Trujillo es "una impresionante silueta de
murallas, torres y castillo sobre cerros de berrocales, desde donde se dominan
inmensas perspectivas".
Por doquier hay señales de su pasada grandeza, ruinas
que en otra parte se celebrarían como testimonios de insigne monumentalidad.
Y en el centro de la plaza una hermosa fuente con carpas
multicolores y la soberbia estatua ecuestre dedicada al más esclarecido de sus
hijos, Francisco Pizarro. La extraordinaria pulcritud de la obra obliga a
decir a los Trujillanos que fuente y estatua están cercanas porque en las noches
claras del caluroso verano extremeño, cuando todos descansan tranquilos, el
caballero, agradecido, baja de su pedestal al caballo y bebe en las cristalinas
aguas para poder resistir los briosos quehaceres del día siguiente, como antaño
lo hiciera en las duras etapas del Perú americano.
Allí. Precisamente allí se oye el eco monótono de una
guitarra acariciada por la mano dolorida de un ciego. Acompaña sus notas
quejosas el desafiante chirrido de unos viejos romances que todos conocen. Las
gentes, las pobres gentes sencillas que han bajado, miran primero a distancia y
escuchan los gemidos del ciego para luego exclamar:
¡Hermosa.
Rosaura!
¡¡Pobre
Rosaura!!
¡¡¡Infeliz
Rosaura!!!
Cuando al terminar su canción, el lazarillo, que también
cantaba ayudando a su amo, alarga el raído sombrero del viejo, los curiosos,
que ya forman corro, dejan caer unos céntimos y algunas perrillas ante los ojos
emocionados del zagal pordiosero.
La pareja de rapsodas ambulantes saben muy bien de
quien hablan y a quien cantan. No hay un solo trujillano que no la recuerde.
Nada más los niños inocentes preguntan por ella: por Rosaura.
Algunos, muy pocos años atrás, vivía entre ellas.
La envidiaban todas por su belleza.
Hasta las señoras de los palacios lujosos la miraban
cuando bajaba desde su casa en lo alto de la Villa y pasando por el arco de Santiago, iba a
rezar a la iglesia de Santa María.
El padre, don Diego de Castro, era un ilustre de España.
La madre, doña Isabel de Mendoza, pertenecía a la más rancia prosapia
trujillana.
Su lujosa mansión estaba cercana a la de un apuesto
galán con quien la fortuna no había sido tan pródiga en riquezas materiales
como en prendas físicas.
Esto no era obstáculo para que entre los dos jóvenes
brotara el amor más profundo y menos interesado. Rosaura tenía entonces unos
quince años. Esos cuantos años, capaces de cualquier locura:
"Vivía
pared en medio
más abajo
de mi casa,
un hijo de
un labrador
de hacienda
algo moderada,
mozo galán
y valiente,
discreto y
de linda traza
que se
llevó mi aficción
y me amaba
con ansia.
Mas como
las cualidades
del uno al
otro no igualan,
tuvo lugar
una noche
para
escribir una carta
dándole a
entender por ella
que me
saque de mi casa
con
sigiloso secreto
y con
cautelosa maña".
Pero el "alevoso amante" tenía como
confidente a un primo suyo, que desde el momento inicial de los secretos,
maquinó el más ruin de los propósitos.
¿Mezquindad de corazón?
¿Envidia de pariente?
No los sabemos. Pero el hecho fue:
"A los
catorce de abril
me sacaron
de mi casa
bien
prevenida de joyas
y de muy
costosas galas...
Cinco días
caminamos
marchando a
largas jornadas,
hasta
llegar a este sitio
encubridor
de mi infamia"...
A Rosaura la había llevado hasta la misma Sierra Morena:
"de
tantos delitos capa,
amparo de
aquél que ofende,
defensa del
que mal acaba...
Allí los
dos desmontaron
con
intención depravada
para
marchitar la flor
que de
algunos fue envidiada"...
Hasta aquel momento la joven inocente, aunque un tanto
desconfiada sólo fue capaz de pensar que huían muy lejos, a donde ningún
curioso ni por casualidad, pudiera reconocerla. Mas al comprender las
perversas intenciones lloró, rogó, gritó al cielo, desesperada, para que
viniera en su ayuda.
¡Todo inútil!
Aquellas serranías no eran entonces más que asilo de
bandoleros empedernidos, únicos verdaderos señores del agreste paraje.
Acostumbrados a ser testigos de mil infamias no se
estremecieron ahora por una más de tantas villanías. Sólo, cuando el uno y el
otro satisfacieron sus instintos de bestia, igualados en la bajeza de sus pasiones,
pensaron en igualarse en la perfidia del crimen.
Sin embargo en el desgraciado amante quedaban aún,
aunque tenues, algunos rescoldos del amor primero. Cuando la infeliz niña
lloraba irreme-diable su triste sino, el primo la desnuda, mira las carnes
ensangrentadas y atando sus manos a un roble se propone culminar la obra
rematando a su víctima de un pistoletazo.
Y lo hubiera conseguido si el que fuera su verdadero
amante no se hubiera interpuesto hasta convencerlo de la inutilidad de ese
crimen en el que él no quería participar...
..."no
quiere el cielo
que, pues
yo he sido la causa
de que esta
doncella pierda
su honor,
se cometa otra infamia.
Aquí la
pienso dejar
entre
espesas matas,
expuesta a
las muchas fieras
que por
estas breñas pasan
y ellas le
darán la muerte
mal
merecida y sin causa"...
En efecto. Los dos jóvenes se marcharon y la dejaron
"como la flor en la escarcha" sin beber sin comer
"sino
las amargas hierbas
que con la
boca alcanzaba".
Quiso la suerte que los gritos cada vez más débiles de
la niña fueran escuchados por un cazador que descansaba a orillas de un
arroyuelo, escondido entre las brañas.
Al acercarse, cuando vio tal hermosura, se quedó mudo,
absorto, suspenso, sin dar crédito a lo que miraban sus ojos.
Fue ella quien
"de
aquesta suerte le habla:
Llega
mancebo y no temas,
pues soy
una desgraciada
y mis
pecados me tienen
en el sitio
en que me hallas;
desátame y
te diré
mis penas,
fatigas y ansias,
y también
los alevosos
que son de
mi mal la causa".
El cazador temeroso más que compasivo saca su daga,
rompe los cordeles y quitándose la zamarra cubre las temblorosas carnes de la
niña destrozada.
Su asombro crece por momentos. Sigue sin articular
palabra.
¡El espectáculo por sencillo es sobrecogedor! ¡La
víctima es una niña!
Por fin sale de su perplejidad. Consigue hilvanar unas
preguntas. Y la joven le cuenta todo lo sucedido hasta llegar al momento en que
se encuentra.
"Esta
es la historia y te pido
te duelas
de mi desgracia
y en tu
compañía me lleves
a la ciudad
más cercana,
porque
desde allí pretendo
el castigo
de esta infamia".
El caballero la monta en su corcel. La lleva a una
quinta cercana donde la dan de comer. La ponen luego un vestido y siguen hasta
Córdoba.
Cuando llegan no había amanecido. Entran por la puerta
del Rosario. Allí según sus deseos la deja:
"Adiós,
joven, quiera el cielo
que sea tu
dicha tanta,
que logre
tu buen deseo
y después,
la gloria santa".
"Sentose
en el duro suelo
aquella
joven incauta,
aguardando
por momentos
la aurora
de la mañana,
para
emprender animosa
el intento
que llevaba".
El intento era muy claro. Recurrir a su padrino de
bautismo que vivía en aquella ciudad y al que ya en otras ocasiones había
visitado.
"¿Conoceréis,
señor mío,
a la que
distéis el agua
del
bautismo allá, en Trujillo,
y le
pusisteis Rosaura?
Habéis de
saber soy yo;
la que
nunca se criara,
pues fui la
mujer más frágil
que se ha
visto en toda España.
Por firme
del amor,
perdido mi
honor se halla;
mirad bien
mi tierna edad,
que de
quince años no pasa,
que si lo
consideráis
cierto,
tomaréis venganza.
Dos viles
me han seducido
sacándome
de mi casa,
y han
mancillado mi honor
en Sierra Morena,
basta".
Don Francisco se levanta herido él mismo de rabia.
Llama a uno de sus criados y más que cabalgar, vuela hasta Trujillo.
Cuando encuentra a su compadre don Diego de Castro le
cuenta lo sucedido y le enseña una carta que traía de su hija.
Ebrio de furor y de venganza marcha a ver al Corregidor
pidiendo justicia para su hija.
En aquellas ocasiones este tipo de crímenes se sustanciaban
con rapidez sobre todo cuando los ofensores procedían de la clase villana.
"Al
instante los prendieron,
y
sentenciada la causa,
el juez,
con recta justicia
a muerte
los condenaba.
Los meten
en la capilla,
y llorando
al cielo claman,
pidiendo
misericordia
a la Virgen soberana.
Los sacaron de la cárcel
pregonando
por las plazas,
diciendo:
-Esta es la justicia
que por las
leyes se manda
ejecutar
con los reos
por su
delincuente infamia.
Ya los
suben al suplicio,
y el
verdugo se prepara,
y una
muerte afrentosa
a Dios,
entregan su alma".
FUENTES:
-Nos ha
servido de base para esta leyenda el libro "Romances de Ciego".
Edición de Julio Caro Baroja.
-"Trujillo",
del Conde de Canilleros.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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