Año 1577. España en el cenit de su grandeza con Carlos
I.
Extremeños en América: algunos aventureros de Dios,
pero los más aventureros del dinero.
A una hora de ese mismo año, en el norte de Extremadura,
se encuentran reunidos trece frailes de San Francisco.
Han elegido un recoveco a la sombra de una sierra muy
cerca de la Vía
de la Plata. Tres
familias generosas han levantado un convento. Lo vamos a llamar convento si
cabe este nombre a un edificio de setenta y dos metros cuadrados. No es un
pisito de renta limitada, sino un convento. Tampoco es que los donantes hayan
sido parcos en su generosidad. Es que los trece frailes no han permitido otras
dimensiones.
Se trata de un convento-simiente y las simientes de
grandes dimensiones no "pueden caer en tierra y producir fruto".
Los trece, a esa hora de la mañana, en un 22 de mayo,
están fuera trabajando en lo que puede ser la huerta de la casa. Están
sudorosos, jadeantes, no digo que descalzos, porque descalzos van a estar
siempre. Las recias túnicas de saco oscuro se confunden con el polvo de la
tierra,
El culpable de todo es fray Pedro de Alcántara. Cincuenta
y ocho años. Alto, enjuto, con la manía de apretarse contra el pecho un Cristo
que lleva colgando del cuello. Manía, porque el Cristo no le hace falta. Demasiado
cristo es él. Estirado, sin carnes, lacrado, con tales dimensiones, con tales
actitudes... a esos que son o están así en Extremadura los llaman
"Cristos". Este, además, lo es, hasta el punto de que "uno de
los doce" le dice: "Maestro, ¡qué bien se está aquí, al lado de un
santo!"
-Pero, hermano, ¡yo Santo! ¡Santo! ¡De ninguna manera!
¡De ninguna manera!...
Y bajando la cabeza golpea el suelo con un palo seco
que utiliza por sus achaques a guisa de bastón. En uno de esos golpecitos el
bastón queda clavado en la rendija de una pequeña roca.
Al maestro, como buen alcantarino, no le falta la
sorna.
Cuando siente atrapado el cayado en la hienda del
peñasco, dice a los suyos:
-Mirad, yo seré Santo cuando este palo produzca higos.
Era el momento de los rezos. Una de las horas en que
la pequeña comunidad dialoga siempre con su Dios, es al mediodía.
A la mañana siguiente se repiten las formas del mismo
trabajo. Tienen que continuar haciendo la huerta, plantando los árboles.
Pero... ¡Qué "pero" más curioso! ¡El bastón de fray Pedro que había
quedado atrapado entre la roca se ha convertido en una higuera!
Todos miran sorprendidos el árbol.
El respeto ahoga todos los comentarios.
Más tarde repararán en todo el prodigio.
Porque aquella higuera, para dejar constancia a las generaciones
posteriores, tenía las hojas de otra manera. Eran más lobuladas.
Hace sólo dos años se ha secado, porque los frailes reformados
habían abandonado el Palancar y ella es muy sensible a las "sequías del
espíritu".
Yo mismo, y todos los miles de curiosos anteriores hemos
cortado hojas como recuerdo de la higuera diferente, que brotó del cayado de
San Pedro de Alcántara.
¡Quién sabe si con los frailes otra vez allí vuelve a
brotar la higuera!
El Palancar fue el minúsculo cenobio donde un santo,
soñando como un loco, inició la reforma franciscana, para devolverla a la mayor
austeridad de su nacimiento.
Eran los momentos en que España y el mundo habían
iniciado una galopada huyendo de Dios, espoleados por las exigencias del
Renacimiento.
Siempre, pero más en aquellos momentos, el Palancar
era una "locura".
Los hombres se olvidan con facilidad. La distancia del
tiempo enfría acontecimientos que conmovieron el mundo. A nuestro siglo le está
pasando eso. Es, por ello, necesario hacer esfuerzos para escuchar las
interpelaciones que se nos hacen desde la historia.
Queremos recordar esto cuando hablamos del Palancar.
Para nosotros es el testimonio de ascetismo cristiano mejor conservado en el
mundo.
Pedro nació en Alcántara de Cáceres en 1499. Su noble
familia, después de verlo estudiar en Salamanca acepta gustosa su ingreso en la Orden Franciscana
cuando sólo tenía dieciséis años.
Desde muy pronto, su proyecto de vida lo tenía muy
claro. Rechaza cargos, acrisola virtudes, ultima proyectos para preparar en
plena madurez humana la gran empresa.
El lugar elegido es un regalo de don Pedro Chaves: en
un trozo de sierra, el descanso de una meseta. Lugar salvaje, donde los
alcornoques se retuercen buscando el cielo que dejan libre los peñascales. A su
espalda está la hermosa hondonada del Tajo. Pero la alta Sierra de Cañaveral
no permitirá el placer de contemplarla. A sus pies, Pedroso de Acín. Un poco
más lejos Portezuelo, Torrejon-cillo, Holguera, Riolobos... y toda la vega del
Alagón.
¡Tanta belleza y tanta extensión que no les va a hacer
falta!
A la reforma sólo le hacen falta setenta y dos metros
cuadrados. Sólo con esto va a comenzar la escalofriante historia de la Reforma Franciscana.
En la planta baja están la capilla, la portería, la
habitación del portero, la cocina, el comedor, el aljibe, la despensa, la
celda del prior, el confesionario y, en el centro, un patio. Pero "todo
tan en abreviatura que no lo entendiera el más versado, aun después de dárselo
construido".
La celda del santo "infunde horror, porque además
de su estrechez, se bajan para entrar en ella algunos escalones. No tiene
respiración ni ventana por donde entre la luz y así, estrecha, lóbrega y
subterránea, más parece ataúd o nicho para depósito de un muerto que celda
para habitación de un vivo". "La cama, una piedra o tarima de tres
tablas, y queda otro tanto espacio para que el morador de ella pueda
arrodillarse o sentarse a leer". "Como único adorno dos palos en
forma de cruz o una cruz formada por dos palos".
"Las puertas son de dos tablas tan bajas y
angostas que el más corto de estatura necesita inclinar la cabeza, y el más
enjuto no puede introducirse por ella sino de medio lado".
"A este tenor son todas las demás del edificio.
Este ahorro le salió bien caro al reformador, porque andaba alto y siempre
transportado y muchas veces iba y venía arrebatado de los ímpetus del espíritu,
le costaron muchas descalabraduras las marcas de las puertas".
"El claustro es un cuadradito que, por lo alto
del tejado, tiene sólo tres canales en cada lienzo y las cuatro de las
esquinas o ángulos, de suerte que el hueco por donde se respira y apenas se ve
el cielo, parece el brocal de un pozo. Puestos cuatro religiosos en los cuatro
lienzos opuestos se dan todos la mano, y en esta correspondencia corre de alto
abajo la obra, si no es impropiedad decir alto y bajo donde es tan bajo
todo".
Esta es la parte de la descripción asombrada que se
hacía del convento inicial de la
Reforma en el año 1765 en un libro publicado en Madrid.
Nosotros sólo queremos añadir que eso está todavía
allí.
Todo ha sido posible, porque al hacer el convento
mayor, el pequeño, el conventito, quedó prácticamente enterrado.
Aún recuerdo cuando el padre Enrique Escribano,
franciscano de Casas de Millán, primer superior en la nueva era del convento,
lo iba desenterrando, recuerdo la sensación que le producía a él y a todos sus
trabajadores.
Parecía que resucitaban a un muerto. Haciendo un nuevo
milagro.
Y hay que preguntarse: ¿Es que no lo ha sido?
FUENTES:
-Testimonios
directos del P. Enrique Escribano al autor.
-Testimonios
de los Padres Franciscanos de "El Palancar".
-"Biografía
de San Pedro de Alcántara", por Vicente González Ramos.
NOTA: Cuando ya está en prensa
este libro, las señoras Asunción y Adelaida
Sánchez-Ocaña me ofrecen el testimonio de guardar en su finca de "San
Polo" una higuera que ellas mismas sembraron al traerse un retoño de
"El Palancar". Este retoño, convertido en árbol, es testimonio de lo
que hemos afirmado. Así, la famosa higuera de San Pedro de Alcántara se
perpetúa para la posteridad.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
0.104.3 anonimo
el palacar-extremadura
No hay comentarios:
Publicar un comentario