Carlos I, el nieto de los Reyes Católicos, heredó el
trono de España a la muerte de su abuelo don Fernando, hacia 1516. Poco
después, al fallecer el abuelo paterno Maximiliano I de Alemania, fue elegido
Emperador en 1519. Con esta doble herencia, la Casa de Austria atenazaba a Francia por todos
los lados del continente.
Francisco I no pudo ver con buenos ojos este suceso y
empeñó todo su poderío en intentar estorbarlo.
De las seis guerras que se libraron entre los dos
reyes, la primera tuvo por escenario el norte de Italia, lo que antes era la Lombardía.
El monarca francés había conquistado Milán y, eufórico
con su victoria, se dirigió hacia el sur, a Pavía. Allí se había refugiado un
ejército imperial, mandado por Antonio de Leiva. Francisco 1, además de la
moral del éxito anterior, contaba con efectivos muy superiores. Los del
Emperador se dieron cuenta del riesgo que corrían y pidieron ansiosamente
auxilio. Allá se dirigieron con sus tropas el Marqués de Pescara, el
Condestable de Borbón y Lannoy. Aún sumados y reunidos sus efectivos, los
franceses seguían siendo superiores en número.
Francisco I mandaba personalmente su ejército.
Se dio cuenta que tenían que impedir la llegada de los
soldados de refresco. Como Pavía estaba sitiada podría ser fácil apretar el
cerco y no sería posible la entrada de los que llegaban.
No contaba el francés con el arrojo y la valentía de
los infantes españoles, que ya gozaban de reconocida fama.
Corría el mes de febrero de 1525. Francisco I alertó a
los suyos para que impidieran todo tipo de conexión entre sitiados y los que
llegaban.
Vencerlos separadamente sería un empeño mucho menos
arriesgado.
Los campamentos de los franceses se situaban alrededor
de Pavía.
Como era invierno, todas las tardes los centinelas
oteaban los alrededores para prevenir las intentonas de los que querían llegar,
o quizá también de los que pretendían salir.
Aquella tarde todo se antojaba mucho más fácil.
Estaba nevando y sobre las capas blancas de la nieve
virgen resultaba cómodo distinguir cualquier huella de seres humanos.
Se cerraba la tarde y los vigilantes seguían
tranquilos, porque su aliada la nieve les facilitaba el trabajo.
De manera parecida pensaron los españoles, pero en su
propio beneficio. Al atardecer de aquél día, un valiente capitán extremeño,
Ávalos, se presentó a su jefe para decir que él conseguiría la unión de los
ejércitos, el capitán de Torrejoncillo tenía de la nieve un concepto muy
distinto al del resto de los capitanes.
En su pueblo cacereño nieva pocas veces. Por eso, la
nieve nunca es un instrumento de castigo, sino, al contrario, motivo de recreo
o de ayuda.
Pensó entonces que aquella nevada no podría ser otra
cosa que un regalo del cielo. Había que aprovecharla.
Su estratagema fue muy sencilla. Armados como estaban,
se cubrieron con sábanas blancas y, confundidos con la nieve, pudieron salir y
avanzar hasta los que llegaban. Cuando el Marqués de Pescara y el Condestable
de Borbón vieron al escuadrón del capitán Ávalos, todo fue muy sencillo. Se
conectaron sus planes, se unieron soldados, y aquel 24 de febrero de 1525, el
ejército español obtuvo uno de los más brillantes triunfos de su historia.
Allí, en Pavía, Francisco I, cogido en una trampa mortal, caía prisionero y
"fue llevado como trofeo a Madrid". "Atrás, en el campo,
quedaba muerto lo más florido del ejército francés".
Cuando el capitán Ávalos regresó a Torrejoncillo contó
a los suyos el hecho heroico que él mismo había protagonizado. Heroísmo
compartido por no pocos soldados de la comarca. Como costumbre de la época, en
la compañía de Ávalos servían también un buen grupo de infantes y jinetes
reclutados en Torrejoncillo y sus alrededores.
Hombres todos sencillos, comprendieron que aquel éxito
superaba sus propios merecimientos. Hablaban más de milagro que de valores
personales. Por ello pensaron, ya en su tierra, dar gracias a María, a la que
se habían encomendado en los momentos difíciles del combate. "Ella los
había devuelto a sus lares".
Quisieron, en su propio pueblo, pasear el estandarte victorioso,
pero ahora el de la Reina
del Cielo. Ellos vestirían, como en el momento del ardid, "las blancas
sábanas que en aquellas tierras lombardas y del norte italiano habían usado
las tropas imperiales sobre las armaduras, en las zonas montañosas, a fin de
no destacar en la nieve, fue el motivo elegido para la original, devota y famosa
cabalgata de la Encamisá ".
Los disparos, antes contra enemigos, eran ahora salvas
de aplauso a la Reina
del Cielo.
Por las calles las mujeres, las madres, entre rezos y
lágrimas, daban gracias a Dios por los hijos que habían vuelto. Pero ellas,
las jóvenes y las novias, sentían el orgullo de vitorear, por las tortuosas
callejuelas a los que eran sus héroes.
Desde entonces, la costumbre se repite con fervor ¡ndescriptible.
Es una noche única, inigualable: estandartes, jinetes,
infantes, sábanas, cohetes, gritos, disparos, lágrimas, rezos, vivas..., y un
olor a pólvora que aún ahora a distancia de siglos nos llevan a imaginar lo
que debió ser aquella noche italiana en los campos nevados de Lombardía.
"En
esta noche
y en este
día digamos todos:
¡Viva
María!"
"Bajo
tu manto
los
cubrirás
a los
soldados
que en
guerra están".
"Ora
pro nobis
pues tu
eficacia
al
invencible,
vence y
aplaca".
"Noche
de la 'Encamisá'
ebria de
pólvora y de luna,
ancestral
evocación
que vierte
fuego en el alma
de nuestra
estirpe moruna..."
FUENTES:
-"Extremadura
(la tierra en que nacían los Dioses)", por Miguel Muñoz de San Pedro,
Conde de Canilleros.
-"Por
la geografía cacereña", por Valeriano Gutiérrez Macías.
-"Libretos
de la fiesta de la Encamisá ",
publicados cada año por don Julián Sánchez, párroco actual.
-Colaboración
especial de doña Antonia Salas, profesora de EGB. Y doña Carmen Rodas y su
hija.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo torrejoncillo-extremadura
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