Tornavacas, el último pueblo de Cáceres, intenta trepar
por la cortada de la meseta en sus estribaciones del Calvitero. Parece como si
se quisiera ocultar del arranque de la altura, porque tiene toda su vocación
en Extremadura.
Es un pueblo viejo y joven a la vez.
El despegue principal de su grandeza tuvo lugar en el
siglo XVI. Antes era sólo una alquería, por donde los animales transhumantes y,
de manera especial, las vacas, tornaban desde Extremadura a Castilla. Por su
privilegiado cordel pasaban los ganados de una España, entonces rica y
generosa. En el trono de España estaba Felipe II, el hijo de aquél Carlos que
había pasado por allí para cruzar por Tormantos al descanso de Yuste. Los
tornavaqueños formaron en la caravana de generosos porteadores que llevaron en
andas a aquél Grande de España en lo más difícil de su trayecto.
Cuando comenzamos nuestra historia, Tornavacas era un
pueblo de tránsito, de descanso. Muchos eran los personajes propietarios,
vaqueros o pastores, que se hospedaban en el pueblo con motivo de arrear sus ganados.
Aquél 13 de julio hicieron su aparición en el lugar
dos personajes más, desconocidos también, que montaban briosos caballos. Llamaba
la atención la elegancia de sus corceles, el señorío de la monta y el hecho de
que preguntasen por las autoridades: el Regidor y el Vicario. Querían tratar
con ellos un asunto del mayor interés.
En el salón del Concejo se reunieron todas las puertas
señoriales de la villa para escuchar a los recién llegados. Uno de ellos empezó
así:
-"Señores, somos unos desconocidos. Venimos de
Andalucía. Nos envía fray Gaspar, el religioso, hijo de este pueblo, a quien
vosotros habéis escrito, y a quien nosotros debemos mucho. Está en un convento
franciscano de Ronda.
"Sabemos que queréis tener una imagen de Cristo
para patrono del pueblo. Pues bien, nosotros somos imagineros y nos ofrecemos
a tallar esa imagen. Aquí está la carta de presentación y en las alforjas las
herramientas para hacerlo."
La noticia sorprendió a todos por lo inesperada. Una
explosión inundaba todos los rostros.
Pero el Regidor, cargado de años y de experiencia,
contestó de esta manera:
-"Señores: vuestra proposición nos agrada mucho
y, además, la creemos. Pero antes de dar autorización al proyecto han de
resolverse una serie de cuestiones: el tiempo que vais a tardar; el precio que
vais a recibir, la forma, incluso, de vuestro trabajar, porque aunque nos hemos
quedado sin plata por hacer la iglesia, no querríamos que nuestra imagen
desdijera de las dejerte o Barco de Avila y, si fuera posible, las
superara".
-"Sobre el precio -contestaron ellos, ahora no
podemos hablar. Ya está tratado con fray Gaspar, y no habrá problemas. Podéis
estar seguros que quedaréis satisfechos de nuestro trabajo. Empeñamos en ello
nuestro honor y el del religioso que nos ha enviado. No nos mueve a esta obra
más interés que el amor a Cristo y la gratitud a un religioso."
El Vicario del pueblo, sin salir de su asombro, y no queriendo
se le escapara de las manos una ocasión tan propicia, dijo:
-"Señor Regidor: yo no salgo de mi asombro en
todo cuanto pasa. Veo la mano de Dios aquí. Propongo se les nombre huéspedes de
honor mientras estén con nosotros para hacer la obra."
Al Regidor le pareció muy bien la sugerencia.
Pero todavía, uno de los imagineros volvió a decir:
-"Para realizar el proyecto sólo ponemos tres
condiciones: la primera, que nos dejéis solos en la iglesia durante dos
meses. Segunda, que nos proporcionéis los medios suficientes que necesitamos,
o sea, materiales, alimentos y dos camas sencillas para descansar. Y la tercera,
que os cuidéis de atender a nuestros caballos".
Fue fácil acceder a estas cláusulas, incluso la
primera de dejarles solos en la iglesia, ya que el templo estaba todavía sin
inaugurar y el culto se tenía en la primitiva iglesia, la Casa de la Pasión.
Se hizo el contrato por duplicado, firmando por una
parte el Regidor y el Vicario y, por la otra, los dos imagineros, con letra
ilegible.
Les dieron de cenar aquella noche y les proporcionaron
dos casas distintas, aposentos dignos para descansar.
A la mañana siguiente se instalaron en la iglesia, sacristía
y demás dependencias inmediatas al templo, proporcionándoles el Concejo cuanto
ellos necesitaron.
Montaron su taller y se encerraron voluntariamente en
la iglesia con vituallas para dos meses.
Para el pueblo, lo que estaba sucediendo era un misterio
impenetrable. Cuando la gente sencilla se llegó a enterar de lo sucedido, por
una parte se llenó de alegría e ilusión, pero por otra quedó intrigada
haciéndose muchas preguntas: ¿Quiénes son? ¿De dónde han venido? ¿Cómo se
llaman? ¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué se han encerrado en la iglesia?... A
medida que pasaba el tiempo y se acercaban los sesenta días, que era el tiempo
previsto por ellos para realizar su obra, aumentaba la expectación de la villa.
La fiebre de la emoción afectaba a todo el vecindario.
Nadie los había visto salir ni entrar en aquella larga
espera.
Sí existía la sensación de que dentro se trabajaba.
Llegó, por fin, la víspera del día pactado.
Con dificultad, al anochecer se calmaron los cuchicheos
y los candiles y faroles se apagaron para descansar.
Sólo por los ventanales de la iglesia se notaba un resplandor,
distinto al de los demás días. Estarían trabajando para dar el último toque a
su obra.
Era el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
No había amanecido aún y, de pronto, comienza a sonar
un alegre e inesperado volteo de campanas, como sólo se hace en las grandes
solem-nidades. Era como una música nunca oída, de celestiales cadencias, que
llenaba de armonía los contornos.
El pueblo se despertó sobresaltado.
Corrieron todos a la iglesia.
Las puertas estaban abiertas de par en par.
Entraron. No podían dar crédito a lo que sus ojos
veían. Con sorpresa, contemplaron en la parte central del templo una imagen de
Cristo, en madera tallada, pendiente de la cruz, con dos ángeles a sus pies, y
colocada en unas andas, también de madera. ¡Una verda-dera obra de arte!
No se cansaban de mirarla. Unos callaban de emoción,
otros lloraban de alegría.
El pueblo pidió a gritos que salieran los artistas.
Los buscaron por todos los rincones para darles las gracias y no los
encontraron.
Fueron a la casa próxima, donde tenían los caballos
pero, sin dejar rastro alguno, habían desaparecido.
Fue entonces cuando de modo unánime y en vista de las
circunstancias que concurrían en un hecho tan asombroso, formula-ron una
conclusión común: "Los dos imagineros son dos ángeles enviados por Dios
para hacer la imagen".
Fueron instantes de perplejidad, de idas y venidas, de
preguntas y respuestas, de rezos, de súplicas, de sorpresas..., hasta que un
afortunado de los que buscaban encontró casi tapada por la imagen una carta
dirigida a las autoridades.
El griterío fue ensordecedor. A duras penas se pudo
hacer silencio para escuchar el contenido. Decía así:
-"Hijos de esta villa: antes de marchar
definitivamente de vuestro pueblo, queremos dar a conocer por escrito nuestra
última voluntad.
"En primer lugar, os queremos decir que esta
imagen de Cristo no os va a costar nada. Es un obsequio que os hacemos. Además,
os dejamos una bolsa llena de monedas de oro para que se distribuya entre los
pobres de esta villa".
Grandes aplausos resonaron en el templo para agradecer
una demostración, tan inesperada, de generosidad.
Hecho nuevamente el silencio, continuó la lectura:
-"No tenéis por qué extrañaros de que nosotros
procedamos así. Quisié-ramos que a esta imagen la pongáis por nombre 'Cristo
del Perdón'. Os suplicamos que hagáis una capilla en su honor, rompiendo el
muro en el lugar que dejamos señalado con una cruz. Celebraréis la fiesta en
este día de septiembre. Aunque os parezca increíble, no somos ángeles, somos
hombres y, además, bandoleros de Sierra Morena, en nuestra tierra de Andalucía".
Esta afirmación cayó como una bomba en medio de todos.
Se advirtió un silencio profundo. Era una demostración viva del asombro y de
la decepción que se había apoderado de todos los presentes.
El mismo Vicario se había quedado mudo. Necesitó una
breve pausa para seguir leyendo:
-"Aceptadnos como si fuéramos ángeles enviados a
este pueblo para haceros un gran bien, pues ya Dios nos ha perdonado. Oíd
nuestra historia infortunada:
"Eramos escultores de profesión y, desde muy jóvenes,
vivíamos en Sevilla. Trabajábamos en el estudio del gran imaginero Diego
Alemán. Es un gran maestro, pero también un hombre tacaño y violento y nos
trató con tal dureza, con un rigor tan excesivo, que colmó toda medida. Un día
sacudimos la tiranía y escogimos la libertad. Aunque éramos de buenas
familias, arrastrados por el resentimiento, le robamos los caudales y decidimos
dedicarnos al bandidaje.
"Compramos trabucos y caballos y formamos una banda
que llegó a ser temida en toda Sierra Morena.
"Pero huyendo de una esclavitud caímos en otra
peor.
"Diez años robando, matando, insultando al cielo,
atropellando a todos los hombres y a todas las leyes. No teníamos ni descanso,
ni familia, ni paz exterior ni interior. Nos sentíamos los seres más
desgraciados de la tierra.
"Por fin, Dios vino en nuestra ayuda: cierto día
se nos ocurrió asaltar un santuario de la Virgen , no lejos de la ciudad de Ronda, para
robar unas joyas de mucho valor. Cuando lo íbamos a hacer vimos con sorpresa
que era una Virgen de los Dolores, y que estaba llorando.
"Escapamos de ella huyendo por los montes. Cuando
nos dimos cuenta estábamos en el convento de los Franciscanos de Ronda.
"Allí nos encontramos, casualmente, con fray Gaspar,
el religioso de este pueblo. Nos recibió con mucha bondad y comprensión.
Hablamos con él. Le referimos lo que nos había ocurrido y cómo la Virgen nos había deparado
la suerte de encontrarnos en aquel trance para cambiar nuestras vidas.
"No podíamos expresar con palabras la alegría tan
grande que estábamos experimentando. Buscábamos por todos los medios la manera
de agradecer a Dios el perdón recibido, cuando fray Gaspar echó mano de la
carta que de vosotros había recibido. Juzgó providencial nuestro encuentro.
"Nos rogó, por favor, que nos encargáramos
nosotros de tallar esa imagen y aceptamos inmediatamente muy complacidos. Le
dijimos más: vendríamos personalmente a Extremadura a realizar nuestra obra, y
le pedimos una carta de presentación para el Regidor de la villa.
"Como nuestra situación con las Leyes del Reino
no está aún aclarada, nos marchamos, confiando ala Providencia nuestro
destino. ¡Quién sabe si el Cristo que hemos tallado para vosotros nos consigue
también el perdón que en la tierra aún necesitamos!"
Finalizada la lectura de la carta, que todos
escucharon con emoción contenida, cuando descubrieron su desenlace, un
sentimiento de gozo y de satisfacción se dibujó en el rostro de todos los
presentes.
Aquél mismo día por la tarde se reunió el Concejo en
sesión extraordinaria y abierta. Estaba presente todo el vecindario. Con
aprobación unánime tomaron los siguientes acuerdos:
"Nombrar al Cristo del Perdón patrono de Tornavacas.
"Construir con urgencia la nueva capilla, en
comunicación con el templo parroquial.
"Celebrar con solemnidad las fiestas patronales
el 14 y 15 de septiembre.
"Desplazarse una comisión de la villa, compuesta
por el Regidor, el Vicario y dos de los hombres que llevaron sobre sus hombros
a Carlos V, atravesando el Puerto de Tormantos, para que, sin pérdida de
tiempo, se trasladasen a Valladolid para pedir a su majestad el Rey Felipe el
perdón para los dos imagineros".
Así se acordó y así se hizo.
Algunos días después, en una tartana, llegó la comisión
a la capital del reino: Valladolid.
Eran unos de aquellos días en que el Rey los dedicaba
a hacer justicia.
Supieron que entre los condenados estaban unos bandoleros
andaluces que por sus crímenes iban a morir en la horca.
Los avispados extremeños comprendieron en seguida de
quién se trataba y pidieron con urgencia la audiencia necesaria. El Rey leyó
la carta de presentación con el motivo de su visita y, al terminar, muy
conmovido, mandó llamar a su Secretario, para que diera orden de que quedase
sin ejecutar la sentencia y se diera un decreto de indulto total a su favor, en
vista de las circunstancias que concurrían en estos dos reos.
Felipe II aún hizo más. Mandó llamar a los dos favorecidos
por la clemencia y con ellos y con la comisión extremeña conversó ampliamente
sobre los extremos de los hechos.
Varios años después morían apenas distanciados por el
tiempo, en la Cartuja
de Burgos, dos religiosos ejemplares.
Habían pasado su vida en el silencio del claustro. Dejaron
como recuerdo varias imágenes, hijas de su piedad y de su arte.
Hay quien dice que entre esas imágenes, venida de
Burgos, está la Virgen
de los Dolores de Tornavacas.
En cualquier caso, el Cristo del Perdón y la Dolorosa son dos bellas
imágenes a cuyos pies, desde hace cuatro siglos, se postran de rodillas todos
los hijos de Tornavacas.
FUENTES:
-"El
Cristo del Perdón", por don Ramón Núñez Martín.
-El autor
nos ha cedido generosamente la leyenda que recogió hace unos cincuenta años de
los más viejos del pueblo de Tornavacas, de donde él es natural.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo tornavacas-extremadura
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