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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Rosaura "la bella"

Trujillo es "una impresionante silueta de murallas, to­rres y castillo sobre cerros de berrocales, desde donde se dominan inmensas perspectivas".
Por doquier hay señales de su pasada grandeza, rui­nas que en otra parte se celebrarían como testimonios de insigne monumentalidad.
La Plaza de Trujillo, señorial y única, irregular y al mismo tiempo perfecta. En sus lados se alzan el palacio de los Marqueses de la Conquista, destilando lujosa be­lleza ornamental; el también palacio de Vargas y Carba­jal; después el de San Carlos de sabor plateresco; las ar­cadas pertenecen a la casa de los Condes de Quintani­lla; la iglesia de San Martín, fábrica impresionante de sa­bor gótico; el Ayuntamiento que parece agacharse para contemplar la silueta grisácea del castillo, las otras torres y palacios que como las del Alfiler, Alcaravejo, Los Be­jaranos, Orellanas, Pizarros, Chaves, Paredes, Tapias... sumen el alma en un sueño placentero hacién-donos pensar que estamos en una ciudad anclada en la Edad Media.
Y en el centro de la plaza una hermosa fuente con car­pas multicolores y la soberbia estatua ecuestre dedicada al más esclarecido de sus hijos, Francisco Pizarro. La ex­traordinaria pulcritud de la obra obliga a decir a los Tru­jillanos que fuente y estatua están cercanas porque en las noches claras del caluroso verano extremeño, cuando todos descansan tranquilos, el caballero, agradecido, baja de su pedestal al caballo y bebe en las cristalinas aguas para poder resistir los briosos quehaceres del día siguiente, como antaño lo hiciera en las duras etapas del Perú americano.
Allí. Precisamente allí se oye el eco monótono de una guitarra acariciada por la mano dolorida de un ciego. Acompaña sus notas quejosas el desafiante chirrido de unos viejos romances que todos conocen. Las gentes, las pobres gentes sencillas que han bajado, miran primero a distancia y escuchan los gemidos del ciego para luego exclamar:

¡Hermosa. Rosaura!
¡¡Pobre Rosaura!!
¡¡¡Infeliz Rosaura!!!

Cuando al terminar su canción, el lazarillo, que tam­bién cantaba ayudando a su amo, alarga el raído som­brero del viejo, los curiosos, que ya forman corro, dejan caer unos céntimos y algunas perrillas ante los ojos emo­cionados del zagal pordiosero.
La pareja de rapsodas ambulantes saben muy bien de quien hablan y a quien cantan. No hay un solo trujillano que no la recuerde. Nada más los niños inocentes pre­guntan por ella: por Rosaura.
Algunos, muy pocos años atrás, vivía entre ellas.
La envidiaban todas por su belleza.
Hasta las señoras de los palacios lujosos la miraban cuando bajaba desde su casa en lo alto de la Villa y pa­sando por el arco de Santiago, iba a rezar a la iglesia de Santa María.
El padre, don Diego de Castro, era un ilustre de Espa­ña. La madre, doña Isabel de Mendoza, pertenecía a la más rancia prosapia trujillana.
Su lujosa mansión estaba cercana a la de un apuesto galán con quien la fortuna no había sido tan pródiga en riquezas materiales como en prendas físicas.
Esto no era obstáculo para que entre los dos jóvenes brotara el amor más profundo y menos interesado. Ro­saura tenía entonces unos quince años. Esos cuantos años, capaces de cualquier locura:

"Vivía pared en medio
más abajo de mi casa,
un hijo de un labrador
de hacienda algo moderada,
mozo galán y valiente,
discreto y de linda traza
que se llevó mi aficción
y me amaba con ansia.
Mas como las cualidades
del uno al otro no igualan,
tuvo lugar una noche
para escribir una carta
dándole a entender por ella
que me saque de mi casa
con sigiloso secreto
y con cautelosa maña".

Pero el "alevoso amante" tenía como confidente a un primo suyo, que desde el momento inicial de los secre­tos, maquinó el más ruin de los propósitos.
¿Mezquindad de corazón?
¿Envidia de pariente?
No los sabemos. Pero el hecho fue:

"A los catorce de abril
me sacaron de mi casa
bien prevenida de joyas
y de muy costosas galas...
Cinco días caminamos
marchando a largas jornadas,
hasta llegar a este sitio
encubridor de mi infamia"...

A Rosaura la había llevado hasta la misma Sierra Mo­rena:

"de tantos delitos capa,
amparo de aquél que ofende,
defensa del que mal acaba...
Allí los dos desmontaron
con intención depravada
para marchitar la flor
que de algunos fue envidiada"...

Hasta aquel momento la joven inocente, aunque un tanto desconfiada sólo fue capaz de pensar que huían muy lejos, a donde ningún curioso ni por casualidad, pu­diera reconocerla. Mas al comprender las perversas in­tenciones lloró, rogó, gritó al cielo, desesperada, para que viniera en su ayuda.
¡Todo inútil!
Aquellas serranías no eran entonces más que asilo de bandoleros empedernidos, únicos verdaderos señores del agreste paraje.
Acostumbrados a ser testigos de mil infamias no se estremecieron ahora por una más de tan­tas villanías. Sólo, cuando el uno y el otro satisfacieron sus instintos de bestia, igualados en la bajeza de sus pa­siones, pensaron en igualarse en la perfidia del crimen.
Sin embargo en el desgraciado amante quedaban aún, aunque tenues, algunos rescoldos del amor prime­ro. Cuando la infeliz niña lloraba irreme-diable su triste sino, el primo la desnuda, mira las carnes ensangrenta­das y atando sus manos a un roble se propone culminar la obra rematando a su víctima de un pistoletazo.
Y lo hubiera conseguido si el que fuera su verdadero amante no se hubiera interpuesto hasta convencerlo de la inutilidad de ese crimen en el que él no quería parti­cipar...

..."no quiere el cielo
que, pues yo he sido la causa
de que esta doncella pierda
su honor, se cometa otra infamia.
Aquí la pienso dejar
entre espesas matas,
expuesta a las muchas fieras
que por estas breñas pasan
y ellas le darán la muerte
mal merecida y sin causa"...

En efecto. Los dos jóvenes se marcharon y la dejaron "como la flor en la escarcha" sin beber sin comer

"sino las amargas hierbas
que con la boca alcanzaba".

Quiso la suerte que los gritos cada vez más débiles de la niña fueran escuchados por un cazador que descansa­ba a orillas de un arroyuelo, escondido entre las brañas.
Al acercarse, cuando vio tal hermosura, se quedó mu­do, absorto, suspenso, sin dar crédito a lo que miraban sus ojos.
Fue ella quien

"de aquesta suerte le habla:
Llega mancebo y no temas,
pues soy una desgraciada
y mis pecados me tienen
en el sitio en que me hallas;
desátame y te diré
mis penas, fatigas y ansias,
y también los alevosos
que son de mi mal la causa".

El cazador temeroso más que compasivo saca su da­ga, rompe los cordeles y quitándose la zamarra cubre las temblorosas carnes de la niña destrozada.
Su asombro crece por momentos. Sigue sin articular palabra.
¡El espectáculo por sencillo es sobrecogedor! ¡La víctima es una niña!
Por fin sale de su perplejidad. Consigue hilvanar unas preguntas. Y la joven le cuenta todo lo sucedido hasta llegar al momento en que se encuentra.

"Esta es la historia y te pido
te duelas de mi desgracia
y en tu compañía me lleves
a la ciudad más cercana,
porque desde allí pretendo
el castigo de esta infamia".

El caballero la monta en su corcel. La lleva a una quinta cercana donde la dan de comer. La ponen luego un vestido y siguen hasta Córdoba.

Cuando llegan no había amanecido. Entran por la puerta del Rosario. Allí según sus deseos la deja:

"Adiós, joven, quiera el cielo
que sea tu dicha tanta,
que logre tu buen deseo
y después, la gloria santa".

"Sentose en el duro suelo
aquella joven incauta,
aguardando por momentos
la aurora de la mañana,
para emprender animosa
el intento que llevaba".

El intento era muy claro. Recurrir a su padrino de bautismo que vivía en aquella ciudad y al que ya en otras ocasiones había visitado.

"¿Conoceréis, señor mío,
a la que distéis el agua
del bautismo allá, en Trujillo,
y le pusisteis Rosaura?
Habéis de saber soy yo;
la que nunca se criara,
pues fui la mujer más frágil
que se ha visto en toda España.
Por firme del amor,
perdido mi honor se halla;
mirad bien mi tierna edad,
que de quince años no pasa,
que si lo consideráis
cierto, tomaréis venganza.
Dos viles me han seducido
sacándome de mi casa,
y han mancillado mi honor
en Sierra Morena, basta".

Don Francisco se levanta herido él mismo de rabia. Llama a uno de sus criados y más que cabalgar, vuela hasta Trujillo.
Cuando encuentra a su compadre don Diego de Cas­tro le cuenta lo sucedido y le enseña una carta que traía de su hija.
Ebrio de furor y de venganza marcha a ver al Corregi­dor pidiendo justicia para su hija.
En aquellas ocasiones este tipo de crímenes se sustan­ciaban con rapidez sobre todo cuando los ofensores pro­cedían de la clase villana.

"Al instante los prendieron,
y sentenciada la causa,
el juez, con recta justicia
a muerte los condenaba.
Los meten en la capilla,
y llorando al cielo claman,
pidiendo misericordia
a la Virgen soberana.
 Los sacaron de la cárcel
pregonando por las plazas,
diciendo: -Esta es la justicia
que por las leyes se manda
ejecutar con los reos
por su delincuente infamia.
Ya los suben al suplicio,
y el verdugo se prepara,
y una muerte afrentosa
a Dios, entregan su alma".

FUENTES:
-Nos ha servido de base para esta leyenda el libro "Romances de Ciego". Edición de Julio Caro Baroja.
-"Trujillo", del Conde de Canilleros.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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