La hermosa cruz de piedra que se levanta al lado del
abandonado convento de San Francisco es el único recuerdo que nos queda de la
historia de una excepcional mujer placentina, María de Rozas.
Antes de que la removieran en su primitivo emplazamiento,
al caer la tarde, la cruz proyectaba su sombra sobre una casucha vieja de
planta única, pero de majestuosa puerta formada por amplias dovelas
graníticas.
Impresionaba ver aquellas canterías labradas como por
manos extrañas, con una especie de resplandor sobrehumano que no conseguían
ninguno de los edificios colindantes.
Quizá fuera el contraste con la mole del convento cercano
que ha sido todo: cenobio de reforma alcantarina, prostíbulo, cine, taller
mecánico, garage y ahora almacén de todo tipo de desperdicios. Nunca, sin
embargo, ha motivo a otra cosa que a rabia o a compasión.
En cambio, la casa en cuestión fue demolida sin que
una sola voz se levantara en toda Plasencia denunciando el atropello. Sin que
nadie pusiera delante el grave peso de la historia que hubiera aplastado al más
indiferente.
En aquella puerta estuvo y habló Jesucristo con una
placentina. Aunque parezca extraño es cierto y es histórico: Jesucristo. Un hecho
ratificado por todos los que han escrito sobre Plasencia y custodiado siempre
por la tradición.
Aquella fue la casa de una pobre mujer, María Gómez de
Rozas Xáenz. Su padre, Juan, era un humilde bordador, oriundo de Burgos, del
Valle de Soba. Su madre, Beatriz, nació en Trujillo. Su pobreza les valió el
tener que vivir en la antigua ermita de San Miguel, donde nació su hija María,
en los primeros días de marzo de 1613.
El padre Juan Alvín condensa su vida en estas palabras:
"El mayor portento de esta sierva de Dios fue su
virtud, tan eslabonada en perfecciones y ejercicios de virtud por tantos
años, sin haber quebrado un día las cadenas de sus recias mortificaciones,
servicios de pobres y hospitales, con tan raro desprecio del mundo, humildad,
pobreza y caridad, que son la cuerda o escala por donde sube el alma, desde su
bajeza, a la eminente altura del corazón de Dios".
La debilidad de esa mujer venerable eran los necesitados.
A su pobre casa, en una España de contrastes duros, en
pleno Siglo de Oro, llamaban a diario mendigos de todo tipo. Ninguno oyó jamás
la ritual frase: "Dios te ampare, hermano". Para todos había algo,
hasta el punto de que agotados sus haberes, intentó venderse como esclava para
tener algo con que socorrer a los pobres.
No tenía inconveniente en recorrer las casas pudientes
y los esclarecidos palacios de Plasencia pidiendo limosna para hacer limosnas.
Ella misma vestía descuidada, andrajosa, hasta el
punto de que la chiquillada la seguía formando colas o se divertía a su costa
cuando la acompañaban hasta la explanada de su casa, paso entonces obligado al
bosque de la isla.
Los niños habían descubierto el alma que se transparentaba
a través de aquellos harapos. Eran como los ángeles que se anticipan a una
visión. Un día llama a su puerta un mendigo de facciones extraordinarias. Ocultaba
bajo su aparente pobreza, mirada serena, ademán erguido, luenga barba, túnica
oriental, pies descalzos y, en la mano, un bastón de caminante.
Aunque Plasencia tenía tipos parecidos, no era frecuente
verlos en esas actitudes, porque ellos ocupaban la judería, al otro lado de la
ciudad. Además, manejaban más que nadie las riquezas que llegaban desde
América.
¿Cómo iba a pedir un judío un poco de agua a una samaritana?
María se le quedó mirando.
Le pareció el mismo que había contemplado la Octa va del Corpus en la Catedral visitando al
Santísimo.
¡Pero aquello fue tan embarazoso, tan íntimo, tan personal!
¡El recuerdo que le quedaba era tan doloroso!
¡Cómo se iba a repetir la escena en plena calle!
Debemos aclarar que desde el día que vivió el éxtasis
en la Catedral ,
María de Rozas ha sentido que su mirada es más débil. Ha mermado el fulgor de
sus ojos serenos. Ya sólo ve lo justo para pedir limosna y repartirla.
Por ello, ahora, cuando tenía delante a Cristo se repite
la escena evangélica de la otra María. Cuando el mendigo extiende la mano con
la señal de los clavos, María, la de Plasencia, también exclama:
-"¡Maestro!"
Él responde:
-"María".
Y María, absorta, arrodillada, temblorosa, escucha las
mismas palabras evangélicas dedicadas a ella sola:
-"Anda, sigue, sigue..., con tus pobres, con tu
vida. Lo que hicieres con cualquiera de estos pequeñuelos, conmigo lo haces. Ni
un solo vaso de agua quedará sin recompensa. Se ha reducido tu mirada del
cuerpo para que veas mejor las almas. Aún te queda mucho por sufrir. Has
puesto la mano en la mancera y no puedes volver la vista atrás..."
Cuando quiere seguir el diálogo no puede hablar.
Cuando puede hablar, El ha desaparecido.
Al tratar con Cristo, el que pone las condiciones es
Él. A María le han correspondido unas condiciones duras, difíciles. Una
purificación constante, ascensional: una vida sin relieve, sin admiraciones, al
margen, incluso, de una ciudad religiosa y clerical.
Cuando le faltan las fuerzas, lenta, por el paraíso de
la isla, aquella pordiosera se va hasta el puente nuevo que construyera Rodrigo
Alemán. No intenta admirar la obra del maestro. Sencillamente va a visitar a la Virgen de los Gitanos,
colocada en la eminencia plateresca de dicho puente.
A veces, en el espejo transparente de las aguas sosegadas,
ha visto proyectarse la sombra de María, la del Cielo. Sin embargo, no la
creen. Lo ha contado en la intimidad, se ríen de ella y la toman por loca.
¡Con las muchas y veneradas imágenes que hay dentro
de la ciudad! Y es verdad. Pero ella prefiere aquella imagen rústica, porque en
el camino recoge un puñado de flores silvestres y siempre encuentra un
gitanillo oportuno que coloque el ramo entre los hierros que la defienden.
Son los hijos de aquellas gitanas que ni leen ni
rezan, porque no saben. Pero se cortan sus trenzas morunas y las colocan devota-mente
a los pies de la imagen. Para una gitana no es fácil cortarse su tupida y
envidiada cabellera. Por la
Virgen del Puente sí lo hacen, porque es como ellos: acampa a
la orilla del río y los despide o saluda cuando pasan cabalgando en sus
borricos, de feria en feria y de ciudad en ciudad.
Allí, rodeada de gitanos, de niños, de mendigos, se ve
muchas tardes a María, que por eso la llaman "la loca de Plasencia".
Hasta que una tarde ya no vuelve más.
Las campanas de la Catedral doblan majestuosas y solemnes. Pocas
veces suenan así. Es una fría mañana. Enero 1680. El cabildo en pleno oficia el
funeral. El pueblo, ese pueblo que canoniza sus santos, olvidando las risas
anteriores, abarrota las naves de la Catedral. En cuestión de momentos, Plasencia ha
tomado conciencia de que se le ha muerto una santa.
En adelante ya no se dirá su nombre de María de Rozas.
Siempre llevará delante alguno de estos títulos que le
ha regalado el pueblo: Santa, Sierva de Dios, Venerable, Beata.
Porque, sencillamente, LO ERA.
FUENTES:
-César
Torre, "Glorias placentinas: María de Rozas".
-Fray Juan
Alvín, "Vida de María de Rozas". Año 1682. -V. Gutiérrez Macías,
"Mujeres extremeñas".
-Leyenda y
tradición popular.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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