Translate

lunes, 8 de octubre de 2012

Leila o la bella argelina

Tras la victoria de Lepanto (1571) so­bre los turcos se puede decir que el Me­diterráneo central pasa a ser un lago cris­tiano, infestado empero de los piratas turcos y berberiscos. Y así como Venecia se convierte en el principal centro de co­mercio europeo con Oriente, los caballe­ros de la Orden de Malta fundan en esta isla un inexpugnable bastión en su lucha contra la piratería.

Cuando Anne Hilarion Cotentin de Tourville, caballero de Malta, de quince años de edad, se presentó, en 1657, al caballero de Hocquincourt, comandante de un navío de la Religión, para rogar­le, bajo la recomendación del duque de la Rochefoucault, que le tomara a bor­do, deseoso de luchar contra los berbe­riscos, el gentilhombre se encogió de hombros.
Observó la tez blanca, los ojos azules, la cabellera rubia y ensortijada, los ras­gos finos, el cuerpo delicado y esbelto del joven caballero y le dijo:
-Eres demasiado frágil para soportar un oficio tan penoso como el de corsario de Levante.
No obstante, tanto insistió el mucha­cho que Hocquincourt acabó por incluir­lo en su fragata, el Intrépido, armada de treinta y seis cañones y experta en per­seguir piratas.
¡Qué gente más terrible eran esos pi­ratas! Ni los navíos y galeras de la orden de Malta, ni las galeazas de la repúbli­ca de Venecia, ni las naves del rey de Francia lograban someterlos. Por su cul­pa, las orillas del Mediterráneo se halla­ban totalmente arruinadas. Devasta-ban las costas del Adriático y el más insig­nificante trayecto marítimo se había vuel­to peligroso con su presencia. Al ponerse el sol desembarcaban súbitamente en cualquier bahía; corrían hacia las aldeas más cercanas, lo quemaban y saqueaban todo, se llevaban en cautiverio a hombres y mujeres cuando navegaban, asaltaban los buques mercantes y reducían a escla­vitud a la tripulación y a los pasajeros. Ni siquiera temían atacar pequeñas na­ves de guerra e insultaban a todos los pa­bellones de la cristiandad. Miles de pri­sioneros cristianos gemían en sus maz­morras o trabajaban bajo un tórrido sol obligados a las más arduas tareas.
-No se equivocaba Hocquincourt al de­cirle al joven Tourville que el oficio de corsario de Levante era duro ; había mu­chos huesos que roer, y sin embargo pron­to demostró Tourville que junto a los viejos marinos de Malta era digno de en­frentarse a enemigos temibles.
El Intrépido llevaba ya tres años rea­lizando buenas operaciones, tanto en las costas de Cerdeña o de Sicilia, como en el mar Jónico y por las islas griegas; ha­bía hundido o puesto en fuga a muchas galeras berberiscas; había llegado a per­seguirlas hasta las costas africanas y ha­bía bombardeado las ciudades del rey de Argel.
En aquellos momentos navegaba por el Adriático, siguiendo el rastro de una flo­tilla de piratas que ya se había destacado por sus indecibles crueldades a costa de tripulaciones venecianas.
La fragata de Hocquincourt avistó a los berberiscos a la altura de la isla Lun­ga. Cuatro eran los buques enemigos: tres galeras y un navío de alto bordo cap­turado a los ingleses. Aún así, el caba­llero de Hocquincourt no dudó en enta­blar combate.
Comenzó atacando a las galeras. En pocas bordadas se les echó encima y des­de corta distancia descargó toda su arti­llería, que causó grandes estragos; acu­dió entonces el navío pirata a socorrer a las galeras, y esta vez fue el Intrépido quien tuvo que sufrir un intenso cañoneo.
No obstante Hocquincourt decidió in­tentar el abordaje. Logró echar sus gar­fios y aferrar la nave berberisca. Reunió a sus soldados, se abalanzaron todos ha­cia el puente del Infiel y, en ese momen­to, un pistoletazo, disparado desde las ga­vias, derribó a Hocquincourt en cubierta.
Los soldados de Malta, al ver la muer­te de su comandante, vacilaron. Por suer­te allí estaba Tourville. Blandiendo la es­pada, saltó el primero a bordo del navío enemigo. Marineros y soldados le siguie­ron. Fue un combate sangriento. Los ber­beriscos, como sabían que no les esperaba piedad alguna al haberse puesto ellos mismos fuera de las leyes de guerra, opu­sieron feroz defensa. Los cristianos ter­minaron por desembarazarse totalmente de la tripulación enemiga y se apodera­ron del puente y del entrepuente. Unos cuantos piratas se mantenían aún atrin­cherados en el castillo de popa. Tourville dirigió el asalto. Las hachas marineras destrozaron los parapetos y al fin, tras una última resistencia, todos los infieles quedaron exterminados.
El capitán, un argelino formidable que peleaba con gran denuedo, cayó atrave­sado por la espada del caballero de Tour­ville.
La batalla aún no había concluido. Fal­taba liquidar a las galeras, que volvían a la carga. Tourville ordenó que los ca­ñones del Intrépido y los del pirata con­quistado las recibieran con una serie de andanadas. Al disiparse el humo, se vio que dos de las galeras se iban a pique y que la otra huía.
Sólo entonces, los vendedores explo­raron su presa. El navío berberisco esta­ba repleto de toda clase de riquezas ro­badas de las costas y de otros barcos des­pués de una fructífera campaña. Los ma­rineros y los soldados se regocijaron ante semejante botín.
Se hallaba Tourville tomando disposi­ciones para conducir su presa al puerto de Venecia, cuando los artilleros le tra­jeron a una muchacha, de admirable be­lleza, que se había escondido en una de las crujías del navío enemigo.
-¿Quén eres? -preguntó Tourville.
La muchacha le dirigió una mirada orgullosa, como si desafiara al vencedor de diecinueve años, de aspecto tan frá­gil. Sin embargo Tourville repitió con más fuerza:
-He dicho qué quién eres.
La muchacha se dignó contestar.
-Me llamo Leila y soy hija del hom­bre que acabas de matar.
Se expresaba en francés con un leve ceceo, y cuando el caballero le preguntó acerca de esa circunstancia, ella contes­tó que, de niña, una cautiva francesa le había enseñado esa lengua.
Leila no lloraba y, si al verla daba la impresión de hallarse muy abatida, era por el dolor que dejaban traslucir sus rasgos crispados y su sombría mirada.
Conmovido por la belleza de su prisio­nera y por su infortunio, Tourville orde­nó que la trataran con toda consideración sin que nada le faltara. La instaló en el camarote, por desgracia vacío, del difun­to caballero de Hocquincourt y se preo­cupó de ofrecerle todas las comodidades posibles.
Tras haber dispuesto que una dotación de emergencia se encar-gara de la nave capturada, cuyas averías habían sido re­paradas circunstancialmente, Tourville puso rumbo a Venecia. A pesar de los cuidados que le exigía la navegación, la mente de Tourville no podía apartarse de la hermosa cautiva que llevaba a bordo.
Cuando los dos navíos entraron en el puerto de la Serenísima República y echa­ron sus amarras en el muelle de los Es­clavones, Tourville vio que el pueblo ve­neciano se había congregado para acla­marle. La Piazzeta, a la que saltó desde su chalupa, era un hervidero de gente. En los mástiles de la plaza ondeaban el gran estandarte de la República y ade­más, en señal de homenaje al vencedor, el estandarte blanco con la cruz de Mal­ta. El dogo, que era Domenico Contarini, deseó conocer al joven y valeroso caba­llero.
Tourville fue conducido por los deca­nos del Gran Consejo al interior del pa­lacio ducal donde le esperaba el dogo, vestido de púrpura y de armiño, tocado del cuerno de oro, sentado en un trono bajo un dosel de terciopelo carmesi del que colgaban largos cendales de oro. El jefe supremo de la República se alzó e igual hizo al mismo tiempo la asamblea de senadores.
Domenico Contarini empezó por aren­gar al caballero; le alabó por haberse impuesto, con una simple fragata, a tres galeras y a un navío de alto bordo, con­siguiendo apoderarse de este último; le agradeció que hubiera limpiado el mar de aquellos bandidos que no respetaban el honor y la vida de los pacíficos habitan­tes costeros ni de los inofensivos comer­ciantes que se aventuraban por las aguas a causa de sus negocios. Luego, el ancia­no bajó de su trono y cordialmente es­trechó en sus brazos al muchacho felici­tándole por su éxito.
Siguieron días de fiesta. No había fa­milia patricia que no ansiara recibir al héroe del Adriático; asistió a brillan­tes banquetes y en su honor se celebra­ron bailes y conciertos; donna Maria Tie­polo organizó para agasajarle un baile de máscaras.
Sin embargo, todos esos placeres, to­das esas ceremonias no eran obstáculo para que Tourville siguiera acordándose de Leila, su hermosa cautiva. Aún no sa­bía qué decisión tomar con respecto a ella y pasaban por su mente ideas insen­satas. Entretanto, la había instalado en el convento de Santa Maria del Carmine y, cada día, iba a visitarla.
Los dos jóvenes se paseaban juntos en la góndola dorada, cubierta de colgadu­ras de terciopelo rojo, que el dogo había puesto a la disposición del caballero. Vi­sitaban la suntuosa ciudad, sus hermosas iglesias, sus monumentos, pues a Tour­ville le interesaban mucho las manifes­taciones artísticas. Cuando pisaban tie­rra otra vez, la gente se volvía para mi­rar a la pareja tan avenida. No tardaban en reconocer al vencedor de los berberis­cos y resonaban aclamaciones. El joven caballero se sentía instintivamente hala­gado pero, al mismo tiempo, apretaba el paso para huir de las ovaciones, pensan­do en el dolor que pudiera ocasionar a su compañera.
-Dentro de tres días -le dijo a la her­mosa musulmana, aparejaré.
-¿Adónde vas, señor? -le preguntó la muchacha. ¿Seguirás las costas de Dal­macia donde tantos peligros temo que te acechen a causa de las islas propicias para las emboscadas?
Tourville sonrió ante esas muestras de interés:
-No -contestó- he de dirigirme a Malta siguiendo las costas italianas.
Leila hizo dos o tres preguntas más sobre el número de su tripulación y so­bre la nueva artillería del Intrépido, y luego los dos jóvenes se despidieron.
Al día siguiente, cuando Tourville re­gresó al convento de Santa Maria del Carmine, encontró a las monjas trastor­nadas: la muchacha había desapa-recido.
Tourville pensó en seguida que se tra­taba de un secuestro. Hizo su denuncia, los esbirros del Consejo de los Diez re­gistraron la ciudad y él mismo realizó investigaciones, pero no podía retrasarse más, las órdenes eran concretas. El día fijado, embarcó y zarpó hacia el sur.
Durante dos días navegó con vientos contrarios y al tercero, cuando cruzaba el estrecho de Ancona, distinguió a tres grandes fragatas berberiscas que, a sota­vento, se le acercaban. No había posibi­lidad de esquivar el combate, y además tampoco pensaba hacerlo, pero no quería arriesgar su fragata contra tres enemi­gos a la vez, así que fingió cambiar de rumbo.
Le salió bien el ardid pues los piratas se lanzaron en su persecu-ción y, con la maniobra, se distanciaron entre sí. Cuan­do Tourville los vio tan separados que ya no pudieran socorrerse mutuamente con rapidez, volvió a virar el rumbo y cargó su ataque sobre la nave más pró­xima. Ésta se defendió valientemente, pero el caballero ordenó que las baterías arrojasen bombas incendiarias, y el fue­go no tardó en prender a bordo de la nave pirata. Aun así, el Intrépido no había es­capado sin graves daños de su operación. Uno de los mástiles estaba tronchado y el casco avanzaba con dificultad.
La segunda nave berberisca era de me­nor tonelaje y sus cañones de corto al­cance. Tras recibir tres descargas del In­trépido, se encontraba en tan mal estado que tuvo que emprender la huida. Tour­ville se preparaba para un tercer comba­te; esta vez contra el navío de mayor en­vergadura. Las averías que había sufrido le perjudicaban terriblemente y Tourvi­lle notó que su nave caía de babor. Cala­fates y carpinteros, enviados a las senti­nas, regresaron aterrados diciendo que se había. abierto una vía de agua y que la nave presentaba un boquete por deba­jo de la línea de flotación. El segundo de a bordo de Tourville, viejo lobo de mar, que durante veinte años había servido en las naves de la Religión, opinaba que ha­bía que abandonar el barco, echar las lanchas al mar e intentar alcanzar la costa, que no estaba lejos, suponiendo que los berberiscos, que se acercaban a gran velocidad, les dejasen escapar.
Tourville se negó en redondo a seguir ese consejo. Mandó plegar velas y puso la nave al pairo, para demostrar clara­mente que se hallaba sin gobierno.
La maniobra no escapó a los piratas, se oyó un grito de triunfo procedente de la cubierta berberisca. El caballero enton­ces mandó que se distribuyeran rápida­mente las armas de abordaje. Todos, ser­violas, artilleros, marineros, y hasta el ca­pellán, y el cirujano y sus ayudantes, y la misma banda de pífanos y tambores, em­puñaron las hachas y los sables. La nave enemiga se hallaba ya a corta distancia. Tourville aprovechó ese momento para ordenar que todos los cañones le soltaran una andanada. Luego, esperó.
La descarga causó grandes estragos en­tre los piratas, que sin , embargo no se amilanaron; al contrario, prorrumpieron en gritos de venganza y de furor. Las dos naves se abordaron de costado. En el Intrépido, combés y entrepuente apa­recían desiertos, pues todos los hombres se habían reunido en el castillo de popa.
Con salvajes alaridos, los infieles se precipitaron sobre la fragata. Blandían alfanjes, hachas y cuchillos, obsesionados por hacerse con algún botín. A bordo de su barco sólo quedaban muertos y heridos.
No bien hubo saltado el primer pirata a bordo del Intrépido, Tourville gritó una orden. Al instante, desde el alcázar, apro­vechando jarcias, portañolas y barandi­llas, toda la tripulación de la fragata maltesa se lanzó a su vez sobre el puente de la nave berberisca. Sin perder momen­to, los marineros corrieron hacia las ama­rras que, con sus garfios de abordaje, mantenían unidos a los dos barcos y las cortaron.
Los infieles, dueños ya del Intrépido, vieron estupefactos cómo su propia nave, ahora ocupada por la tripulación cristia­na, se distanciaba. Dispararon algunos pistoletazos pero no lograron hacer más: cuando por fin tuvieron cargados los ca­ñones, la otra nave se perdía ya a lo le­jos. Para colmo, descubrieron que se es­taban hundiendo.
Así zozobró el Intrépido con toda su carga de forajidos. Tras contemplar la escena, los soldados de Malta se dispu­sieron a repar-tirse la nueva conquista. Entre tanto, Tourville, que inspeccionaba el barco, entró en uno de los camarotes reservados sin duda alguna para los jefes piratas y descubrió que en el suelo, echa­do sobre un colchón, había alguien. Se acercó y reconoció a Leila.
Se inclinó con cuidado, observó que Leila había sido alcanzada por la última descarga del Intrépido. Perdía sangre en abundancia y apenas podía hablar.
Tourville llamó en seguida al cirujano, que limpió las heridas. No obstante el cirujano le lanzó una mirada significati­cativa: no había esperanzas de salvación. Leila advirtió esa mirada, cogió la mano del caballero y su rostro adquirió una ex­presión muy distinta de la que siempre había mostrado. Entonces se lo confesó todo. Se había escapado del convento, ha­bía llegado a un lugar desde el que sabía que podía ponerse en contacto con los pi­ratas. Había sido ella quien les había in­dicado la ruta que seguiría la fragata cristiana. Ahora sin embargo comprendía amargamente qué injusta había sido.
Tourville lloraba. Cogió una taza que había traído para refrescar un poco los labios febriles de la moribunda y le de­rramó algunas gotas en la cabeza:
-En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...
La hermosa sarracena volvió a abrir los ojos, con cara serena y gozosa, y lue­go los cerró para siempre. Había muerto.
Al caer la noche, subieron el cadáver a cubierta. Iba envuelto en preciosos velos de seda que antes adornaran su lecho. El capellán pronunció las plegarias de ritual y, suavemente, el cuerpo se deslizó hacia el fondo del mar con una bala de cañón atada a sus delgados tobillos.
El caballero de Tourville llegó a Malta donde el Gran Maestre le felicitó por sus éxitos. No había cumplido aún los vein­te años.

0.139. Anonimo (malta)

Los primeros aventureros del mar

Los mitos y leyendas de la antigua Gre­cia constituyen, en buena medida, elabo­raciones un tanto fantásticas de gestas reales. La leyenda del viaje de Jasón y sus argonautas en busca del Vellocino de Oro corresponde a la exploración del Mar Negro por parte de los navegantes helé­nicos en busca del oro de la Cólquide, la actual Georgia, y de su vuelta por el con­tinente, remontando el Danubio, para al­canzar su patria por la vía del Adriático.

Desde lo alto de las murallas de Yaol­cos, y ya por tercera vez, el heraldo anun­ció al son de su trompeta el mensaje real:
-Oid todos, tanto si sois reyes o pasto­res, ancianos venerables o jovenzuelos im­berbes, hombres encorvados por la gleba o navegantes acostumbrados a mirar las estrellas. Acudid. Nadie será rechazado, cada uno recibirá su parte del festín y de la carne de los mil bueyes sagrados inmo­lados en honor del divino Poseidón, dios de los océanos que bañan estas orillas. Así lo quiere el sabio Pelias, poderoso rey de Yaolcos. Que nadie sienta temor en su co­razón. Pelias ha jurado por el Estix sal­vaguardia y protección a todo aquél que sea su huésped, aunque se trate de su peor enemigo.
Corrieron entonces estas palabras, a través de la áspera península de Magnesia donde se levantaba la orgullosa ciudad de Yaolcos, y llegaron a las vastas llanuras de Tesalia, repetidas de boca en boca por los pastores que guardaban rebaños, por los centinelas apostados en las murallas, por los viajeros que recorrían caminos. Fueron oídas a lo largo de los ríos del gol­fo Pagasético y del mar de Tracia; fueron oídas en el risueño valle de Tempé; fue­ron oídas hasta en las cimas roqueñas del monte Osa y del monte Pelión.
Sucedió que, en un antro de esa monta­ña salvaje, vivía el centauro Quirón, hijo de Cronos, mitad hombre y mitad caballo, encargado de educar al joven Jasón, hijo de Esón, nieto de Eolo, el dios de los vien­tos. Estaba el centauro precisamente en­señándole al jovenzuelo cómo arrancar armoniosos sones de una flauta hecha con cañas cortadas, cuando el eco de la invi­tación del rey de Yaolcos llegó hasta aque­llas cumbres solitarias.
Interrumpió su lección y, dirigiéndose a Jasón, profirió estas aladas palabras:
-Hijo mío, ha llegado la hora de que te revele qué esperan los dioses de tu ju­ventud y tu valor. Debo también descu­brirte cuál fue tu nacimiento. No eres, como creías, el hijo de algún pastor, niño oscuro abandonado entre peñascos y que yo encontrara. Tu raza es una raza real, emparentada con la de las divinidades del aire. Tu padre, Esón, hijo de Eolo, reina­ba en Yaolcos cuando fue destronado y ejecutado por su hermano Pelias. Este, después de quitarle la vida y el trono, aún quiso exterminar en ti una descendencia que podía serle funesta. Los dioses se apia­daron de ti y Hera, mi hermana, me or­denó que fuera a buscarte y que te trajera a mi guarida. La obedecía. Como Pelias no te viera ni dormido en palacio ni jugando ni divirtiéndote con las cabras y ovejas de los rebaños que había robado a tu pa­dre, creyó que los lobos del monte o los monstruos del mar te habían devorado. Mandó que por todas partes se anunciara la noticia de tu muerte y, desde entonces, reina tranquilo y feliz en regiones que de­bes recuperar.
Jasón, estupefacto, escuchaba al cen­tauro que siguió hablando:
-Hoy Pelias ya no teme por su con­quista y se atreve a desafiar a los dioses. Ha ordenado una gran fiesta en honor del divino Poseidón e invita a la gente, con intención de que le contemplen en su glo­ria usurpada. Conviene que elijas este mo­mento para presentarte al pueblo de Yaol­cos y reclamar el cetro que te arrebataron. Anda, hijo mío, anda. Vístete al estilo de los magnesios; añade a tus ropas esta piel de leopardo que suelo llevar sobre los hombros; provéete de dos lanzas y, con estos pertrechos, cruza el recinto de la ciudad. La palabra que Pelias dio a los dioses y la vigilancia de las divinidades superiores te protegen.
Jasón, tras equiparse como le había di­cho el centauro Quirón, se fue por los ca­minos. Anduvo y anduvo hasta que el to­rrente Anauro, que se había desbordado, le cerró el paso. Bien es verdad que su maestro le había instruido en el arte de correr, en los de la lucha, del lanzamiento de la jabalina y del dardo, en el de escalar cimas, pero en cambio, falto de ríos a su alcance, no había podido enseñarle la cien­cia de la natación.
Así, pues, Jasón se paró en la orilla, con­trariado, sin saber cómo podía franquear aquel obstáculo.
De pronto, ante los ojos del hijo de Esón, apareció una mujer de mucha edad, encogida; quizás había salido de detrás de un arbusto lleno de flores rosas. Cosa singular, la seguía un pavo real como si fuera su perro fiel.
-Joven extranjero -dijo la vieja con su desdentada boca, ¿qué haces aquí y por qué tus nobles rasgos expresan inde­cisión y fastidio?
-Abuela -replicó Jasón- quiero acu­dir al festín que en la ciudad de Yaolcos ofrece el rey Pelias en honor del divino Poseidón y me encuentro frenado en mi camino por este río que no puedo cruzar.
-Entérate, hijo mío, que las Parcas hi­laron tus días de tal modo que el agua te fuera siempre un elemento propicio.
Jasón, consciente del respeto que hay que tener por aquéllos cuya sabiduría ha aumentado con los años, replicó:
-Te entiendo, abuela, y te agradezco tus palabras de buen augurio pero, de mo­mento, no sé nadar ni conozco los vados de este río.
-Súbete a mi espalda, hijo mío, que te llevaré al otro lado.
-Pero, abuela, yo peso mucho y me pa­rece que a tu edad estás débil y cansada.
-No tengas miedo y obedece.
Por lo tanto Jasón se encaramó a las espaldas de la vieja y ésta, precedida aho­ra por el pájaro de hermosas plumas que revoloteaba alegre, penetró en el lecho del torrente. Aunque las aguas fueran profun­das y muy impetuosa la corriente, la vie­ja avanzaba con su carga, sin dar seña­les de agobio.
Las olas le cubrían la cintura, chorrea­ban las piernas de Jasón y, de pronto, una de sus sandalias se desprendió y se per­dió arrastrada por la corriente. Ese fue el único percance que sufrió Jasón du­rante la travesía. Cuando llegó al otro lado, y así que sus pies pisaron tierra, el uno descalzo y el otro calzado, se vol­vió para darle las gracias a la vieja. La vieja había desaparecido, junto con el pavo real, y sólo un arbusto de flores ro­sas recordaba su presencia.
Jasón pensó entonces que tal vez Hera, cuyo pájaro favorito es el pavo real, se hu­biera metamorfoseado de aquel modo pa­ra prestarle ayuda. Esta idea le reconfor­tó y siguió su camino hacia Yaolcos.
Por segunda vez asomó el áurea corona de Febo desde que el heraldo de Pelias invitara a los pueblos para que participa­sen en el banquete sagrado.
De todas las ciudades griegas había venido gente dispuesta a regocijarse con el gran festín que prometía el rey de Yaol­cos. Estaban todos, alrededor del rey, reu­nidos en pabellones soberbios que se extendían ante el inmenso mar. Diez veces cien bueyes blancos habían regado con su sangre la arena de la playa y las olas se habían vuelto rojas. La carne de esos ani­males, cocida en enormes marmitas de bronce, estaba a punto de repartirse entre los huéspedes del monarca.
Entretanto, sentado en un sitial de oro, ceñida la frente por su diadema y el man­to de púrpura cubriéndole los hombros, el rey Pelias conversaba con los ancianos y con los más eminentes y los más sabios de la ciudad.
-Fijaos -decía- cómo el mar sereno acaricia blandamente la orilla. Poseidón ha acogido con agrado el sacrificio que le he hecho. Nadie se atreverá ya a profa­nar mi trono y en él ha de sentarse mi estirpe hasta las más remotas generacio­nes. Todos los pueblos de Grecia son ami­gos míos, todos me han enviado a sus hi­jos más ilustres para que participen en este festín. As¡, pues, ya nada temo del destino.
No obstante, Téstor, padre del adivino Calcas y también él animado por el soplo profético de Apolo, se levantó y habló en estos términos:
-Oh rey, nadie es capaz de atacar tu poderío, excepto aquél que llegue pisando el suelo con un solo pie.
El rey se echó a reír y contestó:
-Del que pisa el suelo con un solo pie, nada tengo que temer, pues si no me asus­tan los hombres más fuertes ¿qué puede hacerme un inválido?
Gritos de júbilo se alzaron entre los co­mensales que saludaban la entrada de in­mensas bandejas sobre las que se exten­día en gigantescas montañas la carne de los bueyes, delicadamente perfumada por el jugo de plantas aromáticas. A duras penas los servidores podían llevar las ban­dejas hasta las mesas que, al recibirlas, crujían.
Jóvenes esclavos coronados de hojas y flores servían un vino negro, espeso, en las copas de oro y de bronce, y cada invi­tado sentía cómo el gozo invadía su es­píritu.
De súbito, de la entrada del pabellón fue creciendo un clamor y, en el umbral en­marcado por ricas colgaduras, apareció un joven, tan bello como Febo y tan des­lumbrante bajo su dorada cabellera. Iba vestido a la usanza de los aldeanos magne­sios, de sus hombros colgaba además una piel de leopardo. En la mano, sostenía dos lanzas.
Su belleza era tanta que todo el pueblo, interrumpiendo la algazara en torno al pabellón real, se había levantado para acompañarle en cortejo mientras servi­dores, esclavos y hasta mujeres y niños se apiñaban a su alrededor lanzando voces de admiración.
El joven se detuvo un instante en el um­bral de la tienda. Sus ojos se fueron acos­umbrando a la semioscuridad y al fin, tras reconocer al rey por su sitial más elevado, por su manto de púrpura y por la diadema, avanzó decidido hacia él. Pelias se dio cuenta entonces de que al adoles­cente le faltaba una de sus sandalias. Una palidez horrible invadió su rostro. El que estaba ante él pisaba el suelo con un solo pie.
Sin embargo Pelias disimuló el miedo que le helaba por dentro y se dirigió al joven.
-¡Oh extranjero! -dijo- quienquiera que seas, te damos la bienvenida. Observo que, por el orgullo de tu rostro y de tu porte, perteneces a una raza altiva. Siéntate, pues, bajo esta tienda entre mis huéspedes más ilustres y comparte con ellos este festín en honor del dios de los mares.
-iOh rey! -contestó el adolescen­te, aunque no hayas expresado el de­seo de saber mi nombre, noto que en tu corazón anida la curiosidad; voy a satis­facerte. Me llamo Jasón, hijo de Esón, y he venido a reclamar la herencia de mi padre.
Pelias no hubiese sentido terror tan grande si en lugar del adolescente se hu­biese presentado Cerbero, el perro de tres cabezas, el monstruo infernal; estuvo a punto de ordenar a sus guardias que ma­taran al hijo de su hermano, pero el te­rrible juramento que había hecho por el Estix se lo impedía y además el pueblo hubiera alzado su voz en favor del hermo­so joven. Ya empezaban a oírse murmu­llos y Pelias comprendió que su situación era insegura. No obstante, es probable que alguna divinidad celosa le sugiriera una estratagema, pues habló con meloso acento:
-¡Oh, hijo! Lo que reclamas es con­forme a la justicia. Me han acusado sin razón de haber ejecutado a mi hermano bienamado, tu padre. Yo le quería y las Parcas me lo arrebataron. Hubiera guar­dado entonces la diadema real para ti, fielmente, si no me hubiesen dicho que habías fallecido en un lamentable acci­dente. Mi deseo más ferviente es devol­verte la púrpura que te corresponde por herencia. Sin embargo, aunque mi corazón hable en favor tuyo, es posible que, tú mismo, andes engañado acerca de tus orígenes y que no seas quien dices ser. El hijo de mi hermano no puede ser más que un héroe. Antes de transmitirte estos or­natos del poderío real, he de someterte a una prueba.
-Estoy dispuesto a aceptar -exclamó Jasón cuya impetuosa juventud no había percibido los negros designios de su tío, y me comprometo a no intentar nada para recobrar mi herencia, antes de haber sa­tisfecho las condiciones que me exijas.
Una sonrisa cruel pasó por los labios de Pelias.
-¡Escucha, pues, hijo mío! Existe, en algún lugar del mundo, a orillas del Ponto Euxino, un país que se llama Cólquide. Allí, junto al ría Fasis, reina el rey Eetes, el padre de Medea, princesa de gran be­lleza y experta en el arte de los sortilegios. Eetes posee el Vellocino de Oro que fue el del carnero que antaño transportó a esas orillas a Frixos y su hermana Heles. Conquistarás ese Vellocino de incalcula­ble riqueza y me lo traerás; entonces sa­bré que de verdad eres el hijo de mi her­mano y te entregaré la herencia que te toca.
-¡Oh, rey! -exclamó Jasón, obede­ceré tus órdenes y traeré a Yaolcos ese maravilloso Vellocino.
Pelias volvió a sonreír. Se sintió conso­lidado en su trono, pues no ignoraba que el Vellocino de Oro se hallaba bajo la cus­todia de un feroz dragón y que, además, también lo vigilaban dos toros terribles, con cuernos y pezuñas de bronce, regalos del propio Hefesto, animales indomables que al resoplar echaban fuego por el ho­cico. Pelias también sabía que Medea, la hija de Eetes, poseía el secreto de temi­bles hechizos que ningún hombre podía resistir.
Todo eso en cambio lo ignoraba Jasón pero, aunque lo hubiese sabido, no hubie­ra vacilado en su resolución, a tanto llega el ardor de la juventud. Por consiguiente inició los preparativos de la expedición y empezó a buscar compañeros que quisie­ran compartir sus esfuerzos y su fama.
No tuvo que andar mucho para encon­trarlos; entre los invitados de Pelias abundaban los héroes ilustres que pronto se sintieron tentados por perspectivas de gloria. El primero en expresar sus deseos de acompañar a Jasón fue Heracles, el mismo hijo de Zeus luego vinieron Ad­meto, rey de Tesalia, Argos, hijo de Poli­bio, Cástor y Pólux, los dos hermanos que inspirados por tan grande amor mutuo no podían separarse, Linco, de ojos penetran­tes, Esculapio, que conocía todos los se­cretos del arte de curar, Eumedón, hijo de Dionisos, Téstor el adivino, a quien nada ocultaba el futuro. También se aña­dió Orfeo cuya lira melodiosa encantaba a dioses, hombres y animales, y tantos y tantos más. Cincuenta y dos fue la can­tidad de héroes que quisieron compartir la aventura de Jasón.
Ante todo, para iniciarla, hacía falta una nave. Jasón lo ignoraba todo de la construcción de un barco, pero Argos le aconsejó y por eso la nave recibió el nom­bre de Argo, que explica el hecho de que su tripulación sea conocida como la de los argonautas. En el monte Pelión cor­taron la madera que componía los costa­dos de la nave; en cuanto al palo mayor que colocaron en medio, fue elegido por Téstor que sabía proferir oráculos, en el bosque de Dódona, esa era la virtud que Atenea le había concedido.
La Aurora de los rosados dedos asoma­ba ya por el horizonte cuando los argo­nautas botaron al mar su nave recién construida. Todos subieron a bordo go­zosos y confiados. El rey Pelias, rodeado del pueblo entero, acudió a la orilla para formular aparentes votos de éxito, con­trarios a sus intenciones. Se izó la vela y la nave no tardó en surcar las aguas del mar de Tracia.
Al principio la navegación fue tranqui­la; el barco siguió las costas de Tesalia y luego de Pieria. Los héroes, para proveer­se de agua y de víveres, tenían que bajar cada noche a tierra. Recibían siempre una acogida solícita, pues el rumor de su ex­pedición se había extendido ya por el mundo griego y la gente les deseaba suerte.
Sin embargo, cuando pasaron por de­lante de los promontorios de Palene, de Sitonia y de Acté, las tres lenguas de tie­rra de la Calcídica que penetran en el mar como los dientes del tridente de Poseidón, las aguas tan serenas comenzaron a agi­tarse. Una intensa niebla se extendió so­bre las olas, tan densa que era imposible ver adónde iban. Los ojos del propio Lin­co eran incapaces de horadar las tinieblas. Los argonautas no cesaban de temer que la nave fuera a chocar contra cualquier escollo de los que abundan en el mar trai­dor. Así navegaron durante varios días y varias noches.
Decir que navegaban no es exacto; ha­bían recogido velas y estibado los remos, y dejaban que la nave flotase a voluntad de las olas. Para los argonautas aquella era una situación nueva, incluso para los que ya habían confiado otras veces su vida al mar, protegidos por los costados de una embarcación ligera. Nunca habían perdido de vista la tierra sólida sin la que es imposible orientarse, y nunca ha­bían pasado la noche sobre un oleaje in­quieto.
Se puede afirmar que por primera vez aquellos espíritus generosos conocían el miedo; sabían que a su alrededor pulula­ban monstruos de toda índole; oían sus rugidos, sus alaridos rabiosos, sus chilli­dos desesperados; se preguntaban si no andarían extraviados por el Erebo, si los gritos que herían sus oídos a través de la opaca turba no pertenecerían a los muer­tos que allí irrumpían. De rodillas, con las manos suplicantes alzadas hacia la morada de los dioses, rogaban a los olím­picos que les respetaran la vida.
Jasón y Heracles, éste apoyado en su clava y aquél arrimado al mástil de Dódo­na, eran los únicos que seguían en pie, callados. Por tres veces la bruma circun­dante se volvió blanca como la leche y negra como el vino de Creta, y así com­prendieron que por tres veces el día ha­bía sucedido a la noche y la noche al día. A bordo del Argo ya no quedaba alimento alguno y los barriletes de agua potable es­taban vacíos. Argos, después de haber in­tentado apaciguar su sed acuciante con agua de mar, sintió en las entrañas un agudo escozor y Esculapio, a su lado, se esforzaba en calmarle el dolor frotándole el vientre con un ungüento.
El miedo empezaba a transformarse en desesperación, ya nadie tenía fuerzas para seguir alzando las manos al cielo ni para pronunciar las fórmulas de sus rezos. Cada uno se había encerrado en un silen­cio huraño.
Abrazados el uno al otro, con las cabe­zas unidas, Cástor y Pólux esperaban juntos la muerte. Cada uno pensaba en su patria, en sus fértiles prados por donde pacen ovejas, en su casa pintada de rojo y cubierta de glicinias y pámpanos.
De súbito, en medio de esa muda congoja, resonó la voz de Téstor, el adivino:
-Escuchad al árbol de Dódona, esta hablando.
En efecto, un largo temblor había sacu­dido al palo del barco y parecía que de sus fibras saliera un canto muy dulce. No obstante, ninguno de los argonautas acer­taba a comprender el oráculo. Fue Téstor, acostumbrado a entender el lenguaje di­vino, quien tradujo aquellos inarticulados sonidos al idioma de los humanos:
-Fortaleced vuestros corazones -di­cen los dioses. La prueba que os han im­puesto los dioses ya ha terminado. Que Cástor y Pólux se coloquen en la proa de la nave, que Jasón lleve firme el timón en sus manos y que Orfeo cante el elogio a los inmortales.
Así se hizo. Los dos hermanos, con un supremo esfuerzo, se arrastraron hacia la parte delantera del barco, donde la proa se yergue como si quisiera escalar la cima de las olas. Jasón, sostenido por Heracles, asió con manos temblorosas el timón abandonado. Sentado a sus pies, Orfeo pulsó el instrumento y su canto, amplio y sonoro, no tardó en imponerse al fin al húmedo océano. Entonces se hizo un prodigio.
En torno a las cabezas juntas de Cástor y Pólux, comenzaron a vibrar unas breves llamas como si formaran una corona de fuego sobre su frente. Al mismo tiempo, se alzó una brisa ligera que comenzó a dispersar la bruma circundante en blan­cos jirones. Los argonautas reunieron sus fuerzas y desplegaron la vela roja. Poco a poco, en un débil balanceo, la nave vol­vio a trazar una estela.
«¿No nos habrá engañado la voz del ár­bol de Dódona?» .«¿No irá a chocar el bar­co contra un escollo?» Esas eran las pre­guntas que cada uno de ellos se hacía a sí mismo.
Pero no. Los dioses no habían querido engañar a los mortales. Pronto a lo lejos, como un eco apagado, un canto contestó al aliento de Orfeo; a través de la niebla lució un punto brillante y hacia ese pun­to Jasón condujo la nave.
Después todo fue claridad. Se disipó la niebla que descubrió ante la proa del Argo una tierra extensa de arenosas orillas, y en esa tierra una hoguera lanzaba deste­llos y, en torno a la hoguera, unas muje­res reunidas cantaban canciones desco­nocidas.
Es imposible describir el júbilo de los argonautas al llegar a ese rincón que iden­tificaron como la isla de Lemnos. Vivía en la isla un pueblo de mujeres. Ningún hombre entre ellas. Las habitantes los ha­bían exterminado a todos por los malos tratos que de ellos recibían. La reina Hip­sipila preparó una recepción maravillosa para los argonautas. Permanecieron días y días en esa costa afortunada para des­cansar de las duras emociones de la tra­vesía. Al fin, volvieron a zarpar. El viento les llevó a la isla de Samotracia y luego se adentra-ron por el estrecho que separa las márgenes de Europa de las márgenes de Asia, hasta penetrar en la Propóntide, que hoy se llama mar de Mármara.
Así abordaron las costas de Cícica don­de recibieron una calurosa acogida por parte del rey. Se pasaron ocho días co­miendo y bebiendo hasta saciar sus de­seos y luego, cargados de regalos, se hi­cieron otra vez a la mar. Su objetivo era llegar a Calcedonia pero resultó que, cuan­do ya confiaban en guarecerse al amparo del golfo, las olas se enfurecieron y cayó la noche mientras aún intentaban arros­trar la tormeta.
El impulso del viento era irresistible; en vano procuraban luchar contra él a fuerza de remos; a pesar de haber plega­do el velamen no lograban librarse de su embate. Por fin, tras una noche entera de maniobras, se encontraron arrastra­dos hacia una hospitalaria playa. Desem­barcaron en seguida, ¡pero en qué esta­do! Andaban chorreantes, con las ropas pegadas al cuerpo y desordenadas las ca­belleras sobre la cara, mientras que sus manos sangraban de tanto manejar los remos.
Aparecieron unos hombres armados que se les acercaban gritando amenazas, con­vencidos sin duda de que eran saqueado­res o ladrones. Irritado por aquellas fra­ses hostiles, Heracles cogió su jabalina y la arrojó contra el primero de los mani­festantes que mordió el polvo.
Así comenzó una gran refriega. No tar­dó en acudir más gente. Los cincuenta y dos argonautas se defendieron con igual valor; el que parecía ser el jefe de los habitantes del lugar asestó un lanzazo a Jasón pero la piel de leopardo frenó el golpe. El hijo de Esón entonces, mucho más rápido, le clavó su jabalina al jefe y cuando se inclinó para retirar el arma, se dio cuenta de que el cadáver que esta­ba a sus pies era el del rey de Cícica que el día anterior tan bien le había acogido, a él y a sus compañeros. Jasón detuvo el combate. Todos lamentaron el fatal equí­voco; la tormenta había devuelto al Argo a las mismas costas que acababa de de­jar y sus habitantes no habían reconoci­do a sus huéspedes y les habían atacado.
Derramando amargas lágrimas, los ar­gonautas reanudaron su navegación.
Siguieron las costas abruptas de Biti­nia y las más risueñas de Calcedonia, pa­ra después adentrarse por ese brazo de mar, parecido a un río, que separa el con­tinente frigio de las llanuras de Tracia.
Apenas salían de esa ruta estrecha y segura y la nave surcaba ya las amplias extensiones líquidas del Ponto Euxino, cuando pareció que el oleaje embraveci­do quisiera impedirles el paso. De pronto, sin que nada, ni en los fenómenos natu­rales ni en las advertencias sobrenatu­rales que suelen mandar los dioses, per­mitiera prever lo que iba a ocurrir, Bó­reas levantó murallas de agua encrespa­da. Negros nubarrones acudieron desde los cuatro puntos del horizonte. Fue como si el sol, justo en la mitad de su trayecto, se hubiese hundido en el Erebo.
La maniobra de plegar velas se llevó a cabo entre prisas y dificultades ocasiona­das por el balanceo del barco. Los argo­nautas esperaban lo peor; las tablas que formaban los costados del Argo dejaban escapar dolientes crujidos y el roble de Dódona murmuraba lúgubremente como si llorara de antemano la muerte de los navegantes. Una lluvia helada caía a rá­fagas, mientras que olas gigantescas se desplomaban sobre la embarcación.
Era imposible resguardarse en los so­llados situados uno a proa y el otro a popa del barco. Todos los brazos tenían que ocuparse en achicar el agua que cons­tantemente invadía la cubierta.
A pesar de todo Jasón, en el timón, in­tentaba mantener el Argo tal como le ha­bía aconsejado su maestro Quirón, es de­cir de cara al monstruoso oleaje, al igual que en un combate el soldado siempre ha de dirigir su mirada hacia el enemigo. Era una tarea muy ardua, pues las olas llegaban de todos lados; a veces la nave se remontaba hasta las crestas furiosas, a veces se precipitaba al abismo y, en cada momento, los argonautas creían que al caer así, tomaban el camino de los In­fiernos.
Sin embargo no habían terminado aún sus desdichas. De repente Linco, el de ojos penetrantes, apostado en la proa de la nave, lanzó un grito angustioso: a la luz de un relámpago que acababa de cru­zar el cielo, había logrado ver un fenó­meno mil veces más espantoso que todos los que se habían suscitado desde el co­mienzo de la navegación; esa era la cau­sa del ruido ensordecedor que se mezcla­ba al ulular del viento, al estallido de los truenos y al fragor del oleaje: a tres ti­ros de jabalina siguiendo el rumbo del Argo, se alzaban dos enormes peñascos que emergían del agua. La distancia en­tre ambos ocupaba diez veces la eslora del barco y no parecía que hubiera difi­cultades para pasar por en medio, sin embargo -tremebundo espectáculo que helaba la sangre, esos dos peñascos no se mantenían inmóviles. Se desplazaban sin cesar y con tumultosa estridencia cho­caban el uno contra el otro, como una mandíbula titánica que quisiera triturar todo lo que se deslizase entre sus fauces.
Alrededor de esos peñascos, las olas se encrespaban con más ímpetu, agitadas por ese movimiento continuo.
Todos los argonautas, avisados por el grito de Linco, se habían precipitado a proa y contemplaban esa barrera móvil que les impedía el paso.
-¡Oh, Poseidón! -exclamó Jasón con voz suplicante, si está en tus deseos pro­hibirnos que crucemos esos límites, ad­viértenos con tu poderosa voz, pero no permitas que, por cumplir una acción honrosa, si no se opone a tu voluntad, nos hundamos en tus moradas sin fondo.
Estas piadosas palabras tocaron el co­razón del rey de los mares. Una vez más el roble de Dódona habló y Téstor tradu­jo sus palabras
-¡Oh, Jasón -decía el oráculo, na­da temas y que tu corazón se serene. No es intención de los dioses impedir que reali­ces tus proyectos y, a fin de que te tran­quilices, te revelaré el destino que para ti se grabó en las tablillas de bronce: has de saber, hijo de Esón, que está escrito que perecerás por tu barco pero no en tu barco.
Tras estas palabras proféticas que lle­naron de asombro a todos los que las oyeron, pues no acertaban a descifrarlas, se produjo un cambio bonancible. Se apa­ciguaron las olas y su estrépito se con­virtió en un murmullo armonioso. Al mis­mo tiempo, los dos peñascos detuvieron su movimiento; se paralizaron a veinte estadios de distancia entre sí y ya nunca más abandonaron el sitio que Poseidón les había asignado. Desde entonces, los marinos los conocen bajo el nombre de islas Ciáneas.
A partir de ese instante, la navegación del Argo costeando el litoral asiático no conoció más percances. Tras largos y lar­gos días, llegaron a Aea, la capital de Cólquide situada a orillas del río Fasis. Allí desembarcaron y remolcaron la nave hasta vararla en la arena de la orilla; luego se informaron acerca de cuál era la mansión de Eetes, el poderoso rey que gobernaba aquellas comarcas.
Le encontraron sentado en su trono en el centro de la gran sala del palacio. Abun­dantes servidores y fieros soldados rodea­ban el sitial del monarca. Jasón apenas se fijó en él, su mirada se sentía atraída por una mujer de rasgos admirables, con porte de reina, que se hallaba situada a la derecha del rey. Esa mujer era Medea, su hija.
En vano el hijo de Esón recordó lo que le habían dicho sobre Medea, en vano su mente le repetía que aquella mortal ad­mirable estaba iniciada en la inhumana ciencia de los hechizos y que los utilizaba con implacable crueldad para perder a sus enemigos. Jasón lo había olvidado todo y sólo veía una belleza altiva más digna de una divinidad que de una ver­dadera mortal.
De todos modos habló y expuso a Eetes el motivo de su viaje; le dijo cuáles eran los derechos de los hijos de Hélade sobre el Vellocino de aro. Afirmó que ni él ni sus compañeros estaban dispuestos a irse sin tan rico trofeo.
El rey contestó con una sonrisa que hu­biese hecho temblar a gente menos in­trépida.
-Oh extranjero! Tu petición es jus­ta y podrás marcharte con el Vellocino de Oro que se encuentra en mis bosques colgado de un árbol. Únicamente te ad­vierto que ese Vellocino está tan defendi­do que para un mortal resulta casi impo­siblo cogerlo. Has de saber que, si quieres conseguirlo, tendrás que domar a dos to­ros con cuernos y pezuñas de bronce que echan fuego por los hocicos. Esos toros pacen siempre cerca de la zalea. Una vez hayas logrado uncir a los dos toros, debe­rás labrar cuatro acres del campo con­sagrado a Ares y sembrar dientes de dra­gón en los surcos trazados. De esos dien­tes nacerán hombres armados. Tendrás que pelear con ellos y exterminarlos a todos. Entonces quedará abierto el sen­dero que lleva al Vellocino de Oro, pero también conviene que sepas que un mons­truo formidable vela día y noche junto a esa preciosa reliquia y que deberás arre­glártelas para burlar su vigilancia. Anda, y si tu corazón es lo bastante intrépido y tu brazo lo bastante fuerte para superar esos obstáculos, el Vellocino te pertenece y podrás llevártelo libremente a tu pa­tria.
Mientras escuchaba ese discurso terri­ble, Jasón, sin querer, desviaba su vista hacia las luminosas facciones de Medea. Le pareció que los ojos de la princesa eran menos crueles y que una expresión de dul­zura moderaba sus rasgos.
Jasón y sus compañeros se retiraron a la parte del palacio reservada a los hués­pedes. Discutieron entre sí de qué mane­ra ejecutarían las formidables tareas pro­puestas a su valentía; muchos dudaban que fuera posible vencer semejantes obs­táculos. El propio Heracles consideraba la empresa superior a cualquier fuerza humana. Jasón era el único en callar. No pensaba ni en los toros de cuernos de bronce ni en los hombres armados que nacerían de dientes de dragón, ni siquie­ra en la vigilancia del monstruo. Pensaba en la mujer radiante que había visto a la derecha del rey.
Vino la noche y sumió en sombras al palacio. Los argonautas, sin dejar de pla­near estratagemas que les permitieran vencer a tantos enemigos, se preparaban para dormir.
Una anciana, una sirvienta de palacio, se deslizó entre ellos y fue directa a Ja­són, a quien reconoció entre todos. La sir­vienta le dijo que la siguiera.
El hijo de Esón, sin preocuparse de las asechanzas que pudieran tenderle, obe­deció. La anciana, siguiendo intrincados pasillos, le condujo ante el templo de Hé­cate. Allí, al pie del altar, esperaba una forma velada.
Jasón reconoció a Medea.
Lo que la hija de Eetes dijo, ningún oído ha podido captarlo, pero sus pala­bras sirvieron para que el corazón del héroe se alborozara hasta los mayores lí­mites del gozo. Luego, tras la respuesta de Jasón, ambos intercambiaron votos de amor eterno delante de la diosa.
Medea sacó de su seno un frasco de ala­bastro lleno de misterioso ungüento, se lo entregó y los dos jóvenes se separaron inmediatamente.
Amaneció el día señalado para la con­quista del Vellocino de Oro. En el campo de Ares se habían reunido el rey y su corte; tampoco faltó la princesa junto a su padre. Los argonautas se presentaron, con Jasón a la cabeza. Previamente se ha­bía untado todo el cuerpo con el miste­rioso bálsamo que contenía el frasco de alabastro, y empezaba a notar ya la vir­tud de ese filtro. Sentía más valor en su corazón, más agudeza en su mente y más fuerza en sus miembros. Llevaba por toda arma defensiva la túnica de leopardo del centauro Quirón y por toda arma ofen­siva las dos jabalinas.
Saludó a Eetes.
-Estoy dispuesto -dijo- a afrontar la prueba.
Entonces los dos toros de cuernos y pe­zuñas de bronce se le echaron encima, despidiendo fuego por los hocicos. Con doble gesto, Jasón los detuvo, les acari­ció la testuz y les obligó a que doblaran la cerviz, luego ató sus cuernos al yugo de un arado y tranquilamente, como un labriego que prepara la sementera, fue trazando surcos a lo largo de los cuatro acres del campo.
Un grito de júbilo se alzó entre sus compañeros, mientras que un murmullo airado recorrió las filas de los servidores del rey. Éste no había dejado de sonreír. Entregó a Jasón una bolsa que contenía los dientes de dragón. «Aquí quiero yo verte», pensó.
El hijo de Esón regresó hacia los sur­cos recientes. Arrojó al vuelo los dientes sobre la tierra fértil y a medida que to­caban el suelo, germinaban y aparecían hombres feroces, erizados de armas, que se juntaban en apretadas hileras para lanzarse en bloque contra el héroe. Los argonautas se estremecieron y Heracles empezaba a blandir su clava para acudir en auxilio de su jefe y ayudarle contra tantos enemigos. No llegó a hacerlo pues Jasón, sin manifestar ningún miedo, se agachó, cogió una piedra y la tiró en me­dio de los guerreros. Al instante los hi­jos de la tierra se acusaron mutamente de ese ataque y unos contra otros comen­zaron a herirse con sus armas fratrici­das. Murieron todos, hasta el último.
Los griegos gritaban de alegría, corrie­ron hacia el vencedor y le abrazaron an­siosos. El pueblo de la Cólquide, asombra­do, no acertaba a reaccionar. Los ojos de Medea reflejaban una felicidad que no po­día expresar.
Quedaba sin embargo un último obs­táculo, antes de alcanzar el botín sagra­do: el infatigable dragón, provisto de afi­lada garzota, de triple lengua, de siete hi­leras de dientes retorcidos y amenazado­res, monstruo terrible que jamás duerme.
Jasón se le acercó con paso firme; con­servaba en el hueco de la mano un poco de filtro mágico y lo utilizó para embadur­nar la cabeza del mostruo. Al punto, fe­nómeno imprevisto, éste cerró los ojos y una dulce modorra se apoderó de su cuerpo.
Entonces Jasón descolgó el Vellocino de Oro y se lo hechó al hombro.
Reinaba tanta consternación entre los servidores de Eetes y en el corazón del mismo rey que nadie supo oponerse a la iniciativa de Jasón. El hijo de Esón, fiel al juramento que había hecho ante el al­tar de Hécate, fue hacia Medea, la asió de la mano y rápidamente la arrastró a la playa. Sin perder momento, los argo­nautas botaron al agua su nave cargada con esa doble recompensa.
Los cincuenta y dos héroes volvieron a surcar los dominios de Poseidón. No re­petiremos las increíbles fatigas y los es­fuerzos sobrehumanos que les esperaban a lo largo de su navegación, las tormen­tas espantosas que encresparon al mar ante la proa del Argo, los vientos desen­cadenados que hicieron llorar y gemir al mástil de Dódona. Baste con decir que Eetes, acuciado por una rabia infinita, armó otras naves de ancho velamen y las lanzó en persecución de quienes, además de su hija querida, se llevaba el Vello­cino, riqueza y honor de su reino.
El rey de Cólquide, renegando impúdi­camente de la palabra dada, propaló la noticia de que Jasón y sus compañeros le habían robado a traición la dorada za­lea del carnero y que habían abusado de su hospitalidad para sacar del hogar pa­terno a su hija Medea. ¡Cuántos enemi­gos pues, encontraron los argonautas en los pueblos donde se veían obligados a desembarcar para pasar la noche!
¡Cuántas veces tuvieron que sostener crueles combates contra esos ribereños!, ¡cuántas veces incluso tuvieron que zar­par de nuevo sin más luz que la de Febo, incapaz de orientar su ruta entre tinie­blas! El implacable Eetes no cejaba en su persecución.
No existe corazón endurecido que no se conmoviera si explicáramos con deta­lle el viaje de los argonautas. Nos limita­remos a decir que para escapar a la tenaz persecución del rey de Cólquide, tuvieron que adentrarse por el curso estrecho de ese inmenso río que luego los geógrafos han llamado el Danubio; que mientras pudieron siguieron el rumbo de ese hú­medo camino y que, al llegar a sus fuen­tes, arrastraron la nave a través de mon­tañas heladas hasta llegar al mar que más tarde recibiría el nombre de Adriá­tico. Hay que añadir que en su huida al­canzaron el río Océano, que rodea en mo­vimiento continuo las tierras donde viven los hombres.
A pesar de los más duros esfuerzos, a pesar de los mayores peligros, el corazón intrépido del hijo de Esón se consolaba recordando el oráculo que antaño había proferido el roble de Dódona: «Perecerás por tu barco, pero no en tu barco», y Jasón sabía que los dioses no mienten.
Sin embargo, un día, un peligro mayor que los demás se cernió sobre los argo­nautas mientras navegaban por el estre­cho que separa las simas sin fondo de Escila y Caribdis: un canto divino lle­gó a sus oídos. Todos se estremecieron hasta la médula de los huesos: recono­cían la mágica voz de las sirenas que nin­gún humano había podido resistir hasta entonces.
Esas divinidades de cuerpo de mujer y cola de pez utilizan sus cantos para atraer a los fascinados navegantes; una vez és­tos penetran en las moradas submarinas, las sirenas los despedazan con sus ga­rras a fin de nutrirse de su sangre.
La mano de Jasón flaqueaba en el ti­món. Cástor y Pólux aflojaban el abrazo fraterno, hasta olvidar su afecto subyu­gados por aquella armonía indecible. El propio Heracles, abandonando la clava, tendía sus brazos hacia la isla maldita de donde procedían los cánticos. El Argo desviaba su rumbo y su proa altanera se inclinaba con dirección a la trampa. En esos momentos el roble de Dódona habló y el fiel Téstor transmitió su mandato:
-Que Orfeo afine su lira -dijo el ro­ble profético.
Y Orfeo obedeció.
Los sones del instrumento se elevaron puros e intensos en el aire espeso de bru­ma; la voz dulce del hijo de Apolo co­menzó a ensalzar a los dioses del mar, a los del cielo y a los del infierno, y era una voz tan armoniosa y unos acordes tan bellos que todos cesaron de escuchar a las sirenas. Los acentos de Orfeo logra­ron que renaciera el heroísmo en el co­razón de los argonautas.
Jasón, con mano firme otra vez, devol­vió el Argo a su rumbo mientras que sus compañeros asían los remos y bogaban con todas sus fuerzas. El brazo poderoso de Heracles desplegó la vela de púrpura, y la nave huyó, ligera, dejando lejos de sí a las sirenas, disgustadas, despechadas por haber perdido una presa.
Muchas fueron las veces que los argo­nautas tuvieron que reparar la nave dete­riorada por las tormentas o por haberse resentido el casco al chocar con escollos. Ya nada quedaba de los árboles del mon­te Pelión que habían compuesto las ban­das. Pieza por pieza, todo se había ido renovando y a menudo más de una vez; Jasón y sus compañeros navegaban ya a bordo de una nave distinta. El roble de Dódona era el único que seguía en su sitio.
Durante los múltiples derroteros, va­rios fueron los héroes que abandonaron a la tripulación. El mismo Heracles se marchó para acometer una serie de tra­bajos que han dado lugar a una leyenda que se ha vuelto inmortal.
Y al fin, después de muchos años, los navegantes entraron en aguas de Yaol­cos. El recibimiento que les hizo el pue­blo de Magnesia fue espléndido y se ne­cesitaría la pluma de un discípulo de Apolo para describir el júbilo de los súb­ditos del rey Pelias. El pueblo le destronó pero Jasón, cansado de tantas aventuras, no quiso ceñirse su corona; generoso, ab­dicó en favor de Acasto, hijo de Pelias.
Éste al principio manifestó un singu­lar agradecimiento; sin embargo, el agra­decimiento es un sentimiento que se ago­ta en el corazón de las personas medio­cres. Acasto se cansó pronto de ver junto a él a su bienhechor; y así ocurrió que un día Jasón tomó la decisión de volver a embarcarse en el Argo y reanudar sus peregrina-ciones hacia costas más hospi­talarias.
Una noche, Jasón fue a parar a una playa desconocida y desierta. Mandó que váraran la nave en la arena y él mismo se tumbó al amparo de uno de los costa­dos. El céfiro comenzó a soplar con vio­lencia. El casco de la nave escorada su­frió unos temblores y, de pronto, se oyó un gran crujido. El roble de Dódona, fiel hasta entonces después de tantos peli­gros, se desplomó como un guerrero se­gado en toda su fuerza.
La suerte quiso que el mástil cayera sobre Jasón que murió aplastado. Así se verificó el oráculo: «Perecerás por tu bar­co pero no en tu barco»

0.060. anonimo (grecia y roma)

Un tolones a la fuerza

La última gran gesta de la rivalidad entre Francia e Inglaterra la constituyó la campaña naval de Nelson contra Na­poleón que había de culminar en la deci­siva batalla de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805, y con la que la hegemonía ingle­sa en los mares quedaría establecida has­ta bien entrado el siglo XX.

En una callejuela de Tolón, cercana al Arsenal, existía hace algunos años una modesta tienda que vendía aparejos, cor­dajes y toda clase de artículos marineros. Sobre la puerta de entrada se leía el si­guiente rótulo:

«Beresford de Plymouth»
(Casa fundada en 1812)

Siempre había algún curioso que se asombraba al descubrir ese nombre in­glés y ese lugar de procedencia británica, y asimismo siempre había algún tendero vecino que sin sacarse la pipa de la boca, sentado en el umbral de su botica, explica­ba con firmeza:
-Los Beresford, pues claro que son in­gleses, ingleses de pura cepa. Pero el va­liente de Octave Bouilladis les obligó a nacionalizarse franceses tiempo atrás.
Esa explicación presagiaba alguna his­toria y no costaba mucho persuadir al to­lonés para que la contara:
Bouilladis, tolonés de nacimiento, era un veterano contramaestre de la marina real. A raíz de la Revolución, muchos ofi­ciales de marina emigraron y las naves quedaron desprovistas de mandos. Esa circunstancia hizo que Bouilladis fuera nombrado alférez a bordo de la fragata Ondina. Se trataba de una fragata perte­neciente a la flota que, en 1798, había transportado al general Bonaparte y a su ejército rumbo a Egipto.
La escuadra, una vez cumplida su mi­sión, navegaba ante las costas africanas cuando se vio rodeada por el almirante Nelson a la altura de Abukir, y tras feroz combate acabó destruida.
La Ondina figuró entre las escasas na­ves que lograron huir del desastre. Finali­zada la campaña de Egipto, regresó a su base naval, Tolón.
Octave Bouilladis carecía de los cono­cimientos técnicos que se exigen a todos los oficiales de marina; por eso, a pesar de su eficacia en cualquier maniobra que re­quiriera su presencia, Bouilladis no podía pasar de un rango subalterno. Se entregó resueltamente al estudio. Las ecuaciones y los cálculos le producían vértigos, la cosmografía le aturdía y la balística le sumía en abismos de perplejidad. ¡Dian­tre! Bouilladis sabía prever perfectamen­te una tempestad cuando aún no parecía haber ningún indicio; entendía mejor que nadie el arte de plegar y desplegar ve­las; podía gobernar el timón sin torcer el rumbo; sabía guiarse por las estrellas; era capaz de dirigir el tiro de un cañón y colocar la bala en el lugar apuntado, y has­ta manejaba el hacha de abordaje. En re­sumen, Bouilladis era un experto lobo de mar pero cuando se veía obligado a descri­bir las leyes de resistencia o calcular las trayectorias, naufra-gaba.
Hubo que esperar a finales de 1804 para que el almirante Villeneuve, que tenía ba­jo su mando la escuadra de Tolón, pudie­ra proponerlo como merecedor del grado de teniente de navío. Villeneuve sentía honda amistad por el alférez Bouilladis, apreciaba su valor en el mar y reconocía sus afanes en el estudio.
Fue un gran día para Octave y experi­mentó cierto orgullo cuando la documen­tación de su ascenso llegó de París. No era sólo una satisfacción de carrera. Bouilla­dis sentía por la encantadora señorita Hortense Pescadour un afecto muy vivo. Sin embargo, Hortense era hija de un ar­mador, que consideraba que un alférez, sobre todo un alférez de cuarenta años, no presentaba ningún interés como yerno.
¡Teniente de navío ya es otra cosa! Oc­tave mandó que le cosieran el galón de su nuevo grado y apenas hubieron termina­do, se encaminó hacia la casa del armador Pescadour en uniforme de gala, dispuesto a hacer su petición oficial. Fue bien reci­bido. Desde ahora, Bouilladis era el novio oficial de la morena Hortense, y la familia fijó la boda para el mes de mayo.
¡Pero ay! Un marino no es dueño de su vida. Súbitamente, en enero, la escua­dra de Villeneuve recibió la orden de apa­rejar. Debía zarpar con rumbo desconoci­do pues el Emperador no acostumbraba a revelar sus proyectos. Quedó decidido que tras inflingir a los ingleses la lección que se merecían, Bouilladis pediría un permi­so y entonces se celebraría el matrimonio.
La Ondina, junto con el resto de la es­cuadra, se hizo a la mar. Había vientos contrarios, se desencadenó una tempestad en el Mediterráneo y no quedó más reme­dio que regresar a Tolón. Hubo que espe­rar a que amainase el viento para empren­der una nueva tentativa. Octave, a pesar de su inclinación por el mar y su deseo de medirse con el enemigo, no se impacientó ante esta demora que le permitió seguir al lado de su Hortense. Sin embargo, el mar terminó por calmarse, se apaciguó el mistral y la escuadra, esta vez definitiva­mente, zarpó hacia su destino.
Cruzó el estrecho de Gibraltar, llegó a las Antillas y luego volvió a las costas de España. El almirante cometió la torpeza de ir a fondear delante del Ferrol y pronto se supo que con esa maniobra había arrui­nado los planes de Napoleón. Napoleón había proyectado con-centrar toda su flota, despejar el canal de la Mancha e invadir Inglaterra con los ciento veinte mil hom­bres que esperaban acuarte-lados en Bou­logne.
Cálculos tan complejos no figuran en­tre las preocupaciones de un simple te­niente de navío, por consiguiente en esta historia prescin-diremos de ellos.
En octubre la escuadra de Villeneuve, tras una imperativa orden de París, aban­donó su bloqueo del Ferrol para regresar al Mediterrá-neo. El 21 de ese mismo mes se enfrentó con Nelson y su flota a la al­tura de Trafalgar.
El combate fue uno de los más terribles que hayan pasado a la historia. Nelson cayó mortalmente herido, pero la escua­dra francesa sufrió una derrota sangrien­ta. Desarbolada, agujereada de lado a la­do por las balas inglesas, tras haber perdi­do a media dotación, la Ondina se hundió pasto de las llamas.
Bouilladis nunca abandonó su puesto de combate y cuando desapareció tragado por el oleaje, su último pensamiento voló hacia la hermosa morena que vivía en Tolón.
Sin embargo no se ahogó, sino que fue a enredarse en una estacha que colgaba del costado de una nave británica. Mien­tras los marineros enemigos le izaban a bordo, recuperó la conciencia.
Octave descubrió en cubierta a unos cincuenta marineros y oficiales franceses que habían sufrido su misma suerte, y todos juntos fueron encerrados en la cala. Una vez terminado el combate y destruida o dispersa la flota francesa, la nave de los ingleses donde viajaba Octave largó ve­las rumbo a Gibraltar. Allí desembarca­ron los prisioneros. Los oficiales queda­ron recluidos en unas casamatas cuyas paredes eran la misma roca viva del pe­ñón, fortaleza inexpugnable, llave del Me­diterráneo.
¡Qué días más tristes pasó Octave allí encerrado! Acostumbrado a la brisa de al­ta mar o al sol de Provenza, languidecía en su angosta y oscura celda. Su melanco­lía se convertía en desesperación cuando recordaba a la mujer que le estaría espe­rando y que quizás -pues aún no podía escribirle- le creería muerto en Trafal­gar.
Gracias a nuevos prisioneros que llega­ban a las casamatas o escuchando trozos de conversaciones de los soldados que les custodiaban, los detenidos de Gibraltar podían enterarse de vez en cuando, y con muchas semanas de retraso, de lo que es­taba ocurriendo en el mundo exterior. Así supieron que el Emperador había entrado en Viena y que había vencido a la coali­ción en Austerlitz.
Los prisioneros acogieron la noticia con un gozo lleno de esperanzas.
-¡Nos va a liberar! -exclamó Bouilla­dis.
Pasaron los meses. Seguían los rumores de gloriosos tratados y de nuevas victo­rias, pero nada se decía de liberación. ¿Un olvido quizás? Octave decidió subsanarlo. Su matrimonio era un asunto que no tole­raba más dilaciones. Se evadió...
Con ayuda de una cuerda fabricada pa­cientemente a base de jirones de tela, se deslizó por el peñón. Era hombre ágil y no tenía miedo del vértigo; después de subir tantas veces por los obenques y en­caramarse a las vergas, el vacío no le asus­taba. Su improvisada escala fue a dar a una plataforma y en la plataforma vigila­ba un centinela inglés. El centinela dio la alarma. Octave regresó al calabozo a pun­ta de bayoneta.
Semanas, meses, años, volvieron a des­granar su melancólica cuenta.
Un día, los prisioneros recibieron el avi­so de liar sus escasos bártulos. ¿Llegaba por fin la liberación? Precisamente Boui­lladis estaba leyendo una carta reciente de Tolón en la que Hortense le decía lo mal que soportaba aquella interminable espera.
Los oficiales se encontraron reunidos en un muelle, y junto a ellos una multitud de prisioneros miserables, demacrados y extenuados, marineros y soldados desem­barcados de los pontones anclados en la rada. Una goleta les esperaba. Octave se enteró de que no se trataba de la libertad, sino de un cambio de prisión y que la ex­pedición llevaba rumbo a los pontones de Cádiz. España había entrado en guerra con Francia. De ahora en adelante todos los prisioneros quedarían recluidos en Cá­diz. Cabe imaginar cuál fue el desconsue­lo del teniente de navío Bouilladis. No obstante, con el desconsuelo se reafirma­ron aún más sus intenciones de fuga.
Al llegar a la rada de Cádiz, Bouilladis divisó los pontones que iban a ser su nue­va residencia. Reconoció antiguas naves francesas y españolas, arrasadas, sucias, lamentables. Una de ellas, el Castilla la Vieja, había sido asignada como cárcel para los oficiales. Octave comprendió que ahí dentro sería más estrecha la vigilan­cia y que si pensaba en fugarse, le conve­nía pasar desapercibido. Aprovechó pues la confusión reinante del desembarco para arrancarse los galones que aún lucía su uniforme y se introdujo subrepticia-men­te en las filas de los marineros ordina­rios.
En calidad de tal fue trasladado a bor­do del pontón Plutón. Una vez instalado, Octave comenzó a examinar el lugar.
La verdad es que constituía un espec­táculo horripilante y poco tran-quilizador. Los pontones son un oprobio eterno para quien los inventó: pertenecen a ese sis­tema de torturas científicas calculadas sin piedad alguna.
No había jergones ni colchonetas. Los hombres se acumulaban en el sollado y en los pañoles y, de noche, tenían que acostarse por el suelo, tapándose con una manta miserable, suponiendo que la tu­vieran, tan apretados unos contra otros que no podían darse vuelta sin chocar bruscamente con el vecino.
Octave se sintió desfallecer al ver la co­mida que les daban, y eso que en las casa­matas de Gibraltar ya estaba acostumbra­do a una bazofia abominable. Un cocido maloliente compuesto de carne podrida y lentejas pasadas era el único alimento que llenaba su escudilla, además de un pe­dazo de pan negro, enmohecido. Para ayu­dar a tragarse esa porquería, no tenía a su disposición más que agua corrompida y nauseabunda.
-¡Vamos, hombre! Si hoy es fiesta -le dijo un granadero veterano que esta­ba sentado a su lado, en el suelo, y que in­gería su ración con filosofía. Lo normal -añadió, es que den manteca rancia y arroz con cucarachas.
En esas condiciones, resulta natural que los prisioneros parecieran espectros. Impresionado, Bouilladis pensó: ¿dónde he ido a parar? Todos estaban más o me­nos enfermos y cada día morían unos veinte por pontón. Se arrojaban los cadá­veres al agua y eso explica que la rada de Cádiz despidiera relentes pestilenciales, que incrementaban el horror de la vida prisionera.
No era raro que aquella gente, marinos, soldados, húsares, artilleros, veteranos o reclutas, viviera con expresión taciturna. Por ejemplo, Octave quedó estupefacto al ver pasar a un soldado perteneciente al cuerpo de cazadores de la guardia napo­leónica según indicaban los restos de su uniforme, que iba soltando carcaja das al tiempo que daba saltitos y palmadas. No tardó en entenderlo el tolonés: aquel sol­dado estaba loco. A bordo del Plutón ha­bía ya unos diez más que se hallaban en iguales condiciones de infortunio. El régi­men abominable, los malos tratos y los días de castigo en la cala donde se estan­caba un cieno repugnante, les había per­turbado.
«Me escaparé, palabra de Bouilladis, pensaba el teniente de navío, o pereceré en el intento antes de quedarme aquí»
Parecía más difícil evadirse de los pon­tones que de una casamata de Gibraltar. Las portañolas estaban todas provistas de barrotes de hierro cuya solidez era com­probada regularmente por las rondas de guardia. En el puente un cordón de centi­nelas vigilaba día y noche, con orden de disparar sobre cualquiera que no se en­contrara en el sitio que debía ocupar. Ad­mitiendo incluso que se pudiera salir del pontón de uno u otro modo, no era una gran ventaja. Todas las orillas de la rada tenían la vigilancia organizada mediante pequeños piquetes establecidos a corta distancia entre sí. Por lo que respecta al mar, cinco grandes navíos de guerra bri­tánicos se repartían en la bocana-constan­temente atentos a cualquier anomalía. Lo más seguro es que también por alta mar navegasen cruceros de guardia. Estas úl­timas precauciones respondían a la even­tualidad de un posible ataque de las na­ves francesas, al ser Cádiz por entonces punto de reunión de la Junta central, con­tra la que Napoleón luchaba. ¿No estaba el mariscal Soult asediando la ciudad?
Por una parte la disentería, el escorbu­to, el tifus, la vida cotidiana insoportable, por el otro la muerte posible y hasta pro­bable o la libertad, Tolón, Hortense. La verdad es que no había lugar a dudas y Octave no lo dudó ni un instante.
Emprender a solas esa evasión resulta­ba casi irrealizable y por lo demás Octave quería que sus compañeros de infortunio se aprovechasen del ingenio que nunca faltaba en sus proyectos. Se trataba de en­contrar colaboradores seguros, audaces, prácticos; en una palabra, gente como él. Octave se propuso reclutarlos.
Iba a bajar por la escala que llevaba al sollado cuando chocó con un muchacho gordo en otros tiempos, que subía. Deci­mos «gordo en otros tiempos» porque éste estaba flaco como los demás, pero sus ha­rapos flotaban en torno a su cuerpo y la piel de sus mejillas colgaba fláccida como un odre vacío.
El ex-gordo abrió la boca para soltar la retahila de improperios, pues la desgracia agria el carácter humano, cuando su ros­tro mudó de expresión y, tragándose los insultos, exclamó alborozado:
-Usted, coman...
Octave le asió el brazo y se lo retorció.
-¡Cállate, imbécil! -le espetó en plena cara. Aquí figura que soy un simple marinero igual que tú. ¿No te das cuenta?
-Perdón... disculpe... com...
Esta vez fue Octave quien dejó escapar una imprecación.
-¿No entiendes lo que te estoy dicien­do? Tutéame, cretino, y llámame Octave.
El marinero obedeció torpemente. Era Marius Fornas, un mozo de Hyéres, ex-ar­tillero a bordo de la Ondina, pescado tam­bién por los ingleses en Trafalgar, aunque luego no pasase por Gibraltar. Bouilladis le tenía en buen concepto, así que en se­guida decidió incorporarle a su proyecta­da evasión.
-Tú que conoces a los compañeros, se­ñálame a los que creas que son de confian­za -le dijo el teniente de navío a Marius, una vez explicadas sus intenciones.
Fornas se rascó la cabeza.
-Está Olive llamado el Piernas Largas, -dijo tras meditar un rato, es un húsar pero astuto como un marino, y además es de Tolón.
Fueron en busca de Olive, llamado Pier­nas Largas. Le encontraron en un rincón del sollado, junto a la santabárbara; se en­tretenía activamente esculpiendo una ca­beza de inglés en un pedazo de madera, con ayuda de un viejo cuchillo. Ese cuchi­llo, objeto muy valioso en un pontón don­de todo utensilio cortante estaba riguro­samente prohibido, era un regalo del can­tinero español que ocupaba la santabárba­ra, transformada en tienda que, a pre­cios exorbitantes, vendía artículos infec­tos que complementaban el rancho ordi­nario.
Sin necesidad de muchas explicaciones, el húsar comprendió de qué se trataba.
-Vaya, vaya -dijo contemplando su tarea con aire de experto y luego, alzando la vista hacia Octave como si quisiera juz­garle, añadió: ¡de acuerdo!
Pero, de repente, cambió de actitud, brincó sobre sus larguísimas piernas en­fundadas en las botas y sus ojos comen­zaron a agitarse terroríficos.
-¡Adelante, carguen! ¡No me cerra­réis el paso, malditos marinos! ¡Vamos, desenvainad! Pandilla de...
No supieron a qué pandilla se refería pues, sosegadamente, el húsar volvió a sentarse y reanudó su ocupación. No obs­tante se dignó aclarar lo sucedido.
-No hagáis caso. Es para despistar a los soldados españoles. Hago ver que es­toy mal de la cabeza. Entendéis, es mejor, así no me molestan tanto.
Octave fijó en veinte la cantidad de quienes compartirían su suerte. Una vez reclutados, bajo el consentimiento de Piernas Largas o de Fornas, según proce­dieran de los ejércitos de tierra o de los ejércitos de mar, aunque todos nacidos en alguna provincia meridional (el de más al norte era de Arles), se pusieron manos a la obra.
Aserrar los barrotes de una de las por­tañolas era imposible, el chirrido del hie­rro hubiera alertado a los centinelas que, como ya hemos dicho, examinaban con regularidad esos barrotes. Parecía más aconsejable abrir un agujero en el mismo mamparo de la nave, y la única dificultad consistía en no equivocarse de lugar: si hacían el agujero demasiado arriba, los verían al salir; además, había que echarse al agua y una zambullida siempre se oye. Tampoco convenía perforar el mamparo por debajo de la línea de flotación pues en­tonces zozobraría el pontón.
Octave se pasó todo un día muy intere­sado por las diversas basuras que flotaban en el agua de la rada. Apenas se movió de la aleta de estribor, como si el espectácu­lo le absorbiera, fijándose en la barcaza que debía usar el cantinero para ir a tie­rra. Esa barcaza casi nunca se movía de allí. Flotaba amarrada al pontón, mien­tras que el abastecimiento cotidiano lle­gaba mediante botes que pertenecían al puerto. Era una embarcación muy pesada que requería al menos tres pares de re­mos para su maniobra, y el cantinero, hombre terriblemente perezoso, prefería utilizar los botes cuando se trasladaba al muelle.
Cayó la noche. Octave ya tenía calcula­do el sitio por donde había que horadar el mamparo. Sería detrás de la cantina, unos metros antes del castillo de popa. Un mon­tón de sacos de provisiones servirían para disimular las operaciones. Ese sitio tenía la ventaja de ser el rincón reservado para Piernas Largas, que lo defendía enérgi­camente contra cualquier intruso. Por consiguiente parecía muy natural que se moviera por allí e incluso en compañía de algunos amigos.
Comenzaron preparando las herramien­tas: eran bastante rudimentarias; ade­más del cuchillo de Piernas Largas, la pie­za esencial, no se habían podido reunir más que algunas escasas navajitas guar­dadas fraudulentamente, todas más o me­nos melladas, y algunos clavos herrum­brosos. Octave tuvo la genial idea de fabri­car sierras mediante arcos de toneles pre­viamente afilados por los bordes. Una vez organizado este taller, empezaron a traba­jar. De noche operaban disimulados por los sacos que, de día, servían para tapar la tarea realizada. En cuanto a las astillas que saltaban, se guardaban en los bolsi­llos y, tras mil precauciones, se arrojaban al mar.
Fue una operación penosa, el roble de los mamparos era grueso y muy duro, y los instrumentos muy deficientes. La la­bor más ardua, y que estuvo a punto de llevarles al fracaso, fue vencer la lámina de cobre que forraba las carenas de los barcos y que ofrecía gran resistencia.
Por fin, una noche, a través del orificio abierto pudieron divisar la rada de Cá­diz, iluminada por la luna. Sólo faltaba ensanchar el agujero para que pudiera pa­sar un hombre.
Hubo que esperar unas cuantas noches más a fin de aprovechar la abertura, pues convenía que no hubiera luna; los conju­rados pasaron horas febriles: a cada mo­mento temían que una ronda descubriera la perforación, o que el cantinero quitara los sacos, o que los hombres del bote al pasar por el costado notasen la hendidu­ra. Nada sucedió.
Llegó la noche señalada. Octave mur­muró una palabra que veinte oídos reco­gieron y, después del cubrefuego, los due­ños de estos oídos se echaron a dormir to­dos juntos como por casualidad en el rin­cón del sollado cercano a la cantina, que ocupaba Piernas Largas.
Reinaba la más completa oscuridad en la rada. No había luna y las nubes bajas velaban hasta el resplandor de las estre­llas. Por si fuera poco, el tiempo amenaza­ba con tormenta. Esperaron hasta las on­ce, hora elegida, después del relevo de los centinelas. Quedamente Bouilladis se le­vantó y, en un soplo dio la orden su­prema:
-¡Obedecedme ciegamente sin pedir explicaciones y silencio!
Se deslizó detrás de los sacos: ante él se abría el agujero. Asomó la cabeza y ob­servó en tensión: no se veía a dos metros. Únicamente se vislumbraban en la orilla algunas luces, las de los puestos de guar­dia, pero en dirección a la bocana no apa­recía ningún fanal. Las naves estaban a oscuras. Todo era silencio, negro y espe­so, interrumpido a ratos por el grito mo­nótono de los centinelas que pasaban ron­da, lanzándose la contraseña.
Con infinitas precauciones, Octave se dejó caer al agua que apenas distaba un metro del agujero.
Le bastaron unas pocas brazadas, pro­curando nadar entre dos aguas, para al­canzar la barcaza. Cortó la amarra de la embarcación con el cuchillo de Piernas Largas y, sujetando la cuerda entre los dientes, regresó al pontón remolcando la pesada barca.
Al llegar bajo el orificio, distinguió la silueta de Piernas Largas. Con prudencia, el húsar se deslizó al interior de la em­barcación. Los diecinueve restantes le si­guieron. De momento, la empresa se lle­vaba a cabo siguiendo las instrucciones de Bouilladis, que se aseguró de que los cen­tinelas no hubiesen podido oír el choque de los pies desnudos de los prisioneros al saltar a la barca. Llevaban además dos sa­cos repletos de trapos, que tenían que ser­vir para forrar las palas de los remos, a fin de remar sin ruido. Las forraron, to­dos sus movimientos se realizaban con prisa pero en el mayor silencio. Al fin, Oc­tave, apoyándose en el pontón, dio un vi­goroso impulso a la barca que se puso en marcha.
Por un instante dejaron que se desliza­ra sola, luego agarraron los remos. Ha­bían encontrado tres pares en el fondo de la barcaza. Así pues, seis hombres em­pezaron a manejarlos, seis expertos mari­neros que ya remaban desde los diez años. Bogaban sin que nada se notara, apenas un imperceptible rumor cuando la proa cortaba el agua o cuando los remos forra­dos se sumergían. Ni un barco que les hu­biera pasado a la distancia de un biche­ro, les hubiera oído.
Bouilladis llevaba el timón. Se aparta­ron claramente de los pontones y se diri­gieron hacia alta mar. Los tripulantes quedaron sorprendidos al ver el rumbo que tomaban pero la consigna aceptada obligaba al silencio y nadie habló. ¿En qué estaría pensando su comandante? ¿Pensaba deslizarse por entre los cinco navíos de guerra ingleses? ¿Se figuraba que iba a poder pasar desapercibido sin llamar la atención de los serviolas que abundaban a bordo de unas naves fondea­das en la rada de una ciudad sitiada? ¿Su­ponía que no habría nadie a bordo de al­guno de los barcos mercantes anclados más al interior que no sospechara que algo estaba ocurriendo?
Burlar la vigilancia de los centinelas es­pañoles, los que estaban en tierra, resul­taba fácil, pero engañar la vista y el oído de los marineros, por negra que fuera la oscuridad, era muy distinto. Evidente­mente, si lograba salir de la rada, podrían intentar un rumbo que les guiase hacia las líneas francesas, suponiendo que supieran evitar los cruceros británicos y los arreci­fes, pues ni ellos ni su comandante cono­cían aquellos parajes. Estos eran los pen­samientos que torturaban a los marineros evadidos. Los soldados, en cambio, sólo estaban dispuestos a pelear cuando se lo ordenasen, pero como de todos modos la consigna mandaba callarse, todos calla­ban.
Fue Octave quien rompió el silencio. En voz muy baja, dijo:
-A doscientas brazas delante de noso­tros hay un mercante inglés, el City, un bride de doscientas toneladas. Subiré a bordo. Me seguiréis. Me ocuparé del capi­tán. Vosotros, de la tripulación. No quiero jaleos inútiles. ¿Entendido?
Los soldados de tierra encontraron la orden muy natural, mientras que Piernas Largas suspiraba aliviado pues comenza­ba a sentir los miembros entumecidos y ya tenía ganas de estirarlos contra los in­sulares. Los demás marineros sin embar­go comprendieron la teme-ridad de la em­presa. Marius Fornas creyó que su coman­dante se había vuelto loco y arriesgó un comentario:
-Están armados.
-¡Diez cañones del ocho!
-¿Y nosotros?
-¡Silencio!
Aunque la palabra salió en un susurro, había sido pronunciada con tanta fuerza que ya nadie pensó en rechistar más. Oc­tave entonces explicó su plan:
-Tengo el cuchillo de Olive. Vosotros coged los bicheros y todo lo que corra por la barca y a bordo del mercante. Y si no, usad los puños.
No había nada más que decir. No hacen falta frases grandilo-cuentes cuando ya se sabe lo que hay que hacer. Del City sólo se distinguía su negra mole, muy cercana. No hubo orden alguna. Los marineros es­tibaron los remos, la barcaza se deslizó por el costado, pegada al brick, a la altura de las jarcias del palo mayor. De noche, cuando se fondea, la parte central de una nave es siempre la más desierta. No sue­le haber serviolas en toldilla o en cubier­ta, apenas hay dos hombres de guardia, uno para una inspección rutinaria y el otro por si estallara algún incendio. El primero suele instalarse ante uno de los castillos y el otro junto a la escotilla que lleva al pañol de pólvoras. A veces se aña­de un tercero cuando la nave transporta vino o aguardiente, pero éste no era el caso del City.
Ágil como una ardilla, Octave escaló los costados del barco seguido muy de cerca por Marius Fornas y por otros tres mari­neros, los demás prisioneros tenían que ayudarse mutuamente pues acostumbra­dos a moverse en tierra les costaba mu­cho encaramarse.
Octave y sus cuatro lobos de mar se di­rigieron al castillo de popa e irrumpieron de golpe en el camarote del capitán. Sobre la mesa brillaba una linterna sorda y en la litera roncaba el comandante del City, con el sosiego de la persona que sabe que no tiene nada que temer, desde el momen­to que las murallas de la ciudad son sóli­las y la guarnición abundante, y que cin­co naves de Su Majestad británica mon­tan guardia en la bocana, sin más enemi­gos por los alrededores que unos miles de cautivos franceses a punto de fallecer de tifus y de miseria en unos pontones.
No cabe duda de que el bueno del capi­tán Beresford estaba soñando con Ply­mouth, su ciudad natal; no cabe duda de que se hallaba de nuevo pisando las verdes praderas del Devonshire donde pacen her­mosos corderos que luego se convierten en sabrosos asados. O quizá soñaba que ya empuñaba un cuchillo a punto de cor­tar uno de aquellos tiernos asados.
De pronto despertó sobresaltado. Una linterna le enfocaba el rostro y arrancaba destellos de un cuchillo que no parecía destinado a cortar un asado, sino que amenazaba seriamente su propia gargan­ta. Más penosa fue su impresión cuando oyó las siguientes palabras pronunciadas en francés:
-Comandante, en nombre del Empera­dor tengo el honor de haceros prisionero de guerra.
El inglés intentó protestar, abrió la bo­ca para lanzar un grito cuando un pincha­zo con la punta del cuchillo le recordó que el silencio es oro.
Con gran tranquilidad, la persona que sostenía el cuchillo le explicó:
-Más vale no llamar a nadie. Estoy aquí con algunos amigos y cualquier in­tervención para liberarle sería inútil, pues además personalmente tampoco os servi­ría de gran cosa, ya que no tendría más remedio que degollaros como a un cerdo. Pero, a propósito, comandante, ¿enten­déis el francés?
Furioso, desconcertado, aterrado, el ca­pitán Beresford gruñó:
-Oh... sí... un poco... pero...
-Mejor -contestó Octave, pues ya sabemos que era Bouilladis el que ponía al inglés entre el cuchillo y la pared, dicho sin metáfora alguna.
-Mejor porque así entenderéis con más facilidad lo que espero de vuestra persona.
Se volvió a oír un gruñido.
-Estupendo. Ahora saldréis a ordenar que vuestros hombres aparejen, teniendo en cuenta que mis amigos les ayudarán a ejecutar correctamente la maniobra por si los vuestros tuvieran dificultades. Os ruego que os vistáis y que subáis a vuestro puesto. Largaremos velas rumbo a alta mar. Puedo informaros que tenemos vien­to muy favorable, brisa bastante fresca que sopla sur-suroeste. Debemos pasar por delante de cinco naves de vuestro país, fondeadas en el canal de la bocana. Seréis tan amable de comu-nicarles que, por or­den del almirante, os veis obligados a zar­par con toda urgencia rumbo a Palma. A fin de que no os atosiguen los resulta­dos de esta mentira insignificante, puedo informaros que el almirante se aloja en tierra y que, por consiguiente, los navíos no tendrán tiempo de verificar vuestra afirmación. únicamente quiero añadir un detalle: entiendo perfectamente el inglés aunque me cueste hablarlo, así que me tendréis a vuestra espalda y si oigo la mínima palabra que pueda traicionarnos, me veré en la triste obligación de hincaros este lindo cuchillo, fabricado por vuestros amigos españoles, en los riñones. ¿De acuerdo?
El capitán comprendió que no había nada que discutir. Distinguió por la puer­ta entreabierta algunos rostros poco tran­quilizadores y se limitó a responder:
-¡All right, sir!
Beresford, bajo la atenta mirada de Oc­tave, se levantó refunfu-ñando de su lite­ra, se puso los calzones y el chaquetón y subió a su puesto. No necesitó despertar a la tripulación. Previsores, los franceses ya se habían encargado de hacerlo. Llenos de iniciativas y de buenas intenciones, ha­bían atado y amordazado al guardia apos­tado en la escotilla de los pañoles y se ha­bían apoderado de pistolas, sables y picas. Cada francés iba cargado de un verdadero arsenal.
Asimismo, Olive llamado Piernas Lar­gas había decidido por cuenta propia que como él no servía para maniobrar mari­neros, más valía que se dedicara a vigilar los pañoles, procurando que ningún inglés se acercara en busca de armas. Los mari­nos británicos, aún soñolientos y deso­rientados, se hallaban agrupados en la proa del barco y mantenidos a raya por las picas y las pistolas que los franceses empuñaban descuidadamente. El descon­cierto de los ingleses se convirtió en estu­por cuando oyeron que su comandante les ordenaba aparejar. Estimulados por las armas de los franceses, cumplieron las órdenes al instante.
Ya había dicho Bouilladis que el viento era particularmente favorable, y tenía ra­zón. Tras desplegar velas y levar anclas, el brick arrancó con dirección a alta mar. Fornas se había encargado de sustituir al timonel, a fin de evitar cualquier falsa maniobra.
Llegaban ya delante del primero de los buques de guerra. El serviola situado en la cofa de esa nave lanzó el grito regla­mentario:
-¡Ho! ¡the ship, hoay!
El capitán Beresford asió el megáfono que le tendía Octave y gritó lo que éste le había ordenado que dijera.
Una vez en alta mar, los prisioneros pro­rrumpieron en estrepito-sos hurras de ale­gría. Estaban libres. Como la despensa se hallaba bien provista, celebraron su li­bertad con una buena comida, aunque sin cometer excesos. Bouilladis ya había da­do instrucciones muy estrictas sobre este aspecto: prohibidos los escándalos y las brusquedades. Él mismo se constituía como ejemplo al tratar amablemente a Beresford, no sin recordarle de vez en cuando que la menor tentativa de motín por parte de los ingleses iría seguida in­mediatamente de la ejecución de su ca­pitán.
Octave comía acompañado por Beres­ford y su segundo. Este último había de­mostrado al principio poseer un escaso sentido del humor y había proferido fra­ses discordantes sobre la piratería en ge­neral y sobre determinados piratas en particular. Bouilladis, sin entrar en dis­cusiones inútiles, le contestó cordialmen­te que si no le gustaba el viaje ya podía regresar nadando a Inglaterra. El segun­do declinó la oferta y atenuó desde aquel momento la agresividad de sus frases.
Durante el día, Beresford y Octave se enzarzaban en inter-minables partidas de cartas. El inglés, que hablaba francés bas­tante bien, comenzó a asimilar expresio­nes provenzales, con gran alborozo del to­lonés y terrible enojo del segundo.
De noche, por toda precaución, se limi­taban a encerrar a los oficiales británicos en sus camarotes mientras que los mari­neros de la nave quedaban recluidos en el sollado, salvo los estrictamente necesa­rios para la maniobra, vigilados por Ma­rius y los demás franceses.
Varias veces se cruzaron con buques de guerra ingleses; Beresford repetía enton­ces el cuentecito que Octave le había en­señado. Se lo sabía ya de memoria y lo recitaba imperturbable. De todos modos, por si le fallase la memoria, Bouilladis se ponía a su lado, jugando distraído con el cuchillo.
Bastaron doce días para avistar las cos­tas de Provenza, el corazón brincaba en el pecho del teniente de navío y todos los franceses apenas podían contener la exci­tación. Se sentían ya en casa, parecía co­mo si la brisa trajera los efluvios de su tie­rra, el perfume de sus flores y el canto de los grillos. Octave les convocó en cubierta.
-No sería oportuno -dijo- sino que resultaría peligroso, pasar por delante de las baterías de Tolón ostentando los colo­res británicos. Deberíamos confeccio-nar una bandera tricolor.
Marius Fornas dio un paso al frente:
-Con permiso, mi comandante, ya se me ocurrió la idea.
Y el tolonés sacó de debajo de su blusa marinera un pabellón hecho a base de en­trecoser banderas de señales. Pero, simul­tánea-mente, los demás evadidos hicieron lo mismo y no tardó Bouilladis en tener ante sus ojos veinte banderas tricolores. Cada francés había tenido la misma ocu­rrencia y cada uno había trabajado a es­condidas de sus compañeros. Decidieron que el pabellón de Piernas Largas era el mejor y lo izaron en lo alto del palo ma­yor. Mientras los tres colores se elevaban al aire, marineros y soldados franceses, al unísono, aclamaron:
-¡Viva el Emperador!
Al cabo de unas horas, el vigía de la for­taleza de Tolón señalaba la entrada de un buque que enarbolaba pabellón francés, a pesar de que cualquier grumete de Saint­-Tropez lo hubiese identificado como in­glés. Se trataba del brick City, armado de diez cañones del ocho, capturado por el te­niente de navío Octave Bouilladis en com­pañía de veinte prisioneros de los ponto­nes.
Es de suponer cuánto entusiasmo pro­vocó en Tolón ese regreso. No vamos a re­ferir el gozo de los familiares y amigos de los evadidos, que ya los daban por perdi­dos para siempre, ni la felicidad de Hor­tense que, quince días después, se casaba con el capitán de corbeta, Octave Bouilla­dis, caballero de la Legión de honor.
En cuanto a Beresford, tampoco recibió mala acogida en Francia. Supieron tratar­le no sólo con humanidad sino además con generosidad, como corresponde a ene­migos que por avatares de la guerra caen prisioneros. Se le otorgó la libertad bajo palabra y le gustó tanto Tolón que abrió una tiendecita. Aunque quizás su arraigo en Provenza se debiera a la intensa mira­da de una tolonesa que no le dejaba indi­ferente.
Su amistad con Octave se consolidó pa­ra siempre, y el día que Beresford se casó con su linda tolonesa, el capitán Bouilla­dis hizo de testigo. Durante la comida de bodas, él mismo contó la historia de su captura y, al terminar, le preguntó a Boui­lladis:
-Pero, ¿por qué, desde aquella noche en Cádiz, nunca quisiste hablar en inglés conmigo? Tú mismo me dijiste que sabías hablarlo.
-Pues verás, nunca me entero de las primeras palabras -replicó Octave- y entonces con tu megáfono hubiese podido decir lo que quisieras que yo no lo hubie­ra comprendido.

0.120. anonimo (francia)