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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Magdalena, el primer amor de don juan de austria

"Nos, Carlos de Ausburgo, Emperador que hemos si­do de Alemania y Rey de España, juramos por Jesucris­to Crucificado que no hemos podido impedir con nues­tra autoridad la ejecución de las sentencias de las dos víctimas de esta ilustre casa, y declaramos a la vez, en presencia de sus cenizas, poniendo por testimonio de verdad la salvación de nuestra alma, que si hubiéramos recibido a tiempo la invocación a nuestra clemencia que nos hizo Ruy Gómez, recordando sus altos merecimien­tos, entre los cuales figuraban los de haber salvado la vi­da a nuestra abuela la católica Isabel I, y los de haber si­do el primer soldado español que tremoló el santo lába­ro de la cruz sobre las almenas de Granada, hubiéramos perdonado a sus hijos, por más rebeldes y traidores que hubieran sido. Y en fe a esta declaración, afirmo, que si es cierta, Dios me salve, y si no lo es, me confunda".
Estas son las palabras con las que Carlos I de Espa­ña y V de Alemania daba por terminada su postrera aventura para la Historia.
El lugar donde se desarrollaban los hechos: el castillo de la Magdalena, en el término de Pasarón de la Vera.
El Emperador ya no era más que un monje del Mo­nasterio de Yuste.
Ruy Gómez de Varela, anciano de noventa años, era el Señor del castillo, pero a la vez, desdichado padre de un jefe comunero que murió en la horca, después de ser derrotado en Sajonia.
En aquellos momentos acababan de poner fin a una historia de odio, rencor, venganza e incomprensión, porque dos grandes de España no querían presentarse ni ante Dios ni ante los hombres como dos seres envile­cidos por el deshonor ni tampoco por la venganza.
En el monasterio de Yuste, muy cerca de Plasencia, y en la provincia de Cáceres, se había retirado para vivir sus últimos años el Emperador Carlos I, a los cincuenta y siete años de su nacimiento.
"Ni una insignia, ni una sola señal que denunciar pu­dieran su jerarquía pasada y su alto rango descubríanse sobre su cuerpo; y sólo aquella mirada de águila, sólo aquella frente elevada siempre al cielo con la majestad de la autoridad, sólo aquél sereno y arrogante continen­te, peculiar de los príncipes que se han mecido en regia cuna y que, por lo general, nadie puede imitar, ni ellos suelen nunca perder, hacían adivinar al que los exami­naba la soberana importancia de aquel hombre".
Es un enigma de la historia la predilección del Empe­rador por este lugar extremeño. En esta región se piensa que el pecador quiso expiar su pecado cerca del lugar de sus equivocaciones.
El hecho es que allí, en el monasterio, estaba encerra­do el hombre que no había tenido sitio en el mundo.
Junto a él, un mancebo angelical, que era a la vez su debilidad y su consuelo. Alto, gallardo, instruido como nadie en las habilidades de la guerra, dominaba el flore­te, la espada y el sable. Montaba su yegua jerezana con una habilidad tal que los montes de Cuacos, Jarandilla, Jaraíz, Pasarón o Garganta eran para él simples jardines de recreo.
La "Cruz del Humilladero" es aún testimonio de la humillación del joven al aguerrido capitán Barrientos.
Allí, el curtido soldado de los Tercios de Flandes se sin­tió herido por un desconocido mancebo que clavó el es­toque en su pecho invencible. Más tarde pudo saber que venía a Yuste, precisamente para cuidar de ese joven y enigmático y del propio Emperador. Cuando hicieron las paces, sobre su conciencia pesaba esta obligación:
"Pedro Barrientos, cuidarás de este joven por encima de tu vida y también de la mía. No te separarás de él un solo momento. Irás donde quiera ir. Serás su confidente y amigo. Cualquier cosa de importancia que conozcas referida a su persona, me harás sabedor inmediato de ella".
¿Quién era ese muchacho?
¿Qué peligros le acechaban?
¿Por qué ese cuidado exquisito...?
Para el glorioso capitán de Pavía, sucedían muchas cosas raras.
No entendía, por ejemplo, aquellos funerales en vida que el Emperador mandaba celebrar por su alma, y a los que asistía como si estuviera muerto. No entendía que don Luis de Quijada, su mayordomo; don Luis de Ávila, Comendador de Alcántara y Señor de Mirabel, y fray Luis de Regla, el confesor, no fueran suficiente compa­ñía y custodia. Tenía que estar él, con sus mejores lance­ros, cuidando a un joven más que al Rey, en aquellos pa­rajes solitarios.
Como soldado obediente no abandonaba nunca a su pupilo: Llegó incluso a ganarse su confianza en tal grado que formaban mejor una pareja de amigos en la que no contaba la diferencia de edad.
Un día salieron de paseo. Barrientos había notado que el rostro del muchacho dejaba traslucir síntomas de algún sufrimiento que podía degenerar en abierta enfer­medad.
Ya había conocido algunos de sus secretos: era huér­fano y lo había criado don Luis Quijada, el mayordomo personal. El Empera-dor, al venir a Yuste, lo trajo consi­go porque no podía separarse de él.
Barrientos había sido portador de un mensaje secreto de Felipe II para su padre Carlos, porque "en aquella so­ledad amenazaban al Rey y al joven grandes peligros". Por eso estaba allí él y un centenar de escogidos solda­dos, flor y nata de los Tercios Españoles, que no tenían inconveniente en protagonizar las mismas livianas esce­nas en aquellas serranías pacíficas que en los campos de batalla. Y eso que se les habían proporcionado sus di­versiones favoritas, como la "Casa de las Muñecas", en Garganta la Olla.
En aquel paseo Juan sentía sobre sí mismo el primer castigo, al verse privado de su espada por defender a la soldadesca en una de sus múltiples vilezas que cometie­ron a la puerta del Monasterio.
Consumido por la fiebre de la gloria habían camina­do en dirección a Cuacos, y en la Cruz del Humilladero torcieron a la derecha. Entre jarales y tomillos llegaron a una pequeña loma, desde donde se divisa un hermoso valle. "La vegetación de aquel oasis se ostentaba en la plenitud y exhuberancia que sólo se admiran en los pai­sajes orientales. En el fondo del valle, y levantado sobre un promontorio granítico que parecía cortado a pico, destacábase un soberbio edificio coronado de almenas y de torres gallardas, que semejaban otros tantos gigantes de piedra, a quienes se hubiera encomendado la defen­sa de aquella bendita tierra, que había recibido de la ma­no del Omnipotente privilegios tan sublimes. Su fábrica severa, maciza, poderosa, en que se descubrían los vesti­gios del románico, del gótico y del bizantino, parecía ha­berse enclavado allí para desafiar eternamente el poder destructor de los siglos".
Barrientos miraba extasiado aquella maravilla y no pudo menos de exclamar:
-"¿Cómo se llama este castillo?"
-"En la comarca tiene un nombre que despierta tris­tes recuerdos, dijo Juan melancólicamente. Se llama el `Castillo del Diablo"'.
Barrientos no pudo comprender el significado de aquel nombre hasta que su amigo le narró una historia moruna que justificaba su bautismo.
Para Juan, la leyenda no había terminado, porque al caer la tarde el espíritu de la infeliz Alicia sacrificada en­tre sus muros, aparecía cada tarde en lo alto de su torre cual fantasma de ilusión que le atraía irresistiblemente.
Y aquel día también. En efecto, a la hora en punto apareció en lo alto de la torre "el pálido reflejo del sol poniente, una forma blanca y vaporosa de excepcional mujer".
Juan al verla cayó sin sentido y sólo pudo decir una palabra: "¡Magdalena!".
Los días siguientes a este revelador episodio, Barrien­tos, repitiendo las excursiones y actuando como testigo, supo todo lo que significaban aquellas escenas y lugares. Entre juramentos y confidencias, unas veces de labios del joven, otras de labios del propio Emperador, pudo hilvanar todos los extremos de la madeja.
El propietario del castillo era Ruy Gómez de Varela, un enigmático anciano de casi un centenar de años, pro­tagonista de una larga historia de amor y odio hacia el soberano Emperador:
Cuando los castellanos entraron en Granada fue el aguerrido capitán que "enarboló por primera vez el san­to lábaro de la Cruz en las torres de Alhama y de Grana­da. Él mismo, como soldado de veinte años, salvó a la Reina Isabel I de las llamas cuando se incendió su tienda de Santa Fe".
"Pero más tarde, uno de sus hijos se unió a los jefes co­muneros y, derrotado, murió en la horca, sin que llega­sen a conocimiento del Emperador las misivas de su pa­dre impetrando misericordia.
"Y la desdicha fue aún mayor cuando su nieto, inten­tando vengar a su padre en la propia persona imperial, se unió a los herejes alemanes. Derrotados éstos y con ellos el presunto asesino, convicto y converso, pagó tam­bién en la horca los intentos de su crimen. Con el agra­vante, otra vez, de que el Emperador Carlos no tuviera conocimiento de los hechos".
Hoy era un anciano de noventa años, cuya única ilu­sión y consuelo eran dos apuestos jóvenes, Magdalena y
Conrado, que compartían la soledad de aquel retiro.
El odio hacia el Emperador llegó hasta el extremo de haberse encerrado en aquella fortaleza y a cuantas misi­vas había recibido del Rey la contestación era la misma:
"Decid a vuestro amo que es inútil que se canse man­dándome emisarios; que estoy 'desnaturado' de estos reinos; que me deje llorar en paz la muerte de mis hijos; que a nadie ofenden el luto de mi corazón y las lágrimas de mis ojos; que cuando se alza el cadalso, la familia del reo aparta la vista del verdugo; que no soy traidor ni rebelde, y que le pido me deje morir en la gracia del Señor".
Pero el destino seguía otros derroteros.
Juan conocía a los señores del castillo.
Con uno de ellos, Conrado, estaba ligado con un no­ble juramento. Le había salvado la vida cuando en cier­ta ocasión acorralado por un jabalí, en un lugar cercano, a donde Juan llegaba en sus paseos vespertinos, oyó los gritos de auxilio y libró al joven de una muerte segura. En aquel momento "juraron ser amigos hasta la muerte y que fuera maldito y execrado de todos el que quebran­tara aquel juramento".            .
Juan había gozado de la hospitalidad de los señores del castillo. Guardaba de sus moradores el mejor recuer­do. "El anciano es un patriarca venerable, lleno de ex­periencias y sabiduría. Conrado es valiente, intrépido, generoso y dócil de condición. Magdalena es un ángel, en quien parece que Dios ha hecho recaer todos los fa­vores de la fortuna..."
Y al decir estas palabras su rostro se volvió rojo como el carmín, bajó los ojos ruborizado y no pudo continuar.
Barrientos comprendió que estaba enamorado de la joven. Que su corazón sufría por su ausencia. Que, sin embargo, no mostraba deseos de volver al castillo.
Entonces volvió a preguntarle quién de los dos había quebrantado el juramento. El capitán quedó perplejo cuando en la conversación que siguió llegó a este con­vencimiento:
"Juan no podía entrar en el castillo si iba acompañado de alguno de los moradores del convento. En la fortale­za se respiraba un aire hostil y, a veces, peor, hacia todos los que rodeaban al emperador Carlos".
Fácilmente sacó una conclusión: las amenazas y los peligros de que hablara Felipe II en su carta y contra los que él debía proteger, venían del propio castillo.
Este pensamiento no se apartaba de su cabeza y des­de aquel día extremó su vigilancia. No volverían a aquel paseo ni a aquel lugar.
Como consecuencia de esta determinación el inci­piente mal del pobre huérfano degeneró en una clara y preocupante enfermedad. Todos los remedios que los médicos del Emperador ensayaban en el joven paciente resultaban inútiles.
Sólo Barrientos conocía el verdadero remedio: si Juan volvía al castillo o los castellanos venían al monas­terio, sería posible la salud. Fue este conven-cimiento el que le dio fuerzas para hablar al Emperador y exponerle la forma de salvar a quien tanto quería.
Estaba seguro de que uno de los extremos serían po­sibles.
Trabajo costó vencer la tenacidad del anciano Rey. El capitán de lanceros escuchó todas las razones del odio que separaban a los dos ancianos. También escu­chó el juramento de su Señor proclamándose inocente. Por eso no dudó en pedirle el favor de presentarse en el castillo, para conseguir de Conrado una visita al amigo que moría de pena por su separación.
Sólo el convencimiento por parte de todos de que era la única solución posible, en la misteriosa enfermedad, hicieron factible el proyecto: Barrientos iría al castillo y traería a Conrado al lago de su amigo. Cuando Juan se enteró del propósito, cual si fuera el sortilegio de un cu­randero o el milagro de un santo, pareció a todos que se iniciaba la mejoría.
Pedro Barrientos salió del monasterio con dirección al valle, portador de la difícil misión que se había pro­puesto cumplir.
A su entrada fue detenido cortésmente por el mayor­domo Berenguer de Rotrón.
El capitán fue lacónico en sus exigencias:
-"Dile a tu Señor que traigo un mensaje del Empe­rador".
El anciano criado comunicó el mensaje:
-"El flamenco envía a Vuestra Señoría un nuevo mensaje".
-"¡Un mensaje del Emperador! Dile que se vaya". El mayordomo iba a partir, pero le detuvo la voz de
Conrado:
-"Abuelo, ese hombre viene en nombre de Juan".
-"De Juan, que está enfermo de peligro", añadió Magdalena cruzando las manos en ademán suplicante.
-"Y Juan me salvó la vida", volvió a insistir Conrado.
-"iY Juan se halla en peligro de muerte!", insistió Magdalena.
Al abuelo le extrañó que sus nietos supieran tanto de Juan. Que conocieran su grave enfermedad. Imaginó que algo extraño pasaba allí. Vencido por la curiosidad y más aún por el cariño, autorizó la entrevista. A sus nie­tos era incapaz de negarles nada.
Cuando llegó el momento de la recepción el capitán no salía de su estupor. No sabía si todo era efecto de un sueño o de una pesadilla.
"Berenguer al frente de los escuderos de su Señor, vestidos con largas dalmáticas de vellorí y armados de partesanas, condujo a Pedro Barrientos al salón princi­pal del edificio.
"En aquel salón, cuyas paredes estaban vestidas de ri­cos y antiguos tapices de colgaduras de Damasco y de una porción de lienzos que representaban retratos de fa­milia, había una especie de trono de terciopelo carmesí, en cuyo fondo se descubrían el blasón de los Varelas bordado en oro, un sillón de cuero de Córdoba con magníficos remates de plata y algunas banderas musul­manas colocadas en los extremos del pabellón. "Sentado en el sillón del trono aparecía el anciano, con cierta gravedad y majestad, que llenaron de asom­bro a Pedro Barrientos. A su lado, en pie, estaban sus nietos y a lo largo de las paredes del salón se descubrían dos filas de partesaneros, cuya impasibilidad era seme­jante a la de las estatuas".
Pedro Barrientos saludó gravemente al anciano y es­peró su licencia para hablar, pero el viejo se anticipó, di­ciendo:
-"No os extrañe que os reciba así. Soy Señor de horca y cuchillo y salvé la vida de la gran Reina Isabel. Desde entonces tengo privilegio para recibir a los mensajeros y embajadores de los Reyes desde un trono".
-"Gozad, señor, dilatados años de este privilegio. En cuanto a mí, sabed que en este momento no soy embaja­dor ni mensajero del Rey".
-"¿Tenéis algo que decirme en secreto?"
-"Sí, señor".
Entonces, el viejo despidió a sus servidores y quedó solo con sus nietos.
-"Estos son mis nietos -exclamó Ruy Gómez, pre­sentando al capitán a Conrado y Magdalena. De todos los secretos de mi vida tienen ambos la llave".
-"¡Despedidlos también, Señor!"
-"¡De ningún modo!"
...
El abuelo y los nietos comenzaron a simpatizar con el capitán. Su sencillez de soldado y su ingenuidad de hombre bueno los había cautivado. Barrientos creyó que había llegado el momento de exponer el meollo de su misión, y dijo:
-Hay en el monasterio de Yuste un joven ligado a vuestros nietos por vínculos de la amistad más honesta y acendrada. Este joven está gravemente enfermo. En medio de sus amargos sufrimientos, sólo manifiesta un deseo, y ese deseo es ver a Conrado, estrechar su mano, oír la voz de su amistad. ¿Puede Conrado satisfacer ese noble deseo?"
-"¡No! Mi nieto no puede ir al monasterio".
Aquella rotunda negación cayó como una losa en me­dio de todos. Y todos quedaron mudos, absortos, como las estatuas graníticas que adornaban la estancia. La ma­jestad del viejo era impresionante.
El embajador comprendió que estaba detrás toda la larga historia que conocía por boca del mismo Empe­rador.
Pero la hidalguía de los grandes no pierde sus buenos modales, y Barrientos fue invitado a una espléndida co­mida.
Fue precisamente en ella donde se encontró una solu­ción a su embajada, que si no fue la apetecida, podría surtir los mismos efectos:
-"¡Juan podría pasar su convalecencia en el castillo!"
Barrientos volvió al monasterio portador de la nueva misiva.
Ahora trataría de convencer al Emperador en lo que no había convencido a un Grande de España.
En la mano llevaba, empuñada, delicadamente una azucena.
Era el último obsequio que había recibido al despe­dirse:
-"Tomad esa flor y dádsela de mi parte".
Y Magdalena bajó los ojos, se puso encarnada, limpió sus lágrimas y desde la puerta agitaba su mano despi­diendo al capitán.
Cuando Barrientos llegó a Yuste, las cosas habían cambiado muy poco.
El Emperador no podía desmontar su propósito y de­jar ahora partir al enfermo. Y eso que Barrientos juró y perjuró, una y mil veces, que el joven sería tratado con todas las leyes de la hospitalidad y de la amistad. Que allí no había herejes, sino que se rezaba a la Virgen y a Dios. Que los dos nietos eran como ángeles consagrados para hacer posible la recuperación de Juan...
Cuando el enfermo se enteró de lo sucedido volvió a su estado taciturno de silencio, de profunda melancolía. Su salud volvió a ser altamente preocupante.
Por todas estas cosas, y como el corazón humano no es más duro que las rocas del contorno, el hecho fue que el Emperador accedió a que el huérfano si salvaba la pe­ligrosa enfermedad, pasaría su convalecencia en el castillo.
Cuando Juan supo la promesa, cambió todo inmedia­tamente. Algunos, los frailes, pensaban siempre en el milagro. Barrientos pensó en el amor. Sabía muy bien que Juan estaba enfermo de la grave enfermedad que mata a muchos jóvenes: el amor.
Magdalena, la angelical hermosura de la Torre de Alicia, tenía la llave de su salud y de su recuperación. Así fue.
En pocas semanas, el enfermo, aunque delgaducho, macilento y endeble, estaba en condiciones para termi­nar su recuperación en el castillo, junto a Conrado y Magdalena.
Se preparó una litera convenientemente y a hombros de robustos jayanes, el joven partió para el valle.
Antes, Juan se arrodilló delante del Emperador, besó su mano e impetró su bendición:
-"¡Oh, Señor! Jamás olvidaré que debo a Vuestra Majestad el beneficio de ir a gozar de la dulce amistad de los moradores del valle".
El rostro del Emperador se contrajo por una expre­sión de dolor intensa y desgarradora.
Hizo un esfuerzo supremo y, lo que no había hecho nunca, abrazó al huérfano y lo besó en la frente.
Luego cayó sobre su asiento, cubriéndose la cara con ambas manos.
En el castillo habían sucedido muchas cosas desde la partida de Barrientos. Los nietos del desdichado ancia­no comprendieron que el permiso para que vinierajuan al castillo le había abierto una profunda herida. Mansa­mente la dulce voz de los vástagos inocentes consiguió desvelar el misterio abismo que separaba al flamenco y al abuelo.
Cuando conocieron la verdad, Conrado sintió en su sangre el revulsivo de la estirpe y juró vengarse del an­ciano de Yuste:
-"El Emperador y yo no cabemos en la tierra, y como
yo soy más fuerte que él, he de concluir por matarlo, co­mo él mató a mi padre".
-"¡Qué horror! -dijo Magdalena. Sería una vil acción".
-"¿Verdad que no, abuelo?" -gritó Conrado feroz­mente.
-"Decid la verdad, abuelo -dijo Magdalena, decid la verdad, como si tuviérais que decirla en presencia de Dios".
-"Pues bien -exclamó el anciano, respondiendo al no­ble llamamiento de su nieta, Magdalena tiene razón: se­ría una acción cobarde y vil, que llenaría de oprobio. Por­que el Emperador es el ungido con el óleo de David, y las leyes humanas y divinas lo declaran inviolable. Esta razón es para el súbdito. Para el caballero, para el hijodalgo, hay otra: el Emperador no lleva hoy espada al cinto. Está desar­mado. Es un monje. ¿Puede un caballero, sin ser felón y co­barde, arremeter contra un hombre de estas condiciones, quitándole la vida como un facineroso?"
Conrado bajó la cabeza en silencio. Magdalena besó las manos al viejo, y le dijo con pasión:
-"¡Oh, abuelo del alma! ¡Dios os bendice, porque sois bueno!"
-"¡Oh, adorada mía! Yo te bendigo a ti, porque me has enseñado a serlo".
Juan llegó por fin al castillo.
Desconocía los pensamientos del anciano del monas­terio y de los moradores que lo habían recibido.
Así fue feliz en aquel lugar donde se prodigaron a su persona todo tipo de cuidados. Juan era solamente el huérfano recogido por el Emperador. Su recuperación fue rápida, generosa. Muy pronto salían los tres jóvenes. Montaban a caballo. Se estrenaban con sus espadas. Perseguían los jabalíes. Disparaban sobre las perdices...
Hasta que un día surgió lo inevitable.
Cuando Juan ya casi se despedía para volver al mo­nasterio, hicieron su terrible aparición las incomprensi­bles exigencias del cruel destino, que tenía marcado a aquel lugar.
-"Venid -dijoJuan con ingenua sinceridad. Venid conmigo y os presentaré con mucha ilusión al Empe­rador.
-"¡Yo! -exclamó Conrado con voz ronca. ¡Tener yo ilusión en que me presentéis a ese hombre!"
-"Sí. El Emperador es un ser grande, noble, fuerte, y estoy seguro que os llenará de admiración".
-"¡Os engañáis! El Emperador, que a vos os parece un ser noble, grande y fuerte, me parece a mí un asesino vil y un hombre infame".
Juan se puso pálido como un cadáver.
El anciano clavó en su nieto una mirada severa, que parecía un mandato. En el rostro de Magdalena se dibu­jó una expresión de angustia indefinible.
Desde aquel momento las cosas ya no eran iguales.
Un abismo se había abierto entre los dos jóvenes.
Juan se creía en la obligación de reparar el ultraje in­ferido al Emperador. Conrado, en la obligación de po­der consumar la venganza que obsesivamente domina­ba a toda la familia.
De momento, sin embargo, una tensa calma aparente parecía reinar entre todos los moradores del castillo.
Bueno, todos no.
Las mujeres tienen el privilegio de no confundirse cuando siguen los presentimientos de su corazón.
Magdalena presentía los tentáculos de la tragedia que se acercaba. Vigilaba. Siempre estaba vigilante.
Por eso, un día rogó a uno de los criados que fuera al monasterio con este lacónico mensaje:
-"¡Venid! ¡Juan está en peligro!"
No se había equivocado.
Una noche, poco después de haberse acostado el an­ciano, y estando oculta detrás de unos tapices, vio salir a Juan de puntillas de su aposento y encaminarse hacia el panteón familiar. Cuando llegó allá a la luz de las lám­paras que iluminaban los sepulcros pudo ver a su her­mano Conrado.
Los dos jóvenes estaban frente a frente.
El joven castellano tomó las dos espadas del mauso­leo y se las presentó a Juan, para que eligiera. Sin dete­nerse a mirarla, Juan tomó una. Y bajando la punta ha­cia el suelo dijo a su amigo:
-"Conrado, no deben matarse dos amigos sin que su corazón sufra dolor intenso. El mío es tan grande que me condena al mayor de los martirios. Desde la noche en que os escuché hablar ultrajando al hombre que más estimo y venero, soy muy desgraciado. El Emperador es el único padre que conozco. Quitadme la vida si queréis, pero retirad aquellas palabras".
-"¡Imposible"
-"¿Por qué ha de ser imposible?"
-"¿Veis estos dos sepulcros? Este es el de mi padre. Éste, el del padre de mi padre. Eran dos bizarros caba­lleros de estos reinos; eran la gloria de su casa; eran la alegría de su familia. Por leves faltas fueron mandados degollar los dos sobre un cadalso por el Emperador, con una ferocidad implacable. Magdalena y yo somos huér­fanos por su culpa. Y nuestra familia infamada y des­honrada para siempre. ¿Os parece que puedo yo retirar mis palabras? Asesino, dije que fue y lo mantengo hasta la muerte".
-"¡En guardia!" -gritó Juan con voz cavernosa.
Los dos jóvenes levantaron en alto sus espadas en el momento mismo que se abrió la puerta y oyeron a sus espaldas una voz formidable, que semejaba el rugido de la tempestad:
-"Detenéos, insensatos, o temed mi furor".
Era la voz de Ruy Gómez, que se precipitó en el pan­teón, seguido de Barrientos y de un viejo fraile jerónimo que, con la capucha calada hasta los ojos, los acompa­ñaba.
El aspecto del anciano causaba horror.
Todos habían acertado a escuchar las últimas pala­bras de Conrado.
El anciano siguió diciendo:
-"Habéis faltado a las leyes de la hospitalidad. Ha­béis faltado a las leyes del honor, haciendo armas contra vuestro huésped. Es la primera vez que ocurre un caso
igual en nuestra familia. La primera y la última será, ¡vi­ve Dios!, porque os juro por San Jorge que el escarmien­to ha de ser proporcionado a vuestra culpa. Las palabras que habéis pronunciado son verdad, pero..."
-"¡MENTIRA!".
En ese instante, el recogido jerónimo se quitaba la ca­pucha y a la vista de todos aparecía la silueta, aún impre­sionante y poderosa, del hombre que había dado órde­nes al mundo entero.
Allí estaba él. El austriaco. El flamenco. El Empera­dor. El monje del monas-terio de Yuste. Y, poniendo la mano sobre los sepulcros, dijo estas palabras:
-"Nos, Carlos de Ausburgo, Emperador que hemos sido de Alemania y Rey de España, juramos por Jesu­cristo Crucificado que no hemos podido impedir con nuestra autoridad la ejecución de las sentencias de las dos víctimas de esta ilustre casa y declaramos a la vez, en presencia de sus cenizas, poniendo por testimonio de verdad, la salvación de nuestra alma, que si hubiéramos recibido a tiempo la invocación a nuestra clemencia que nos hizo Ruy Gómez de Varela, recordando sus altos merecimientos, entre los cuales figuraban los de haber sido el primer soldado español que tremoló el santo lá­baro de la Cruz sobre las almenas de Granada, hubiéra­mos perdonado a sus hijos, por más rebeldes y traido­res que hubieran sido. Y en fe a esta declaración, afir­mo, que si es cierta, Dios me salve, y si no lo es, me confunda".
El drama había terminado.
Juan volvió a Yuste. Muy pronto marchó para adies­trarse en las artes de la guerra a Flandes, junto a los Ter­cios Españoles.
Su corazón quedaba dividido entre su amor a las ar­mas y el otro amor perdido. Al pasar junto a la Cruz del Humilladero, donde sale el camino que lleva al valle se quedó parado y gritó por tres veces: "¡Magdalena! ¡Magdalena! ¡Magdalena!"
Magdalena, refugiada en los brazos de Ruy Gómez pidió a su anciano abuelo volver a su otro palacio en la misma villa de Pasarón de la Vera. Unos dicen que des­pués de morir el abuelo marchó a Trujillo, donde se hizo religiosa en el convento que llamaban de Coria.
Otros piensan, como los lugareños de Pasarón de la Vera, que pasó encerrada el resto de su vida en el casti­llo-palacio que le cupo en herencia, recibiendo incluso la comida a través de un torno o una cuerda.
El monje del monasterio de Yuste murió tres meses después, el día 20 de septiembre de 1558, y entre sus úl­timas palabras se oyó:
-"¡Juan, hijo mío!"
Todos los veratos, sobre todo los pasaroniegos, cuan­do suben desde Jaraiz a su pueblo contemplan con estu­por las ruinas de la que fuera famosa fortaleza, castiga­das al final por un doloroso incendio.
Pero con un poco de inspiración y algo de fantasía se puede imaginar aún la silueta de la torre y la blanca figu­ra de una virgen: Magdalena, el primer amor del que to­dos hoy conocen como don Juan de Austria.

FUENTES;
-"El monje del monasterio de Yuste", de L. Herrero. Es la obra que nos ha servido de base.
-Tradición popular conservada en el castillo de Pasaron de la Vera.
-“Jeromín", del P. Coloma.
-"Ruta de Yuste", de Eleuterio Sánchez Alegría.
-Cooperación especial del matrimonio don Fausto Simón Alva­rez y doña Mariví Jiménez Serradilla.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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