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miércoles, 6 de noviembre de 2013

Jesucristo estuvo en plasencia

La hermosa cruz de piedra que se levanta al lado del abandonado convento de San Francisco es el único re­cuerdo que nos queda de la historia de una excepcional mujer placentina, María de Rozas.
Antes de que la removieran en su primitivo emplaza­miento, al caer la tarde, la cruz proyectaba su sombra so­bre una casucha vieja de planta única, pero de majestuo­sa puerta formada por amplias dovelas graníticas.
Impresionaba ver aquellas canterías labradas como por manos extrañas, con una especie de resplandor so­brehumano que no conseguían ninguno de los edificios colindantes.
Quizá fuera el contraste con la mole del convento cer­cano que ha sido todo: cenobio de reforma alcantarina, prostíbulo, cine, taller mecánico, garage y ahora alma­cén de todo tipo de desperdicios. Nunca, sin embargo, ha motivo a otra cosa que a rabia o a compasión.
En cambio, la casa en cuestión fue demolida sin que una sola voz se levantara en toda Plasencia denuncian­do el atropello. Sin que nadie pusiera delante el grave peso de la historia que hubiera aplastado al más indife­rente.
En aquella puerta estuvo y habló Jesucristo con una placentina. Aunque parezca extraño es cierto y es histó­rico: Jesucristo. Un hecho ratificado por todos los que han escrito sobre Plasencia y custodiado siempre por la tradición.
Aquella fue la casa de una pobre mujer, María Gómez de Rozas Xáenz. Su padre, Juan, era un humilde borda­dor, oriundo de Burgos, del Valle de Soba. Su madre, Beatriz, nació en Trujillo. Su pobreza les valió el tener que vivir en la antigua ermita de San Miguel, donde na­ció su hija María, en los primeros días de marzo de 1613.
El padre Juan Alvín condensa su vida en estas pala­bras:
"El mayor portento de esta sierva de Dios fue su vir­tud, tan eslabonada en perfecciones y ejercicios de vir­tud por tantos años, sin haber quebrado un día las cade­nas de sus recias mortificaciones, servicios de pobres y hospitales, con tan raro desprecio del mundo, humil­dad, pobreza y caridad, que son la cuerda o escala por donde sube el alma, desde su bajeza, a la eminente altu­ra del corazón de Dios".
La debilidad de esa mujer venerable eran los nece­sitados.
A su pobre casa, en una España de contrastes duros, en pleno Siglo de Oro, llamaban a diario mendigos de todo tipo. Ninguno oyó jamás la ritual frase: "Dios te ampare, hermano". Para todos había algo, hasta el pun­to de que agotados sus haberes, intentó venderse como esclava para tener algo con que socorrer a los pobres.
No tenía inconveniente en recorrer las casas pudien­tes y los esclarecidos palacios de Plasencia pidiendo li­mosna para hacer limosnas.
Ella misma vestía descuidada, andrajosa, hasta el punto de que la chiquillada la seguía formando colas o se divertía a su costa cuando la acompañaban hasta la explanada de su casa, paso entonces obligado al bosque de la isla.
Los niños habían descubierto el alma que se transpa­rentaba a través de aquellos harapos. Eran como los án­geles que se anticipan a una visión. Un día llama a su puerta un mendigo de facciones extraordinarias. Ocul­taba bajo su aparente pobreza, mirada serena, ademán erguido, luenga barba, túnica oriental, pies descalzos y, en la mano, un bastón de caminante.
Aunque Plasencia tenía tipos parecidos, no era fre­cuente verlos en esas actitudes, porque ellos ocupaban la judería, al otro lado de la ciudad. Además, manejaban más que nadie las riquezas que llegaban desde América.
¿Cómo iba a pedir un judío un poco de agua a una sa­maritana?
María se le quedó mirando.
Le pareció el mismo que había contemplado la Octa­va del Corpus en la Catedral visitando al Santísimo.
¡Pero aquello fue tan embarazoso, tan íntimo, tan per­sonal!
¡El recuerdo que le quedaba era tan doloroso!
¡Cómo se iba a repetir la escena en plena calle!
Debemos aclarar que desde el día que vivió el éxtasis en la Catedral, María de Rozas ha sentido que su mirada es más débil. Ha mermado el fulgor de sus ojos serenos. Ya sólo ve lo justo para pedir limosna y repartirla.
Por ello, ahora, cuando tenía delante a Cristo se repi­te la escena evangélica de la otra María. Cuando el men­digo extiende la mano con la señal de los clavos, María, la de Plasencia, también exclama:
-"¡Maestro!"
Él responde:
-"María".
Y María, absorta, arrodillada, temblorosa, escucha las mismas palabras evangélicas dedicadas a ella sola:
-"Anda, sigue, sigue..., con tus pobres, con tu vida. Lo que hicieres con cualquiera de estos pequeñuelos, conmigo lo haces. Ni un solo vaso de agua quedará sin recompensa. Se ha reducido tu mirada del cuerpo para que veas mejor las almas. Aún te queda mucho por su­frir. Has puesto la mano en la mancera y no puedes vol­ver la vista atrás..."
Cuando quiere seguir el diálogo no puede hablar. Cuando puede hablar, El ha desaparecido.
Al tratar con Cristo, el que pone las condiciones es Él. A María le han correspondido unas condiciones du­ras, difíciles. Una purificación constante, ascensional: una vida sin relieve, sin admiraciones, al margen, inclu­so, de una ciudad religiosa y clerical.
Cuando le faltan las fuerzas, lenta, por el paraíso de la isla, aquella pordiosera se va hasta el puente nuevo que construyera Rodrigo Alemán. No intenta admirar la obra del maestro. Sencillamente va a visitar a la Virgen de los Gitanos, colocada en la eminencia plateresca de dicho puente.
A veces, en el espejo transparente de las aguas sosega­das, ha visto proyectarse la sombra de María, la del Cie­lo. Sin embargo, no la creen. Lo ha contado en la intimi­dad, se ríen de ella y la toman por loca.
¡Con las muchas y veneradas imágenes que hay den­tro de la ciudad! Y es verdad. Pero ella prefiere aquella imagen rústica, porque en el camino recoge un puñado de flores silvestres y siempre encuentra un gitanillo oportuno que coloque el ramo entre los hierros que la defienden.
Son los hijos de aquellas gitanas que ni leen ni rezan, porque no saben. Pero se cortan sus trenzas morunas y las colocan devota-mente a los pies de la imagen. Para una gitana no es fácil cortarse su tupida y envidiada ca­bellera. Por la Virgen del Puente sí lo hacen, porque es como ellos: acampa a la orilla del río y los despide o sa­luda cuando pasan cabalgando en sus borricos, de feria en feria y de ciudad en ciudad.
Allí, rodeada de gitanos, de niños, de mendigos, se ve muchas tardes a María, que por eso la llaman "la loca de Plasencia". Hasta que una tarde ya no vuelve más.
Las campanas de la Catedral doblan majestuosas y solemnes. Pocas veces suenan así. Es una fría mañana. Enero 1680. El cabildo en pleno oficia el funeral. El pue­blo, ese pueblo que canoniza sus santos, olvidando las ri­sas anteriores, abarrota las naves de la Catedral. En cuestión de momentos, Plasencia ha tomado conciencia de que se le ha muerto una santa.
En adelante ya no se dirá su nombre de María de Rozas.
Siempre llevará delante alguno de estos títulos que le ha regalado el pueblo: Santa, Sierva de Dios, Venera­ble, Beata.
Porque, sencillamente, LO ERA.

FUENTES:
-César Torre, "Glorias placentinas: María de Rozas".
-Fray Juan Alvín, "Vida de María de Rozas". Año 1682. -V. Gutiérrez Macías, "Mujeres extremeñas".
-Leyenda y tradición popular.

Fuente: Jose Sendin Blazquez

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