I
Plasencia, durante el siglo XIII, se convirtió en la
ciudad "fuerte", avanzada cristiana frente a la morisma.
El Tajo formaba la línea divisoria entre las dos
religiones. A uno y otro lado se habían levantado fortalezas y castillos, que
servían de defensa y, por ello, de aviso, para prevenir las incursiones, las
famosas "razzias"con que los distintos bandos asolaban a sus
enemigos. Las fogatas en lo alto de los torreones constituían un sistema de
enlaces que, con facilidad, movilizaba amplias regiones que veían las luces
sobre los castillos de Mirabel, Grimaldo, Portezuelo, Plasencia...
En aquellos años de relativa calma, Plasencia era un
gran emporio flanqueado al norte por la torre "Lucía", fortaleza
esbelta, y al sur y al oeste por murallas, barbacanas, fosos que detenían a
cualquier atrevido.
Las callejas tortuosas de la ciudad estaban acostumbrándose
a dormir solitarias y tranquilas en la placidez de la noche extremeña. Sólo las
pisadas seguras de la ronda alteraban aquel silencio aprovechado en profundidad
por los rezos, amores o descansos de sus clientes.
Pero un día, el sonido áspero, vibrante y misterioso
de la trompeta quiebra el silencio de la noche primaveral. Los placentinos se
despiertan y contemplan sobrecogidos el cielo iluminado por la fogata
siniestra de la torre "Lucía".
Las campanas de las iglesias tocan a rebato. El
vecindario se alborota.
Los soldados acuden a las murallas.
El griterío ensordece la calle.
En un instante toda la ciudad queda convertida en un
levantisco campamento.
La noticia corre de boca en boca: los centinelas han
visto otras fogatas en los fortines y castillos lejanos. No existe la menor
duda de que la morisma quiere volver a ensayar sus incursiones desoladoras.
"Estas razzias frecuentes, rigurosas, espantosas, asolan el campo, roban
el ganado, aprisionan a los hombres, mancillan a las mujeres".
La cruz y la espada se unen siempre para prestar ayuda
a los que llaman con el fuego de la noche.
Las huestes de Plasencia están prestas para la defensa
y para la ayuda. Al amanecer, de los patios de la fortaleza, comienzan a salir
las aguerridas formaciones que bajan por la Calle del Rey hasta la porticada Plaza Mayor.
Allí, las madres, las esposas, las hijas, las novias, miran, abrazan y despiden
a los mejores hijos de la ciudad. La guerra entonces era una obligación, la
lucha un rezo y la muerte un acto de servicio.
Pero el corazón humano no ha podido nunca sustraerse
a los sentimientos profundos del ser y las lágrimas y el dolor ahogan muchos
corazones.
Cuando el puente levadizo de la Puerta de Trujillo se baja
para que lo crucen sólo los soldados, una madre se arranca del pecho un pequeño
crucifijo, lo cuelga en el de su hijo y rompiendo el abrazo de despedida, le
dice estas palabras:
-"Que este Señor, hijo mío, te proteja en las
batallas. No te olvides de rezarlo cada día".
Al lado, otra voz que también besa, le mira quedamente
con rostro de enamorada, mientras suspira este sollozo:
-"No te olvidaré jamás".
Entre dos miradas de amor distinto aquel muchacho
cruza el portón, perdido entre otros muchos y camina en las manos de Dios y del
destino.
II
Días más tarde, como era la costumbre medieval, por
las calles y plazuelas de la ciudad un viejo cantaba en romances soñolientos,
las hazañas que libraban contra el moro los soldados de Plasencia.
¿Qué mujer no escuchaba en estos versos el eco misterioso
de algo muy querido para ella?
Pero aquel viejecito de hoy tenía, además de algo especial:
su acento no era de anciano. Sus cadencias no reflejaban el cansancio de los
años. Su voz se levantaba solemne, armoniosa, casi angelical entre las voces
de los otros rapsodas y juglares. Además no se le conocía. Nadie lo había
visto con anterioridad. Se apuntaba ya hacia lo desconocido, hacia las
apariciones.
¿Quién era este viejo que cantaba así en las esquinas
de Plasencia?
¿De quién recibía aquellas calientes noticias? Era un
misterio.
III
Mucho más tarde volvió el soldado.
Recordaba emocionado que todas las noches su última
palabra era una oración; la última mirada al Cristo de su madre; su último
pensamiento para la novia que lo acompañaba desde lejos.
Vivían todos felices porque el deseado había vuelto.
Se hablaba incluso de una extraña obligación. Corría y corría por las esquinas
y las plazas oyendo los romances que allí se cantaban y donde a veces él mismo
se encontraba de protagonista.
Andaba pensativo, angustiado, lejano, con la mirada
puesta en el infinito.
Temía la madre que hubiera perdido el juicio.
Temía la novia que hubiera despreciado su amor.
Se le oía decir con frecuencia, a veces a solas, casi
soñando incluso:
-"¡Oh, si yo pudiera! ¡Si yo pudiera!..."
Y sacaba el crucifijo del pecho, lo miraba, lo volvía
a guardar y repetía la frase:
-"¡Oh, si yo pudiera! ¡Si yo pudiera!..."
Extrañaba también, y aún más, que en el patio de su asa
tenía varios leños gruesos de enormes dimensiones.
¿Cómo habían llegado hasta allí? iAlguno medía hasta
tres varas! El soldado, convertido en carpintero, los ira y remira. Golpea
fuerte con la azuela. Intenta trabajarlos. Sudoroso, lívido, de repente se
para, levanta os ojos al cielo y vuelve a exclamar:
-¡Yo no puedo! ¡Yo no puedo! ¡No puedo!
Una de aquellas mañanas que absorto contemplaba mpotente
los maderos ve asombrado que se abre la uerta de la calle y en el dintel está
un viejo. Es el viejo ue cantaba por las esquinas y las calles. Ahora no canta.
No puede cantar, porque es una obligación debida a a Cuaresma en la Semana de Pasión.
Viene a pedir limosna.
El joven se levanta y mira para socorrerlo. Pero el anciano
le dice interesado:
-"¿Qué vas a hacer? De ese leño podría
salir"...
-"¿Que?" -pregunta con ansia reprimida.
-"Una imagen".
-"¡Una imagen!", "Sí, lo sé".
-"Un crucificado".
-"¡Oh, sí! Pero como éste". Y le muestra el
crucifijo ue lleva al pecho. "Pero ¡no es posible! ¡No soy capaz! ¡Si yo
pudiera!"
-"Veamos. Yo te ayudaré. Algo entiendo. Pero me tienes
que dejar solo"...
El viejo se cerró en la habitación...
Llegó la noche y el anciano mendigo no sale de su encierro.
Es más, no se oye nada.
¿Qué había pasado?
Llama. Nadie contesta.
Vuelve a llamar... Y... Silencio.
Algo grave sucede. ¡Puede haber muerto!
Rompe la puerta. Parece que no hay nadie.
Coge el candil. Se lanza dentro y queda paralizado:
Tiene delante convertido en imagen de impresionantes
dimen-siones el crucifijo de su pecho. Y sin poderse contener, exclama:
-"¡ES MI CRISTO DE LAS BATALLAS! Así lo veía siempre
cuando íbamos a pelear".
La noticia corrió muy pronto por toda la ciudad. Se
buscó al viejo cantor de romances y no aparecía. Nadie lo volvió a ver. Ni por
otros, nunca más se oyeron sus canciones.
El hecho llega hasta el Palacio Episcopal.
El señor Obispo acuerda que la imagen sea depositada
en la cercana parroquia de Santiago, situada extramuros de la ciudad.
Más tarde se construyó la iglesia que actualmente
ocupa.
Desde entonces hasta hoy el Cristo de las Batallas es
un lugar de encuentro para los orantes placentinos.
Todo el día están las puertas abiertas.
A los pies de la imagen hay siempre un manojo de flores
que ha llevado una novia; una luz que ha encendido una madre.
Y cuando se marchan al servicio los jóvenes de Plasencia,
como antes a luchar contra el moro, los soldados placentinos se despiden de
este Cristo que es algo suyo:
¡SU CRISTO DE LAS BATALLAS!
FUENTES:
-Hojas
publicadas por el Santuario del Cristo de las Batallas.
-Artículos
de "El Regional", Semanario de Plasencia.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
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anonimo plasencia-extremadura
¡ Que relato más emocionante!He estado muchas veces en Plasencia y al no saber de su existencia no he ido a visitarlo.
ResponderEliminarCuando vuelva..procuraré hacerle una visita.