"Nos, Carlos de Ausburgo, Emperador que hemos sido
de Alemania y Rey de España, juramos por Jesucristo Crucificado que no hemos
podido impedir con nuestra autoridad la ejecución de las sentencias de las dos
víctimas de esta ilustre casa, y declaramos a la vez, en presencia de sus
cenizas, poniendo por testimonio de verdad la salvación de nuestra alma, que si
hubiéramos recibido a tiempo la invocación a nuestra clemencia que nos hizo Ruy
Gómez, recordando sus altos merecimientos, entre los cuales figuraban los de
haber salvado la vida a nuestra abuela la católica Isabel I, y los de haber sido
el primer soldado español que tremoló el santo lábaro de la cruz sobre las
almenas de Granada, hubiéramos perdonado a sus hijos, por más rebeldes y
traidores que hubieran sido. Y en fe a esta declaración, afirmo, que si es
cierta, Dios me salve, y si no lo es, me confunda".
Estas son las palabras con las que Carlos I de España
y V de Alemania daba por terminada su postrera aventura para la Historia.
El lugar donde se desarrollaban los hechos: el
castillo de la Magdalena ,
en el término de Pasarón de la
Vera.
El Emperador ya no era más que un monje del Monasterio
de Yuste.
Ruy Gómez de Varela, anciano de noventa años, era el
Señor del castillo, pero a la vez, desdichado padre de un jefe comunero que
murió en la horca, después de ser derrotado en Sajonia.
En aquellos momentos acababan de poner fin a una
historia de odio, rencor, venganza e incomprensión, porque dos grandes de
España no querían presentarse ni ante Dios ni ante los hombres como dos seres
envilecidos por el deshonor ni tampoco por la venganza.
En el monasterio de Yuste, muy cerca de Plasencia, y
en la provincia de Cáceres, se había retirado para vivir sus últimos años el
Emperador Carlos I, a los cincuenta y siete años de su nacimiento.
"Ni una insignia, ni una sola señal que denunciar
pudieran su jerarquía pasada y su alto rango descubríanse sobre su cuerpo; y
sólo aquella mirada de águila, sólo aquella frente elevada siempre al cielo con
la majestad de la autoridad, sólo aquél sereno y arrogante continente,
peculiar de los príncipes que se han mecido en regia cuna y que, por lo
general, nadie puede imitar, ni ellos suelen nunca perder, hacían adivinar al
que los examinaba la soberana importancia de aquel hombre".
Es un enigma de la historia la predilección del Emperador
por este lugar extremeño. En esta región se piensa que el pecador quiso expiar
su pecado cerca del lugar de sus equivocaciones.
El hecho es que allí, en el monasterio, estaba encerrado
el hombre que no había tenido sitio en el mundo.
Junto a él, un mancebo angelical, que era a la vez su
debilidad y su consuelo. Alto, gallardo, instruido como nadie en las habilidades
de la guerra, dominaba el florete, la espada y el sable. Montaba su yegua
jerezana con una habilidad tal que los montes de Cuacos, Jarandilla, Jaraíz,
Pasarón o Garganta eran para él simples jardines de recreo.
La "Cruz del Humilladero" es aún testimonio
de la humillación del joven al aguerrido capitán Barrientos.
Allí, el curtido soldado de los Tercios de Flandes se
sintió herido por un desconocido mancebo que clavó el estoque en su pecho
invencible. Más tarde pudo saber que venía a Yuste, precisamente para cuidar de
ese joven y enigmático y del propio Emperador. Cuando hicieron las paces, sobre
su conciencia pesaba esta obligación:
"Pedro Barrientos, cuidarás de este joven por
encima de tu vida y también de la mía. No te separarás de él un solo momento.
Irás donde quiera ir. Serás su confidente y amigo. Cualquier cosa de
importancia que conozcas referida a su persona, me harás sabedor inmediato de
ella".
¿Quién era ese muchacho?
¿Qué peligros le acechaban?
¿Por qué ese cuidado exquisito...?
Para el glorioso capitán de Pavía, sucedían muchas
cosas raras.
No entendía, por ejemplo, aquellos funerales en vida
que el Emperador mandaba celebrar por su alma, y a los que asistía como si
estuviera muerto. No entendía que don Luis de Quijada, su mayordomo; don Luis
de Ávila, Comendador de Alcántara y Señor de Mirabel, y fray Luis de Regla, el
confesor, no fueran suficiente compañía y custodia. Tenía que estar él, con
sus mejores lanceros, cuidando a un joven más que al Rey, en aquellos parajes
solitarios.
Como soldado obediente no abandonaba nunca a su
pupilo: Llegó incluso a ganarse su confianza en tal grado que formaban mejor
una pareja de amigos en la que no contaba la diferencia de edad.
Un día salieron de paseo. Barrientos había notado que
el rostro del muchacho dejaba traslucir síntomas de algún sufrimiento que podía
degenerar en abierta enfermedad.
Ya había conocido algunos de sus secretos: era huérfano
y lo había criado don Luis Quijada, el mayordomo personal. El Empera-dor, al
venir a Yuste, lo trajo consigo porque no podía separarse de él.
Barrientos había sido portador de un mensaje secreto de
Felipe II para su padre Carlos, porque "en aquella soledad amenazaban al
Rey y al joven grandes peligros". Por eso estaba allí él y un centenar de
escogidos soldados, flor y nata de los Tercios Españoles, que no tenían
inconveniente en protagonizar las mismas livianas escenas en aquellas
serranías pacíficas que en los campos de batalla. Y eso que se les habían
proporcionado sus diversiones favoritas, como la "Casa de las
Muñecas", en Garganta la
Olla.
En aquel paseo Juan sentía sobre sí mismo el primer
castigo, al verse privado de su espada por defender a la soldadesca en una de
sus múltiples vilezas que cometieron a la puerta del Monasterio.
Consumido por la fiebre de la gloria habían caminado
en dirección a Cuacos, y en la
Cruz del Humilladero torcieron a la derecha. Entre jarales y
tomillos llegaron a una pequeña loma, desde donde se divisa un hermoso valle.
"La vegetación de aquel oasis se ostentaba en la plenitud y exhuberancia
que sólo se admiran en los paisajes orientales. En el fondo del valle, y
levantado sobre un promontorio granítico que parecía cortado a pico,
destacábase un soberbio edificio coronado de almenas y de torres gallardas, que
semejaban otros tantos gigantes de piedra, a quienes se hubiera encomendado la
defensa de aquella bendita tierra, que había recibido de la mano del
Omnipotente privilegios tan sublimes. Su fábrica severa, maciza, poderosa, en
que se descubrían los vestigios del románico, del gótico y del bizantino,
parecía haberse enclavado allí para desafiar eternamente el poder destructor
de los siglos".
Barrientos miraba extasiado aquella maravilla y no
pudo menos de exclamar:
-"¿Cómo se llama este castillo?"
-"En la comarca tiene un nombre que despierta
tristes recuerdos, dijo Juan melancólicamente. Se llama el `Castillo del
Diablo"'.
Barrientos no pudo comprender el significado de aquel
nombre hasta que su amigo le narró una historia moruna que justificaba su
bautismo.
Para Juan, la leyenda no había terminado, porque al
caer la tarde el espíritu de la infeliz Alicia sacrificada entre sus muros,
aparecía cada tarde en lo alto de su torre cual fantasma de ilusión que le
atraía irresistiblemente.
Y aquel día también. En efecto, a la hora en punto
apareció en lo alto de la torre "el pálido reflejo del sol poniente, una
forma blanca y vaporosa de excepcional mujer".
Juan al verla cayó sin sentido y sólo pudo decir una
palabra: "¡Magdalena!".
Los días siguientes a este revelador episodio, Barrientos,
repitiendo las excursiones y actuando como testigo, supo todo lo que
significaban aquellas escenas y lugares. Entre juramentos y confidencias, unas
veces de labios del joven, otras de labios del propio Emperador, pudo hilvanar
todos los extremos de la madeja.
El propietario del castillo era Ruy Gómez de Varela,
un enigmático anciano de casi un centenar de años, protagonista de una larga
historia de amor y odio hacia el soberano Emperador:
Cuando los castellanos entraron en Granada fue el
aguerrido capitán que "enarboló por primera vez el santo lábaro de la Cruz en las torres de Alhama
y de Granada. Él mismo, como soldado de veinte años, salvó a la Reina Isabel I de las
llamas cuando se incendió su tienda de Santa Fe".
"Pero más tarde, uno de sus hijos se unió a los
jefes comuneros y, derrotado, murió en la horca, sin que llegasen a
conocimiento del Emperador las misivas de su padre impetrando misericordia.
"Y la desdicha fue aún mayor cuando su nieto,
intentando vengar a su padre en la propia persona imperial, se unió a los
herejes alemanes. Derrotados éstos y con ellos el presunto asesino, convicto y
converso, pagó también en la horca los intentos de su crimen. Con el agravante,
otra vez, de que el Emperador Carlos no tuviera conocimiento de los
hechos".
Hoy era un anciano de noventa años, cuya única ilusión
y consuelo eran dos apuestos jóvenes, Magdalena y
Conrado, que compartían la soledad de aquel retiro.
El odio hacia el Emperador llegó hasta el extremo de
haberse encerrado en aquella fortaleza y a cuantas misivas había recibido del
Rey la contestación era la misma:
"Decid a vuestro amo que es inútil que se canse
mandándome emisarios; que estoy 'desnaturado' de estos reinos; que me deje
llorar en paz la muerte de mis hijos; que a nadie ofenden el luto de mi corazón
y las lágrimas de mis ojos; que cuando se alza el cadalso, la familia del reo
aparta la vista del verdugo; que no soy traidor ni rebelde, y que le pido me
deje morir en la gracia del Señor".
Pero el destino seguía otros derroteros.
Juan conocía a los señores del castillo.
Con uno de ellos, Conrado, estaba ligado con un noble
juramento. Le había salvado la vida cuando en cierta ocasión acorralado por un
jabalí, en un lugar cercano, a donde Juan llegaba en sus paseos vespertinos,
oyó los gritos de auxilio y libró al joven de una muerte segura. En aquel
momento "juraron ser amigos hasta la muerte y que fuera maldito y execrado
de todos el que quebrantara aquel juramento". .
Juan había gozado de la hospitalidad de los señores
del castillo. Guardaba de sus moradores el mejor recuerdo. "El anciano es
un patriarca venerable, lleno de experiencias y sabiduría. Conrado es
valiente, intrépido, generoso y dócil de condición. Magdalena es un ángel, en
quien parece que Dios ha hecho recaer todos los favores de la fortuna..."
Y al decir estas palabras su rostro se volvió rojo
como el carmín, bajó los ojos ruborizado y no pudo continuar.
Barrientos comprendió que estaba enamorado de la
joven. Que su corazón sufría por su ausencia. Que, sin embargo, no mostraba
deseos de volver al castillo.
Entonces volvió a preguntarle quién de los dos había
quebrantado el juramento. El capitán quedó perplejo cuando en la conversación
que siguió llegó a este convencimiento:
"Juan no podía entrar en el castillo si iba
acompañado de alguno de los moradores del convento. En la fortaleza se
respiraba un aire hostil y, a veces, peor, hacia todos los que rodeaban al
emperador Carlos".
Fácilmente sacó una conclusión: las amenazas y los
peligros de que hablara Felipe II en su carta y contra los que él debía
proteger, venían del propio castillo.
Este pensamiento no se apartaba de su cabeza y desde
aquel día extremó su vigilancia. No volverían a aquel paseo ni a aquel lugar.
Como consecuencia de esta determinación el incipiente
mal del pobre huérfano degeneró en una clara y preocupante enfermedad. Todos
los remedios que los médicos del Emperador ensayaban en el joven paciente
resultaban inútiles.
Sólo Barrientos conocía el verdadero remedio: si Juan
volvía al castillo o los castellanos venían al monasterio, sería posible la
salud. Fue este conven-cimiento el que le dio fuerzas para hablar al Emperador y
exponerle la forma de salvar a quien tanto quería.
Estaba seguro de que uno de los extremos serían posibles.
Trabajo costó vencer la tenacidad del anciano Rey. El
capitán de lanceros escuchó todas las razones del odio que separaban a los dos
ancianos. También escuchó el juramento de su Señor proclamándose inocente. Por
eso no dudó en pedirle el favor de presentarse en el castillo, para conseguir
de Conrado una visita al amigo que moría de pena por su separación.
Sólo el convencimiento por parte de todos de que era
la única solución posible, en la misteriosa enfermedad, hicieron factible el
proyecto: Barrientos iría al castillo y traería a Conrado al lago de su amigo.
Cuando Juan se enteró del propósito, cual si fuera el sortilegio de un curandero
o el milagro de un santo, pareció a todos que se iniciaba la mejoría.
Pedro Barrientos salió del monasterio con dirección al
valle, portador de la difícil misión que se había propuesto cumplir.
A su entrada fue detenido cortésmente por el mayordomo
Berenguer de Rotrón.
El capitán fue lacónico en sus exigencias:
-"Dile a tu Señor que traigo un mensaje del Emperador".
El anciano criado comunicó el mensaje:
-"El flamenco envía a Vuestra Señoría un nuevo mensaje".
-"¡Un mensaje del Emperador! Dile que se
vaya". El mayordomo iba a partir, pero le detuvo la voz de
Conrado:
-"Abuelo, ese hombre viene en nombre de
Juan".
-"De Juan, que está enfermo de peligro",
añadió Magdalena cruzando las manos en ademán suplicante.
-"Y Juan me salvó la vida", volvió a
insistir Conrado.
-"iY Juan se halla en peligro de muerte!",
insistió Magdalena.
Al abuelo le extrañó que sus nietos supieran tanto de Juan.
Que conocieran su grave enfermedad. Imaginó que algo extraño pasaba allí.
Vencido por la curiosidad y más aún por el cariño, autorizó la entrevista. A
sus nietos era incapaz de negarles nada.
Cuando llegó el momento de la recepción el capitán no
salía de su estupor. No sabía si todo era efecto de un sueño o de una
pesadilla.
"Berenguer al frente de los escuderos de su
Señor, vestidos con largas dalmáticas de vellorí y armados de partesanas,
condujo a Pedro Barrientos al salón principal del edificio.
"En aquel salón, cuyas paredes estaban vestidas
de ricos y antiguos tapices de colgaduras de Damasco y de una porción de
lienzos que representaban retratos de familia, había una especie de trono de
terciopelo carmesí, en cuyo fondo se descubrían el blasón de los Varelas bordado
en oro, un sillón de cuero de Córdoba con magníficos remates de plata y algunas
banderas musulmanas colocadas en los extremos del pabellón. "Sentado en
el sillón del trono aparecía el anciano, con cierta gravedad y majestad, que
llenaron de asombro a Pedro Barrientos. A su lado, en pie, estaban sus nietos
y a lo largo de las paredes del salón se descubrían dos filas de partesaneros,
cuya impasibilidad era semejante a la de las estatuas".
Pedro Barrientos saludó gravemente al anciano y esperó
su licencia para hablar, pero el viejo se anticipó, diciendo:
-"No os extrañe que os reciba así. Soy Señor de
horca y cuchillo y salvé la vida de la gran Reina Isabel. Desde entonces tengo
privilegio para recibir a los mensajeros y embajadores de los Reyes desde un
trono".
-"Gozad, señor, dilatados años de este
privilegio. En cuanto a mí, sabed que en este momento no soy embajador ni
mensajero del Rey".
-"¿Tenéis algo que decirme en secreto?"
-"Sí, señor".
Entonces, el viejo despidió a sus servidores y quedó
solo con sus nietos.
-"Estos son mis nietos -exclamó Ruy Gómez, presentando
al capitán a Conrado y Magdalena. De todos los secretos de mi vida tienen ambos
la llave".
-"¡Despedidlos también, Señor!"
-"¡De ningún modo!"
...
El abuelo y los nietos comenzaron a simpatizar con el
capitán. Su sencillez de soldado y su ingenuidad de hombre bueno los había
cautivado. Barrientos creyó que había llegado el momento de exponer el meollo
de su misión, y dijo:
-Hay en el monasterio de Yuste un joven ligado a
vuestros nietos por vínculos de la amistad más honesta y acendrada. Este joven
está gravemente enfermo. En medio de sus amargos sufrimientos, sólo manifiesta
un deseo, y ese deseo es ver a Conrado, estrechar su mano, oír la voz de su
amistad. ¿Puede Conrado satisfacer ese noble deseo?"
-"¡No! Mi nieto no puede ir al monasterio".
Aquella rotunda negación cayó como una losa en medio
de todos. Y todos quedaron mudos, absortos, como las estatuas graníticas que
adornaban la estancia. La majestad del viejo era impresionante.
El embajador comprendió que estaba detrás toda la
larga historia que conocía por boca del mismo Emperador.
Pero la hidalguía de los grandes no pierde sus buenos
modales, y Barrientos fue invitado a una espléndida comida.
Fue precisamente en ella donde se encontró una solución
a su embajada, que si no fue la apetecida, podría surtir los mismos efectos:
-"¡Juan podría pasar su convalecencia en el
castillo!"
Barrientos volvió al monasterio portador de la nueva
misiva.
Ahora trataría de convencer al Emperador en lo que no
había convencido a un Grande de España.
En la mano llevaba, empuñada, delicadamente una
azucena.
Era el último obsequio que había recibido al despedirse:
-"Tomad esa flor y dádsela de mi parte".
Y Magdalena bajó los ojos, se puso encarnada, limpió
sus lágrimas y desde la puerta agitaba su mano despidiendo al capitán.
Cuando Barrientos llegó a Yuste, las cosas habían
cambiado muy poco.
El Emperador no podía desmontar su propósito y dejar
ahora partir al enfermo. Y eso que Barrientos juró y perjuró, una y mil veces,
que el joven sería tratado con todas las leyes de la hospitalidad y de la
amistad. Que allí no había herejes, sino que se rezaba a la Virgen y a Dios. Que los
dos nietos eran como ángeles consagrados para hacer posible la recuperación de
Juan...
Cuando el enfermo se enteró de lo sucedido volvió a su
estado taciturno de silencio, de profunda melancolía. Su salud volvió a ser
altamente preocupante.
Por todas estas cosas, y como el corazón humano no es
más duro que las rocas del contorno, el hecho fue que el Emperador accedió a
que el huérfano si salvaba la peligrosa enfermedad, pasaría su convalecencia
en el castillo.
Cuando Juan supo la promesa, cambió todo inmediatamente.
Algunos, los frailes, pensaban siempre en el milagro. Barrientos pensó en el
amor. Sabía muy bien que Juan estaba enfermo de la grave enfermedad que mata a
muchos jóvenes: el amor.
Magdalena, la angelical hermosura de la Torre de Alicia, tenía la
llave de su salud y de su recuperación. Así fue.
En pocas semanas, el enfermo, aunque delgaducho,
macilento y endeble, estaba en condiciones para terminar su recuperación en el
castillo, junto a Conrado y Magdalena.
Se preparó una litera convenientemente y a hombros de
robustos jayanes, el joven partió para el valle.
Antes, Juan se arrodilló delante del Emperador, besó
su mano e impetró su bendición:
-"¡Oh, Señor! Jamás olvidaré que debo a Vuestra
Majestad el beneficio de ir a gozar de la dulce amistad de los moradores del
valle".
El rostro del Emperador se contrajo por una expresión
de dolor intensa y desgarradora.
Hizo un esfuerzo supremo y, lo que no había hecho
nunca, abrazó al huérfano y lo besó en la frente.
Luego cayó sobre su asiento, cubriéndose la cara con
ambas manos.
En el castillo habían sucedido muchas cosas desde la
partida de Barrientos. Los nietos del desdichado anciano comprendieron que el
permiso para que vinierajuan al castillo le había abierto una profunda herida.
Mansamente la dulce voz de los vástagos inocentes consiguió desvelar el
misterio abismo que separaba al flamenco y al abuelo.
Cuando conocieron la verdad, Conrado sintió en su
sangre el revulsivo de la estirpe y juró vengarse del anciano de Yuste:
-"El Emperador y yo no cabemos en la tierra, y
como
yo soy más fuerte que él, he de concluir por matarlo,
como él mató a mi padre".
-"¡Qué horror! -dijo Magdalena. Sería una vil
acción".
-"¿Verdad que no, abuelo?" -gritó Conrado
ferozmente.
-"Decid la verdad, abuelo -dijo Magdalena, decid
la verdad, como si tuviérais que decirla en presencia de Dios".
-"Pues bien -exclamó el anciano, respondiendo al
noble llamamiento de su nieta, Magdalena tiene razón: sería una acción
cobarde y vil, que llenaría de oprobio. Porque el Emperador es el ungido con
el óleo de David, y las leyes humanas y divinas lo declaran inviolable. Esta
razón es para el súbdito. Para el caballero, para el hijodalgo, hay otra: el
Emperador no lleva hoy espada al cinto. Está desarmado. Es un monje. ¿Puede un
caballero, sin ser felón y cobarde, arremeter contra un hombre de estas
condiciones, quitándole la vida como un facineroso?"
Conrado bajó la cabeza en silencio. Magdalena besó las
manos al viejo, y le dijo con pasión:
-"¡Oh, abuelo del alma! ¡Dios os bendice, porque
sois bueno!"
-"¡Oh, adorada mía! Yo te bendigo a ti, porque me
has enseñado a serlo".
Juan llegó por fin al castillo.
Desconocía los pensamientos del anciano del monasterio
y de los moradores que lo habían recibido.
Así fue feliz en aquel lugar donde se prodigaron a su
persona todo tipo de cuidados. Juan era solamente el huérfano recogido por el
Emperador. Su recuperación fue rápida, generosa. Muy pronto salían los tres
jóvenes. Montaban a caballo. Se estrenaban con sus espadas. Perseguían los
jabalíes. Disparaban sobre las perdices...
Hasta que un día surgió lo inevitable.
Cuando Juan ya casi se despedía para volver al monasterio,
hicieron su terrible aparición las incomprensibles exigencias del cruel
destino, que tenía marcado a aquel lugar.
-"Venid -dijoJuan con ingenua sinceridad. Venid
conmigo y os presentaré con mucha ilusión al Emperador.
-"¡Yo! -exclamó Conrado con voz ronca. ¡Tener yo
ilusión en que me presentéis a ese hombre!"
-"Sí. El Emperador es un ser grande, noble,
fuerte, y estoy seguro que os llenará de admiración".
-"¡Os engañáis! El Emperador, que a vos os parece
un ser noble, grande y fuerte, me parece a mí un asesino vil y un hombre
infame".
Juan se puso pálido como un cadáver.
El anciano clavó en su nieto una mirada severa, que
parecía un mandato. En el rostro de Magdalena se dibujó una expresión de
angustia indefinible.
Desde aquel momento las cosas ya no eran iguales.
Un abismo se había abierto entre los dos jóvenes.
Juan se creía en la obligación de reparar el ultraje
inferido al Emperador. Conrado, en la obligación de poder consumar la
venganza que obsesivamente dominaba a toda la familia.
De momento, sin embargo, una tensa calma aparente
parecía reinar entre todos los moradores del castillo.
Bueno, todos no.
Las mujeres tienen el privilegio de no confundirse
cuando siguen los presentimientos de su corazón.
Magdalena presentía los tentáculos de la tragedia que
se acercaba. Vigilaba. Siempre estaba vigilante.
Por eso, un día rogó a uno de los criados que fuera al
monasterio con este lacónico mensaje:
-"¡Venid! ¡Juan está en peligro!"
No se había equivocado.
Una noche, poco después de haberse acostado el anciano,
y estando oculta detrás de unos tapices, vio salir a Juan de puntillas de su
aposento y encaminarse hacia el panteón familiar. Cuando llegó allá a la luz de
las lámparas que iluminaban los sepulcros pudo ver a su hermano Conrado.
Los dos jóvenes estaban frente a frente.
El joven castellano tomó las dos espadas del mausoleo
y se las presentó a Juan, para que eligiera. Sin detenerse a mirarla, Juan
tomó una. Y bajando la punta hacia el suelo dijo a su amigo:
-"Conrado, no deben matarse dos amigos sin que su
corazón sufra dolor intenso. El mío es tan grande que me condena al mayor de
los martirios. Desde la noche en que os escuché hablar ultrajando al hombre que
más estimo y venero, soy muy desgraciado. El Emperador es el único padre que
conozco. Quitadme la vida si queréis, pero retirad aquellas palabras".
-"¡Imposible"
-"¿Por qué ha de ser imposible?"
-"¿Veis estos dos sepulcros? Este es el de mi
padre. Éste, el del padre de mi padre. Eran dos bizarros caballeros de estos
reinos; eran la gloria de su casa; eran la alegría de su familia. Por leves
faltas fueron mandados degollar los dos sobre un cadalso por el Emperador, con
una ferocidad implacable. Magdalena y yo somos huérfanos por su culpa. Y
nuestra familia infamada y deshonrada para siempre. ¿Os parece que puedo yo
retirar mis palabras? Asesino, dije que fue y lo mantengo hasta la
muerte".
-"¡En guardia!" -gritó Juan con voz
cavernosa.
Los dos jóvenes levantaron en alto sus espadas en el
momento mismo que se abrió la puerta y oyeron a sus espaldas una voz
formidable, que semejaba el rugido de la tempestad:
-"Detenéos, insensatos, o temed mi furor".
Era la voz de Ruy Gómez, que se precipitó en el panteón,
seguido de Barrientos y de un viejo fraile jerónimo que, con la capucha calada
hasta los ojos, los acompañaba.
El aspecto del anciano causaba horror.
Todos habían acertado a escuchar las últimas palabras
de Conrado.
El anciano siguió diciendo:
-"Habéis faltado a las leyes de la hospitalidad.
Habéis faltado a las leyes del honor, haciendo armas contra vuestro huésped.
Es la primera vez que ocurre un caso
igual en nuestra familia. La primera y la última será,
¡vive Dios!, porque os juro por San Jorge que el escarmiento ha de ser
proporcionado a vuestra culpa. Las palabras que habéis pronunciado son verdad,
pero..."
-"¡MENTIRA!".
En ese instante, el recogido jerónimo se quitaba la capucha
y a la vista de todos aparecía la silueta, aún impresionante y poderosa, del
hombre que había dado órdenes al mundo entero.
Allí estaba él. El austriaco. El flamenco. El Emperador.
El monje del monas-terio de Yuste. Y, poniendo la mano sobre los sepulcros, dijo
estas palabras:
-"Nos, Carlos de Ausburgo, Emperador que hemos
sido de Alemania y Rey de España, juramos por Jesucristo Crucificado que no
hemos podido impedir con nuestra autoridad la ejecución de las sentencias de
las dos víctimas de esta ilustre casa y declaramos a la vez, en presencia de
sus cenizas, poniendo por testimonio de verdad, la salvación de nuestra alma,
que si hubiéramos recibido a tiempo la invocación a nuestra clemencia que nos
hizo Ruy Gómez de Varela, recordando sus altos merecimientos, entre los cuales
figuraban los de haber sido el primer soldado español que tremoló el santo lábaro
de la Cruz sobre
las almenas de Granada, hubiéramos perdonado a sus hijos, por más rebeldes y
traidores que hubieran sido. Y en fe a esta declaración, afirmo, que si es
cierta, Dios me salve, y si no lo es, me confunda".
El drama había terminado.
Juan volvió a Yuste. Muy pronto marchó para adiestrarse
en las artes de la guerra a Flandes, junto a los Tercios Españoles.
Su corazón quedaba dividido entre su amor a las armas
y el otro amor perdido. Al pasar junto a la Cruz del Humilladero, donde sale el camino que
lleva al valle se quedó parado y gritó por tres veces: "¡Magdalena!
¡Magdalena! ¡Magdalena!"
Magdalena, refugiada en los brazos de Ruy Gómez pidió
a su anciano abuelo volver a su otro palacio en la misma villa de Pasarón de la Vera. Unos dicen que
después de morir el abuelo marchó a Trujillo, donde se hizo religiosa en el
convento que llamaban de Coria.
Otros piensan, como los lugareños de Pasarón de la Vera , que pasó encerrada el
resto de su vida en el castillo-palacio que le cupo en herencia, recibiendo
incluso la comida a través de un torno o una cuerda.
El monje del monasterio de Yuste murió tres meses
después, el día 20 de septiembre de 1558, y entre sus últimas palabras se oyó:
-"¡Juan, hijo mío!"
Todos los veratos, sobre todo los pasaroniegos, cuando
suben desde Jaraiz a su pueblo contemplan con estupor las ruinas de la que
fuera famosa fortaleza, castigadas al final por un doloroso incendio.
Pero con un poco de inspiración y algo de fantasía se
puede imaginar aún la silueta de la torre y la blanca figura de una virgen:
Magdalena, el primer amor del que todos hoy conocen como don Juan de Austria.
FUENTES;
-"El
monje del monasterio de Yuste", de L. Herrero. Es la obra que nos ha
servido de base.
-Tradición
popular conservada en el castillo de Pasaron de la Vera.
-“Jeromín",
del P. Coloma.
-"Ruta
de Yuste", de Eleuterio Sánchez Alegría.
-Cooperación
especial del matrimonio don Fausto Simón Alvarez y doña Mariví Jiménez
Serradilla.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
0.104.3
anonimo yuste-extremadura
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