Translate

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Zaida

En la Corte del Rey de Toledo coinciden Zaida, Prin­cesa mora, hija del Rey de Sevilla y Alfonso, después Rey de Castilla y León, perseguido ahora por su herma­no Sancho, que quiere adueñarse y reunir el reino de su padre Fernando I.
Ella es joven, morena, un tipo envidiable de belleza agarena.
El también es joven, apuesto, caballero, en la edad justa para un romance de amor. Y debió ser así por los hechos que siguieron.
Muerto Sancho traidoramente en los muros de Zamo­ra, Alfonso es proclamado Rey. Tiene que dejar Toledo y volver a Castilla.
Consigue legítimamente lo que su hermano quería por la fuerza.
Pero el trono de Castilla le obliga a proseguir la Re­conquista.
Muerto Almamut, Rey de Toledo, se considera desli­gado del agradecimiento que debía guardar a la Corte de Toledo, y se propone la conquista de aquél reino.
En aquellos momentos la España musulmana se en­cuentra dividida en una serie de reinos que seguían su propia política y sus propios intereses, sin tener en cuen­ta los comunes del Islam para España.
Alfonso se asegura la alianza de los Reyes de Badajoz y Sevilla.
El Rey de Badajoz había nacido en un pueblo de Ex­tremadura próximo a Monfragüe y a Serradilla, llamado MIGUEZA.
De él no quedan apenas ruinas y sí algunos nombres que nos lo recuerdan, como el de Casa Mengo, asentada en el mismo lugar de la desaparecida Migueza.
El Rey de Sevilla tenía a su hija Zaida como rehén del Rey de Toledo.
El pacto secreto entre los reinos musulmanes y el Rey de Castilla llegaba hasta el extremo de haber pactado el casamiento entre Zaida y Alfonso después que fuera conquistada Toledo.
Alfonso, ya Alfonso VI, se dirige a Toledo con un po­tente ejército, y con facilidad toma los primeros baluar­tes de la ciudad. Señal inequívoca de que pronto podrá adueñarse de la misma ciudad.
Es fácil en estas circunstancias buscar un culpable del peligro que se cierne sobre el reino moro de Toledo.
Estalla el odio popular contra Zaida.
Se hacen públicas sus relaciones secretas de amor con el Rey castellano. Una noche la multitud enrarecida asalta furiosa el Alcázar, donde vive Zaida.
La Princesa no pierde su serenidad.
Conoce el lago subterráneo que une el Alcázar con el río Tajo.
La Princesa huye por el pasadizo secreto.
Monta en una barca que utiliza el Rey para sus paseos por el río.
Es una barca manejable y muy fácil de utilizar. Zaida estaba habituada a ella en sus horas de esparcimiento.
La acompaña un esclavo, único servidor que la sigue.
Ordena a su criado que vaya al campo cristiano y diga a Alfonso cuanto la ocurre.
El Rey encomienda el mando del ejército mejor de sus generales y disfrazado de humilde pescador se esca­pa río abajo, también en otra barca.
Rema brioso un día y otro por el caudaloso río. Todos los resultados son infructuosos. El desaliento llega a tal punto que quiere abandonar la búsqueda. Pero el amor puede más que las fuerzas. Las dificultades del río van en aumento.
Entre tanto, Zaida también ha seguido el curso de las aguas. Muchas veces es la corriente del río la que man­da. Sobre todo cuando llega a las proximidades de Mon­fragüe. Allí es donde se siente alentada e intenta aori­llarse en las márgenes derechas del río. Allí está Migue­za, donde cree encontrar gente amiga.
Pero la corriente puede más que aquella extenuada mujer y la arrastra hasta la misma angostura de la PORTI­LLA. El sitio es ahora un remanso donde fácilmente la barca queda aparcada. Pero el lugar es agreste y cuando salta a tierra se encuentra bloqueada por las cortaduras del lugar que semejan verdaderos cuchillos. Aunque es­tá en tierra está prisionera, sola, entre las escarbadas rocas.
Arriba vuelan el águila real, el buitre leonado, el ali­moche africano. Zaida los conoce. Son sus amigos. Aquellos animales majestuosos velaron su sueño en el nacimiento. Ahora podrían velar su sepultura. Zaida cae desfallecida y queda inerte sobre la pedrera.
Alfonso baja buscando y sigue buscando.
Nadie le ha visto. También está ahora cercano al mis­mo lugar donde Zaida encontró su peor peligro. Impa­ciente va a retroceder cuando la corriente que actúa de providencia y a fuerza de remos, muy a duras penas, lle­ga, pasa la Portilla y llega a la reoga del hoy Arroyo de la Vid.
Allí encontró a un pescador cristiano, al que preguntó si había visto a una mujer que podría haber pasado por el lugar dentro de una pequeña barca.
"Ayer desde este sitio la vi chocar contra las peñas, cuando yo estaba al otro lado del portillo. Crucé el río y a duras penas logré salvar a aquella desgraciada que sin mi auxilio hubiera perecido. Hoy está segura en mi ca­baña".
Corrieron el pescador y el Rey, y con indescriptible sorpresa encontró éste la joya humana que venía bus­cando. Juntos celebraron el encuentro.
En seguida se trasladaron al próximo Migueza, don­de encuentran gente amiga que les proporciona caballe­rías para llegar hasta los campamentos cristianos que asedian Toledo.
Conquistada Toledo, el monarca se propone las con­quistas de las tierras extremeñas. Y dentro de ellas el fuerte de Monfragüe.
Desde aquella altura maravillosa, el Rey enseña a sus generales el lugar donde naufragó la barca de Zaida y la cabaña donde la encontró.
Los encargados de poner los nombres a los lugares conquistados llamaron al lugar donde encontraron la barca el LANCE DE LA MORA. Y al arroyo, para agradar al monarca, le reservaron su frase:
"EL ARROYO DO LA VI".
Es el nombre que aún conserva, aunque los lugare­ños, desconocedores del hecho histórico, lo han asocia­do al Arroyo de la Vid, nombre que parece decirles más a ellos.
Zaida se convirtió al cristianismo, se casó con Alfonso y vivieron felices y contentos en la corte de Castilla.

FUENTES:
-"El Cronista", Revista quincenal de Serradilla.
- Versión recopilada por los niños del Colegio Nacional de Torre­jón el Rubio.
-Gervasio Velo y Nieto, "Castillos de Extremadura".

Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo monfragüe-extremadura

Un santo, una higuera, un convento

Año 1577. España en el cenit de su grandeza con Car­los I.
Extremeños en América: algunos aventureros de Dios, pero los más aventureros del dinero.
A una hora de ese mismo año, en el norte de Extrema­dura, se encuentran reunidos trece frailes de San Fran­cisco.
Han elegido un recoveco a la sombra de una sierra muy cerca de la Vía de la Plata. Tres familias generosas han levantado un convento. Lo vamos a llamar conven­to si cabe este nombre a un edificio de setenta y dos me­tros cuadrados. No es un pisito de renta limitada, sino un convento. Tampoco es que los donantes hayan sido par­cos en su generosidad. Es que los trece frailes no han permitido otras dimensiones.
Se trata de un convento-simiente y las simientes de grandes dimensiones no "pueden caer en tierra y produ­cir fruto".
Los trece, a esa hora de la mañana, en un 22 de mayo, están fuera trabajando en lo que puede ser la huerta de la casa. Están sudorosos, jadeantes, no digo que descal­zos, porque descalzos van a estar siempre. Las recias tú­nicas de saco oscuro se confunden con el polvo de la tierra,
El culpable de todo es fray Pedro de Alcántara. Cin­cuenta y ocho años. Alto, enjuto, con la manía de apre­tarse contra el pecho un Cristo que lleva colgando del cuello. Manía, porque el Cristo no le hace falta. Dema­siado cristo es él. Estirado, sin carnes, lacrado, con tales dimensiones, con tales actitudes... a esos que son o están así en Extremadura los llaman "Cristos". Este, además, lo es, hasta el punto de que "uno de los doce" le dice: "Maestro, ¡qué bien se está aquí, al lado de un santo!"
-Pero, hermano, ¡yo Santo! ¡Santo! ¡De ninguna ma­nera! ¡De ninguna manera!...
Y bajando la cabeza golpea el suelo con un palo seco que utiliza por sus achaques a guisa de bastón. En uno de esos golpecitos el bastón queda clavado en la rendija de una pequeña roca.
Al maestro, como buen alcantarino, no le falta la sorna.
Cuando siente atrapado el cayado en la hienda del peñasco, dice a los suyos:
-Mirad, yo seré Santo cuando este palo produzca higos.
Era el momento de los rezos. Una de las horas en que la pequeña comunidad dialoga siempre con su Dios, es al mediodía.
A la mañana siguiente se repiten las formas del mis­mo trabajo. Tienen que continuar haciendo la huerta, plantando los árboles. Pero... ¡Qué "pero" más curioso! ¡El bastón de fray Pedro que había quedado atrapado entre la roca se ha convertido en una higuera!
Todos miran sorprendidos el árbol.
El respeto ahoga todos los comentarios.
Más tarde repararán en todo el prodigio.
Porque aquella higuera, para dejar constancia a las generaciones posteriores, tenía las hojas de otra mane­ra. Eran más lobuladas.
Hace sólo dos años se ha secado, porque los frailes re­formados habían abandonado el Palancar y ella es muy sensible a las "sequías del espíritu".
Yo mismo, y todos los miles de curiosos anteriores he­mos cortado hojas como recuerdo de la higuera diferen­te, que brotó del cayado de San Pedro de Alcántara.
¡Quién sabe si con los frailes otra vez allí vuelve a bro­tar la higuera!
El Palancar fue el minúsculo cenobio donde un santo, soñando como un loco, inició la reforma franciscana, para devolverla a la mayor austeridad de su nacimiento.
Eran los momentos en que España y el mundo habían iniciado una galopada huyendo de Dios, espoleados por las exigencias del Renacimiento.
Siempre, pero más en aquellos momentos, el Palan­car era una "locura".
Los hombres se olvidan con facilidad. La distancia del tiempo enfría acontecimientos que conmovieron el mundo. A nuestro siglo le está pasando eso. Es, por ello, necesario hacer esfuerzos para escuchar las interpela­ciones que se nos hacen desde la historia.
Queremos recordar esto cuando hablamos del Palan­car. Para nosotros es el testimonio de ascetismo cristiano mejor conservado en el mundo.
Pedro nació en Alcántara de Cáceres en 1499. Su no­ble familia, después de verlo estudiar en Salamanca acepta gustosa su ingreso en la Orden Franciscana cuan­do sólo tenía dieciséis años.
Desde muy pronto, su proyecto de vida lo tenía muy claro. Rechaza cargos, acrisola virtudes, ultima proyec­tos para preparar en plena madurez humana la gran em­presa.
El lugar elegido es un regalo de don Pedro Chaves: en un trozo de sierra, el descanso de una meseta. Lugar sal­vaje, donde los alcornoques se retuercen buscando el cielo que dejan libre los peñascales. A su espalda está la hermosa hondonada del Tajo. Pero la alta Sierra de Ca­ñaveral no permitirá el placer de contemplarla. A sus pies, Pedroso de Acín. Un poco más lejos Portezuelo, Torrejon-cillo, Holguera, Riolobos... y toda la vega del Alagón.
¡Tanta belleza y tanta extensión que no les va a hacer falta!
A la reforma sólo le hacen falta setenta y dos metros cuadrados. Sólo con esto va a comenzar la escalofriante historia de la Reforma Franciscana.
En la planta baja están la capilla, la portería, la habita­ción del portero, la cocina, el comedor, el aljibe, la des­pensa, la celda del prior, el confesionario y, en el centro, un patio. Pero "todo tan en abreviatura que no lo en­tendiera el más versado, aun después de dárselo cons­truido".
La celda del santo "infunde horror, porque además de su estrechez, se bajan para entrar en ella algunos es­calones. No tiene respiración ni ventana por donde en­tre la luz y así, estrecha, lóbrega y subterránea, más pa­rece ataúd o nicho para depósito de un muerto que celda para habitación de un vivo". "La cama, una piedra o ta­rima de tres tablas, y queda otro tanto espacio para que el morador de ella pueda arrodillarse o sentarse a leer". "Como único adorno dos palos en forma de cruz o una cruz formada por dos palos".
"Las puertas son de dos tablas tan bajas y angostas que el más corto de estatura necesita inclinar la cabeza, y el más enjuto no puede introducirse por ella sino de medio lado".
"A este tenor son todas las demás del edificio. Este ahorro le salió bien caro al reformador, porque andaba alto y siempre transportado y muchas veces iba y venía arrebatado de los ímpetus del espíritu, le costaron mu­chas descalabraduras las marcas de las puertas".
"El claustro es un cuadradito que, por lo alto del teja­do, tiene sólo tres canales en cada lienzo y las cuatro de las esquinas o ángulos, de suerte que el hueco por donde se respira y apenas se ve el cielo, parece el brocal de un pozo. Puestos cuatro religiosos en los cuatro lienzos opuestos se dan todos la mano, y en esta corresponden­cia corre de alto abajo la obra, si no es impropiedad de­cir alto y bajo donde es tan bajo todo".
Esta es la parte de la descripción asombrada que se hacía del convento inicial de la Reforma en el año 1765 en un libro publicado en Madrid.
Nosotros sólo queremos añadir que eso está todavía allí.
La Providencia lo ha conservado, porque esperaba que lo necesitara nuestro siglo.
Todo ha sido posible, porque al hacer el convento mayor, el pequeño, el conventito, quedó prácticamente enterrado.
Aún recuerdo cuando el padre Enrique Escribano, franciscano de Casas de Millán, primer superior en la nueva era del convento, lo iba desenterrando, recuerdo la sensación que le producía a él y a todos sus trabaja­dores.
Parecía que resucitaban a un muerto. Haciendo un nuevo milagro.
Y hay que preguntarse: ¿Es que no lo ha sido?

FUENTES:
-Testimonios directos del P. Enrique Escribano al autor.
-Testimonios de los Padres Franciscanos de "El Palancar".
-"Biografía de San Pedro de Alcántara", por Vicente González Ramos.

NOTA: Cuando ya está en prensa este libro, las señoras Asunción y Adelaida Sánchez-Ocaña me ofrecen el testimonio de guardar en su finca de "San Polo" una higuera que ellas mismas sembraron al traer­se un retoño de "El Palancar". Este retoño, convertido en árbol, es testimonio de lo que hemos afirmado. Así, la famosa higuera de San Pedro de Alcántara se perpetúa para la posteridad.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo el palacar-extremadura

Un milagro del cristo de la serradilla

Hacia 1710, Serradilla podía presumir de ser uno de los pueblos más ilustres de Extremadura. Allí se daban cita la piedad de los creyentes y la riqueza de los poten­tados.
Hacía muy pocos años que los serradillanos se habían permitido el lujo de gastar varios centenares de miles de reales con los maestros madrileños Francisco de la Rosa, José de Pomar yJuan de la Rosa "por las hechuras de los retablos para su iglesia del Cristo de la Victoria".
La Reina doña Mariana, mujer de Carlos II contri­buyó con sus limosnas.
Marqueses y titulados rivalizaron también en sus ayu­das, como el Duque de Béjar, la Marquesa de Canales, el Marqués de Monroy y muchos más.
El Cristo de la Victoria es una talla valiosa de Cristo que, de pie, abraza la cruz en el momento en que va a morir crucificado.
Cuando llegó a Serradilla venía precedida de una lar­ga historia de procesos, inspiraciones, profecías, incluso milagros.
Se recordará siempre la decisión de la beata Francis­ca de Oviedo, que empeñó toda su vida y toda su santi­dad para que en su pueblo extremeño fuera realidad la imagen, el convento y las monjas.
El pueblo fue consecuente con los hechos y el medio siglo que había transcurrido desde la llegada del Cristo, en 1641, hasta la culminación de las obras en los co­mienzos del siglo XVIII, fue época generosa, activa, de entusiasmo y de entrega.
Suelen coincidir estos momentos de exacerbación re­ligiosa con una correspondencia extraordinaria por par­te del cielo. Al menos con el Cristo de la Victoria ésta fue la norma.
Serradilla tenía una industria artesana, sencilla, pero­muy fuerte.
El serradillano es un hombre esforzado, austero, tra­bajador, busca la peseta allí donde puede encontrarse. Por eso en mulos o caballos salían a vender sus produc­tos a las fértiles regiones de sus cercanías: el Valle, la Ve­ra o Las Hurdes.
Juan Alonso y María Serrana era un matrimonio típico, significa-tivo de la artesanía y del trabajo regional. En su casa hacían jabones con los medios utilizados hasta entonces. Aprovechaban las grasas y desperdicios de aceites, consiguiendo una aprovechable rentabilidad.
Se decía que cada vez que regresaban de las ventas es­condían, entre la paja de las albardas, algunos ducados de vellón y muchos más reales de plata, producto de sus ganancias.
Por aquél entonces los caminos estaban poblados de ladrones y vaga-bundos. Carlos II, el Rey Hechizado, y luego la Guerra de Sucesión, dejaron a España sumida en la miseria.
No pocos españoles, amparados en la situación, eli­gieron el camino fácil de robar lo ajeno.
Monfragüe y sus alrededores eran santuario incólume de la piratería y del bandolerismo. Sus inmediaciones, unas inmediaciones bastante amplias, conocían el rei­nado de estos ladrones. A cualquier hora caían sobre los indefensos arrieros que, para librarse, a lo sumo sólo po­dían exhibir el triste galope de sus caballerías.
Aquella tarde, cuandojuan y María regresaban de La Vera, en el camino de Malpartida, les salió un ladrón.
Su presencia fue conocida por un escopetazo que tumbó en tierra casi muerto a Juan Alonso.
Al ruido del disparo los mulos huyeron perseguidos por el agresor, que adivinaba el lugar donde se escondía el dinero.
El bandolero volvió con los animales al lugar donde se desangraba el indefenso hombrecillo, auxiliado por los brazos de una mujer cristiana.
Le ayudaba a morir, más que a remediar las heridas.
El asesino, muy nervioso, exigió el dinero. Y ante los titubeos de la pobre María, arremetió contra ella propi­nándole un incomprensible culatazo que la destrozó la cara. No contento, volvió sobre ella e, incomprensible­mente, con un cuchillo atravesó su garganta.
Mientras, él con los mulos, escapó al galope.
Cuando la heroica mujer volvió en sí, se quitó el pa­ñuelo de la cabeza, lo lió fuerte a su garganta y caminó medio atontecida hasta el río Barbaún. El riachuelo, pa­ra su desgracia, en aquella primavera venía muy creci­do. Era imposible vadearlo. Allí, junto a la orilla, lavó sus heridas y se encomendó al Cristo que adivinaba a lo lejos en su novedoso camarín.
Después, no supo cómo, pero lo cierto es que cuando se dio cuenta estaba junto a la fuente de la Cañadilla. Allí, tres hombres de Serradilla llegaron a buscar agua. Lo que veían sus ojos a la parca luz de la noche les pare­cía un sueño. Cubiertas las ropas de sangre, la "tía Serra­na" estaba delante de ellos medio moribunda. La mon­taron sobre las aguaderas de sus borricos y la llevaron a los chozos.
La noche se había cerrado y, además, el traslado has­ta Serradilla resultaba imposible. Relámpagos, truenos, lluvia..., ponían las últimas notas tétricas para completar el espectáculo.
Pero aquellos hombres no se arredraron. Ellos mis­mos sacaron del pañuelo de seda un fuerte hilo, ya tren­zado por la sangre, y cosieron sus heridas
"Le dieron 16 puntadas, y a breve tiempo sanó".
Era el año de 1710. La iglesia del Santísimo Cristo de Serradilla, desde ese año, se adorna con un cuadro o ex­voto "situado según se entra a la derecha".
Todo el pueblo piensa, y así pudo ser, en uno de los muchos milagros del Cristo de la Victoria.

FUENTES:
-"Historia del Santísimo Cristo de la Victoria", que se venera en la villa de Serradilla (Cáceres), por Eugenio Cantera, OAR.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo la serradilla-extremadura

Tornavacas

La planicie castellana, en dirección a Extremadura, remata en la serie montañosa del Sistema Central. Allí se alzan como centinelas de granito los Picos de Gredos y el Calvitero. Es una cadena con vocación de unidad, que deja un angosto paso que llaman Puerto de Castilla o de Tornavacas. Son los dos pueblos, últimos o prime­ros, de sus respectivas regiones.
Los separa una cortada barrera infranqueable, nada fácil de superar. La carretera actual ha tenido que mon­tarse sobre la calzada romana, porque no existen posibi­lidades para mucho más.
Esta circunstancia estratégica ha sido suficiente razón para que allí se desarrollaran acontecimientos bélicos de excepción con los romanos, los árabes, los franceses o las Guerras de Sucesión.
Quizá la toponimia de la región es la que mejor re­cuerda algunos de estos hechos, como agradecido desa­gravio a lo que muchos han olvidado.
La historia y la leyenda van tan abrazadas que resulta imposible separar el coto particular de cada una. Hasta es posible que se hagan mutuo daño.
El hecho que recordamos se remonta a los tiempos de Ramiro II.
La Reconquista se proyectaba con fuerza y la Penín­sula comen-zaba a ser más cristiana que de los musulma­nes. El monarca leonés buscaba unas fronteras más se­guras. Venía persiguiendo a las huestes sarracenas por el Valle del Tormes.
La morisma se hace fuerte en el llano que hoy llaman de la Vega del Escobar. Conocían que unos pasos más bastaban para rodar por las escabrosas defensas natura­les hacia otras cuencas y regiones.
La batalla, por eso, se presenta como definitiva. Las fuerzas cristianas están agrupadas, pero no mez­cladas.
Son muchas.
Tienen sus campamentos muy cercanos: el Rey se si­túa en un lugar central. Los señores feudales, capitanea­dos por don Gil García, a uno de los lados. Los Obispos, Abades y religiosos, a otro.
Se lucha por la tierra y por el cielo.
Los muertos van al seno de Dios o al paraíso de Ma­homa.
Las horas de aquél día interminable no son capaces de señalar un claro vencedor. Si acaso, serían los musul­manes.
Antes de llegar la noche, los cristianos, cuando pensa­ban en la retirada, observan en el cielo un aguerrido ca­ballero que preside un ejército medio invisible, medio real.
En las lomas y en los valles altos aparecen unas lumi­narias, teas encendidas, que parecen significar la pre­sencia de tropas de refresco. Se las ve bajar desde la altu­ra. Avanzan como animales salvajes. Es de noche. Los moros se sienten desconcertados.
¿Quiénes son? ¿Qué tipo de lucha es ésa? ¿Cómo es­taban en lo alto? ¿Por qué avanzan con tanto brío? ¿Y ese caballero, ese jinete, volando sobre el cielo con la es­pada desenvainada?...
Los pastores y ganaderos habían preparado durante la tarde sus vacadas. A los cuernos de los animales ata­ron teas que ellos mismos tenían fabricadas con estopas, sebos, resinas y aceites.
Cuando llegó la noche las encendieron y arreando los animales enloquecidos hacia las huestes mahometanas, consiguieron que despavoridas se auto-destruyeran huyendo en todas direcciones.
Desde arriba, los cristianos contemplaban atónitos el espectáculo dantesco:
Luces veloces desparramadas en todas direcciones. Carreras y zig-zag de hombres y de bestias. Gritos y bra­midos. Estrellas y sombras. Cornadas, atropellos, san­gre y muerte. Reyes, Abades, Señores y soldados aso­mados al balcón de Castilla.
Y Ramiro II, que también está en aquel mirador, agradeció a los heroicos animales cuando vuelven a sus lugares y dueños, grita emocionado:
-"¡Tornan las vacas! ¡Tornan vacas! ¡Tornavacas!"
La Historia aún tiene los recuerdos de estos hechos: al villorrio que crecía por donde tornaron las vacas cuando llegó a la villa se le concedió un escudo: una vaca con dos teas sujetas a las astas o cuernos. En la Edad Media se certificaban los apellidos y los villazgos como conse­cuencia de hechos heroicos reconocidos.
En lo alto de la hoy tierra castellana nacieron una se­rie de pueblos, cuyos nombres recuerdan a los partíci­pes en la batalla: "Casas del Rey", donde se asentaron las tropas de Ramiro II "Casas del Abad", donde estu­vieron los jerarcas religiosos. "Casas de Gil García", por uno de los señores feudales.
Y, presidiéndolos a todos, un pueblo nuevo, una peña y una imagen: el pueblo nuevo fue, y es, Santiago de Aravalle.
La peña, que se llama aún "Pie de Santiago", está en las estribaciones del Calvitero y muestra orgullosa una de las pisadas del caballo de Santiago, el jinete de la ba­talla.
La imagen es la consecuencia: a partir de esta fecha se comienza a representar a Santiago, el peregrino cami­nante, en forma de guerrero sobre un caballo blanco. Así lo vieron en aquella tarde inolvidable.
Además, para conmemorar tantos hechos, se celebra­ron "justas" o "torneos" que rememoraban el lugar don­de acaecieron los hechos victoriosos. Más tarde, cuando se olvidó tanta grandeza, quedó aún lleno de orgullo, un villorrio que aún se llama "Justias" o "Hustias".
Y es curioso, todos estos pueblos ocupan un espacio no mayor que el que podía ocupar un ejército en los tiempos medievales.
Pero abajo, muy abajo, creció el que durante muchos años fue el más importante de los pueblos del valle: TORNAVACAS.

FUENTES:
-F. Flores del Manzano, "El valle del Jerte". Hacia una historia de la Alta Extremadura.
-Testimonios directos recogidos en los pueblos de Tornavacas, Santiago de Aravalle, Las Umbrías, etc.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo tornavacas-extremadura

San jovita

Después de la batalla de Talavera, en julio de 1809, los franceses se resarcían de la derrota a primeros de ju­lio, con la toma de Plasencia por el mariscal Soult, que venía victorioso desde Béjar.
El pánico a los franceses fue tan feroz que los habitan­tes de Plasencia abandonaron la ciudad.
Sólo hacia 1813, con la ofensiva hispano-inglesa de Wellington se pudo decir que Extremadura era definiti­vamente libre.
Por esas fechas se trocaron los papeles. Las derrotas habían cambiado de signo, y en no pocas batallas y en muchas escaramuzas los franceses eran perdedores.
En una de estas reyertas, cuando los gabachos, a du­ras penas, podían imponer su ley, un destacamento ha­bía marchado a imponer requisas por tierras del Ala­gón para unas tropas que muy pronto abandonarían la ciudad.
Cuando regresaban con sus mulas cargadas de vian­das, los carcaboseños, escondidos como demonios entre las cárcabas del río Jerte, cayeron sobre los franceses de forma totalmente inesperada. Como extranjeros, no su­pieron hacer otra cosa que cruzar el río con sus cabalga­duras aligeradas del peso que traían y huir hacia Pla­sencia.
En las mismas orillas del agua se quedaron sacos, re­ses degolladas, pellejos de vino y aceite y un pobre des­graciado francés malherido en el ataque. Tumbado en tierra, revolcándose en el agua y en su sangre, esperaba su liberación con una muerte irremediable a manos de los que ellos mismos, momentos antes, habían robado y escarnecido. De rodillas imploró perdón, y quiso el cie­lo que aquellos rudos labriegos, nobles de sentimientos, no sólo lo perdonaran, sino que se lo llevaron a Carca­boso para curarlo.
En un portalón viejo de una de las casas achaparradas lo limpiaron y vendaron sus heridas. Más aún, el pueblo se encargó de su cuidado hasta que pudo valerse por sí mismo.
Todos los días aquél soldado, en la casa donde fue acogido cristianamente, veía rezar y rezaba. Él también era creyente.
Le llamó la atención el rezo a un santo para él desco­nocido: San Jovita. Era patrono del pueblo, y todos los habitantes le habían confiado la defensa de sus vidas.
Ellos podían presumir muy poco, porque eran unos cuantos habitantes agazapados a la orilla del río, cerca­nos a la famosa Vía de la Plata. Sólo tenían el orgullo de su puente romano, ya un tanto maltrecho. Por allí cruza­ban en sus caminatas hacia Plasencia.
El consuelo, único en aquellos momentos, les venía de una iglesia pobre subida en un pequeño terraplén. La indigencia del templo era tanta que para poder tener pórtico habían quitado dos miliarias de la vía romana y las utilizaban como columnas.
Antes de marcharse el francés, aristócrata y militar de excepción, quiso recompensar al pueblo por la vida y las atenciones que le habían prodigado.
Pensó que nada mejor para aquellos hombres religio­sos que regalarles una imagen de su patrón San Jovita.
Dos veloces arrieros de Carcaboso fueron a Torrejon­cillo, pueblo cercano, famoso por su artesanía de paños y curtidos, con excelentes orives y algunos artesanos de la madera, y contrataron la talla.
Pronto, en las fiestas patronales de febrero, ya estaba la imagen en el pueblo.
Más tarde, la devoción a San Jovita y el pueblo cono­cieron un ritmo ascendente, tanto que se trasladaron las fiestas a septiembre, en los mismos días de la feria, por­que mientras las ferias menguaban, el entusiasmo santo­ril iba en aumento.
Pasado un siglo, Carcaboso recibió el premio por su singular devoción a San Jovita. Desde Brescia, la patria del ilustre mártir, le llegó una reliquia, que guardan con singular veneración.
El decreto de autenticidad dice así:
"Luis Morstabilini, por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica, Obispo de la Santa Iglesia de Brescia: A to­dos y cada uno de los que lean estas nuestras letras, da­mos fe y testimoniamos que Nos, para mayor gloria de Dios Omnipotente y la veneración de sus Santos, toma­mos de lugares auténticos, reconocimos y colocamos una sagrada partícula de los huesos de los Santos Fausti­no yJovita, en una caja de metal plateado, de forma re­donda, la cual, bien cerrada, cosida con hilo de seda de color rojo y sellada con el sello menor de Nuestra Santa Iglesia de Brescia, hicimos donación a la Orden de Frai­les Menores, con facultad de retenerla consigo, de do­narla a otros y de exponerla a la pública veneración de los fieles en cualquier iglesia, oratorio o capilla.
En fe de lo cual mandamos expedir por medio de nuestro Canciller, estas letras testimoniales, suscritas de nuestra mano y selladas con nuestro sello.
Dado en Brescia, Palacio Episcopal, el día 28 de abril de 1975.
Luis Morstabilini, Obispo". (Hay un sello).
El destino final de esta reliquia es Carcaboso, un pue­blo de Extremadura, que cada año celebra gozoso la fes­tividad de su patrón San Jovita los días 20, 21 y 22 de septiembre.

FUENTES:
-Mi agradecimiento a los amigos de Carcaboso que me han pro­porcionado esta leyenda: Andrés Sánchez López, José María Nava­rro y Juan José Verdú.
-Fray Antonio Corredor García, "Faustino y Jovita. Los Santos Mártires". Historia y Leyenda.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo carcaboso-extremadura

Rosaura "la bella"

Trujillo es "una impresionante silueta de murallas, to­rres y castillo sobre cerros de berrocales, desde donde se dominan inmensas perspectivas".
Por doquier hay señales de su pasada grandeza, rui­nas que en otra parte se celebrarían como testimonios de insigne monumentalidad.
La Plaza de Trujillo, señorial y única, irregular y al mismo tiempo perfecta. En sus lados se alzan el palacio de los Marqueses de la Conquista, destilando lujosa be­lleza ornamental; el también palacio de Vargas y Carba­jal; después el de San Carlos de sabor plateresco; las ar­cadas pertenecen a la casa de los Condes de Quintani­lla; la iglesia de San Martín, fábrica impresionante de sa­bor gótico; el Ayuntamiento que parece agacharse para contemplar la silueta grisácea del castillo, las otras torres y palacios que como las del Alfiler, Alcaravejo, Los Be­jaranos, Orellanas, Pizarros, Chaves, Paredes, Tapias... sumen el alma en un sueño placentero hacién-donos pensar que estamos en una ciudad anclada en la Edad Media.
Y en el centro de la plaza una hermosa fuente con car­pas multicolores y la soberbia estatua ecuestre dedicada al más esclarecido de sus hijos, Francisco Pizarro. La ex­traordinaria pulcritud de la obra obliga a decir a los Tru­jillanos que fuente y estatua están cercanas porque en las noches claras del caluroso verano extremeño, cuando todos descansan tranquilos, el caballero, agradecido, baja de su pedestal al caballo y bebe en las cristalinas aguas para poder resistir los briosos quehaceres del día siguiente, como antaño lo hiciera en las duras etapas del Perú americano.
Allí. Precisamente allí se oye el eco monótono de una guitarra acariciada por la mano dolorida de un ciego. Acompaña sus notas quejosas el desafiante chirrido de unos viejos romances que todos conocen. Las gentes, las pobres gentes sencillas que han bajado, miran primero a distancia y escuchan los gemidos del ciego para luego exclamar:

¡Hermosa. Rosaura!
¡¡Pobre Rosaura!!
¡¡¡Infeliz Rosaura!!!

Cuando al terminar su canción, el lazarillo, que tam­bién cantaba ayudando a su amo, alarga el raído som­brero del viejo, los curiosos, que ya forman corro, dejan caer unos céntimos y algunas perrillas ante los ojos emo­cionados del zagal pordiosero.
La pareja de rapsodas ambulantes saben muy bien de quien hablan y a quien cantan. No hay un solo trujillano que no la recuerde. Nada más los niños inocentes pre­guntan por ella: por Rosaura.
Algunos, muy pocos años atrás, vivía entre ellas.
La envidiaban todas por su belleza.
Hasta las señoras de los palacios lujosos la miraban cuando bajaba desde su casa en lo alto de la Villa y pa­sando por el arco de Santiago, iba a rezar a la iglesia de Santa María.
El padre, don Diego de Castro, era un ilustre de Espa­ña. La madre, doña Isabel de Mendoza, pertenecía a la más rancia prosapia trujillana.
Su lujosa mansión estaba cercana a la de un apuesto galán con quien la fortuna no había sido tan pródiga en riquezas materiales como en prendas físicas.
Esto no era obstáculo para que entre los dos jóvenes brotara el amor más profundo y menos interesado. Ro­saura tenía entonces unos quince años. Esos cuantos años, capaces de cualquier locura:

"Vivía pared en medio
más abajo de mi casa,
un hijo de un labrador
de hacienda algo moderada,
mozo galán y valiente,
discreto y de linda traza
que se llevó mi aficción
y me amaba con ansia.
Mas como las cualidades
del uno al otro no igualan,
tuvo lugar una noche
para escribir una carta
dándole a entender por ella
que me saque de mi casa
con sigiloso secreto
y con cautelosa maña".

Pero el "alevoso amante" tenía como confidente a un primo suyo, que desde el momento inicial de los secre­tos, maquinó el más ruin de los propósitos.
¿Mezquindad de corazón?
¿Envidia de pariente?
No los sabemos. Pero el hecho fue:

"A los catorce de abril
me sacaron de mi casa
bien prevenida de joyas
y de muy costosas galas...
Cinco días caminamos
marchando a largas jornadas,
hasta llegar a este sitio
encubridor de mi infamia"...

A Rosaura la había llevado hasta la misma Sierra Mo­rena:

"de tantos delitos capa,
amparo de aquél que ofende,
defensa del que mal acaba...
Allí los dos desmontaron
con intención depravada
para marchitar la flor
que de algunos fue envidiada"...

Hasta aquel momento la joven inocente, aunque un tanto desconfiada sólo fue capaz de pensar que huían muy lejos, a donde ningún curioso ni por casualidad, pu­diera reconocerla. Mas al comprender las perversas in­tenciones lloró, rogó, gritó al cielo, desesperada, para que viniera en su ayuda.
¡Todo inútil!
Aquellas serranías no eran entonces más que asilo de bandoleros empedernidos, únicos verdaderos señores del agreste paraje.
Acostumbrados a ser testigos de mil infamias no se estremecieron ahora por una más de tan­tas villanías. Sólo, cuando el uno y el otro satisfacieron sus instintos de bestia, igualados en la bajeza de sus pa­siones, pensaron en igualarse en la perfidia del crimen.
Sin embargo en el desgraciado amante quedaban aún, aunque tenues, algunos rescoldos del amor prime­ro. Cuando la infeliz niña lloraba irreme-diable su triste sino, el primo la desnuda, mira las carnes ensangrenta­das y atando sus manos a un roble se propone culminar la obra rematando a su víctima de un pistoletazo.
Y lo hubiera conseguido si el que fuera su verdadero amante no se hubiera interpuesto hasta convencerlo de la inutilidad de ese crimen en el que él no quería parti­cipar...

..."no quiere el cielo
que, pues yo he sido la causa
de que esta doncella pierda
su honor, se cometa otra infamia.
Aquí la pienso dejar
entre espesas matas,
expuesta a las muchas fieras
que por estas breñas pasan
y ellas le darán la muerte
mal merecida y sin causa"...

En efecto. Los dos jóvenes se marcharon y la dejaron "como la flor en la escarcha" sin beber sin comer

"sino las amargas hierbas
que con la boca alcanzaba".

Quiso la suerte que los gritos cada vez más débiles de la niña fueran escuchados por un cazador que descansa­ba a orillas de un arroyuelo, escondido entre las brañas.
Al acercarse, cuando vio tal hermosura, se quedó mu­do, absorto, suspenso, sin dar crédito a lo que miraban sus ojos.
Fue ella quien

"de aquesta suerte le habla:
Llega mancebo y no temas,
pues soy una desgraciada
y mis pecados me tienen
en el sitio en que me hallas;
desátame y te diré
mis penas, fatigas y ansias,
y también los alevosos
que son de mi mal la causa".

El cazador temeroso más que compasivo saca su da­ga, rompe los cordeles y quitándose la zamarra cubre las temblorosas carnes de la niña destrozada.
Su asombro crece por momentos. Sigue sin articular palabra.
¡El espectáculo por sencillo es sobrecogedor! ¡La víctima es una niña!
Por fin sale de su perplejidad. Consigue hilvanar unas preguntas. Y la joven le cuenta todo lo sucedido hasta llegar al momento en que se encuentra.

"Esta es la historia y te pido
te duelas de mi desgracia
y en tu compañía me lleves
a la ciudad más cercana,
porque desde allí pretendo
el castigo de esta infamia".

El caballero la monta en su corcel. La lleva a una quinta cercana donde la dan de comer. La ponen luego un vestido y siguen hasta Córdoba.

Cuando llegan no había amanecido. Entran por la puerta del Rosario. Allí según sus deseos la deja:

"Adiós, joven, quiera el cielo
que sea tu dicha tanta,
que logre tu buen deseo
y después, la gloria santa".

"Sentose en el duro suelo
aquella joven incauta,
aguardando por momentos
la aurora de la mañana,
para emprender animosa
el intento que llevaba".

El intento era muy claro. Recurrir a su padrino de bautismo que vivía en aquella ciudad y al que ya en otras ocasiones había visitado.

"¿Conoceréis, señor mío,
a la que distéis el agua
del bautismo allá, en Trujillo,
y le pusisteis Rosaura?
Habéis de saber soy yo;
la que nunca se criara,
pues fui la mujer más frágil
que se ha visto en toda España.
Por firme del amor,
perdido mi honor se halla;
mirad bien mi tierna edad,
que de quince años no pasa,
que si lo consideráis
cierto, tomaréis venganza.
Dos viles me han seducido
sacándome de mi casa,
y han mancillado mi honor
en Sierra Morena, basta".

Don Francisco se levanta herido él mismo de rabia. Llama a uno de sus criados y más que cabalgar, vuela hasta Trujillo.
Cuando encuentra a su compadre don Diego de Cas­tro le cuenta lo sucedido y le enseña una carta que traía de su hija.
Ebrio de furor y de venganza marcha a ver al Corregi­dor pidiendo justicia para su hija.
En aquellas ocasiones este tipo de crímenes se sustan­ciaban con rapidez sobre todo cuando los ofensores pro­cedían de la clase villana.

"Al instante los prendieron,
y sentenciada la causa,
el juez, con recta justicia
a muerte los condenaba.
Los meten en la capilla,
y llorando al cielo claman,
pidiendo misericordia
a la Virgen soberana.
 Los sacaron de la cárcel
pregonando por las plazas,
diciendo: -Esta es la justicia
que por las leyes se manda
ejecutar con los reos
por su delincuente infamia.
Ya los suben al suplicio,
y el verdugo se prepara,
y una muerte afrentosa
a Dios, entregan su alma".

FUENTES:
-Nos ha servido de base para esta leyenda el libro "Romances de Ciego". Edición de Julio Caro Baroja.
-"Trujillo", del Conde de Canilleros.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

0.104.3 anonimo trujillo-extremadura