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miércoles, 6 de noviembre de 2013

El tío picote

Año de 1809. España ardía en guerra. Las crueldades decretadas por Murat en e12 de mayo y la valiente pro­clama de don Andrés de Torrejón, alcalde de Móstoles, habían levantado el pueblo en armas. Al santo grito de "Independencia" se transformaban los más pacíficos en héroes.
Las huestes francesas se habían adueñado de la Península.
El mariscal Soult, con fuertes contingentes, ocupaba Plasencia. La bella ciudad, dominada, pero no rendida, lloraba en su impotencia los destrozos causados en sus palacios, en sus casas y hasta la destrucción por el incen­dio, de la ermita de su patrona. Si no habían quemado la venerada imagen fue debido a que hubo la previsión de traerla a la ciudad. Los pueblos estaban empobrecidos. Exhaustos los ejércitos libertadores. Las bandas de gue­rrilleros y las tropas invasoras vivían sobre el país. Ape­nas si los míseros hogareños tenían un pedazo de pan para matar el hambre.
A tres leguas de Plasencia, acostado sobre la falda de su sierra abrupta hay un pueblecito que vive mísera­mente del producto de la tierra y del ganado que ramea en la serranía.
Este pueblecito es: EL TORNO.
Es una mañana de agosto. El sol cae como lumbre de­rretida sobre los yermos campos.
Trepando por el angosto y desigual camino que atra­viesa los Reales de San Polo, sudoroso y jadeante, mo­chila a la espalda y fusil en la bandolera, camina un des­tacamento francés al mando de su sargento.
De la torre de la iglesia parte un alegre repique de campanas que anuncia a los fieles que va a comenzar la misa, en la que el sacerdote elevará sus preces rogando por la paz y el triunfo de la patria oprimida, por las vícti­mas inmoladas en las aras del deber.
Media hora después, el destacamento francés llegaba al pueblo en el preciso momento en que los religiosos al­deanos salían del templo.
No fue poca la sorpresa al encontrarse con la desagra­dable visita.
Dirigiéndose al alcalde, el sargento, con ese imperio y esa potestad que da la fuerza, le dice:
-"Exijo la entrega inmediata de seis arrobas de vina­gre. De lo contrario, incendiaré el pueblo".
-"Es imposible, porque cuanto había en el pueblo ha sido entregado a las tropas españolas que, al mando de Costa, han pasado por aquí".
-"Toma, para que sepas a quién hay que entregar el vino".
Sin darle tiempo a terminar, el insolente sargento dio un culatazo con el fusil en el pecho de la primera autori­dad.
Rugió el pueblo como un león irritado al contem­plar la cobarde agresión. Un hijo del alcalde arrojó una piedra con tal fortuna que yendo a chocar con la boca del sargento, le tiró de espaldas bañado en san­gre.
-"¡Mueran los franceses!"
-"¡Abajo los gabachos!"
-"iA ellos!"
-"iA ellos!"
Y se entabló una lucha feroz que determinó en breves momentos la vergonzosa huida de los pocos que queda­ron con vida, y que todavía fueron perseguidos a pedra­das largo trecho.
Aquella tarde se festejó la victoria con gran algazara y fiesta de tamboril. Las hermosas muchachas prodigaron sus sonrisas y amorosas miradas a los que más empuje mostraron en el combate.
Supo Soult lo ocurrido por los que pudieron escapar con vida y, ardiendo en cólera, dio orden expresa de no quedar en la aldea piedra sobre piedra.
Pero las gentes del Torno no se habían descuidado.
Suponían que el mariscal francés no dejaría sin ven­ganza la muerte de sus soldados, y en la casa del Ayunta­miento se reunió el magno consejo para tratar lo que ha­bía de hacerse.
-"Tenemos que prepararnos para la defensa, como sea".
-"No. Es mejor que vaya una comisión a Plasencia para explicar lo sucedido".
-"Vamos a hacer un pacto, entregando los prisione­ros".
...
Dudas, vacilaciones, palabras, hasta que del grupo de mujeres se destaca una hermosa muchacha de tez more­na, de ojos de endrina, de continente arrogante que, en­carándose con todos, grita:
-"Lo que proponéis es una cobardía. Los gabachos fusilarán a los comisionados primero y después arrasa­rán el pueblo. Sabemos que hemos de morir, pero vale más que sea peleando que como borregos. ¿Es que que­réis vernos deshonradas en sus brazos? ¡Fuera! ¡Fuera! Si tenéis miedo, quedáos atrás. Nos bastamos las muje­res para defendernos. ¡Vengan los fusiles! ¡Cobardes!"
-"¡Mueran los franceses! ¡Mueran los franceses!"
El elemento belicoso se impuso. La guerra sin cuartel quedaba declarada.
El tío Picote, el padre de la hembra arrogante y brava, el experto cazador de las alimañas fue el encargado de dirigir la defensa.
Hábil y práctico en sorpresas, consumado estratega a ultranza, dispone la defensa:
-"Vosotros, los más jóvenes, que tenéis las piernas más ágiles, os escondéis entre los matorrales. Desde allí se divisa el camino. Avisaréis la llegada de los franceses, procurando no ser vistos por los invasores.
"Vosotros, los que ya habéis servido, con las escope­tas y fusiles quitados a los franceses, os colocáis entre la maleza y los barrancales del Canalón. Por allí tienen for­zosamente que pasar los franceses.
"Todos los demás, hombres y mujeres, con lo que ten­gáis: hondas, hachas, hoces, palos... Os situáis frente a la viña del tío Pique.
"Los niños, los viejos y las mujeres que no podéis ha­cer nada, a la sierra, y os lleváis los ajuares, los víveres, y todo lo que podáis".
Apenas las luces primeras de la aurora teñían de oro y de sangre, los cejales que cubrían los picachos de la
abrupta Sierra de Piornal, llegó uno de los vigías arras­trándose como un reptil, y dijo:
-"Tío Picote, ya están ahí. Están subiendo la cuesta. Son tantos que nublan el camino".
No se inmutó el jefe.
Recorrió los puestos y dio orden de guardar silencio absoluto. Él mismo, echándose a tierra, se ocultó entre las quebraduras de las peñas, en un lugar donde pudiera abarcar al enemigo a su placer.
-"¡Es un batallón completo! ¡Ah, malditos gabachos, llevaréis lo vuestro!"
Sonriendo, convencido de su triunfo, volvió puesto por puesto a dar órdenes de que nadie se moviese ni dis­parase hasta que él no lo hiciera.
Todo el pueblo está en silencio. Nada alteraba la paz y el sosiego de aquel purísimo amanecer.
Confiados los franceses trepaban por la cuesta, muy seguros de que los torniegos no habían de atreverse a re­sistir el aguerrido batallón vencedor de cien combates.
Van con el fusil a la espalda, en animada charla.
Piensan en regalarse con el fruto de la conquista, con el rico vino y los sabrosos jamones, con las mu­chachas guapas y rollizas, la mejor presa en época de campaña.
Frente al Cachón se detuvieron los de la avanzada y como no sintieron nada anormal, vieron las hermosas viñas y sus jugosos racimos y se dispusieron a tomarla por asalto.
La viña fue vendimiada por la soldadesca. Un cuarto de hora después, colocados los fusiles en pabellones, se tendieron en el suelo para saborear con más comodidad el dulce zumo de las vides.
Sonó de pronto una detonación.
El jefe de las fuerzas cayó muerto de un certero balazo en la frente. Los soldados corrieron a coger sus armas, pero de cada matorral salía un disparo que tumbaba a un hombre.
Los tiros sonaban por todas partes.
El desconcierto entre los soldados, que no hallaban enemigos visibles a quienes atacar y la voz de "sálvese el que pueda", se oyó entre ellos.
Cuando se inició la desvandada salió ebria de exter­minio la retaguardia del tío Picote, haciendo en el ene­migo tan terrible carnicería que muy contados pudieron escapar monte abajo a contar al mariscal su derrota.
Fueron recogidos cariñosamente los heridos y cuida­dos con esmero por aquellas mismas mujeres que tan bi­zarramente habían tomado parte en la acción y torna­ron todos al pueblo, que celebró espléndidamente su victoria. Entre tanto, Soult, en Plasencia, rugía de coraje deseando vengarse de los osados torniegos.
Los vencedores del Torno negociaron la entrega de prisioneros poniendo como condición que habían de ser entregados al Corregidor de Plasencia y no al maris­cal francés, y que éste habría de dar al olvido lo pasado.
Transigió Soult por el momento esta humillación.
El tío Picote con sus prisioneros marchó a Plasencia sin más armas que un hacha colgada del brazo. En el Ayuntamiento hizo entrega de ellos al Corregidor cuya autoridad no pudo evitar que los placentinos agasajaran espléndidamente al tío Picote, que tornó a su aldea co­mo un conquistador.
Soult, faltando a su palabra, mandó dos días después una división al Torno para vengar la afrenta.
Avisados los torniegos como la vez anterior, se trasla­daron a la sierra dejando el pueblo abandonado.
Al atardecer del 24 de agosto de 1809 llegó la división francesa al Torno y recogiendo el lino puesto a secar lo emplearon como com-bustible y pegaron fuego a la al­dea por varios puntos a la vez.
Pronto una espesa humareda y las llamas devorado­ras mancharon el limpio cielo de aquel heroico pueblo.
Los torniegos que desde sus escondites del monte, ob­servaron el incendio, se descolgaron como gatos y ocul­tándose entre los escombros llameantes y a favor de la espesa humareda se arrojaron sobre los franceses to­mando sangrienta venganza de los incendiarios.
El tío Picote reunió un pequeño grupo de valientes.
Formó una terrible partida de guerrilleros y siempre al acecho, en cuanto los franceses abandonaban las mura­llas de Plasencia, caía sobre ellos sin darles respiro.
La valerosa muchacha, hija del caudillo pueblerino, acompañó a su padre en sus empresas guerreras, portán­dose tan bravamente como aquellas heroínas que exhal­taron la epopeya de la Independencia Nacional. Hoy son orgullo de las mujeres españolas.
El tío Picote, el comandante Golfín, el cura Canella y otros muchos hicieron del Valle del Jerte una tumba pa­ra las tropas francesas.
Ellos quemaron pueblos: El Torno, Jerte, Vadillo, Tornavacas... Pero estos hombres quisieron poner pre­cio a sus vidas.
La autoridad no supo agradecerlo y cuando acababa la guerra se impusieron tributos para rehacer la patria, no se tuvo en cuenta para nada el heroísmo y la muerte colectiva de muchos pueblos.
No es extraño que varios de estos pueblos tuvieron que decir a Fernando VII: "Mal pueden pagar tributos pueblos que no existen".
En los archivos del Torno se conservan algunos de los datos del incendio del pueblo por los franceses.
Lástima que el tiempo haga olvidar hechos como éste.
Entre tanto, El Torno y toda la región de la Alta Ex­tremadura tendrá siempre un compromiso con sus ante­pasados.
Y el tío Picote será un héroe, anónimo, pero héroe.
Y su hija será una de esas hembras, mujeres únicas que de vez en cuando sabe producir el suelo extremeño.

FUENTES:
-Esta leyenda está resumida de un libro antiguo que la señorita Reme Martín, del Torno, generosamente nos ha proporcionado.
-Testimonios recogidos en el mismo sentido por don Demetrio Martín y María José Alfonso, profesora de EGB.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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