, la noche es lóbrega, el río corre enfrente de la casa... Ven y ayúdame,
-Y para vencer toda vacilación en el ánimo del aco­bardado mancebo aquella mujer, alma de demonio en­carnada en la figura de un ángel, dio un salto como la pantera que se lanza sobre una presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato.
La fascinación fue completa. Ese beso llevó a la sangre y a la conciencia del joven el contagio del crimen.
Si hoy, con los faroles de gas y el crecido personal de agentes de policía, es empresa de guapos aventu­rarse después de las ocho de la noche por la Alameda de Acho, imagínese el lector lo que sería ese sitio en el siglo pasado y cuando solo en 1776 se había estable­ciáo el alumbrado para las calles centrales de la ciudad.
La obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía sino que la Naturaleza tomaba su parte de complicidad en el crimen.
Entreabrióse el postigo de la casa y por él salió cau­telosamente Fortunato, llevando al hombro, cosido con una manta, el cadáver de Aquilino. Benéd!icta lo se­guía, y mientras con una mano lo ayudaba a sostener el peso, con la otra, armada de una aguja con hilo grueso, cosía la manta a la casaca del joven. La zozobra de éste y las tinieblas servían de auxiliares a un nuevo delito.
Las dos sombras vivientes llegaron al pie del para­peto del río.
Fortunato, con su fúnebre carga sobre los hombros, subió el tramo de adobes y se inclinó para arrojar el cadáver.
¡Horror!... El muerto arrastró en su caída al vivo.

 7

Tres días después unos pescadores encontraron en las playas de Bocanegra el cuerpo del infortunada For­tunato. Su padre, el conde de Pozosdulces, y su jefe, el marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera sido víctima de algún enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el que recaían no sabemos qué sospechas de mala voluntad para con el difunto.
Y corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el pobre diablo se encontraba metido en un dédalo de acusaciones y el fiscal veía pruebas clarísimas en donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba, para dar sentencia, entre horca y presidio.
Pero la Providencia, que vela por los inocentes, tie­ne resortes misteriosos para hacer la luz sobre el crimen.
Benédicta, moribunda y devorada por el remordi­miento, reveló todo a un sacerdote, rogándole que para salvar al encarcelado hiciese pública su confesión; y he aquí cómo en la forma de proceso ha venido a caer bajo nuestra pluma de cronista la sombría leyenda de la Gatita de Mari-Ramos.

0.072.3 anonimo (peru) - 056



[1] La broma fue un periódico humorístico que se publicaba en Lima en 1878.

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