Las sierras que vienen de la Portilla del Tajo en
dirección oeste, dividiendo los términos de Mirabel y Serradilla, no son
montañas, son una serie hilvanada de cuchillos de pizarra. Tienen levantadas
sus hojas al cielo cual si intentaran un desafío. Cuando estas rocas se permiten
un descanso sólo dejan pequeños pasadizos por donde apenas se pueden saludar
las dos vertientes. Y ni eso siquiera. Siempre los han aprovechado los hombres
de cualquier época para sus utilidades venatorias.
El hombre prehistórico colocó allí sus cazaderos (los
lugareños los dicen trampas), y cuando el confiado animal caía en ellas era
rematado con hachas de sílex pulimentadas, que luego dejaban abandonadas en
sus cercanías.
Es interesante ver aún alguno de aquellos cazaderos,
con piedras colocadas en hileras en forma de embudo. El animal salvaje marchaba
con comodidad hacia donde le esperaba una muerte segura. Es el mismo sistema
que aún hoy, después de tantos siglos, se siguen utilizando en las dehesas
cercanas para enjaular los toros de lidia.
Los cuatro cortes más extensos y profundos, que rompen
la monotonía de la cordillera se reservaron desde muy antiguo para
construcciones más importan-tes. En las dos portillas se levantaron dos
castillos: de Monfragüe y Portezuelo. La vaguada del Puerto de los Castaños se
flanqueó con dos castros: uno en la
Sierra de Cañaveral y otro en la de Casas de Millán o
Grimaldo. Algunos incluso quieren y no sin razón, que en este último muriera
Viriato, el indomable caudillo de los lusitanos, fiados de los asentamientos
romanos que existen en las laderas de alrededor. La parte más profunda fue
ocupada para pasar la Vía
de la Plata.
El cuarto descenso es el de Mirabel.
Allí debieron existir desde siempre sucesivas fortificaciones,
que aprovecharon los árabes para edificar el castillo. El lugar es un enclave
tan privilegiado que desde él, con facilidad, se pueden realizar
comunicaciones en cualquier dirección. Esta importancia estratégica no pasó
desapercibida a los recién llegados musulmanes y, por ello, hay que adscribir a
sus primeros momentos de estancia en la Península , la construcción de una fortaleza
islámica. Fortaleza que siguió los avatares de los éxitos o derrotas de las
huestes berberiscas en la comarca.
A esta época se remonta la leyenda que toda la región
conoce y que da origen al primer escudo de la casa de Mirabel.
Le tocaba al castillo hallarse en poder de los cristianos.
Los moros, que la habían perdido, empeñaron su voluntad y su fuerza en volverlo
a conquistar. Propósito difícil, casi imposible, por lo escarpado del terreno y
la importancia de la obra, porque ellos mismos se habían encargado de que así
fuera.
Consciente del hecho, la morisma no quiso sacrificar
más vidas y se decidió poner al castillo un cerco tenaz, estrecho, hasta
conseguir su rendición incondicional. No importaría ni el tiempo ni los
sacrificios.
El propósito cruel se llevó a la práctica con implacable
fiereza.
Como fueron muchos los días, los meses, quizá, de
asedio, los víveres para los de dentro disminuían alarmantemente. Las
dificultades se multiplicaban. Las esperanzas iban recortándose. El espectro
del hambre y de la epidemia se cernía amenazador sobre la fortaleza.
Muy pronto las protestas empezaron a oírse: ¿para qué
prolongar un sacrificio tan inútil en la práctica? Si la ayuda no ha llegado
ya, ¿es que va a llegar?
Las opiniones empezaban a enfrentarse, las actitudes a
ser hostiles. Los motines eran casi diarios y cada vez arreciaban con más
fuerza.
Viendo el sesgo que tomaban los acontecimientos, el
capitán se sentía impotente para controlar muchas situaciones. No podía acceder
a las demandas cada vez más continuas de víveres. Los defensores más sufridos
dejaban traslucir en sus rostros la triste huella del hambre.
Llegó un momento en que las cosas se tornaron muy
difíciles, cuando un grupo enfurecido exige la entrega inmediata de los
panecillos, que como ración diaria se les venía asignando. Sucedía que ya ni
eso se les podía entregar. Quedaban exactamente trece panecillos.
¿Qué era aquello para tanta gente? ¿Cómo darlos de
comer?
Se levantaban mil manos para tomarlos. El capitán,
incapaz ya de controlar la situación, para evitar mayores complicaciones, en un
arrebato de furor o tal vez guiado por la Providencia , arrojó
todos los panecillos por la ventana.
Fueron a parar al campo de los enemigos, quienes al
comprobar aquella lluvia de panes, cuando también ellos se encontraban cansados
de tanto cerco inútil, les bajó el ánimo hasta ras de tierra.
Sorprendidos los mahometanos juzgaron que los de
dentro tenían abundantes recursos. Que estaban dispuestos a proseguir todo el
invierno allí encerrados. Pensaron también que quizá tenían algún pasadizo secreto,
abierto a toda prisa y a través de él habían hecho acopio durante el verano en
los trigales de las cercanías.
Por estas o similares razones, los sitiadores tomaron
la determina-ción de abandonar la empresa. Ante el asombro de los famélicos
defensores, los moros levantaron el cerco y comenzaron a retirarse.
Los sitiados dieron gracias a Dios entre lágrimas y oraciones.
Todos coincidieron en que el hecho era un milagro de la Providencia.
Posteriormente, el capitán fue premiado por la Coro na: se le concedió
llevar en su escudo las armas de su triunfo: los trece panes arrojados al
enemigo.
Recordando este suceso, cuando el Señorío de Mirabel
se trans-formó en Marquesado, los señores Zúñiga y Sotomayor, descendientes de
aquél capitán valeroso, crearon con carácter permanente la "Institución
del Pan".
Daban dos libras de pan a cada indigente de sus tierras
de Mirabel. Merced que duró hasta comienzos de este siglo.
En algunos momentos, la munificencia de los marqueses
fue tanta que se extendió a todo tipo de necesitados: ancianos, huérfanos,
viudas, mendigos...
¡Lástima que esta cristiana costumbre haya seguido la
suerte de su castillo, prácticamente derruido!
FUENTES:
-Gervasio
Velo y Nieto, "Castillos de Extremadura".
-Testimonio
directo conservado en múltiples testimonios que se guardan en el Marquesado de
Mirabel.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo mirabel-extremadura
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