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lunes, 29 de diciembre de 2014

Capricho de limeña (1727)

Yo no sé, lector, si conoces una de mis leyendas tra­dicionales titulada Pepe Bandos, en la cual procuré pintar el carácter enérgico hasta rayar en arbitrario del virrey don Juan de Armendáriz, marqués de Castel­fuerte. Hoy, como complemento de aquélla se me antoja referirte uno de los arranques de su excelencia, arranque que me dejé olvidado en el tintero. 

1

Don Álvaro de Santiponce, maestro en todas las ar­tes y aprendiz de cosa ninguna, era por los años de 1727 un joven hidalgo andaluz, avecindado en Lima, buen mozo y gran trapisondista. Frecuentador de ga­ritos y rondador de ventanas, tenía el genio tan vivo que, a la menor contradicción, echaba mano por el estoque y armaba una de mil diablos. De sus medios de fortuna podía decirse aquello de presunción y po­breza todo en una pieza, y aplicarle, sin temor a incu­rrir en calumnia, la redondilla:

Del hidalgo montañés
don Pascual Pérez Quiñones
eran las camisas nones
y no llegaban a tres.

Con motivo de la reciente ejecución de Antequera, la ciudad estaba amagada de turbulencias, y el virrey había hecho publicar bando para que después de las diez de la noche no anduviesen los vecinos por las ca­lles; y a fin de que su ordenanza no fuese letra muerta, multiplicó las rondas y aun él mismo salió a veces al frente de una a recorrer la ciudad.
Nuestro andaluz no era hombre de sacrificar un ga­lanteo a la obediendia del bando, y una noche pillólo la ronda departiendo de amor al pie de una reja.
-¡Hola, hola, caballerito, dése usted preso! -le dijo el jefe de la ronda.
-¡Un demonio! -contestó Santiponce, y desenvai­nando el fierro empezó a repartir estocadas, hiriendo a un alguacil y logrando abrirse paso.
Corría el hidalgo, tras él los ministriles, hasta que, dos o tres calles adelante, viendo abierta la puerta de una casa, colóse en ella, y sin aflojar el paso penetró en el salón.
Hallábase la familia de gran tertulia, celebrando el cumpleaños de uno de sus miembros, cuando nuestro hidalgo vino con su presencia a aguar la fiesta.
La señora de la casa era una aristocrática limeña, llamada doña Margarita de***, muy pagada de lo azul de su sangre, como descendiente de uno de los caballeros de espuela dorada ennoble-cidos por la reina doña Juana la Loca por haber acompañado a Pizarro en la conquista. La engreída limeña era esposa de uno de los más ricos hacendados del país que, si bien no era de cuartelada nobleza, tenia en alta estima los per­gaminos de su mujer.
Impúsola el hidalgo de la cuita en que se hallaba, pidiéndole mil perdones por haber turbado el sarao, y la señora le condujo al interior de la casa.
Entraba en las quijotescas costumbres de la época, y como regazo del feudalismo, el no negar asilo ni al mayor criminal, y los aristó-cratas tenían a orgullo coro­prometer la negra honrilla defendiendo hasta la pared del frente la inmunidad del domicilio. Había en Lima casas que se llamaban de cadena y en las cuales, según real cédula, no podía penetrar la justicia sin previo per­miso del dueño, y aun esto en casos determinados y después de llenarse ciertas tramitaciones. Nuestra his­toria colonial está llena de querellas sobre asilo, entre los poderes civil y eclesiástico, y aun entre los gobier­nos y los particu-lares. Hoy, a Dios gracias, hemos dado de mano a esas antiguallas, y al pie del altar mayor se le echa la zarpa encima al prójimo que se descantilla; y aunque en la Constitución reza escrito no sé qué artículo o paparrucha sobre inviolabilidad del hogar doméstico, nuestros gobernantes hacen tanto case de la prohibición legal como de los mostachos del gigante Culiculiambro. Y aquí, pues la ocasión es calva, voy a aprovechar la oportunidad para referir el origen de un refrancito republicano.
Cierto presidente, de cuyo nombre me acuerdo, pero no se me antoja apuntarlo, veía un conspirador en to­dos los que no éramos partidarios de su política, y daba gran trajín a la autoridad de policía, encargándola echar guante y hundir en un calabozo a los oposicio­nistas.
Media noche era por filo cuando un agente de la prefectura con un cardumen de ministriles, escalando paredes, se sopló de rondón en una casa donde recelá­base que estuviera escondido un demagogo de cuenta. Asustóse la familia, que estaba va en brazos de Mor­feo, ante tan repentina irrupción de vándalos, y el due­ño de casa, hombre incapaz de meterse en barullos de política, pidió al seide que le enseñara la orden escrita, y firmada por autoridad competente, c;ue lo facultara para allanar su domicilio.
-¡Qué orden ni qué niño muerto! -contestó el agente. Aquí no hay más Dios que Mahoma, y yo que soy su profeta.
-Pues sin orden no le permito a usted que atropelle mi casa.
-¡Qué chocheces! No parece usted peruano. ¡Ea, muchachos, a registrar la casa!
-Las garantías individuales amparadas por la Cons­titución...
El esbirro no dejó continuar su discurso al leguleyo ciudadano, porque le interrumpió exclamando:
-¿Constitución y a estas horas? Que lo amarren al señor.
Y no hubo tu tía, y desde esa noche nació el refran­cito con que el buen sentido popular expresa lo inútil que es protestar contra las arbitrariedades, a que tan inclinados son los que tienen un cachito de poder.
La casa de doña Margarita era conocida por casa de cadena, y así lo comprobaban los gruesos eslabones de la que se extendía a la entrada del zaguán. Había en la casa un sótano o escondite, cuya entrada era un secreto para todo el mundo, menos para la señora y una de sus criadas de confianza, y bien podía echarse abajo el edificio sin que se descubriese el misterioso rincón.
El jefe de la ronda dio su espada en la puerta de la calle a un alguacil; y así desarmado llegó al salón, y con muy corteses palabras reclamó la persona del delincuente.
Doña Margarita se subió de tono; contestó al repre­sentante de la autoridad que ella no era de la raza de Judas para entregar a quien se había puesto bajo la salvaguardia de su nobleza, y que así se lo dijese a Pepe Bandos, que en cuanto a ella se le daba una higa de sus rabietas.
Y como cuando la mujer da rienda a la sin hueso, echa y echa palabras y no se agotan éstas como si bro­taran de un manantial, trató al pobre guardián del arden de corchete y esbirro vil, y a su excelencia de perro y excomulgado, aludiendo a la carga de caballe­ría dada contra los frailes de San Francisco el día de la ejecución de Antequera.
Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. El de la ronda soportó impasible la andanada, retiróse mohino y, después de rodear la calle de alguaciles, encaminóse a palacio, hizo despertar al virrey, y lo informó, de can­to a canto y sin omitir letra de lo que acontecía y de cómo la noble señora había puesto de oro y azul, de­jándolo para agarrarlo con tenacillas, el respeto debido al que en estos reinos del Perú aspiraba a ser mirado como la persona misma de su majestad don Felipe V.

2

Conocido el carácter del de Castelfuerte, es de su­poner que se le subió la mostaza a las narices. En el primer momento estuvo tentado de saltar por sobre la cadena y los privilegios, aprehender a la insolente li­meña, y con sus pergaminos nobiliarios encerrarla en la cochera, que así se llamaba a un cuarto de la cárcel de la corte destinado para arresto de mujeres de vida airada.
Pero, calmándose un tanto, reflexionó que haría mal en extremarse con una hija de Eva, y que su proceder sería estimado como indigno de un caballero. Ainda­máis pensó, la mujer esgrime la lengua, arma ofensiva y defensiva que le dio naturaleza; pero cuando la mujer tiene editor responsable, lo más llano es irse derecho a éste y entenderse de hombre a hombre.
Y, pensado v hecho, llamó a un oficial y enviólo a las volandas donde el marido de doña Margarita, que se encontraba en la hacienda, a pocas leguas de Lima, con una carta en la que, después de informarle de los sucesos, concluía diciendo:

"Tiempo es, señor mío, de saber quién lleva en su casa los gregüescos. Si es vuesa merced, me lo probará poniendo en manos de la justicia, antes de doce horas, al que se ha amparado de faldas; v si es la irrespetuosa compañera que le dio la Iglesia, dígamelo en puridad para ajustar mi conducta a su respuesta.
"Dé Dios Nuestro Señor a vuesa merced la entereza de fundar buen gobierno en su casa, que bien lo ha menester, y no me quiera mal por el deseo.- El marqués de Castelfuerte."
A la burlona y amenazadora carta del virrey contestó el marido muy lacónicamente:

"Duéleme, señor marqués, el desagrado de que me habla; y en él interviniera si la carta de vuecencia no en­cerrara más de agravio a mi honra y persona que de amor a los fueros de la justicia. Haga vuecencia lo que su buen consejo y prudencia le dicten, que en ello no habré enojo; advirtiendo que el marido que ama y respeta a su compañera de tálamo v madre de sus hijos, deja a ésta por entero el gobierno del hogar, en el res­guardo de que no ha de desdecir de lo que debe a su fama y nombre.
"Guarde Dios los días de vuecencia para bien de estos pueblos y mejor servicio de su majestad. -Carlos de ***."

Como se ve, las dos epístolas eran dos cantáridas, chispeantes de ironía.
Al recibir Armendáriz la contestación de don Carlos lo mandó traer preso a Lima.
-¡Y bien, señor mio! -le dijo el virrey. Conmigo no hay cháncharras máncharras. Doce horas de plazo le acordé para que me entregase al reo. ¿En qué que­damos? ¿Han de ser mangas o tije-retas?
-Será lo que plazca a vuecencia, que aunque me acordara un siglo no haría yo fuerza a mi mujer para que entregue al que sufre persecuciones por la justicia.
-¡Que no!... -exclamó furioso el marqués. Pues esta misma noche va usted con títeres y petacas deste­rrado a Valdivia; que, ¡por mi santo patrón el de las azucenas!, no ha de decirse de mí que un maridillo linajudo me puso la ceniza en la frente. ¡Bonito hogar es el de vuesa merced, en donde canta la gallina y no cacarea el gallo!
Pero como en palacio las paredes se vuelven oídos, súpose en el acto por todo Lima que en la fragata María de los Ángeles, lista para zarpar esa noche del Callao, iba a ser embarcado el opulento don Carlos.
Doña Margarita cogió el manto, y acompañada de su dueña, rodrigón y paje, salió a poner la ciudad en mo­vimiento. El arzobispo y varios canónigos, oidores, cabildantes y caballeros titulados fueron a palacio para pretender que el marqués cejase en lo relativo al des­tierro; pero su excelencia, después de dar órdenes al capitán de su escolta, se había encerrado a dormir, pre­viniendo al mayordomo que, aunque ardiese Troya, nadie osara despertarlo.
Cuando al otro día asistió el virrey al acuerdo de la Real Audiencia, ya la María de los Ángeles había desa­parecido del horizonte. Uno de los oidores se atrevió a insinuarse, y el marqués le contestó:
-Que doña Margarita entregue al delincuente, y volverá de Valdivia su marido.
Pero doña Margarita era un temple de alma como ya no se usa. Amaba mucho a su esposo; mas creía envi­lecerlo y envilecerse accediendo a la exigencia del marqués.
En punto a tenacidad, dama y virrey iban de potencia a potencia.

3

Y pasaron los años.
Y doña Margarita enviaba por resmas cartas y me­moriales a la corte de Madrid y se gastaba un dineral en misas, cirios y lámparas, para que los santos hicie­sen el milagro de que Felipe V le echase una filípica a su representante.
Y en éstas y las otras, don Carlos murió en el des­tierro.
Y Armendáriz regresó a España en 1731, donde fue agraciado con el Toisón de Oro.
Bajo el gobierno de su sucesor, el marqués de Villa­garcía, salió don Alvaro de Santiponce a respirar el aire libre; y para quitar a la justicia la tentación de ocuparse de su persona, se embarcó sin perder minuto para una de las posesiones portuguesas.
El marqués de Castelfuerte se disculpaba de este abuso de autoridad, diciendo: "-Cometílo para que los maridos aprendan a no permitir a sus mujeres desaca­tos contra la justicia, y los que la administran"; pero dudo que aproveche el ejemplo: pues, por más que se diga en contrario, los hijos de Adán seremos siempre unos bragazas, y ellas llevarán la voz de mando y harán de nosotros cera y pábilo.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

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