Al morir el Infante don Pedro de Castilla, hijo de Alfonso
X el Sabio, dejó, entre otros, los señoríos de Galisteo y Granada (antiguo
nombre de Granadilla), a su hijo Sancho, niño que apenas contaba con un año de
edad. Quedaba por ello bajo la tutela de su madre, doña Margarita de Narbona,
excepcional mujer de belleza incomparable.
Tutora de grandes ambiciones cometió el error de
aliarse con el Infante don Juan, su cuñado, con don Lope Díaz de Haro, suegro
de dicho Infante y con Dioniz de Portugal. Formaron una liga para apoyar y
defender la causa de los Infantes de la Cerda al trono de Castilla. Declararon entonces
la guerra a Sancho IV el Bravo, que una vez asentado ya como Rey de Castilla y
León, se indignó contra su cuñada. Dio órdenes al Maestre Alcántara para que
formara un ejército con los caballeros de Plasencia, Coria y demás territorios
de Gata y doblegaran a los insurrectos.
La primera derrota de los sublevados fue en Sabugal y
significó más que la pérdida de una plaza estratégica, la desmoralización de
las tropas rebeldes.
Dado el cariz que tomaban los acontecimientos, doña
Margarita se refugió en Granadilla, su plaza fiel y fuertemente defendida por
Men Rodríguez, servidor fiel e incondicional, aunque de edad avanzada.
En Galisteo, a su vez, se hallaba el grueso más importante
del ejército de la liga. Desde allí las incursiones sobre las tropas leales
eran frecuentes. Mandaba el ejército don Alvar Núñez de Castro, apuesto
caballero extremeño, que unía a su valentía en los combates, la galantería
por las damas, sin que le importara el puesto que pudieran ocupar.
En su adolescencia había sido paje de doña Margarita,
y ya a esa edad quedó prendado de la belleza y encanto de la ilustre dama.
Los impulsos amorosos que sentía estaban contenidos en
el silencio de su corazón por la elevada condición de su señora y el respeto
que debía a su esposo, don Pedro. El servicio al Infante le llevaba a
acompañarlo en sus empresas bélicas. Pero ni aún así logró apagar nunca la
pasión amorosa que comenzara de niño.
Al morir don Pedro se hizo más profunda la llaga del
amor, y creyó que la viudez facilitaría la satisfacción de sus planes amorosos.
Cuando los avatares de la guerra la rodaban adversos,
doña Margarita pidió ayuda a don Alvar, que acudió desde Galisteo con un
selecto ejército de extremeños.
El capitán veía cercana la realización de sus sueños
y, a marchas forzadas, sin reparar en los sacrificios, derrotó en Membrillares
a los reales que intentaban cortarle el paso, forzó el cerco de Granadilla y
penetró dentro de sus muros.
Maravillado quedó el valiente capitán cuando contempló
nueva-mente la hermosura de aquel rostro adorado: los grandes cercos de dolor
que rodeaban sus ojos, la palidez de sus labios entreabiertos, el rostro
nimbado con la amarillenta luz del sufrimiento, la toca que envolvía su
cara... Le pareció que se encontraba frente a una diosa griega o una virgen
cristiana.
Su emoción no conocía límites, cuando oyó que le
decía:
-"iAlvar, cuánto os agradezco vuestra venida!
¡Siempre confié en la lealtad y el valor del capitán de mi esposo!"
-"¡Señora! Por socorreros he arriesgado la vida.
Cien vidas que tuviera las sacrificaría gustoso".
Y poniendo una rodilla en tierra besó con pasión la mano
de su Señora, que le volvía a decir:
-"Lo sé, Alvar, y por eso he acudido a vos en
demanda de socorro".
-"Cumplo sólo con mi deber".
-"Podéis retiraros a descansar".
-"Para mí no hay más descanso ni más pensamiento que
salvaros de los peligros que os rodean".
-"Eso es muy difícil y, además, está mi
hijo".
-"Ya veremos. Con vuestro permiso voy a inspeccionar
las defensas".
-"Id presto y ponéos de acuerdo con Men Rodríguez".
El anciano hidalgo Men Rodríguez era Alcaide de
Granadilla desde hacía muchos años y hasta la llegada de Alvar era el jefe
militar de la plaza. Con dificultad se resignó a ceder el mando al recién
llegado, que desde el principio, sin saber por qué, no le inspiraba mucha confianza.
Juntos recorrieron las murallas y organizaron las defensas.
Convinieron en que Men Rodríguez se encargaría de la Puerta de Coria (la que
mira al sur), y Núñez de Castro de la
Puerta de Béjar y el castillo, que se hallaban adosados.
El asedio era cada vez más fuerte y la defensa más
complicada. La parte sur resistía valerosamente. Sin embargo, en la norte,
donde Alvar, convertido en creciente y extraviado amante, se ocupaba más de
los planes que bullían en su cabeza que de la defensa de la plaza, las cosas
eran más complicadas.
El mismo preparaba en secreto la huida, porque, además,
según su criterio, defenderse era practicamente inútil e imposible. Las tropas
reales recibían refuerzos continuos. En cambio, los de la Cerda lo tenían muy difícil
en la ribera del Coa, y no podían ayudar a los extremeños. Alvar conocía
perfectamente el castillo. Tenía una salida subterránea que desembocaba al
río. Allí tenía dispuestas, escon-didas, unas buenas cabalgaduras para, en caso
necesario, alcanzar la fortaleza de Palomero, y desde allí, Portugal.
Cuando las cosas estaban ya rayanas en la desesperación,
ante el temor de perder a doña Margarita, una noche se presentó de improviso
en el aposento de la bella Infanta para intentar el asalto definitivo a su
honor.
-"Señora -le dijo- la resistencia más que difícil
es imposible. Nuestra fortaleza de Palomero está próxima. Lo tengo todo
dispuesto para llegar allí".
-"Pero ¿cómo romper el cerco?" -dijo doña
Margarita.
-"Ese riesgo ya está calculado. Sólo me queda
haceros una revelación. ¿Me la permitís?"
Devorado por la pasión, aprovechando las adversas
circunstancias en que se hallaban cayó de rodillas y dijo:
-"Señora, por conseguir vuestro amor me hallo dispuesto
a todo, incluso a morir y condenarme. Desde niño he soñado un momento como
éste. No me rechacéis en lo que os pido".
La férrea mujer apretó sus manos, frunció el ceño. Sus
ojos despidieron una mirada de ira contenida, y con impositivo gesto dijo:
-"Malvado, mal caballero. ¡Retiráos de mi presencia!
¿Qué sentido tenéis del dolor y la dignidad de una dama? ¿Qué momento más
canallesco habéis elegido? Mi vida y la de mi hijo peligran, pero ambas
sacrificaré gustosa antes que acceder a vuestras villanas pretensiones. Salid
ahora mismo de Granada, o pronto sabréis lo que es una mujer `Narbona"'.
-"Saldré, pero con vos. Ahora que os tengo, no
voy a perderos".
Y la rodeó con sus brazos infames, intentando besar
sus mejillas.
-"¡Socorro! ¡Favor! ¡A mí los míos!...
¡Socorro!"
Fueron las últimas palabras de doña Margarita, que
cayó desvanecida en los brazos del traidor Alvar.
Esta escena y estos gritos ahogaban otros gritos y
otras escenas que se sucedían en la
Puerta de Béjar.
El maestre de Alcántara, aprovechando la escasa vigilancia,
había forzado las puertas, dado muerte a los centinelas y ganado las murallas.
La campana del castillo estaba tocando alarma. El anciano
Men Rodríguez acudió para proteger a su Señora en el momento mismo que ella,
después de pedir auxilio, caía desmayada en los brazos de Alvar y éste trataba
de ganar el pasadizo secreto.
Men Rodríguez, incorrupto servidor, lo tomó por un
cobarde que huía, pero no por un traidor que cometiera una felonía, y
cortándole el paso dijo:
-"¿De este modo defiendes la villa, ¿Así cumples
la misión que te encomendaron? Atrás, mal caballero, defiéndete si no quieres
morir como un perro".
-"Dejadme pasar, buen anciano, no me obliguéis a
mataros".
-"O te defiendes o te atravieso con mi espada.
Pronto. Que por tu culpa entró el enemigo en la villa, y hago falta en otro lado".
-"Puesto que lo quieres, sea".
Dejando a la Narbona en el suelo, sin darle tiempo a
reaccionar, hundió villanamente su acero en el corazón del viejo, que sólo pudo
decir estas palabras:
-"Que Dios... castigue tu culpa... como se
merece".
Cuando intentó nuevamente coger el preciado cuerpo de
la dama, los reales prácticamente eran dueños de la fortaleza. Las cuchilladas
de los vencedores, la sangre de los vencidos, los gritos de todos, habían
convertido la noche granadina en un infierno. Apenas se veía la luz de las
antorchas tiradas por todas partes.
Alvar no se dio cuenta que doña Margarita iba recobrando
el sentido. Herida en su honor como fiera enjaulada tuvo el valor y la
habilidad de arrancar la daga a su impúdico porteador y clavársela en la espalda.
Cuando él se sintió herido, dejando sangre, precio de
su traición, sobre las baldosas del castillo, escapó por el subterráneo,
logrando montar en una de las cabalgaduras que tenía preparadas para la huida.
Su intención era llegar hasta la fortaleza de los Templarios,
cercana a la abadía.
El dócil animal, guiado más por su propio instinto que
por la orientación de su jinete, se encaminó y llegó hasta el convento de
Nuestra Señora de los Angeles, cercano también al mismo pueblo de la abadía.
Era la media noche. Un anciano anacoreta escuchó el
recio pisar de la cabalgadura junto a las puertas del convento. Se levantó y a
través de la ventanilla preguntó:
-"¿Quién va a estas horas?"
-"Abrid, hermano; soy un caballero gravemente herido.
Pido asilo y confesión".
El religioso, hombre de caridad y de fe, salió presuroso
y ayudando al necesitado lo metió dentro de la casa. Allí curó al herido.
Cuando éste se fue recobrando del dolor y mientras vendaban las heridas iba
contando sus deslealtades y castigos al que juzgaba como mensajero de la Providencia. Y
temeroso de sus culpas y de su cercanía a Dios, confesó sinceramente su
pecado.
Ayudado por el ermitaño, Templario en su juventud,
pudo vivir unas semanas más, entre horribles sufrimientos, pero también con
inconfundibles muestras de arrepentimiento. Hasta que una tarde melancólica de
octubre, con sus celajes rojos y amarillentos, el sol que cada día ensaya su
muerte una vez, arrastró consigo hacia la muerte definitiva al valeroso
capitán, al pérfido enamorado y al austero penitente don Alvar Núñez de
Castro.
Cuenta la tradición que el cuerpo de Núñez de Castro
fue enterrado junto al ara del santuario, como lo pidió antes de morir.
Y no habiendo tenido tiempo de purgar sus pecados en
vida, su alma vaga por los contornos intentando completar su purificación.
Todas las noches su cuerpo abandona la tumba y cabalga
cual fantasma nocturno por los alrededores de Granadilla.
Hay quien dice también que es ahora con el pueblo
deshabitado cuando es más fácil contemplar la visión de un brioso corcel negro
que con un caballero muerto en sus lomos cabalga y cabalga pidiendo perdón.
Los pueblos de Zarza de Granadilla, Abadía y Aldeanueva
del Camino se hallan cercanos a las ruinas del antiguo convento de los Padres
Franciscanos, que se construyó sobre las también ruinas de la ermita de
Nuestra Señora de los Angeles.
Una casa de labor levantada con los despojos de la religiosa
mansión es todo lo que queda del convento, que por los hechos antes relatados
se le conoce como "Convento de la Bien-Parada ".
Los ancianos lugareños aún recuerdan la tradición y la
leyenda. Saben del enterramiento de un caballero junto al altar mayor, cuya
alma vaga aún por los alrededores.
Cuando quieren asustar a un niño, como almas sencillas
e ingenuas, asustan a sus hijos porque son malos diciendo "que viene el
alma y te lleva".
FUENTES:
- Revista de Estudios Extremeños: "El
Convento de la Bien-Para da",
por Vicente Mena. Badajoz, 1931.
-Tradición
oral: los dueños del convento me contaron la historia, que coincide con lo
narrado. Hoy está convertido en establo. Pero aún se pueden contemplar la casi
totalidad de sus edificaciones, que certifican su antigua grandeza e
importancia.
-"Castillos
de Extremadura", por Gervasio Velo y Nieto.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo granadilla-extremadura
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