Yo no sé, lector, si conoces
una de mis leyendas tradicionales titulada Pepe
Bandos, en la cual procuré pintar el carácter enérgico hasta rayar en
arbitrario del virrey don Juan de Armendáriz, marqués de Castelfuerte. Hoy,
como complemento de aquélla se me antoja referirte uno de los arranques de su
excelencia, arranque que me dejé olvidado en el tintero.
1
Don Álvaro de Santiponce,
maestro en todas las artes y aprendiz de cosa ninguna, era por los años de
1727 un joven hidalgo andaluz, avecindado en Lima, buen mozo y gran
trapisondista. Frecuentador de garitos y rondador de ventanas, tenía el genio
tan vivo que, a la menor contradicción, echaba mano por el estoque y armaba una
de mil diablos. De sus medios de fortuna podía decirse aquello de presunción y pobreza todo en una pieza,
y aplicarle, sin temor a incurrir en calumnia, la redondilla:
Del hidalgo montañés
don Pascual Pérez Quiñones
eran las camisas nones
y no llegaban a tres.
Con motivo de la reciente
ejecución de Antequera, la ciudad estaba amagada de turbulencias, y el virrey había
hecho publicar bando para que después de las diez de la noche no anduviesen los
vecinos por las calles; y a fin de que su ordenanza no fuese letra muerta, multiplicó
las rondas y aun él mismo salió a veces al frente de una a recorrer la ciudad.
Nuestro andaluz no era hombre
de sacrificar un galanteo a la obediendia del bando, y una noche pillólo la
ronda departiendo de amor al pie de una reja.
-¡Hola, hola, caballerito,
dése usted preso! -le dijo el jefe de la ronda.
-¡Un demonio! -contestó
Santiponce, y desenvainando el fierro empezó a repartir estocadas, hiriendo a
un alguacil y logrando abrirse paso.
Corría el hidalgo, tras él los
ministriles, hasta que, dos o tres calles adelante, viendo abierta la puerta de
una casa, colóse en ella, y sin aflojar el paso penetró en el salón.
Hallábase la familia de gran
tertulia, celebrando el cumpleaños de uno de sus miembros, cuando nuestro
hidalgo vino con su presencia a aguar la fiesta.
La señora de la casa era una
aristocrática limeña, llamada doña Margarita de***, muy pagada de lo azul de su
sangre, como descendiente de uno de los caballeros de espuela dorada ennoble-cidos
por la reina doña Juana la Loca por haber acompañado a Pizarro en la conquista. La engreída limeña
era esposa de uno de los más ricos hacendados del país que, si bien no era de
cuartelada nobleza, tenia en alta estima los pergaminos de su mujer.
Impúsola el hidalgo de la
cuita en que se hallaba, pidiéndole mil perdones por haber turbado el sarao, y
la señora le condujo al interior de la casa.
Entraba en las quijotescas
costumbres de la época, y como regazo del feudalismo, el no negar asilo ni al
mayor criminal, y los aristó-cratas tenían a orgullo coroprometer la negra
honrilla defendiendo hasta la pared del frente la inmunidad del domicilio.
Había en Lima casas que se llamaban de cadena y en las cuales, según real
cédula, no podía penetrar la justicia sin previo permiso del dueño, y aun esto
en casos determinados y después de llenarse ciertas tramitaciones. Nuestra historia
colonial está llena de querellas sobre asilo, entre los poderes civil y
eclesiástico, y aun entre los gobiernos y los particu-lares. Hoy, a Dios
gracias, hemos dado de mano a esas antiguallas, y al pie del altar mayor se le
echa la zarpa encima al prójimo que se descantilla; y aunque en la Constitución
reza escrito no sé qué artículo o paparrucha sobre inviolabilidad del hogar
doméstico, nuestros gobernantes hacen tanto case de la prohibición legal como
de los mostachos del gigante Culiculiambro. Y aquí, pues la ocasión es calva,
voy a aprovechar la oportunidad para referir el origen de un refrancito
republicano.
Cierto presidente, de cuyo
nombre me acuerdo, pero no se me antoja apuntarlo, veía un conspirador en todos
los que no éramos partidarios de su política, y daba gran trajín a la autoridad
de policía, encargándola echar guante y hundir en un calabozo a los oposicionistas.
Media noche era por filo
cuando un agente de la prefectura con un cardumen de ministriles, escalando
paredes, se sopló de rondón en una casa donde recelábase que estuviera
escondido un demagogo de cuenta. Asustóse la familia, que estaba va en brazos
de Morfeo, ante tan repentina irrupción de vándalos, y el dueño de casa,
hombre incapaz de meterse en barullos de política, pidió al seide que le
enseñara la orden escrita, y firmada por autoridad competente, c;ue lo
facultara para allanar su domicilio.
-¡Qué orden ni qué niño
muerto! -contestó el agente. Aquí no hay más Dios que Mahoma, y yo que soy su
profeta.
-Pues sin orden no le permito
a usted que atropelle mi casa.
-¡Qué chocheces! No parece
usted peruano. ¡Ea, muchachos, a registrar la casa!
-Las garantías individuales
amparadas por la Constitución...
El esbirro no dejó continuar
su discurso al leguleyo ciudadano, porque le interrumpió exclamando:
-¿Constitución y a estas horas? Que lo amarren al señor.
Y no hubo tu tía, y desde esa
noche nació el refrancito con que el buen sentido popular expresa lo inútil
que es protestar contra las arbitrariedades, a que tan inclinados son los que
tienen un cachito de poder.
La casa de doña Margarita era
conocida por casa de cadena, y así lo comprobaban los gruesos eslabones de la
que se extendía a la entrada del zaguán. Había en la casa un sótano o
escondite, cuya entrada era un secreto para todo el mundo, menos para la señora
y una de sus criadas de confianza, y bien podía echarse abajo el edificio sin
que se descubriese el misterioso rincón.
El jefe de la ronda dio su
espada en la puerta de la calle a un alguacil; y así desarmado llegó al salón,
y con muy corteses palabras reclamó la persona del delincuente.
Doña Margarita se subió de
tono; contestó al representante de la autoridad que ella no era de la raza de
Judas para entregar a quien se había puesto bajo la salvaguardia de su nobleza,
y que así se lo dijese a Pepe Bandos,
que en cuanto a ella se le daba una higa de sus rabietas.
Y como cuando la mujer da
rienda a la sin hueso, echa y echa palabras y no se agotan éstas como si brotaran
de un manantial, trató al pobre guardián del arden de corchete y esbirro vil, y
a su excelencia de perro y excomulgado, aludiendo a la carga de caballería
dada contra los frailes de San Francisco el día de la ejecución de Antequera.
Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. El
de la ronda soportó impasible la andanada, retiróse mohino y, después de rodear
la calle de alguaciles, encaminóse a palacio, hizo despertar al virrey, y lo
informó, de canto a canto y sin omitir letra de lo que acontecía y de cómo la
noble señora había puesto de oro y azul, dejándolo para agarrarlo con
tenacillas, el respeto debido al que en estos reinos del Perú aspiraba a ser
mirado como la persona misma de su majestad don Felipe V.
2
Conocido el carácter del de
Castelfuerte, es de suponer que se le subió la mostaza a las narices. En el
primer momento estuvo tentado de saltar por sobre la cadena y los privilegios,
aprehender a la insolente limeña, y con sus pergaminos nobiliarios encerrarla
en la cochera, que así se llamaba a
un cuarto de la cárcel de la corte destinado para arresto de mujeres de vida
airada.
Pero, calmándose un tanto,
reflexionó que haría mal en extremarse con una hija de Eva, y que su proceder
sería estimado como indigno de un caballero. Aindamáis pensó, la mujer esgrime
la lengua, arma ofensiva y defensiva que le dio naturaleza; pero cuando la
mujer tiene editor responsable, lo más llano es irse derecho a éste y
entenderse de hombre a hombre.
Y, pensado v hecho, llamó a un
oficial y enviólo a las volandas donde el marido de doña Margarita, que se
encontraba en la hacienda, a pocas leguas de Lima, con una carta en la que,
después de informarle de los sucesos, concluía diciendo:
"Tiempo es, señor mío, de
saber quién lleva en su casa los gregüescos. Si es vuesa merced, me lo probará
poniendo en manos de la justicia, antes de doce horas, al que se ha amparado de
faldas; v si es la irrespetuosa compañera que le dio la Iglesia, dígamelo en
puridad para ajustar mi conducta a su respuesta.
"Dé Dios Nuestro Señor a
vuesa merced la entereza de fundar buen gobierno en su casa, que bien lo ha
menester, y no me quiera mal por el deseo.- El
marqués de Castelfuerte."
A la burlona y amenazadora
carta del virrey contestó el marido muy lacónicamente:
"Duéleme, señor marqués,
el desagrado de que me habla; y en él interviniera si la carta de vuecencia no
encerrara más de agravio a mi honra y persona que de amor a los fueros de la justicia. Haga
vuecencia lo que su buen consejo y prudencia le dicten, que en ello no habré
enojo; advirtiendo que el marido que ama y respeta a su compañera de tálamo v
madre de sus hijos, deja a ésta por entero el gobierno del hogar, en el resguardo
de que no ha de desdecir de lo que debe a su fama y nombre.
"Guarde Dios los días de
vuecencia para bien de estos pueblos y mejor servicio de su majestad. -Carlos
de ***."
Como se ve, las dos epístolas
eran dos cantáridas, chispeantes de ironía.
Al recibir Armendáriz la
contestación de don Carlos lo mandó traer preso a Lima.
-¡Y bien, señor mio! -le dijo
el virrey. Conmigo no hay cháncharras máncharras. Doce horas de plazo le
acordé para que me entregase al reo. ¿En qué quedamos? ¿Han de ser mangas o tije-retas?
-Será lo que plazca a
vuecencia, que aunque me acordara un siglo no haría yo fuerza a mi mujer para
que entregue al que sufre persecuciones por la justicia.
-¡Que no!... -exclamó furioso
el marqués. Pues esta misma noche va usted con títeres y petacas desterrado a
Valdivia; que, ¡por mi santo patrón el de las azucenas!, no ha de decirse de mí
que un maridillo linajudo me puso la ceniza en la frente. ¡Bonito hogar es el
de vuesa merced, en donde canta la
gallina y no cacarea el gallo!
Pero como en palacio las
paredes se vuelven oídos, súpose en el acto por todo Lima que en la fragata María de
los Ángeles, lista para zarpar esa noche del Callao, iba a ser embarcado el
opulento don Carlos.
Doña Margarita cogió el manto,
y acompañada de su dueña, rodrigón y paje, salió a poner la ciudad en movimiento.
El arzobispo y varios canónigos, oidores, cabildantes y caballeros titulados
fueron a palacio para pretender que el marqués cejase en lo relativo al destierro;
pero su excelencia, después de dar órdenes al capitán de su escolta, se había
encerrado a dormir, previniendo al mayordomo que, aunque ardiese Troya, nadie
osara despertarlo.
Cuando al otro día asistió el
virrey al acuerdo de la
Real Audiencia , ya la María de los Ángeles había desaparecido
del horizonte. Uno de los oidores se atrevió a insinuarse, y el marqués le contestó:
-Que doña Margarita entregue
al delincuente, y volverá de Valdivia su marido.
Pero doña Margarita era un
temple de alma como ya no se usa. Amaba mucho a su esposo; mas creía envilecerlo
y envilecerse accediendo a la exigencia del marqués.
En punto a tenacidad, dama y
virrey iban de potencia a potencia.
3
Y pasaron los años.
Y doña Margarita enviaba por
resmas cartas y memoriales a la corte de Madrid y se gastaba un dineral en misas,
cirios y lámparas, para que los santos hiciesen el milagro de que Felipe V le
echase una filípica a su representante.
Y en éstas y las otras, don
Carlos murió en el destierro.
Y Armendáriz regresó a España
en 1731, donde fue agraciado con el Toisón de Oro.
Bajo el gobierno de su
sucesor, el marqués de Villagarcía, salió don Alvaro de Santiponce a respirar
el aire libre; y para quitar a la justicia la tentación de ocuparse de su
persona, se embarcó sin perder minuto para una de las posesiones portuguesas.
El marqués de Castelfuerte se
disculpaba de este abuso de autoridad, diciendo: "-Cometílo para que los
maridos aprendan a no permitir a sus mujeres desacatos contra la justicia, y
los que la administran"; pero dudo que aproveche el ejemplo: pues, por más
que se diga en contrario, los hijos de Adán seremos siempre unos bragazas, y
ellas llevarán la voz de mando y harán de
nosotros cera y pábilo.
0.072.3 anonimo (peru) - 056
No hay comentarios:
Publicar un comentario