Plasencia, desde su fundación, se despega como una
ciudad elegante y señorial, elegida para dar gusto a Dios y a los hombres (ut
placeat Deo et hominibus).
Ya en sus comienzos, en ella se dieron cita muchos caballeros
de las tierras castellanas de Burgos y León, que adornaron sus palacios con
escudos y blasones, conseguidos en repetidas y sangrientas lides.
Sus esfuerzos y virtudes se pagaron no sólo con honores,
sino que los reyes quisieron que en gran parte del terreno conquistado a los
moriscos sirviera para premiar a la ciudad.
También desde sus comienzos compartían la gloria del
engran-decimiento de la ciudad sus eminentes Obispos. Siguiendo la costumbre
de la época, los Obispos, con sus capellanes y guerreros, acudían en los momentos
claves y difíciles a compartir la suerte de las batallas más trascendentales.
Tal conducta no podía quedar sin recompensa, y la
ciudad eligió Jaraicejo, el mejor lugar de sus términos, y lo ofreció a la Mitra : el Rey aprobó la
designación y, desde entonces, los Obispos de Plasencia fueron siempre
"Señores de Jaraicejo".
Transcurrido el tiempo, la villa fue notando los inmensos
bene-ficios que la suerte le había deparado al ponerlo bajo la tutela
episcopal. Aumentó su riqueza, aumentó su población, aumentó su señorío y
todavía ahora, a pesar de la tremenda desolación que causó la Gue rra de Sucesión, pregonan
su grandeza distintos monumentos, dignos de mejor estima que la que hoy
disfrutan.
Pero el camino de Plasencia ajaraicejo era largo y penoso,
especialmente en invierno. Tanto viniendo por Serradilla, como directamente por
la cañada o cordel, había que atravesar varios arroyos caudalosos. Y siempre
existía el tremendo peligro de pasar el Tajo en las frágiles barcas aquí
usadas.
El eminentísimo Obispo Cardenal don Juan de Carvajal,
consciente de estas responsabilidades, decidió abrir una nueva vía que no
atravesara arroyo alguno, y construir un puente en el Tajo. Quedaría así
establecida una comunicación directa, fácil y segura entre Plasencia y
Jaraicejo.
Elegidos los puntos por donde había de hacerse el camino,
y especialmente el de la construcción del puente, llamó el señor Obispo a un
distinguido ingeniero. El mismo lo acompañó al sitio elegido. Al ver el
ingeniero lo agreste y montuoso del terreno, la impetuosa corriente, lo
entrillado del cauce, precisamente donde se acababan de juntar el Tajo y el
Tiétar, manifestó que allí era imposible construir un puente.
Entonces, el Obispo escondió su mano entre los amplios
y purpurados manteos y la extrajo llena de relucientes onzas de oro.
Encarándose con el ingeniero, sereno pero afable, le dijo:
-"Dígame, ¿sería posible la obra, haciendo allí
un pilar, y otro más allá, y otro..., y otro...?"
A la palabra acompañaba la acción. Y cada sitio designado
iba a señalarlo una luciente onza de oro que, con destreza, arrojaba el Obispo,
y se perdía en las profundidades del Tajo.
Comprendió el ingeniero la lección y sujetando la mano
del prelado, dijo:
-"Señor, reconozco mi error. Creo que no sólo es
posible, sino fácil, la construcción del puente en este mismo sitio. Me
comprometo a trazarlo y construirlo con la solidez y grandeza que corresponden
a la generosidad y magnificencia de Vuestra Eminencia".
En seguida comenzaron las obras y en 1495 estaban ya
terminadas.
* * *
Como otros varios, este puente fue cortado en la Gue rra de la Indepen-dencia. Al
repararlo, a mediados del siglo pasado, ocurrió un emocionado suceso.
Toda la región lo conoce por haber sucedido en época
muy reciente. Aún se señalan en Plasencia los lugares escenario de los hechos,
sobre todo la Posada
de la Cis terna.
Recuerdo muchas veces, cuando de estudiante en la
ciudad, al pasar junto a ella por la
Calle de Trujillo, mirábamos mis compañeros y yo sus
avejentadas puertas esperando ver alguna vez a su desventurado protagonista.
Cuando comenzaron las obras de reconstrucción del
Puente del Cardenal para habilitar el paso sobre el arco cortado, se tendió un
pontón de madera hecho con gruesos y resistentes tablones. Al levantar este
pontón para comenzar las obras, se dejó una de las gruesas vigas centrales para
facilitar los trabajos de andamiaje y para el descenso de materiales.
Una de aquellas noches en que esto ocurría, subió de
Trujillo a Plasencia uno de los arrieros ordinarios entre estas dos
poblaciones. Montado en uno de los machos y con el otro del diestro, tranquilamente
dormido, llegó al puente. Lo atravesó sin despertar y continuó hasta la posada
de la vecina aldea de Villarreal de San Carlos, donde tenía por costumbre
descansar.
Al verlo llegar el posadero, sorprendido, le dijo que
le extrañaba viniera de Plasencia, cuando lo esperaban de Trujillo.
Contestó él que era de Trujillo de donde venía.
No quisieron creerle, aunque él juraba y perjuraba que
venía del mismísimo Trujillo.
En tonos de voz cada vez más crecientes, se afirmaba
que el puente estaba cortado..., que todos lo habían visto..., que llevaba
varios días en tales condiciones...
Replicaba el arriero que había pasado tranquilamente...,
que no podía creer lo que ellos decían..., que trataban de gastarle una
broma..., que...
La disputa subió de tono y se cruzaron las apuestas.
Al día siguiente bajó el arriero acompañado de otros
varios al puente. Allí, asombrados y enmudecidos por el espanto, pudieron
comprobar por las huellas estampadas sobre el polvo, que los dos machos habían
atravesado por la viga estrecha, muy estrecha, para aquellos menesteres. El
arriero, sobrecogido, miraba y remiraba el abismo que había cruzado. Fueron los
compañeros los que tuvieron que agarrarlo y devolverlo a la posada, abrumado
por la impresión de lo que podía haberle sucedido.
Todos volvieron en silencio. El arriero, como un sonámbulo,
sin decir una palabra, avió sus mulos y continuó a Plasencia.
Llegó a esta ciudad y entró en la Posada de la Cister na, lugar habitual
de su destino, sin que a pesar de las voces de la gente que se apeara de su
macho que, acostumbrado y diligente, se dirigió a la cuadra.
Todos creyeron que el arriero venía borracho por sus
cabezadas y vaivenes. La misma chiquillería de la ciudad lo había seguido
Calle Trujillo arriba. Se pensaba en darle una pesada broma.
Pero cuando al tratar de ayudarle a desmontar lo vieron,
todos enmude-cieron con horrible espanto.
¡El arriero estaba muerto!
FUENTES:
-"El
Cronista", Revista quincenal de Serradilla.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo plasencia-extremadura
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