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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El aniversario

I

Badajoz arde en fiestas.
Sus calles y plazas rebosan de gentes bullangueras. Los hidalgos y los pecheros, en este día, alternan y ríen juntos, alrededor de las hogueras encendidas en las pla­zas importantes.
Hacía mucho tiempo que el gozo pacífico de Sanjuan no se celebraba de aquella manera. El Rey Sancho el Bravo ha conseguido pacificar la levantisca nobleza. Dos rivales poderosos se venían disputando la hegemo­nía caciquil de la ciudad: los "Portugaleses", estirpe lusi­tana, y los "Bejaranos", que representan la alcurnia ex­tremeña.
Aquella calma tranquila de la noche, en el recién es­trenado verano, se rompía alternativamente depen­diendo de las corridas con que el toro, suelto por las ca­lles, acorralaba las turbas enloquecidas por el peligro del feroz animal. A la larga soga, que cuelga de la testuz del toro, se "ensartan chulos, pillos, borrachos y granu­jas". Mientras, el bravo ejemplar, representante de la dehesa cercana, "corre, atropella, embiste, retrocede, retemblando la tierra a sus pezuñas".
Cuando la masa popular, ebria y cansada, adormece, vomita o descansa en cualquier lugar, comienza la hora de la aristocracia. Es el momento en que las damas ga­llardas y los atrevidos galanes conquistan las calles con sus ricos vestidos y plumas pintadas. Empieza, entonces, la función a ser más noble, animada por bandurrias, vi­huelas, menestriles y candelas.
El punto de cita es la Plaza de la Catedral, donde la hoguera señorial vuelve a ser atizada para iluminar el cortejo de los nobiliarios. Son ellos los que se aprove­chan mejor, y en las últimas horas de la noche, cuando las joyas de sus gargantas compiten en fulgor con las es­trellas.
Son los momentos solemnes que esperan muchas da­mas para descargar su obsesiva prepotencia, rebosantes de admiración o de envidia.

"Mas entre todas ellas descollando,
como erguido ciprés entre las murtas,
como azucena en medio de las flores,
como entre las estrellas la alma luna,
y la atención universal llamando,
y calle abriendo respetuosa turba,
doña Leonor de Bejarano llega,
preconizada sol de Extremadura.
Son sus ojos luceros rutilantes,
que a los del cielo con su lumbre ofuscan,
ébano son las trenzas y los rizos,
que por su cuello de marfil ondulan,
soberana su altiva gentileza,
y su rostro el compendio en que se juntan
gracia, beldad, modestia, altanería,
alto talento y discreción profunda".

Cuando hizo su aparición en la escena tendió con in­quietud su mirada, como si adivinara alguna conspira­ción siniestra al ocupar el trono que por principal tenía reservado.
Los Portugaleses, enemigos tradicionales de su fami­lia, hoy se muestran más corteses, y en sus labios la lison­ja quiere convertirse en galantería. Pero las excesivas muestras de aduladores, al verse tan lejana de las demás doncellas, la hacen sospechar alguna oculta maniobra.

II

En un rincón de la plaza, detrás de los pilares que cor­tan los resplandores de la hoguera, forman siniestro gru­po tres hombres bañados por la sombra y embozados hasta las orejas en sus largas capas de paño negro. Las intenciones de sus miradas no se pueden adivinar fácil­mente, porque los birretes de sus cabezas cubren lo que resta de sus rostros, que se antojan matones. Cuando los ojos de alguno de ellos calcula cuanto pasa en la plaza, dejan escapar dos relámpagos atroces.
Sólo doña Leonor los penetra más allá, y presiente en su interior una tormenta que algo tiene que ver con su persona.
El grosero bullicio, después de una escala ascendente, se convierte en atronadora alegría:

"Ninguna dama desdeña,
por encumbrada y altiva,
tomar ya parte en la danza,
mostrando su gallardía, c
on los nobles caballeros
que obsequiosos las convidan,
para que luzcan su garbo
y ostenten sus galas ricas.
Y a respetuosa distancia,
si aún quedan, pobres familias
cariñosas las aplauden,
envidiosas las admiran.
Doña Leonor solamente
aún no ha dejado su silla,
y algo tiene su semblante
que inquietud interna indica
por más que afable en sus labios
brille apacible sonrisa,
que a los saludos y obsequios
corresponde agradecida"...

Cuando ya la fiesta llegaba a su término, el padre y los hermanos piden a doña Leonor que salga a animar el fin de la alegre danza. Se lo ruega también un caballero del que todos dicen y aprueban como obsequioso amante. En ese preciso momento cuando, entre aterrada y per­pleja, la primera dama de los Bejaranos intenta la gentil correspondencia, a espaldas de ella misma, se levanta un griterío atronador e inesperado. Los tres siniestros encapuchados comienzan una fingida reyerta, perfecta­mente ensayada, y que siembra en todos el desorden, la sorpresa y el miedo. Gritos, carreras, estoques, blasfe­mias..., sin que nadie sepa dónde está el riesgo.
Se cierran los balcones. Las damas escapan. Doña Leonor se desmaya en brazos del caballero. Los tres en­capuchados, ahora perfectamente coordina-dos, se diri­gen hacia ella. Atraviesan de una estocada el pecho amoroso que la sostenía. Y, antes de llegar al suelo, dos de los conjurados recogen a la desmayada y huyen sin dar tiempo a que reaccionen los amigos y familiares:

"¡Traición! ¡Traición y venganza!,
gritan furiosos aquéllos.
¡Muerte! ¡Sangre y exterminio!,
con altivas voces éstos...
Del gran Rey don Sancho `el Bravo'
rotos quedan los conciertos,
y de la civil discordia
reanimados los incendios".

No había duda. Badajoz estaba otra vez convertida en campo de batalla entre los eternos rivales:
"Los Bejaranos, por la traidora saña sorprendidos"...
"Los Portugaleses, defendiendo la presa que les dio su alevosía"...

III

Al día siguiente:

"¡Infeliz Badajoz!... ¡Oh, sol, detente!
Niega hoy tu luz al turbio Guadiana,
y en nubes de oro y grana
quédate reclinado en el Oriente.
No vengan a alumbrar tus resplandores,
de sangre y muerte y exterminio llenas,
sus márgenes amenas:
cubra noche eternal tantos horrores.
Mira arroyos de sangre en Guadiana
perderse enrojeciendo sus cristales.
Mira las infernales
furias triunfando de la raza humana...
No es entre hombres la lucha, es entre fieras
o más bien entre monstruos del infierno.
¿Y nadie, ¡Oh, Dios eterno!,
teme el rayo, terror de las esferas?
¿Nadie recuerda, ¡Oh, ceguedad impía!,
el santo aniversario en que rendido
un pueblo agradecido
debe ante ti postrarse en este día?..."

Efectivamente, aquel día se celebra el aniversario en que Badajoz tiene el compromiso de recordar a cuantos hicieron posible la que podía ser grandeza cristiana de aquellos momentos:
Se conmemora la victoria de Alfonso VII y la humilla­ción del poder sarraceno, conquistando la ciudad.
Él fue quien purificó la mezquita con el voto solemne de recordar a los cristianos que, con su sangre, hicieron posible el hecho.
Doscientos años llevaban celebrándose, sin que los pacenses dejaran nunca de cumplirlo.
Parecía que aquél era el año para cambiar el juramen­to y traicionar la ofrenda.
Uno sólo, obediente a aquel mandato, quiere cumplir el compro-miso: es el "santo sacerdote que aquel día ce­lebra los oficios en la Catedral".
En la soledad del templo, con las puertas cerradas, ce­lebrante y sacristán quieren exonerar la responsabilidad de todo un pueblo.
La misa comienza con fervor devoto.
El celebrante se vuelve para decir: "El Señor esté con vosotros".
El saludo se pierde en la penumbra solitaria del tem­plo vacío. Pero en la fe de aquel sacerdote existe una fuerza sobrenatural para disculpar a los vivos que faltan a aquel concurso.
Cuando el sacerdote se volvió otra vez para saludar al silencio:

"quedó cual mármol, de concurso inmenso
el templo viendo henchido.
¡Mas qué concurso! ¡Oh, Dios! ¡Concurso helado
que ni alienta, ni muévese, ni brillo
muestra en los ojos!... Turba de esqueletos
vivientes de otro siglo...
Abiertas de la iglesia en suelo y muros
estaban de sepulcros y lucillos
las losas, el silencio era espantoso
y el ambiente más frío.
Sí. Los conquistadores denonados,
que a Badajoz ganaron para Cristo,
salieron con los suyos de las tumbas
a adorar a Dios vivo;
y a celebrar el santo aniversario,
asistiendo del culto a los oficios,
ya que sus descendientes infernales
los tienen en olvido"...

"Tiembla el joven sirviente. El sacerdote
aterrado prosigue el sacrificio.
Consagra, alza, consume, vuelve luego
y halla el concurso mismo.
`Marchad; la misa concluyó', pronuncia,
y al punto desaparece aquel gentío.
Tórnase en nada, y ciérranse las losas
de tumbas y lucillos.
No tenían que esperar los bienhadados
la bendición humana; ya benditos
estaban del Señor. Fuera del templo
prosigue el exterminio.
No pudo más el santo sacerdote,
una misión terrible había cumplido.
Fue a recoger de su fervor el premio
y muerto a tierra vino".

FUENTES:
-"El aniversario de don Ángel Saavedra", Duque de Rivas. Bi­blioteca de Autores Españoles.
-Esta leyenda está inspirada en la obra del mismo título del Du­que de Rivas. Dedicada a su hijo Enrique, lleva fecha: Madrid, mayo 1854.
-Los textos poéticos son del propio Duque de Rivas.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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