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miércoles, 6 de noviembre de 2013

La bella marmionda

El castillo de Portezuelo está situado en un portillo dentro de una cortada que dejan dos sierras.
Se construyó para defender la calzada romana que, arrancando de la Vía de la Plata, cerca de Túrmulos, y pasando por Cauria (Coria) y Catóbriga llegaba hasta Miróbriga (Ciudad Rodrigo). Más tarde se llamó a esta vía Calzada de la Dalmacia. Su importancia radica en ser paso obligado hacia el Tajo desde las tierras del norte.
Interés por este lugar lo mostraron ya los hombres de la Prehistoria, como lo atestigua la Cueva de la Columna o Cancho de la Gulera, o los dólmenes existentes en sus cercanías.
Más tarde, los romanos debieron tener a un lado u otro del portillo alguno de sus célebres campamentos.
Lo que no es posible dudar es que este castillo fue edificado por los musulmanes, posiblemente hacia el siglo X, en plena eferves-cencia berberis-cana.
El castillo primitivo no tenía torres. No las necesitaba. Asentado firmemente sobre escarbadas rocas de piza­rra, se levantaba erguido como punto de mira para otear grandes extensiones y comunicarse con los de Alconé­tar, Coria y Mirabel.
Más tarde los Caballeros Militares de Alcántara lo cambiaron y ennoblecieron al ser erigido en cabeza de "encomienda" con extensa jurisdicción. Para ello se construyeron torreones, fosos, aljibes... pero no llegó a tener "Torre del Homenaje".
La decadencia de este castillo comenzó en el siglo XVII hasta llegar al estado de abandono en que hoy se en­cuentra.
Pero antes, cuando era una fortaleza islámica, tuvo lu­gar en ella un trágica historia de amor y aún cuando de­saparezcan los derruidos muros que a duras penas se mantienen, la historia seguirá viva y lozana, conservada en el corazón de los habitantes de Portezuelo.
Esta historia de amor tiene la frescura de ser anterior a la de Romeo y Julieta del autor inglés. Y anterior, tam­bién, a la tragedia de Calixto y Melibea a finales del si­glo XV.
Se sitúa después de la muerte de Almanzor cuando fi­naliza la grandeza del Califato de Córdoba. El gran im­perio conseguido por el caudillo de los abasíes se des­membra en una multitud enorme de estados pequeños, hoy llamados Reinos de Taifas. El último de ellos fue el de Granada.
Tuvieron la suerte de que los reinos cristianos vieron también alternar sus períodos de esplendor con otros de endeblez y revueltas exteriores e interiores.
Por esa época el castillo de Portezuelo tenía un Al­caide que se unía a los de otros castillos vecinos y jun­tos hacían por sorpresa razzias por tierras de cristia­nos.
Pero más que por estos éxitos o fracasos bélicos el Al­caide de Portezuelo era famoso por su hija, la bella Mar­mionda, una gentil doncella agarena que era el asombro de toda la región. La fama de su hermosura había inclu­so trascendido más allá de sus fronteras, extendiéndose a los reinos cristianos.
En una de las frecuentes correrías de los cristianos, unos cuantos soldados leoneses se perdieron entre las difíciles serranías de Gata, acercándose, sin saberlo, hasta las proximidades de Portezuelo. El Alcaide sor­prendió a los despistados caballeros y los llevó como re­henes a su fortaleza.
Al tener conocimiento de que entre los prisioneros se hallaba un caballero principal de la Corte leonesa, proyectó su rescate conven-cido de que obtendría una pingüe suma de dineros.
Mientras se gestionaba el convenio y los emisarios fueron a la Corte de León, el Príncipe cristiano descu­brió a la excepcional mujer. Muy pronto quedó loca­mente enamorado haciendo llegar a la bella agarena las intenciones de su enamorado corazón. Marmionda re­celosa al principio, muy pronto se convenció de la since­ridad de su amante y correspondió complaciente a las muestras de su galantería.
Los dos jóvenes mantuvieron en secreto su idilio amoroso, pero cuando llegaron los emisarios con el pre­cio del rescate, el paladín cristiano quedó en libertad pa­ra volver a su tierra.
Este trance doloroso por tener que elegir entre el de­ber y el amor, tuvo que resolverse en un caballero a fa­vor del primero. Los enamorados ahora, tenían que se­pararse, pero antes se juraron un amor eterno, hasta la muerte misma, confiando al destino un esperanzador reencuentro.
Pasaban los meses, incluso pasaban los años y el cris­tiano no volvía a cumplir su promesa. Marmionda sumi­da en el calvario de la sorpresa, deshecha en lágrimas y silencios, apenas sin comer, tenía en peligro su propia vida.
Su padre, desconociendo la existencia de estos amo­res, después de agotar todos los recursos creyó que el único remedio para salvar a su hija, era buscarle un es­poso entre los múltiples y esclarecidos pretendientes.
Marmionda, dechado de virtudes, no quería disgustar a su padre rechazando al Príncipe seleccionado entre los principales de su raza.
Por ello envió un emisario a la Corte de León para que informara de cuanto sucedía y de la difícil situación en que ella se encontraba.
Entre tanto, se llega incluso a fijar el día de la boda sin que la infeliz doncella cambiara su ánimo.
Mientras se acercaba el día señalado para la boda, la desdichada mora era centinela permanente que, a todas horas y todos los días, miraba desde su aposento la am­plia calzada que se dirigía hacia el norte.
Por fin un día cuando ya muchos caballeros estaban en el castillo invitados a la ceremonia, el vigía dio la se­ñal de alerta porque llegaban jinetes cristianos. Mucho antes ella los había conocido y adivinado en su alma. No se confundía, entre ellos estaba él, el amado de su co­razón.
Los cristianos al llegar, cuando parecía todo listo para la defensa, hacen saber al Alcaide sus pacíficas y amoro­sas intenciones.
El orgulloso mahometano se vio sorprendido al oír la demanda y loco de furor dijo a los emisarios que jamás entregaría a su hija a un perro cristiano aún cuando fue­ra un capitán de la Corte leonesa.
Como no valieron para nada los razonamientos, los soldados se aprestaron para conseguir por la fuerza lo que no habían conseguido las razones.
Se entabló un fiero combate entre moros y cristianos donde la valentía y la rabia convirtieron la reyerta en verdadera batalla.
Marmionda que contemplaba desde lo alto del muro los avatares de la pelea siguiendo con sus ojos las heroi­cidades de su caballero, vio como éste caía pesadamente de su caballo hasta el punto de tomarlo por muerto.
Creyendo que con esta muerte la vida propia no tenía sentido se arrojó desde la ventana de su aposento y con tal fuerza que vino a caer junto a la roca donde yacía su amante.
Pero la fatalidad no pudo ser más cruel.
El capitán cristiano no estaba muerto.
Lentamente fue recobrando el sentido hasta darse cuenta que a sus pies tenía destrozados y sangrantes los despojos de su desgra-ciada Marmionda.
Y ahora sí. Ahora fue él el que repite el razonamiento de su amada: "¿Para qué vivir?" Su vida y su valor ya eran sin ella inútiles.
Ante los gritos de sus compañeros que le avisaban del peligro, sube intrépido por las empinadas rocas que sir­ven de cimientos al castillo. Desde allí ante la mirada sorprendida de los defensores y atacantes se arroja fu­rioso y después de despeñarse sobre las pizarras baja ro­dando justamente hasta donde le detiene el cadáver de ella.
Así, juntos y destrozados mezclan su sangre de ena­morados, los dos que por primera vez en la historia ha­bían muerto de amor.
Aún hoy los lugareños de Portezuelo cuando pregun­tas y se convencen de que crees su historia de amor, te señalan el lugar mismo donde es tradición, murieron Marmionda y su caballero.
Los hay incluso fanáticos que una de esas manchas negras que tienen las rocas pizarrosas apuestan ser con­secuencia de la sangre de los cadáveres.
Y hasta es posible que tengan razón porque aquella mancha es mucho más oscura que las demás y parece que huele a sangre.

FUENTES:
-Vicente Mena, "Leyendas Extremeñas".
-Gervasio Velo y Nieto, "Castillos de Extremadura".
-Cooperación especial y testimonios de la Srta. Felisa Gallego,
Licenciada en Historia.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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