Cuando en la noche extremeña se contempla desde las
alturas de Monfragüe, el remanso tranquilo que forman las aguas del Salto del
Gitano, el espectáculo es sobrecogedor:
La luna proyecta las sombras alargadas de los cercanos
promontorios de pizarra, cosidos de recobecos, de oquedades y ranuras sobre el
espejo bruñido de las aguas remansadas.
A veces, la luz es señora de las sombras y las relega
a reductos apenas perceptibles. Pero otras veces, también son las sombras
quienes dominan sobre la luz, formando caprichos inverosímiles para despertar
pasiones tan contradictorias como la ilusión o el miedo.
Es fácil, en estos casos, observar el espectáculo de
un hecho insólito, que con un poco de imaginación cualquiera puede llegar a
descubrir. Es algo que está allí, queramos o no. Se trata, simple-mente, de
saber mirar en el momento oportuno, pero siempre de noche o al atardecer.
Porque en la Portilla
aún se ve la sombra de Gonzálvez. La sombra de aquél hombre inocente que fue
despeñado vivo desde el Cancho del Moro por Pedraja, el amigo que amañó los
hechos para aquella condena y que después fue el obligado verdugo de su mejor
compañero.
Y aun cuando los hombres no castigaron su crimen, la Providencia lo condenó
a morir de la misma manera precisamente cuando él, Pedraja vio, por primera
vez, a la salida del túnel de Monfragüe, la sombra de Gonzálvez que le llamaba
flotando desde las aguas.
Hay quien dice también que el olor pestilente y ese
vaho soñoliento que algunas mañanas se contempla en la Portilla de Monfragüe, lo
despide el cadáver de Pedraja que sepultado en los abismos, aún nadie ha
podido encontrar.
Los hechos sucedieron de esta manera:
En el castillo de Monfragüe, pero en los momentos en
los que la inexpugnable fortaleza se encontraba asediada de feroces enemigos,
dentro, entre los defensores, coincidieron dos criados, que parecían
envidiables servidores.
Aunque el mismo recinto les daba albergue, el abismo
insondable de los odios separaba a Rodolfo de Gonzálvez y Tirso de Pedraja.
Se murmuraba entre los camaradas del castillo, que los
ardientes ojos de una mujer hermosa, una mujer serradillana, había encendido
idéntico fuego en los recios pechos de ambos guerreros.
El apuesto y esforzado Gonzálvez logró que sus frases
de amor hallaran eco en el corazón de la bella extremeña. Y de ello se
persuadió el bravo, pero altanero Pedraja, en cierto día que ambos rivales
fueron a la cercana aldea de Serradilla entre los enviados por víveres para el
castillo.
El despecho y la sorda cólera atenazaron como sierpes
venenosas el corazón del desdeñado mancebo.
Al despertar una mañana el j efe de la fortaleza,
reunía a sus servidores y les decía.
-"Este escrito anónimo, sujeto a un guijarro con
un hilo, ha sido arrojado esta misma noche por una ventana".
-"El papel dice así: entre vosotros hay un
traidor.
Buscadlo y hacer justicia inmediatamente. Mañana será
tarde".
-"¡Oh! ¡Oooooohhhhhhhhh!"
La tropa lanzó un estridente y prolongado suspiro.
Breves momentos después todos los defensores del castillo se hallaban reunidos
en la plaza de armas.
El propio jefe en persona pasaba revista a sus subordinados.
Manda que uno a uno se despojen de sus ropas y armaduras
para ser registrados minuciosamente.
Llega el turno de Gonzálvez. Tranquilamente deposita
en el suelo sus armas y comienza a deshacerse de sus recios vestidos, cuando un
gesto de su señor le detiene. Este se aproxima y coge violenta-mente un
arrugado papel que asomaba en un bolsillo del guerrero. Ávido, devora las
enrevesadas líneas en las que se dice a Gonzálvez que a la noche siguiente
guiara al enemigo para tomar la fortaleza por sorpresa.
-"¡Traición! Aquí está. Oíd: mañana en la noche
estaremos junto a los muros para que nos enseñes el pasadizo secreto por
donde tomaremos la fortaleza".
Y entre el asombro de todos, y el estupor del propio
Gonzálvez, que atónito y con la palidez de la muerte no entendía lo que pasaba,
oye la terrible orden:
-"Este infame, ahora mismo, será conducido por doce
hombres al Cancho Gordo. Le atáis una piedra a lo menos de cuatro arrobas y lo
echáis al agua".
A los pocos momentos se cumplió la inexorable sentencia.
No valieron para nada ni las súplicas, ni las
protestas, ni la desesperación del infortunado Gonzálvez proclamándose
inocente.
Fue conducido al borde de un gigantesco peñasco que se
eleva a extraordinaria altura y cortado a pico sobre el Tajo.
Desde la cima se veían, allá abajo, a más de cien
varas las aguas rojizas del invierno, que formaban rápidos remolinos.
Un guerrero se destacó del grupo y dio un brusco empujón
a la víctima, que se desplomó en el vacío.
-"iiiiiUah!!!!!"
Fue el grito que se oyó en el espacio, y en seguida un
sordo choque sobre las aguas, que se cerraron en vertiginoso remolino como
eterna despedida al cuerpo del desventurado.
Pedraja, el propio Pedraja, fue el encargado de arrojar
a Gonzálvez a los abismos del Tajo.
Pero fue también el mismo Pedraja quien le había introducido
en el pecho mientras dormía el fatal documento que dio lugar a su suerte.
Cuando regresó al castillo con sus compañeros, trémulo,
agitado, se apartó de todos y con paso vacilante se retiró a esconderse en un
apartado rincón.
Transcurrieron algunos días, y Pedraja era casi un esqueleto:
sus dedos sarmentosos se agitaban convulsivamente; sus enflaquecidas piernas
temblaban amenazando doblarse bajo el liviano peso del cuerpo que sostenían;
sus mejillas no eran más que piel reseca y hundida; en sus pupilas, que antes
eran vivas y llameantes y ahora sólo una mortecina chispa del fuego de la vida.
Le faltaba el apetito y si por breves momentos lograba
dominarle un sueño lleno de horribles pesadillas, despertaba sobresaltado,
agitado de fantasmas que parecían atacarlo.
Era frecuente verlo como sonámbulo por las oscuras
galerías, sobre todo la que unía, y une, la fortaleza con las riberas del río.
Cuando bajaban a buscar agua lo hacía solo. Caminaba lentamente con su cántaro
en una mano y con la otra, levantándola en el aire, avanzaba en las tinieblas
como si apartara seres imaginarios que quisieran cerrarle el paso.
Uno de esos días, el solitario porteador de agua se ha
sentado al aire libre de la noche. Sus ojos se han clavado con insistencia en
el Cancho Gordo. En la negrura de las sombras nocturnas parece que algó toma
proporciones inauditas, que se aproxima, que amenaza desplomarse sobre él y
servir de losa gigantesca a su sepultura.
Desde la cima se ve arrastrado a bajar, a sentarse sobre
el siniestro Cancho Gordo.
Las aguas tienen en aquel momento una fosforescencia
rojiza, como de sangre. Pedraja, horrorizado, da dos pasos atrás y chocan sus
espaldas con un enorme peñasco. Se para y está lívido. Los vapores de la
superficie del agua toman consistencia sólida. Poco a poco, una figura humana
flota sobre la superficie de las aguas. Agita sus brazos con horribles gestos
de ira salvaje. Lo llama. Lo conoce. Se conocen. No hay duda:
-"¡Es él!... ¡Es él! Es Gonzálvez. ¡Gonzálvez!
¡Auxilio!... ¡Auxilio!"
Es Gonzálvez que, surgiendo de la sima sin fondo de las
orillas, viene a tomar venganza.
Es Gonzálvez, que se aproxima más y más; que le asfixia
con los vapores que le rodean; que le hunde al fin sus nervudos dedos en el
cuello y no le deja proferir siquiera un grito de agonía.
Cuando el sol doró con sus primeros rayos el más alto
torreón del castillo, uno de los servidores bajó al río. Vio un hombre inmóvil,
de pie, apoyado de espaldas en un peñasco de la orilla.
El guerrero se acercó un poco y retrocedió horrorizado.
Era el rígido cadáver de Pedraja.
Sus ojos dirigían hacia el río una vidriosa y escalofriante
mirada.
Perdido en el vacío, estaba muerto.
FUENTES:
-"El
Cronista". Revista quincenal de Serradilla.
-Colegio
Nacional de EGB de Torrejón el Rubio.
-"Castillos
de Extremadura", Gervasio Velo y Nieto.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo monfragüe-extremadura
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