Plasencia fue en muchos momentos un mosaico de razas,
gentes, religiones, oficios..., algo así como una ciudad universal muy del
gusto moderno. No siempre y a todos les cupo igual estancia. Los judíos, por
ejemplo, fueron expulsados de Plasencia, como de la mayoría de los lugares de
España. Con ello se vino abajo parte del florecimiento de la región. Porque no
sólo se marcharon de esta ciudad, sino también de Hervás, Béjar, Aldeanueva,
Torrejoncillo, etc.
Pero de Plasencia no se les pudo expulsar, porque no
siempre estuvieron o, mejor, siempre estuvieron, aunque no para poderlos
expulsar, a los gitanos.
Antes se les llamaba egipcianos, aludiendo a sus raíces
primigenias. Eran más nómadas que hoy y gozaban de pocas simpatías. Con verdad
o sin ella se les hacía responsables de gran parte de las fechorías ciudadanas,
sobre todo cuando llegaban las ferias y montaban sus campamentos en las riberas
del Jerte.
Pero entonces y hoy los gitanos sabían defenderse con
astucia, pedir con salero, cantar por peteneras o apropiarse más o menos
legítimamente de lo que les hacía falta.
No era raro verlos complicados con las autoridades,
antes los corregidores, ahora los guardias civiles.
Y no estuvieron nunca tan desamparados como muchos
quieren. La historia que vamos a contar es una muestra de ello.
En Plasencia, desde muy pronto, se levantaron edificios
que gozaron del famoso "derecho de asilo". Los signos exteriores de
estos derechos se correspondían con unas argollas en la casa de este nombre, en
la Calle del
Rey, con unas cadenas en la puerta de la Catedral.
Precisamente aquí, aún cuando no en esa puerta, amparándose
en este sagrado derecho tuvieron lugar a finales del siglo XVII los
interesantes sucesos de nuestra historia. Y todo por culpa de una gitana que
desafía valientemente al Corregidor de la ciudad.
Eran los días próximos a la feria de junio. Los
gitanos habían llegado con sus caravanas de machos y borricos. Tenían asentados
sus reales en los alrededores de Plasencia: en el Cachón, en el Olivar, en San
Lázaro, en la carretera del Puerto..., hasta repartirse los terrenos como lo
hicieran las tribus de Israel cuando entraron en la Tierra Prometida.
De acuerdo con su ritual división de obligaciones, los
gitanos, los hombres, acicalaban para la próxima venta las caballerías seleccio-nadas,
en peluquerías montadas al aire libre. Tijeras, máquinas, ungüentos, tintes,
clavos, herraduras..., estaban allí al servicio de los sufridos animales.
Cuando lleguen los días álgidos de la feria, en ceremonia solemne, con marcaje
de tribu, el gitano y su vara paseará sus borricos por los tesos y rodeos como
animales sagrados admirados antes del sacrificio.
A las mujeres les correspondía buscar el sustento para
la familia. Es parte de su código: un caballero gitano nunca tenderá la mano
para pedir. Ella, la gitana, puede acudir a cualquier recurso por "el pan
de cada día".
Para hacer más llamativa su obligación, la hembra se
prensentará cargada de churumbeles: uno a la espalda, otros tirando de sus
largos vestidos, que se mueven garbosos con el aire de la mañana. Estos, los
churumbeles, son parte importante en el oficio. Mientras ellos, los payos, se
sentirán seducidos por los negros ojazos de la niña que ya despierta para
mujer, mientras el pequeño llora y grita pidiendo pan, la labor de la gitana,
aparentemente distraída, queda sumamente facilitada.
Algo de esto debió suceder cuando varias de ellas fueron
aprehendidas por la
Justicia. Una , Ángela Alvarado, logró escapar proclamando a
gritos, mientras corría, su inocencia. A duras penas pudo llegar al espacio acotado
por las cadenas de la
Catedral , donde quedaba acogida al "derecho de
asilo".
Don Francisco Antonio de Salcedo, Corregidor de la
ciudad, que la seguía de cerca, no quiso sentirse humillado nada menos que por
una gitana. Entró en el templo con sus servidores y alguaciles y apresó a la
fugitiva en la Capilla
Mayor de la Catedral Vieja. Eran precisamente las doce del
día, cuando salían de sus rezos parte de los canónigos, sacerdotes y fieles de la Catedral.
La gitana, interesada por el escándalo, gritaba, gritaba
cuanto podía, invocando "el derecho de asilo". En seguida la
correspondieron los presentes, clérigos y seglares. Aquello estaba a punto
para un motín. Pero el Corregidor, ebrio de rabia y de furor, agarró
violentamente a la gitana y la sacó a la calle. Gritos y más gritos por parte
de los espectadores. El Corregidor, que corresponde también a las burlas y
escarnios, la sigue arrastrando a la calle.
Y ya en la calle, conforme a los modos (hoy incomprensibles)
de la época, la gitana y sus compañeras, montadas en sendos pollinos y con las
espaldas desnudas y a la vista de todos, fueron apaleándolas hasta llegar a
la cárcel de la ciudad.
Pero los eclesiásticos testigos del suceso no
aceptaron los hechos.
Inmediatamente el Provisor del Obispado condenó al
Corregidor a la pena de excomunión mayor. La bula, como era ritual, se fijó a
las puertas de las iglesias.
El excomulgado no podía ser absuelto sin el cumplimiento
de ciertas condiciones, entre las que estaba el arrepentimiento.
El Corregidor apeló a la Nunciatura de Madrid,
pero la sentencia fue confirmada en todos sus extremos.
El Corregidor había perdido un juicio que duró más de
cinco años.
No faltaron amigos que lograron se aliviara la pena
con una limosna, y que fue destinada para comprar el reloj de la Catedral.
No son muchos los que saben que el reloj de su Catedral
es regalo de una gitana o, lo que es lo mismo: el precio de un juicio y de una
condena que una sencilla gitana de Plasencia ganó al Corregidor mayor de la
ciudad.
Esto era en el siglo XVII, antes de las democracias.
FUENTES:
-M. López
Sánchez Mora, "Por culpa de una gitana". Publicado en una revista de
las ferias de Plasencia.
-Las
fuentes originales están en el archivo de la S.I. Catedral de
Plasencia. De allí las exhumó el que fuera su archivero.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo plasencia-extremadura
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