Los mitos y leyendas de la antigua Grecia constituyen, en buena
medida, elaboraciones un tanto fantásticas de gestas reales. La leyenda del
viaje de Jasón y sus argonautas en busca del Vellocino de Oro corresponde a la
exploración del Mar Negro por parte de los navegantes helénicos en busca del
oro de la Cólquide,
la actual Georgia, y de su vuelta por el continente, remontando el Danubio,
para alcanzar su patria por la vía del Adriático.
Desde lo alto de las
murallas de Yaolcos, y ya por tercera vez, el heraldo anunció al son de su
trompeta el mensaje real:
-Oid todos, tanto si sois
reyes o pastores, ancianos venerables o jovenzuelos imberbes, hombres
encorvados por la gleba o navegantes acostumbrados a mirar las estrellas.
Acudid. Nadie será rechazado, cada uno recibirá su parte del festín y de la
carne de los mil bueyes sagrados inmolados en honor del divino Poseidón, dios
de los océanos que bañan estas orillas. Así lo quiere el sabio Pelias, poderoso
rey de Yaolcos. Que nadie sienta temor en su corazón. Pelias ha jurado por el
Estix salvaguardia y protección a todo aquél que sea su huésped, aunque se
trate de su peor enemigo.
Corrieron entonces estas
palabras, a través de la áspera península de Magnesia donde se levantaba la
orgullosa ciudad de Yaolcos, y llegaron a las vastas llanuras de Tesalia,
repetidas de boca en boca por los pastores que guardaban rebaños, por los
centinelas apostados en las murallas, por los viajeros que recorrían caminos.
Fueron oídas a lo largo de los ríos del golfo Pagasético y del mar de Tracia;
fueron oídas en el risueño valle de Tempé; fueron oídas hasta en las cimas
roqueñas del monte Osa y del monte Pelión.
Sucedió que, en un antro
de esa montaña salvaje, vivía el centauro Quirón, hijo de Cronos, mitad hombre
y mitad caballo, encargado de educar al joven Jasón, hijo de Esón, nieto de
Eolo, el dios de los vientos. Estaba el centauro precisamente enseñándole al
jovenzuelo cómo arrancar armoniosos sones de una flauta hecha con cañas
cortadas, cuando el eco de la invitación del rey de Yaolcos llegó hasta aquellas
cumbres solitarias.
Interrumpió su lección y,
dirigiéndose a Jasón, profirió estas aladas palabras:
-Hijo mío, ha llegado la
hora de que te revele qué esperan los dioses de tu juventud y tu valor. Debo
también descubrirte cuál fue tu nacimiento. No eres, como creías, el hijo de
algún pastor, niño oscuro abandonado entre peñascos y que yo encontrara. Tu
raza es una raza real, emparentada con la de las divinidades del aire. Tu
padre, Esón, hijo de Eolo, reinaba en Yaolcos cuando fue destronado y
ejecutado por su hermano Pelias. Este, después de quitarle la vida y el trono,
aún quiso exterminar en ti una descendencia que podía serle funesta. Los dioses
se apiadaron de ti y Hera, mi hermana, me ordenó que fuera a buscarte y que
te trajera a mi guarida. La obedecía. Como Pelias no te viera ni dormido en
palacio ni jugando ni divirtiéndote con las cabras y ovejas de los rebaños que
había robado a tu padre, creyó que los lobos del monte o los monstruos del mar
te habían devorado. Mandó que por todas partes se anunciara la noticia de tu
muerte y, desde entonces, reina tranquilo y feliz en regiones que debes
recuperar.
Jasón, estupefacto, escuchaba
al centauro que siguió hablando:
-Hoy Pelias ya no teme
por su conquista y se atreve a desafiar a los dioses. Ha ordenado una gran
fiesta en honor del divino Poseidón e invita a la gente, con intención de que
le contemplen en su gloria usurpada. Conviene que elijas este momento para
presentarte al pueblo de Yaolcos y reclamar el cetro que te arrebataron. Anda,
hijo mío, anda. Vístete al estilo de los magnesios; añade a tus ropas esta piel
de leopardo que suelo llevar sobre los hombros; provéete de dos lanzas y, con
estos pertrechos, cruza el recinto de la ciudad. La palabra que Pelias dio a
los dioses y la vigilancia de las divinidades superiores te protegen.
Jasón, tras equiparse
como le había dicho el centauro Quirón, se fue por los caminos. Anduvo y
anduvo hasta que el torrente Anauro, que se había desbordado, le cerró el
paso. Bien es verdad que su maestro le había instruido en el arte de correr, en
los de la lucha, del lanzamiento de la jabalina y del dardo, en el de escalar
cimas, pero en cambio, falto de ríos a su alcance, no había podido enseñarle la
ciencia de la natación.
Así, pues, Jasón se paró
en la orilla, contrariado, sin saber cómo podía franquear aquel obstáculo.
De pronto, ante los ojos
del hijo de Esón, apareció una mujer de mucha edad, encogida; quizás había
salido de detrás de un arbusto lleno de flores rosas. Cosa singular, la seguía
un pavo real como si fuera su perro fiel.
-Joven extranjero -dijo
la vieja con su desdentada boca, ¿qué haces aquí y por qué tus nobles rasgos
expresan indecisión y fastidio?
-Abuela -replicó Jasón-
quiero acudir al festín que en la ciudad de Yaolcos ofrece el rey Pelias en
honor del divino Poseidón y me encuentro frenado en mi camino por este río que
no puedo cruzar.
-Entérate, hijo mío, que
las Parcas hilaron tus días de tal modo que el agua te fuera siempre un
elemento propicio.
Jasón, consciente del
respeto que hay que tener por aquéllos cuya sabiduría ha aumentado con los
años, replicó:
-Te entiendo, abuela, y
te agradezco tus palabras de buen augurio pero, de momento, no sé nadar ni
conozco los vados de este río.
-Súbete a mi espalda,
hijo mío, que te llevaré al otro lado.
-Pero, abuela, yo peso
mucho y me parece que a tu edad estás débil y cansada.
-No tengas miedo y
obedece.
Por lo tanto Jasón se
encaramó a las espaldas de la vieja y ésta, precedida ahora por el pájaro de
hermosas plumas que revoloteaba alegre, penetró en el lecho del torrente.
Aunque las aguas fueran profundas y muy impetuosa la corriente, la vieja
avanzaba con su carga, sin dar señales de agobio.
Las olas le cubrían la
cintura, chorreaban las piernas de Jasón y, de pronto, una de sus sandalias se
desprendió y se perdió arrastrada por la corriente. Ese fue el único percance
que sufrió Jasón durante la travesía. Cuando llegó al otro lado, y así que sus
pies pisaron tierra, el uno descalzo y el otro calzado, se volvió para darle
las gracias a la vieja. La vieja había desaparecido, junto con el pavo real, y
sólo un arbusto de flores rosas recordaba su presencia.
Jasón pensó entonces que
tal vez Hera, cuyo pájaro favorito es el pavo real, se hubiera metamorfoseado
de aquel modo para prestarle ayuda. Esta idea le reconfortó y siguió su
camino hacia Yaolcos.
Por segunda vez asomó el
áurea corona de Febo desde que el heraldo de Pelias invitara a los pueblos para
que participasen en el banquete sagrado.
De todas las ciudades
griegas había venido gente dispuesta a regocijarse con el gran festín que
prometía el rey de Yaolcos. Estaban todos, alrededor del rey, reunidos en
pabellones soberbios que se extendían ante el inmenso mar. Diez veces cien
bueyes blancos habían regado con su sangre la arena de la playa y las olas se
habían vuelto rojas. La carne de esos animales, cocida en enormes marmitas de
bronce, estaba a punto de repartirse entre los huéspedes del monarca.
Entretanto, sentado en un
sitial de oro, ceñida la frente por su diadema y el manto de púrpura
cubriéndole los hombros, el rey Pelias conversaba con los ancianos y con los
más eminentes y los más sabios de la ciudad.
-Fijaos -decía- cómo el
mar sereno acaricia blandamente la orilla. Poseidón ha acogido con agrado el
sacrificio que le he hecho. Nadie se atreverá ya a profanar mi trono y en él
ha de sentarse mi estirpe hasta las más remotas generaciones. Todos los
pueblos de Grecia son amigos míos, todos me han enviado a sus hijos más
ilustres para que participen en este festín. As¡, pues, ya nada temo del
destino.
No obstante, Téstor,
padre del adivino Calcas y también él animado por el soplo profético de Apolo,
se levantó y habló en estos términos:
-Oh rey, nadie es capaz
de atacar tu poderío, excepto aquél que llegue pisando el suelo con un solo
pie.
El rey se echó a reír y
contestó:
-Del que pisa el suelo
con un solo pie, nada tengo que temer, pues si no me asustan los hombres más
fuertes ¿qué puede hacerme un inválido?
Gritos de júbilo se
alzaron entre los comensales que saludaban la entrada de inmensas bandejas
sobre las que se extendía en gigantescas montañas la carne de los bueyes,
delicadamente perfumada por el jugo de plantas aromáticas. A duras penas los
servidores podían llevar las bandejas hasta las mesas que, al recibirlas,
crujían.
Jóvenes esclavos
coronados de hojas y flores servían un vino negro, espeso, en las copas de oro
y de bronce, y cada invitado sentía cómo el gozo invadía su espíritu.
De súbito, de la entrada
del pabellón fue creciendo un clamor y, en el umbral enmarcado por ricas
colgaduras, apareció un joven, tan bello como Febo y tan deslumbrante bajo su
dorada cabellera. Iba vestido a la usanza de los aldeanos magnesios, de sus
hombros colgaba además una piel de leopardo. En la mano, sostenía dos lanzas.
Su belleza era tanta que
todo el pueblo, interrumpiendo la algazara en torno al pabellón real, se había
levantado para acompañarle en cortejo mientras servidores, esclavos y hasta
mujeres y niños se apiñaban a su alrededor lanzando voces de admiración.
El joven se detuvo un
instante en el umbral de la tienda. Sus ojos se fueron acosumbrando a la
semioscuridad y al fin, tras reconocer al rey por su sitial más elevado, por
su manto de púrpura y por la diadema, avanzó decidido hacia él. Pelias se dio
cuenta entonces de que al adolescente le faltaba una de sus sandalias. Una
palidez horrible invadió su rostro. El que estaba ante él pisaba el suelo con un solo pie.
Sin embargo Pelias
disimuló el miedo que le helaba por dentro y se dirigió al joven.
-¡Oh extranjero! -dijo-
quienquiera que seas, te damos la bienvenida. Observo que, por el orgullo de tu
rostro y de tu porte, perteneces a una raza altiva. Siéntate, pues, bajo esta
tienda entre mis huéspedes más ilustres y comparte con ellos este festín en
honor del dios de los mares.
-iOh rey! -contestó el
adolescente, aunque no hayas expresado el deseo de saber mi nombre, noto que
en tu corazón anida la curiosidad; voy a satisfacerte. Me llamo Jasón, hijo de
Esón, y he venido a reclamar la herencia de mi padre.
Pelias no hubiese sentido
terror tan grande si en lugar del adolescente se hubiese presentado Cerbero,
el perro de tres cabezas, el monstruo infernal; estuvo a punto de ordenar a sus
guardias que mataran al hijo de su hermano, pero el terrible juramento que
había hecho por el Estix se lo impedía y además el pueblo hubiera alzado su voz
en favor del hermoso joven. Ya empezaban a oírse murmullos y Pelias
comprendió que su situación era insegura. No obstante, es probable que alguna
divinidad celosa le sugiriera una estratagema, pues habló con meloso acento:
-¡Oh, hijo! Lo que
reclamas es conforme a la justicia. Me han acusado sin razón de haber
ejecutado a mi hermano bienamado, tu padre. Yo le quería y las Parcas me lo
arrebataron. Hubiera guardado entonces la diadema real para ti, fielmente, si
no me hubiesen dicho que habías fallecido en un lamentable accidente. Mi deseo
más ferviente es devolverte la púrpura que te corresponde por herencia. Sin
embargo, aunque mi corazón hable en favor tuyo, es posible que, tú mismo, andes
engañado acerca de tus orígenes y que no seas quien dices ser. El hijo de mi
hermano no puede ser más que un héroe. Antes de transmitirte estos ornatos del
poderío real, he de someterte a una prueba.
-Estoy dispuesto a
aceptar -exclamó Jasón cuya impetuosa juventud no había percibido los negros
designios de su tío, y me comprometo a no intentar nada para recobrar mi
herencia, antes de haber satisfecho las condiciones que me exijas.
Una sonrisa cruel pasó
por los labios de Pelias.
-¡Escucha, pues, hijo mío!
Existe, en algún lugar del mundo, a orillas del Ponto Euxino, un país que se
llama Cólquide. Allí, junto al ría Fasis, reina el rey Eetes, el padre de
Medea, princesa de gran belleza y experta en el arte de los sortilegios. Eetes
posee el Vellocino de Oro que fue el del carnero que antaño transportó a esas
orillas a Frixos y su hermana Heles. Conquistarás ese Vellocino de incalculable
riqueza y me lo traerás; entonces sabré que de verdad eres el hijo de mi hermano
y te entregaré la herencia que te toca.
-¡Oh, rey! -exclamó Jasón,
obedeceré tus órdenes y traeré a Yaolcos ese maravilloso Vellocino.
Pelias volvió a sonreír.
Se sintió consolidado en su trono, pues no ignoraba que el Vellocino de Oro se
hallaba bajo la custodia de un feroz dragón y que, además, también lo
vigilaban dos toros terribles, con cuernos y pezuñas de bronce, regalos del
propio Hefesto, animales indomables que al resoplar echaban fuego por el hocico.
Pelias también sabía que Medea, la hija de Eetes, poseía el secreto de temibles
hechizos que ningún hombre podía resistir.
Todo eso en cambio lo
ignoraba Jasón pero, aunque lo hubiese sabido, no hubiera vacilado en su
resolución, a tanto llega el ardor de la juventud. Por consiguiente inició los
preparativos de la expedición y empezó a buscar compañeros que quisieran
compartir sus esfuerzos y su fama.
No tuvo que andar mucho
para encontrarlos; entre los invitados de Pelias abundaban los héroes ilustres
que pronto se sintieron tentados por perspectivas de gloria. El primero en
expresar sus deseos de acompañar a Jasón fue Heracles, el mismo hijo de Zeus
luego vinieron Admeto, rey de Tesalia, Argos, hijo de Polibio, Cástor y
Pólux, los dos hermanos que inspirados por tan grande amor mutuo no podían
separarse, Linco, de ojos penetrantes, Esculapio, que conocía todos los secretos
del arte de curar, Eumedón, hijo de Dionisos, Téstor el adivino, a quien nada
ocultaba el futuro. También se añadió Orfeo cuya lira melodiosa encantaba a
dioses, hombres y animales, y tantos y tantos más. Cincuenta y dos fue la cantidad
de héroes que quisieron compartir la aventura de Jasón.
Ante todo, para
iniciarla, hacía falta una nave. Jasón lo ignoraba todo de la construcción de
un barco, pero Argos le aconsejó y por eso la nave recibió el nombre de Argo,
que explica el hecho de que su tripulación sea conocida como la de los
argonautas. En el monte Pelión cortaron la madera que componía los costados
de la nave; en cuanto al palo mayor que colocaron en medio, fue elegido por
Téstor que sabía proferir oráculos, en el bosque de Dódona, esa era la virtud
que Atenea le había concedido.
La Aurora de
los rosados dedos asomaba ya por el horizonte cuando los argonautas botaron
al mar su nave recién construida. Todos subieron a bordo gozosos y confiados.
El rey Pelias, rodeado del pueblo entero, acudió a la orilla para formular
aparentes votos de éxito, contrarios a sus intenciones. Se izó la vela y la
nave no tardó en surcar las aguas del mar de Tracia.
Al principio la
navegación fue tranquila; el barco siguió las costas de Tesalia y luego de
Pieria. Los héroes, para proveerse de agua y de víveres, tenían que bajar cada
noche a tierra. Recibían siempre una acogida solícita, pues el rumor de su expedición
se había extendido ya por el mundo griego y la gente les deseaba suerte.
Sin embargo, cuando
pasaron por delante de los promontorios de Palene, de Sitonia y de Acté, las
tres lenguas de tierra de la
Calcídica que penetran en el mar como los dientes del
tridente de Poseidón, las aguas tan serenas comenzaron a agitarse. Una intensa
niebla se extendió sobre las olas, tan densa que era imposible ver adónde
iban. Los ojos del propio Linco eran incapaces de horadar las tinieblas. Los
argonautas no cesaban de temer que la nave fuera a chocar contra cualquier
escollo de los que abundan en el mar traidor. Así navegaron durante varios
días y varias noches.
Decir que navegaban no es
exacto; habían recogido velas y estibado los remos, y dejaban que la nave
flotase a voluntad de las olas. Para los argonautas aquella era una situación
nueva, incluso para los que ya habían confiado otras veces su vida al mar,
protegidos por los costados de una embarcación ligera. Nunca habían perdido de
vista la tierra sólida sin la que es imposible orientarse, y nunca habían
pasado la noche sobre un oleaje inquieto.
Se puede afirmar que por
primera vez aquellos espíritus generosos conocían el miedo; sabían que a su
alrededor pululaban monstruos de toda índole; oían sus rugidos, sus alaridos
rabiosos, sus chillidos desesperados; se preguntaban si no andarían extraviados
por el Erebo, si los gritos que herían sus oídos a través de la opaca turba no
pertenecerían a los muertos que allí irrumpían. De rodillas, con las manos
suplicantes alzadas hacia la morada de los dioses, rogaban a los olímpicos que
les respetaran la vida.
Jasón y Heracles, éste
apoyado en su clava y aquél arrimado al mástil de Dódona, eran los únicos que
seguían en pie, callados. Por tres veces la bruma circundante se volvió blanca
como la leche y negra como el vino de Creta, y así comprendieron que por tres
veces el día había sucedido a la noche y la noche al día. A bordo del Argo ya no quedaba alimento alguno y los
barriletes de agua potable estaban vacíos. Argos, después de haber intentado
apaciguar su sed acuciante con agua de mar, sintió en las entrañas un agudo
escozor y Esculapio, a su lado, se esforzaba en calmarle el dolor frotándole el
vientre con un ungüento.
El miedo empezaba a
transformarse en desesperación, ya nadie tenía fuerzas para seguir alzando las
manos al cielo ni para pronunciar las fórmulas de sus rezos. Cada uno se había
encerrado en un silencio huraño.
Abrazados el uno al otro,
con las cabezas unidas, Cástor y Pólux esperaban juntos la muerte. Cada uno
pensaba en su patria, en sus fértiles prados por donde pacen ovejas, en su casa
pintada de rojo y cubierta de glicinias y pámpanos.
De súbito, en medio de
esa muda congoja, resonó la voz de Téstor, el adivino:
-Escuchad al árbol de
Dódona, esta hablando.
En efecto, un largo
temblor había sacudido al palo del barco y parecía que de sus fibras saliera
un canto muy dulce. No obstante, ninguno de los argonautas acertaba a
comprender el oráculo. Fue Téstor, acostumbrado a entender el lenguaje divino,
quien tradujo aquellos inarticulados sonidos al idioma de los humanos:
-Fortaleced vuestros
corazones -dicen los dioses. La prueba que os han impuesto los dioses ya ha
terminado. Que Cástor y Pólux se coloquen en la proa de la nave, que Jasón
lleve firme el timón en sus manos y que Orfeo cante el elogio a los inmortales.
Así se hizo. Los dos
hermanos, con un supremo esfuerzo, se arrastraron hacia la parte delantera del
barco, donde la proa se yergue como si quisiera escalar la cima de las olas.
Jasón, sostenido por Heracles, asió con manos temblorosas el timón abandonado.
Sentado a sus pies, Orfeo pulsó el instrumento y su canto, amplio y sonoro, no
tardó en imponerse al fin al húmedo océano. Entonces se hizo un prodigio.
En torno a las cabezas
juntas de Cástor y Pólux, comenzaron a vibrar unas breves llamas como si
formaran una corona de fuego sobre su frente. Al mismo tiempo, se alzó una
brisa ligera que comenzó a dispersar la bruma circundante en blancos jirones.
Los argonautas reunieron sus fuerzas y desplegaron la vela roja. Poco a poco,
en un débil balanceo, la nave volvio a trazar una estela.
«¿No nos habrá engañado
la voz del árbol de Dódona?» .«¿No irá a chocar el barco contra un escollo?»
Esas eran las preguntas que cada uno de ellos se hacía a sí mismo.
Pero no. Los dioses no
habían querido engañar a los mortales. Pronto a lo lejos, como un eco apagado,
un canto contestó al aliento de Orfeo; a través de la niebla lució un punto
brillante y hacia ese punto Jasón condujo la nave.
Después todo fue
claridad. Se disipó la niebla que descubrió ante la proa del Argo una tierra extensa de arenosas
orillas, y en esa tierra una hoguera lanzaba destellos y, en torno a la
hoguera, unas mujeres reunidas cantaban canciones desconocidas.
Es imposible describir el
júbilo de los argonautas al llegar a ese rincón que identificaron como la isla
de Lemnos. Vivía en la isla un pueblo de mujeres. Ningún hombre entre ellas.
Las habitantes los habían exterminado a todos por los malos tratos que de
ellos recibían. La reina Hipsipila preparó una recepción maravillosa para los
argonautas. Permanecieron días y días en esa costa afortunada para descansar
de las duras emociones de la travesía. Al fin, volvieron a zarpar. El viento
les llevó a la isla de Samotracia y luego se adentra-ron por el estrecho que
separa las márgenes de Europa de las márgenes de Asia, hasta penetrar en la Propóntide, que hoy se
llama mar de Mármara.
Así abordaron las costas
de Cícica donde recibieron una calurosa acogida por parte del rey. Se pasaron
ocho días comiendo y bebiendo hasta saciar sus deseos y luego, cargados de
regalos, se hicieron otra vez a la mar. Su objetivo era llegar a Calcedonia
pero resultó que, cuando ya confiaban en guarecerse al amparo del golfo, las
olas se enfurecieron y cayó la noche mientras aún intentaban arrostrar la
tormeta.
El impulso del viento era
irresistible; en vano procuraban luchar contra él a fuerza de remos; a pesar de
haber plegado el velamen no lograban librarse de su embate. Por fin, tras una
noche entera de maniobras, se encontraron arrastrados hacia una hospitalaria
playa. Desembarcaron en seguida, ¡pero en qué estado! Andaban chorreantes,
con las ropas pegadas al cuerpo y desordenadas las cabelleras sobre la cara,
mientras que sus manos sangraban de tanto manejar los remos.
Aparecieron unos hombres
armados que se les acercaban gritando amenazas, convencidos sin duda de que
eran saqueadores o ladrones. Irritado por aquellas frases hostiles, Heracles
cogió su jabalina y la arrojó contra el primero de los manifestantes que
mordió el polvo.
Así comenzó una gran
refriega. No tardó en acudir más gente. Los cincuenta y dos argonautas se
defendieron con igual valor; el que parecía ser el jefe de los habitantes del
lugar asestó un lanzazo a Jasón pero la piel de leopardo frenó el golpe. El
hijo de Esón entonces, mucho más rápido, le clavó su jabalina al jefe y cuando
se inclinó para retirar el arma, se dio cuenta de que el cadáver que estaba a
sus pies era el del rey de Cícica que el día anterior tan bien le había
acogido, a él y a sus compañeros. Jasón detuvo el combate. Todos lamentaron el
fatal equívoco; la tormenta había devuelto al Argo a las mismas costas que acababa de dejar y sus habitantes no
habían reconocido a sus huéspedes y les habían atacado.
Derramando amargas
lágrimas, los argonautas reanudaron su navegación.
Siguieron las costas
abruptas de Bitinia y las más risueñas de Calcedonia, para después adentrarse
por ese brazo de mar, parecido a un río, que separa el continente frigio de
las llanuras de Tracia.
Apenas salían de esa ruta
estrecha y segura y la nave surcaba ya las amplias extensiones líquidas del
Ponto Euxino, cuando pareció que el oleaje embravecido quisiera impedirles el
paso. De pronto, sin que nada, ni en los fenómenos naturales ni en las
advertencias sobrenaturales que suelen mandar los dioses, permitiera prever
lo que iba a ocurrir, Bóreas levantó murallas de agua encrespada. Negros
nubarrones acudieron desde los cuatro puntos del horizonte. Fue como si el sol,
justo en la mitad de su trayecto, se hubiese hundido en el Erebo.
La maniobra de plegar
velas se llevó a cabo entre prisas y dificultades ocasionadas por el balanceo
del barco. Los argonautas esperaban lo peor; las tablas que formaban los
costados del Argo dejaban escapar
dolientes crujidos y el roble de Dódona murmuraba lúgubremente como si llorara
de antemano la muerte de los navegantes. Una lluvia helada caía a ráfagas,
mientras que olas gigantescas se desplomaban sobre la embarcación.
Era imposible
resguardarse en los sollados situados uno a proa y el otro a popa del barco.
Todos los brazos tenían que ocuparse en achicar el agua que constantemente
invadía la cubierta.
A pesar de todo Jasón, en
el timón, intentaba mantener el Argo
tal como le había aconsejado su maestro Quirón, es decir de cara al
monstruoso oleaje, al igual que en un combate el soldado siempre ha de dirigir
su mirada hacia el enemigo. Era una tarea muy ardua, pues las olas llegaban de
todos lados; a veces la nave se remontaba hasta las crestas furiosas, a veces
se precipitaba al abismo y, en cada momento, los argonautas creían que al caer
así, tomaban el camino de los Infiernos.
Sin embargo no habían
terminado aún sus desdichas. De repente Linco, el de ojos penetrantes, apostado
en la proa de la nave, lanzó un grito angustioso: a la luz de un relámpago que
acababa de cruzar el cielo, había logrado ver un fenómeno mil veces más
espantoso que todos los que se habían suscitado desde el comienzo de la
navegación; esa era la causa del ruido ensordecedor que se mezclaba al ulular
del viento, al estallido de los truenos y al fragor del oleaje: a tres tiros
de jabalina siguiendo el rumbo del Argo, se alzaban dos enormes peñascos que
emergían del agua. La distancia entre ambos ocupaba diez veces la eslora del
barco y no parecía que hubiera dificultades para pasar por en medio, sin
embargo -tremebundo espectáculo que helaba la sangre, esos dos peñascos no se
mantenían inmóviles. Se desplazaban sin cesar y con tumultosa estridencia chocaban
el uno contra el otro, como una mandíbula titánica que quisiera triturar todo
lo que se deslizase entre sus fauces.
Alrededor de esos
peñascos, las olas se encrespaban con más ímpetu, agitadas por ese movimiento
continuo.
Todos los argonautas,
avisados por el grito de Linco, se habían precipitado a proa y contemplaban esa
barrera móvil que les impedía el paso.
-¡Oh, Poseidón! -exclamó
Jasón con voz suplicante, si está en tus deseos prohibirnos que crucemos esos
límites, adviértenos con tu poderosa voz, pero no permitas que, por cumplir
una acción honrosa, si no se opone a tu voluntad, nos hundamos en tus moradas
sin fondo.
Estas piadosas palabras
tocaron el corazón del rey de los mares. Una vez más el roble de Dódona habló
y Téstor tradujo sus palabras
-¡Oh, Jasón -decía el
oráculo, nada temas y que tu corazón se serene. No es intención de los dioses
impedir que realices tus proyectos y, a fin de que te tranquilices, te
revelaré el destino que para ti se grabó en las tablillas de bronce: has de
saber, hijo de Esón, que está escrito que perecerás por tu barco pero no en tu
barco.
Tras estas palabras
proféticas que llenaron de asombro a todos los que las oyeron, pues no
acertaban a descifrarlas, se produjo un cambio bonancible. Se apaciguaron las
olas y su estrépito se convirtió en un murmullo armonioso. Al mismo tiempo,
los dos peñascos detuvieron su movimiento; se paralizaron a veinte estadios de
distancia entre sí y ya nunca más abandonaron el sitio que Poseidón les había
asignado. Desde entonces, los marinos los conocen bajo el nombre de islas
Ciáneas.
A partir de ese instante,
la navegación del Argo costeando el
litoral asiático no conoció más percances. Tras largos y largos días, llegaron
a Aea, la capital de Cólquide situada a orillas del río Fasis. Allí
desembarcaron y remolcaron la nave hasta vararla en la arena de la orilla;
luego se informaron acerca de cuál era la mansión de Eetes, el poderoso rey que
gobernaba aquellas comarcas.
Le encontraron sentado en
su trono en el centro de la gran sala del palacio. Abundantes servidores y
fieros soldados rodeaban el sitial del monarca. Jasón apenas se fijó en él, su
mirada se sentía atraída por una mujer de rasgos admirables, con porte de
reina, que se hallaba situada a la derecha del rey. Esa mujer era Medea, su
hija.
En vano el hijo de Esón
recordó lo que le habían dicho sobre Medea, en vano su mente le repetía que
aquella mortal admirable estaba iniciada en la inhumana ciencia de los
hechizos y que los utilizaba con implacable crueldad para perder a sus
enemigos. Jasón lo había olvidado todo y sólo veía una belleza altiva más digna
de una divinidad que de una verdadera mortal.
De todos modos habló y
expuso a Eetes el motivo de su viaje; le dijo cuáles eran los derechos de los
hijos de Hélade sobre el Vellocino de aro. Afirmó que ni él ni sus compañeros
estaban dispuestos a irse sin tan rico trofeo.
El rey contestó con una
sonrisa que hubiese hecho temblar a gente menos intrépida.
-Oh extranjero! Tu
petición es justa y podrás marcharte con el Vellocino de Oro que se encuentra
en mis bosques colgado de un árbol. Únicamente te advierto que ese Vellocino
está tan defendido que para un mortal resulta casi imposiblo cogerlo. Has de
saber que, si quieres conseguirlo, tendrás que domar a dos toros con cuernos y
pezuñas de bronce que echan fuego por los hocicos. Esos toros pacen siempre
cerca de la zalea. Una vez hayas logrado uncir a los dos toros, deberás labrar
cuatro acres del campo consagrado a Ares y sembrar dientes de dragón en los
surcos trazados. De esos dientes nacerán hombres armados. Tendrás que pelear
con ellos y exterminarlos a todos. Entonces quedará abierto el sendero que
lleva al Vellocino de Oro, pero también conviene que sepas que un monstruo
formidable vela día y noche junto a esa preciosa reliquia y que deberás arreglártelas
para burlar su vigilancia. Anda, y si tu corazón es lo bastante intrépido y tu
brazo lo bastante fuerte para superar esos obstáculos, el Vellocino te
pertenece y podrás llevártelo libremente a tu patria.
Mientras escuchaba ese
discurso terrible, Jasón, sin querer, desviaba su vista hacia las luminosas
facciones de Medea. Le pareció que los ojos de la princesa eran menos crueles y
que una expresión de dulzura moderaba sus rasgos.
Jasón y sus compañeros se
retiraron a la parte del palacio reservada a los huéspedes. Discutieron entre
sí de qué manera ejecutarían las formidables tareas propuestas a su valentía;
muchos dudaban que fuera posible vencer semejantes obstáculos. El propio
Heracles consideraba la empresa superior a cualquier fuerza humana. Jasón era
el único en callar. No pensaba ni en los toros de cuernos de bronce ni en los
hombres armados que nacerían de dientes de dragón, ni siquiera en la
vigilancia del monstruo. Pensaba en la mujer radiante que había visto a la
derecha del rey.
Vino la noche y sumió en
sombras al palacio. Los argonautas, sin dejar de planear estratagemas que les
permitieran vencer a tantos enemigos, se preparaban para dormir.
Una anciana, una
sirvienta de palacio, se deslizó entre ellos y fue directa a Jasón, a quien
reconoció entre todos. La sirvienta le dijo que la siguiera.
El hijo de Esón, sin
preocuparse de las asechanzas que pudieran tenderle, obedeció. La anciana,
siguiendo intrincados pasillos, le condujo ante el templo de Hécate. Allí, al
pie del altar, esperaba una forma velada.
Jasón reconoció a Medea.
Lo que la hija de Eetes
dijo, ningún oído ha podido captarlo, pero sus palabras sirvieron para que el
corazón del héroe se alborozara hasta los mayores límites del gozo. Luego,
tras la respuesta de Jasón, ambos intercambiaron votos de amor eterno delante
de la diosa.
Medea sacó de su seno un
frasco de alabastro lleno de misterioso ungüento, se lo entregó y los dos
jóvenes se separaron inmediatamente.
Amaneció el día señalado
para la conquista del Vellocino de Oro. En el campo de Ares se habían reunido
el rey y su corte; tampoco faltó la princesa junto a su padre. Los argonautas
se presentaron, con Jasón a la cabeza. Previamente se había untado todo el
cuerpo con el misterioso bálsamo que contenía el frasco de alabastro, y
empezaba a notar ya la virtud de ese filtro. Sentía más valor en su corazón,
más agudeza en su mente y más fuerza en sus miembros. Llevaba por toda arma
defensiva la túnica de leopardo del centauro Quirón y por toda arma ofensiva
las dos jabalinas.
Saludó a Eetes.
-Estoy dispuesto -dijo- a
afrontar la prueba.
Entonces los dos toros de
cuernos y pezuñas de bronce se le echaron encima, despidiendo fuego por los
hocicos. Con doble gesto, Jasón los detuvo, les acarició la testuz y les
obligó a que doblaran la cerviz, luego ató sus cuernos al yugo de un arado y
tranquilamente, como un labriego que prepara la sementera, fue trazando surcos
a lo largo de los cuatro acres del campo.
Un grito de júbilo se
alzó entre sus compañeros, mientras que un murmullo airado recorrió las filas
de los servidores del rey. Éste no había dejado de sonreír. Entregó a Jasón una
bolsa que contenía los dientes de dragón. «Aquí quiero yo verte», pensó.
El hijo de Esón regresó
hacia los surcos recientes. Arrojó al vuelo los dientes sobre la tierra fértil
y a medida que tocaban el suelo, germinaban y aparecían hombres feroces,
erizados de armas, que se juntaban en apretadas hileras para lanzarse en bloque
contra el héroe. Los argonautas se estremecieron y Heracles empezaba a blandir
su clava para acudir en auxilio de su jefe y ayudarle contra tantos enemigos.
No llegó a hacerlo pues Jasón, sin manifestar ningún miedo, se agachó, cogió
una piedra y la tiró en medio de los guerreros. Al instante los hijos de la
tierra se acusaron mutamente de ese ataque y unos contra otros comenzaron a
herirse con sus armas fratricidas. Murieron todos, hasta el último.
Los griegos gritaban de
alegría, corrieron hacia el vencedor y le abrazaron ansiosos. El pueblo de la Cólquide, asombrado, no
acertaba a reaccionar. Los ojos de Medea reflejaban una felicidad que no podía
expresar.
Quedaba sin embargo un
último obstáculo, antes de alcanzar el botín sagrado: el infatigable dragón,
provisto de afilada garzota, de triple lengua, de siete hileras de dientes
retorcidos y amenazadores, monstruo terrible que jamás duerme.
Jasón se le acercó con
paso firme; conservaba en el hueco de la mano un poco de filtro mágico y lo
utilizó para embadurnar la cabeza del mostruo. Al punto, fenómeno imprevisto,
éste cerró los ojos y una dulce modorra se apoderó de su cuerpo.
Entonces Jasón descolgó
el Vellocino de Oro y se lo hechó al hombro.
Reinaba tanta
consternación entre los servidores de Eetes y en el corazón del mismo rey que
nadie supo oponerse a la iniciativa de Jasón. El hijo de Esón, fiel al juramento
que había hecho ante el altar de Hécate, fue hacia Medea, la asió de la mano y
rápidamente la arrastró a la playa. Sin perder momento, los argonautas botaron
al agua su nave cargada con esa doble recompensa.
Los cincuenta y dos
héroes volvieron a surcar los dominios de Poseidón. No repetiremos las
increíbles fatigas y los esfuerzos sobrehumanos que les esperaban a lo largo
de su navegación, las tormentas espantosas que encresparon al mar ante la proa
del Argo, los vientos desencadenados
que hicieron llorar y gemir al mástil de Dódona. Baste con decir que Eetes,
acuciado por una rabia infinita, armó otras naves de ancho velamen y las lanzó
en persecución de quienes, además de su hija querida, se llevaba el Vellocino,
riqueza y honor de su reino.
El rey de Cólquide,
renegando impúdicamente de la palabra dada, propaló la noticia de que Jasón y
sus compañeros le habían robado a traición la dorada zalea del carnero y que
habían abusado de su hospitalidad para sacar del hogar paterno a su hija Medea.
¡Cuántos enemigos pues, encontraron los argonautas en los pueblos donde se
veían obligados a desembarcar para pasar la noche!
¡Cuántas veces tuvieron
que sostener crueles combates contra esos ribereños!, ¡cuántas veces incluso
tuvieron que zarpar de nuevo sin más luz que la de Febo, incapaz de orientar
su ruta entre tinieblas! El implacable Eetes no cejaba en su persecución.
No existe corazón
endurecido que no se conmoviera si explicáramos con detalle el viaje de los
argonautas. Nos limitaremos a decir que para escapar a la tenaz persecución
del rey de Cólquide, tuvieron que adentrarse por el curso estrecho de ese
inmenso río que luego los geógrafos han llamado el Danubio; que mientras pudieron
siguieron el rumbo de ese húmedo camino y que, al llegar a sus fuentes,
arrastraron la nave a través de montañas heladas hasta llegar al mar que más
tarde recibiría el nombre de Adriático. Hay que añadir que en su huida alcanzaron
el río Océano, que rodea en movimiento continuo las tierras donde viven los
hombres.
A pesar de los más duros
esfuerzos, a pesar de los mayores peligros, el corazón intrépido del hijo de
Esón se consolaba recordando el oráculo que antaño había proferido el roble de
Dódona: «Perecerás por tu barco, pero no en tu barco», y Jasón sabía que los
dioses no mienten.
Sin embargo, un día, un
peligro mayor que los demás se cernió sobre los argonautas mientras navegaban
por el estrecho que separa las simas sin fondo de Escila y Caribdis: un canto
divino llegó a sus oídos. Todos se estremecieron hasta la médula de los huesos:
reconocían la mágica voz de las sirenas que ningún humano había podido
resistir hasta entonces.
Esas divinidades de
cuerpo de mujer y cola de pez utilizan sus cantos para atraer a los fascinados
navegantes; una vez éstos penetran en las moradas submarinas, las sirenas los
despedazan con sus garras a fin de nutrirse de su sangre.
La mano de Jasón
flaqueaba en el timón. Cástor y Pólux aflojaban el abrazo fraterno, hasta
olvidar su afecto subyugados por aquella armonía indecible. El propio
Heracles, abandonando la clava, tendía sus brazos hacia la isla maldita de
donde procedían los cánticos. El Argo
desviaba su rumbo y su proa altanera se inclinaba con dirección a la trampa. En
esos momentos el roble de Dódona habló y el fiel Téstor transmitió su mandato:
-Que Orfeo afine su lira
-dijo el roble profético.
Y Orfeo obedeció.
Los sones del instrumento
se elevaron puros e intensos en el aire espeso de bruma; la voz dulce del hijo
de Apolo comenzó a ensalzar a los dioses del mar, a los del cielo y a los del
infierno, y era una voz tan armoniosa y unos acordes tan bellos que todos
cesaron de escuchar a las sirenas. Los acentos de Orfeo lograron que renaciera
el heroísmo en el corazón de los argonautas.
Jasón, con mano firme
otra vez, devolvió el Argo a su
rumbo mientras que sus compañeros asían los remos y bogaban con todas sus
fuerzas. El brazo poderoso de Heracles desplegó la vela de púrpura, y la nave
huyó, ligera, dejando lejos de sí a las sirenas, disgustadas, despechadas por
haber perdido una presa.
Muchas fueron las veces
que los argonautas tuvieron que reparar la nave deteriorada por las tormentas
o por haberse resentido el casco al chocar con escollos. Ya nada quedaba de los
árboles del monte Pelión que habían compuesto las bandas. Pieza por pieza,
todo se había ido renovando y a menudo más de una vez; Jasón y sus compañeros
navegaban ya a bordo de una nave distinta. El roble de Dódona era el único que
seguía en su sitio.
Durante los múltiples
derroteros, varios fueron los héroes que abandonaron a la tripulación. El
mismo Heracles se marchó para acometer una serie de trabajos que han dado
lugar a una leyenda que se ha vuelto inmortal.
Y al fin, después de
muchos años, los navegantes entraron en aguas de Yaolcos. El recibimiento que
les hizo el pueblo de Magnesia fue espléndido y se necesitaría la pluma de un
discípulo de Apolo para describir el júbilo de los súbditos del rey Pelias. El
pueblo le destronó pero Jasón, cansado de tantas aventuras, no quiso ceñirse su
corona; generoso, abdicó en favor de Acasto, hijo de Pelias.
Éste al principio manifestó
un singular agradecimiento; sin embargo, el agradecimiento es un sentimiento
que se agota en el corazón de las personas mediocres. Acasto se cansó pronto
de ver junto a él a su bienhechor; y así ocurrió que un día Jasón tomó la
decisión de volver a embarcarse en el Argo
y reanudar sus peregrina-ciones hacia costas más hospitalarias.
Una noche, Jasón fue a
parar a una playa desconocida y desierta. Mandó que váraran la nave en la arena
y él mismo se tumbó al amparo de uno de los costados. El céfiro comenzó a
soplar con violencia. El casco de la nave escorada sufrió unos temblores y,
de pronto, se oyó un gran crujido. El roble de Dódona, fiel hasta entonces
después de tantos peligros, se desplomó como un guerrero segado en toda su
fuerza.
La suerte quiso que el
mástil cayera sobre Jasón que murió aplastado. Así se verificó el oráculo: «Perecerás
por tu barco pero no en tu barco»
0.060. anonimo (grecia y roma)