A mediados del siglo pasado se presentó en la puerta
de la ermita, sudoroso, cansado, a lomos de una mula, un hombre que escondía un
extraño envoltorio en la parte delantera del albardón.
En el santuario vivían entonces solamente el capellán
don Fidel, y Colás y Rita, el matrimonio que atendía por igual al sacerdote y a
unos animales.
El viajero, aprovechando los malacones laterales de
las escaleras, se baja con cuidado de su cabalgadura, la deja en libertad, y
llevando entre las manos un canastillo misterioso, dice estas palabras:
-"Don Fidel (porque me han dicho que si tropezaba
con usted se lo entregara y si podía hacerlo sin que me vieran, lo dejara en la
misma puerta), don Fidel, aquí está este cesto que traigo bajo secreto de
confesión. Cuando lo abra comprenderá de qué se trata y las instrucciones que
lleva dentro. Es algo de un secreto de confesión... Y... ¡adiós!"
En el momento mismo en que el desconocido tornaba
grupas a Plasencia, aparecían Colás y Rita, que sólo pudieron mirar al jinete
de espaldas y el capellán perplejo, con el cesto entre las manos y que apenas
acertaba a repetir:
-"¡Bajo secreto de confesión! ¡Bajo secreto de
confesión!"...
Rita, curiosa como mujer, desearía abrir el cesto,
pero no podía consumar su propósito porque los secretos de confesión no pueden
compartirse con nadie.
El sacerdote cogió el envoltorio y se encerró en su
despacho mientras el inculto matrimonio, que imagina más que piensa, se queda
fuera rumiando estos pensamientos:
-"Ya tenemos otro lío de alguna aristócrata pecadora".
Y en la puerta, nerviosos, esperaban la solución del
misterio que don Fidel estaba descifrando.
La estupefacción y el asombro crecieron hasta su nivel
máximo cuando el señor cura apareció llevando entre sus brazos una criatura
bellísima que dormía tranquila, arropada por blancos pañales.
-"¡Válgame la Virgen , señor amo, qué hermosa criatura!"
-"¿Y quién la ha traído?, señor amo, ¿quién la ha
traído?"
-"¡La Providencia , hijos, la Providencia ! Sólo ha
podido ser la Providencia ".
Efectivamente, era la Providencia.
Cuando el bondadoso sacerdote registró la canastilla
encontró, junto a la niña cinco mil pesetas en billetes de quinientas; una
medalla de oro con la imagen de la
Vir gen en el anverso y en el reverso la fecha de veinticinco
de marzo de mil ochocientos y pico; una carta lacrada, dentro de otra que
decía:
"Este sobre contiene una tarjeta y sólo será
entregada a la niña cuando cumpla los veinte años de edad, si antes no hubiera
sido reclamada por sus padres.
"Es un depósito sagrado que éstos hacen al cura
actual de la ermita de la
Virgen del Puerto y que, si éste falleciere, debe dejar en
depósito de confesión a su sucesor hasta la citada fecha; sin que nadie pueda
abrirla más que la misma niña al cumplir la mayoría de edad.
"A nadie mejor que a usted, a quien conozco a
fondo, puedo confiar el ángel a quien por hoy está vedado recibir las amorosas
y tiernas caricias de los que le dieron el ser. Recibidla como un depósito
sagrado. Va sin bautizar y deseo que se le ponga el nombre de la excelsa patrona
de esa ermita. Nació el día que va grabado en la medalla que acompaña esta
carta.
"Velad por ella y educadla en la santa fe
católica y procurad que sea una mujer buena y honrada, inculcando en su
corazón el amor y el perdón para sus padres que, queriéndola con toda su alma,
tienen que privarse de sus caricias.
"Conservad como depósito ese sobre lacrado y que
sólo ella, cuando llegue a los veinte años, sepa su contenido...
"Todos los meses, y por el medio que sea posible,
recibirá usted una cantidad para atender a sus necesidades.
"Sólo tendrá derecho a reclamarla, y usted el
deber de entregarla, quien os presente la otra mitad de la tarjeta que se
acompaña y que una perfecta-mente con ella.
Dios os guarde".
Terminada, casi como un autómata, don José recogió los
billetes, la carta, la medalla..., y lo guardó todo sigilosamente en un arca
de probada cerradura, y donde más tarde fue depositando también el dinero que
recibiría para cuidar a la niña.
La noticia corrió como la pólvora por toda la ciudad.
Las autoridades religiosas y civiles y el mismo pueblo
se prodiga-ron en atenciones para la que desde entonces se llamó "Hija de la Virgen ".
El mismo señor Obispo quiso celebrar el bautizo y el señor
cura actuó privilegiadamente de padrino.
Fue un acontecimiento en toda regla.
Desde entonces no faltaron dádivas y regalos para
aquel angelito. "Tres veces al día subía a la ermita una mujer para dar el
pecho a la niña y durante la noche Rita la acallaba con un biberón de leche,
que ella misma ordeñaba de la cabra favorita.
"Don Fidel, apenas dejaba el lecho, corría a
visitar a su ahijada, besándola cariñosamente".
"Pasaron los días, los meses y los años. La niña
crecía en hermosura, inteligencia y bondad. Era la alegría de la casa".
Don Fidel veía en ella un ángel que Dios le había enviado
para alegrar sus últimos años.
Cuando la huérfana llegó a esa edad crítica en que la
belleza de la mujer eclipsa a todas las demás bellezas, María realmente era una
mujer de auténtico ensueño.
Se decía que muchos subían al puerto a contemplar los
hermosos años juveniles que irradiaban fuego a todos los mozuelos de
Plasencia. Cuando se sentaba debajo del parral, bordando una sabanilla o unos
corporales y levantaba sus ojos para mirar al infinito, era todo un prodigio de
la naturaleza más definida:
"Alta, esbelta, de talle flexible y seno
abultado, frente alabastrina, circun-dada de hermoso y abundante cabello negro
como sus ojos, que resaltaba sobre la nívea blancura de su sonrosado
rostro".
Por aquél entonces, María, todas las tardes se asomaba
radiante al tortuoso camino, que algunos creían calzada romana, a esperar la
visita puntual de Federico.
"Fede" era un joven aristócrata, bien
parecido, esbelto, que había logrado lo que otros muchos envidiaban: enamorar
y enamorarse de María del Puerto.
Don Fidel había dado su aprobación, porque era
"un buen chico y buen partido". Pero la madre de Federico, que al
principio tomó el hecho simplemente como un juego de chiquillos, al quedarse
viuda y superar las dolorosas secuelas que la muerte de su insustituible
marido le había deparado, observó las andanzas de su hijo y descubrió con toda
claridad que era novio formal de María, la Hija de la Virgen.
Exactamente habían pasado dos meses desde la muerte
del esposo y ocho días faltaban para que llegase el ansiado momento en que la
huérfana cumpliría los veinte años, momento en que el buen cura, cumpliendo el
encargo recibido, debía hacer entrega a su ahijada del sobre que cuidadosa-mente
lacrado tenía en su poder.
También, entre tanto, la madre de Federico venía visitando
con notable asiduidad a don Fidel. Las conversaciones eran largas y
misteriosas, muy secretas.
Federico y María pensaban que se hablaba de ellos y
preparaban el instante que, tras la mayoría de edad, los uniría para siempre.
Pero una mañana, la madre, cosa rara en ella, visita
inesperada-mente al hijo en su propia habitación.
Nada más entrar lo besa en la frente y sin poderse
contener, se sienta a su lado, mientras sus ojos se deshacen envueltos en un
incontenible torrente de lágrimas.
-"¿Qué tenéis, madre mía? ¿Por qué lloráis? ¿Qué
os pasa?"
-"Hijo mío, me tienes que perdonar por el
disgusto que te voy a dar".
-"Desde la muerte de tu padre estoy buscando el
instante oportuno para hablar y no lo encuentro... Es que... realmente... no
puedo... No querría pasar por estos momentos".
-"Me asustan, madre, vuestras palabras".
-"No os aflijáis. Soy vuestro único consuelo.
Haré, por ello, cuanto me pidáis, sea lo que fuere".
-"¡Hijo! ¡Tienes que romper con María!"
-"¡Madre!"
-"¡Tienes que romper con María!"
-"No me preguntes más. Todo el peso de Dios y
todo el peso de los hombres me obligan a exigírtelo".
-"¡Madre! ¡Madre!"
El hijo se ahoga en un mar de lamentos. No puede continuar.
La escena se prolonga en un coloquio más de lágrimas
que de palabras.
Federico se convence de que no puede ser de otra manera.
No puede continuar con María.
Hay una fuerza tan poderosa en la exigencia de su
madre que, aunque parezca imposible, acepta. Es algo similar a la muerte. Y
muerte va a ser porque Federico toma la implacable resolución de despedirse de
María y marchar lejos, muy lejos, donde pueda olvidarse de que ella ha
existido.
Al santuario han comenzado a llegar algunas noticias
que parecen preparar el corazón de la joven enamorada. Algo raro nota en
aquellas ausencias de su amor. A don Fidel, por otro lado, no parecen
extrañarle.
¿Es que sabe algo?
En cualquier caso, el día 25 de marzo se tiene que descifrar
el misterio. Lo saben todos, porque ese día a María se le entregará la carta y
el secreto quedará desvelado.
La mañana de aquel 25 de marzo es primaveral. El cielo
es azul, sin que nube alguna empañe el espléndido panorama que se divisa desde
el Puerto. Plasencia entera parece que está de rodillas a la vera de su río
Jerte.
En el despacho de la capellanía están reunidos don
Fidel, Colás y Rita, todos cariñosos viejecitos, y María.
El señor cura ha dispuesto la escena cual si se
tratara de un acto de liturgia cortesana.
El corazón de la joven no puede estar mejor preparado,
pues cogiendo las manos del venerable sacerdote, dice:
-"Sea cualquiera el secreto que aquí se encierra,
yo os lo he de decir. Nunca podré olvidar los beneficios que de vosotros he
recibido".
María toma la carta, rompe los lacres y lee:
-"Hija mía, si el día que leas estos renglones no
se presenta a ti tu madre, que los escribe, es porque aún no ha llegado la hora
de que pueda hacerlo públicamente; pero si quieres conocerla y saber quién es,
jurando guardar el secreto, acude el día siguiente al 25 de marzo a la misa
mayor de la Catedral ,
y allí, junto al altar del Nazareno, te estrechará en sus brazos y conocerás a
quien te dio el ser, que vela por su amada hija y que ruega a Dios le conceda
la dicha suprema de poderla tener a su lado. Sé feliz. Ama a tu madre.
"Para que no dudes, te presentaré la mitad de la
tarjeta que corresponde a la que iba entre los documentos que te
acompañaron".
Las últimas palabras de la lectura apenas se pudieron
oír porque se abrió de repente la puerta y aparecieron en ella María y
Federico. Todos quedaron como petrificados por lo inesperado de la situación.
El silencio se prolongó embarazosamente unos instantes, hasta que lo rompió
Federico que, tras acercarse a María, cogerle las manos y reclinarla contra su
pecho, dijo:
-"¡María! Perdóname, porque con lo que te voy a
decir puedo poner en peligro tu vida. La mía ya no existe. Es la última vez
que voy a mirarme en tus ojos. Prácticamente estoy muerto. Porque muerto está
aquél para quien la vida ya no tiene sentido. ¡María! Tú y yo no nos podemos
querer. Nuestro amor es imposible. Mi madre lo dice".
Cuando María, por primera vez en su vida, iba a dejar
escapar un rayo como de nube herida por la crueldad de la tormenta; cuando don
Fidel se estremeció en sus sentimientos de sacerdote y de padrino; cuando
Colás y Rita buscaron un punto de mutuo apoyo para no caer desplomados,
solemne, impresionante, con temple más propio de viril convencimiento que de
mujer dolorida, la madre habla de esta manera:
-"Oídme todos. No quiero permanecer ni un solo
momento más bajo el peso de una sospecha tan cruel; así, pues, estoy decidida.
María, ven aquí, a mi lado. Federico, hijo mío, aquí, a este otro lado. Vos,
padre, enfrente de mí, para alentarme con vuestra presencia. Vosotros, de
testigos. Así. Ahora escuchad:
"María, mañana, a las diez, en la Catedral , junto al altar
del Nazareno, te espera tu madre..."
-"¡Cómo! ¿Quién os ha dicho esto? -preguntó
María, asombrada".
-"María, déjame continuar. Te espera tu madre
para decirte: Hija mía, he sido muy desgraciada. Cuando tenía tu edad fui
víctima de un libertino que, escudado en su posición y abusando de la confianza
que en él tenían mis padres, me deshonró, abandonándome después. Tú fuiste el
fruto de aquellos amores. Después, un amigo de mis padres, que supo la villana
acción de aquél malvado, pidió mi mano y salvó mi honra, si bien nunca quiso
dar su nombre al fruto de aquellos amores, ni jamás intentó averiguar su
paradero, aunque consentía en que yo, hija querida, atendiera a tu
sostenimiento y cuidado. Esto te dirá mañana tu madre. Y yo, antes de mañana,
en este solemne momento, ante Dios, que nos escucha, te digo: María, tu madre,
en su matrimonio, tuvo un hijo, y ese hijo vive. Su padre ha muerto. Federico,
abraza a tu hermana. María, éste es tu hermano. Hijos míos, yo soy vuestra
madre. Perdonadme y venid a mis brazos. Y para que no haya duda, aquí está la
otra midad de esa tarjeta".
Dos meses después de esta escena, Federico partía para
un largo viaje. La madre ingresaba en un convento, después de haber hecho
cesión de todos sus bienes, por partes iguales, en favor de sus hijos.
María continuó con su protector y padrino, que a su
fallecimiento también la dejaría sus bienes.
Colás y Rita vivieron con María hasta el final de sus
días.
FUENTES:
-Una amplia
versión de esta leyenda fue publicada por don Francisco Navarro Rodríguez, en la Revista "Los cuentos
extremeños".
Nosotros la
hemos estudiado y reducido a lo que creemos sus justos límites, corrigiendo lo
que hemos conocido de otras fuentes.
Las frases
citadas entre comillas son de don Francisco Navarro.
-En las
leyendas relacionadas con Plasencia nos han ayudado, muy especialmente, don
Jaime Jiménez y don Manuel Muñoz.
Fuente: Jose Sendin Blazquez
0.104.3
anonimo plasencia-extremadura
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