La amplia llanura de La Serena , en aquellas mañanas
otoñales, se veía surcada un día y otro, por amplias caravanas de personas que
caminaban siempre en la misma dirección.
Parecían repeticiones constantes de una misma estampa
trágica: hombres de tez morena, casi negra, quemados, se diría, al sol
calcinante del verano extremeño. Mujeres esbeltas, cubriendo su hermoso rostro
más por las creencias en su profeta que por la necesidad agobiante del camino.
Niños y niñas inocentes a lomos de todas las cabalgaduras conocidas en la
región.
Los caminantes no pueden disimular su odio y su rencor
a una ley que los expulsa de España sin otra justificación que ser orantes de
otro Dios y engendrados en otra sangre.
Eran las caravanas moriscas, que en los comienzos del
siglo XVII tuvieron que abandonar España expulsados por orden de Felipe III.
No faltaron, sin embargo, quienes ocultaron la sangre
y fingieron la oración para, quedándose en la patria, tramar más tarde alguna
cruel traición.
Felipe Balsera, hombre misterioso, fue uno de esos seres
enigmáticos que aparecen en Herrera del Duque, aureolado de grandeza y con la
adulación constante de un espolique, que lo servía fielmente. Todas las
semanas, un día se anticipaba hasta Quintana de la Serena para esperar el
regreso de su Señor que volvía de la visita a sus novedosas sederías en
Talavera de la Reina.
Con cortesía invariable, en esas pactadas tardes de espera,
aparecía el servidor aguardando a don Felipe que, montado en un brioso ejemplar
árabe exhalaba un cierto tufillo moruno, no menor que el del criado, quien,
además, recibía el intrigante nombre de "Ben", a secas.
Pero la incansable labia del criado y el apuesto empaque
del "Señor" disiparon momentáneamente todas las dudas que se
orientaban en este sentido.
En Quintana de la Sierra la familia Enao era la principal.
Abolengo y riquezas se unían colmadamente en aquella herencia familiar de
Caballeros de Alcántara y Calatrava, damas de la Corte , maestros de la
cultura, hasta formalizar una recia estirpe envidiada en toda la región.
Don Felipe Balsera sabía todo esto, y atraído, además,
por la belleza de la única hembra familiar, se prendó de doña Nieves Enao. Los
hermanos de doña Nieves no vieron mal aquellas relaciones, pues desde sus comienzos
el enamorado colmaba de regalos a su prometida. Además, seguía visitando con
asiduidad cronométrica las industrias de Talavera.
Mientras, su adulador espolique aprovechaba cuantas
ocasiones se le presentaban para hablar públicamente de las riquezas
incontables de su amo en todos los lu
gares de España. Y, por si fuera poco, las damas de la
región comentaban la suerte de la
Enao al lograr unos amores tan inesperados como singulares.
Como las ausencias del amante para controlar los negocios
eran frecuentes, no llamó la atención una más, esta vez a Córdoba. Siempre en
la despedida, una promesa de amor:
-"Te juro, amor mío, que tu pensamiento me tendrá
siempre esclavo, donde quiera que yo vaya".
Pero doña Nieves, en esta ocasión con lágrimas en los
ojos, vio cómo se alejaba don Felipe, seguido ahora de su espolique, camino de
la endiosada Córdoba.
Pasó el tiempo, y lo que en los comienzos fue sólo una
obsesión, se convirtió pronto en cruel pesadilla: don Felipe Balsera no
volvía.
A la familia Enao no le fue difícil averiguar algunos
extremos que antes eran inimaginables:
Las visitadas sederías de Talavera habían desaparecido
o, mejor, nunca habían existido.
Don Felipe de Balsera, hijo de un morisco, era un converso
fingido, como también su criado.
Don Francisco Enao, padre de doña Nieves, humilló hace
más de veinte años, en Quintana, a un grupo de moriscos, ante los ojos
horrorizados de un niño en quien sus padres sembraron con provecho el odio y la
venganza sobre sus humilladores.
Y lo peor de todo: doña Nieves no podía, por más
tiempo, ocultar su deshonra. Iba a pasar en breves momentos de envidiada
aristócrata a mujer burlada y sin honra.
Para los Enao no era asumible aquella humillación. La
fuerza altanera de su sangre no podía limitarse a la simple aceptación de unos
hechos ignominiosos.
Don Ramiro, el más joven de los hermanos de doña
Nieves, por su juventud, fue el más impaciente. Mientras los demás se diluían
en lamentaciones estériles, él había salido para Sevilla.
Era un recio vástago que llevaba en su sangre la herencia
de las órdenes militares: el odio a la morisma. Su valentía en el reto y la
habilidad en el manejo de las armas se conocían sobradamente por cuantos
habían intentado medirse con él.
Por aquellos días, precisamente, se celebraban en Sevilla
las fiestas que conmemoraban la toma de la ciudad por Fernando III,
conquistador de la ciudad.
Allí como buen cortesano, ansioso reparador de honras
familiares, había acudido el Enao. Y quiso el destino que frente al alcázar
sevillano se encontrasen al azar don Ramiro Enao y don Felipe Balsera, el honor
manchado y el odio satisfecho.
Se conocían tan sobradamente que a la tenue luz de la noche
andaluza, cuando se vieron frente a frente, sobraron las presenta-ciones, las
disculpas y hasta los desafíos. Sonaron los aceros tan rápidos y vengativos que
cuando los caballeros reales del alcázar quisieron acercarse para ver lo que
pasaba sólo pudieron contemplar el acero de don Ramiro hundido hasta la
empuñadura en las entrañas del ofensor de su hermana.
No se hizo necesario que condujeran al matador ante
nadie. Fue él mismo quien penetró en la regia morada y explicó al propio Rey
las razones de su venganza.
El monarca, generoso como siempre con sus leales caballeros,
perdonó a don Ramiro Enao. Más aún, premió a su familia con los bienes que se
confiscaron al fingido moro en tierras si no de Talavera, sí de Córdoba y
Almería.
Cuando don Ramiro volvió a Quintana de la Serena fue sólo para
recoger a su hermana y trasladarla a Cáceres, la generosa capital, donde era
más fácil disimular su deshonra.
Allí, en una amplia casona de la Calle de los Condes vino al
mundo un inocente niño que más tarde, con la terapia del tiempo, dio sentido a
la vida de doña Nieves.
En Quintana, la villa extremeña quedan aún de pie unas
tristes paredes con las cruces de Alcántara. Recuerdan la emocionada historia
de la egregia familia de "los Enao", Caballeros de Alcántara y
Calatrava, Grandes de España.
FUENTES:
-Vicente Mena,
"Leyendas extremeñas".
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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