Ocupada en 1603, por Samuel de Champlain, primer gobernador francés
del Canadá, Terranova fue incorporada a Inglaterra por el Tratado de Utrecht
de 1713; siendo el centro atlántico de la pesca del bacalao, la rivalidad entre
ambos países se hubo de traducir en constantes querellas entre los colonos y
patrones de una y otra nacionalidad establecidos allí.
Desde siempre, es decir
desde el tiempo en que la tradición cuenta las cosas, los Allanic odiaban a
los Snowden. Alimentaban mutuamente no sólo esos sentimientos que provocan un
gesto iracundo cuando alguien pronuncia el nombre aborrecido o que llevan a
mascullar una injuria sino también a escupir de rabia ante la simple evocación
de la persona detestada; su odio era de los que se traducen por actos
violentos, tan violentos que puede decirse que no ha habido generación sin que
un Allanic matara a un Snowden ni un Snowden a un Allanic.
Y no obstante la casa de
los Allanic se hallaba en Saint-Cast, cerca de Saint-Malo, mientras que la de
los Snowden estaba en Hull, Inglaterra. Por consiguiente no se trataba de una
antigua querella de vecindad. Su campo de discordia estaba en Terranova,
concretamente en el Gran Banco.
Cada año, a principios de
marzo, zarpaban multitud de barcos que abandonaban los diversos puertos
bretones, sobre todo Paimpol y Saint-Malo, para dirigirse a Terranova a la
pesca del bacalao. Por la misma época, otros barcos en igual número salían de
los puertos ingleses, con idéntico destino, hasta coincidir todos en la zona
de pesca. Como esta historia sucedió a finales de la Restauración de la
monarquía francesa, los barcos aún navegaban a vela.
Debemos tener en cuenta
la dura existencia que durante seis meses llevan esos pescadores, a los que se
conoce por el nombre de los terranovas, de ocho a diez mil marinos franceses a
bordo de unos quinientos barcos.
Los bacaladeros fondean
pues en la zona llamada el Gran Banco, que es una sima de veinticinco a
sesenta brazas de profundidad, situada al sureste de la isla de Terranova y
donde en verano acude gran cantidad de bacalaos.
Cada velero echa al mar
dos doris o más. Se trata de embarca-ciones
de fondo plano a las que suben los pescadores que van a tender los sedales, sedales
que en realidad son largas estachas sujetas a boyas que llevan atadas multitud
de filásticas provistas de anzuelos. A veces, en algún lugar de escasa
profundidad, los pescadores también echan las redes.
Las dotaciones de los doris que la noche antes instalaron los
aparejos, salen por la mañana para quitarlos y recoger la primera pesca.
Regresan a bordo con las estachas, las vuelven a cebar y comienzan a sacar los
bacalaos obtenidos.
Los marineros que no
salen con el doris quedan encargados
por lo tanto de la tarea de abrir, cortar, limpiar y salar el bacalao. Si
encuentran algún momento de reposo, entonces se dedican a pescar con sedales
desde la borda del barco.
Todas estas operaciones
se realizan en un mar frío y embravecido, rodeadas de grandes riesgos. Suele
ocurrir que algunos doris, envueltos
por la niebla que casi nunca se disipa del todo, se extravíen cuando se levanta
el temporal y acaben zozobrando, con la consiguiente pérdida de cuerpos y
bienes. También sucede que algunos icebergs, grandes montañas de hielo que
alcanzan los doscientos metros de alto, deriven hacia el Banco, choquen con los
barcos cuyos cascos no pueden resistir el golpe y los hundan, o que su base se
derrita en el agua caliente del GulfStream y al desa-parecer forme remolinos
que absorben todo lo que flote alrededor.
Pero, como si la
inclemencia de los elementos y las asperezas de un trabajo ejecutado en
peligrosas y difíciles condiciones no fueran pruebas suficientes, el hombre
agrega su malignidad a la de la naturaleza. Desde los comienzos del siglo XVIII,
época en que Francia cedió Terranova a los ingleses, quedó estipulado que parte
de la costa de esta isla, conocida bajo el nombre de French Shore, se
consideraría como tierra francesa. Allí, los pescadores bretones podrían
disponer de bases fijas para su reabastecimiento y de «calentadores» (especie
de almacenes de madera) para la prepara-ción y conserva de los productos de la
pesca.
No obstante, una vez
firmado el tratado de Utrecht, en 1713, que asentaba esas condiciones, los
ingleses nunca lo respetaron. No sólo se instalaron en French Shore, a pesar
de lo convenido, sino que se opusieron al ejercicio de los derechos que tenían
los franceses sobre la pesca.
Sucesivamente, todos los
tratados anglo-franceses confirmaron esos derechos pero siempre, de hecho, los
británicos los violaron, apoyados encima por las autoridades de la isla. Así
se originaban incesantes querellas y altercados, que provocaron la muerte de
muchos marineros de ambos países. El odio de los Allanic contra los Snowden y
de los Snowden contra los Allanic nació de esos enfrentamientos.
Yan Allanic el abuelo,
viejo de casi ochenta años, que aún andaba erguido y vigoroso, capaz de beberse
sus buenas copas de sidra o de aguardiente, y sin más invalidez que la de ser
tuerto, acudió a Saint-Malo a principios de marzo.
Venía cada año para
asistir a la salida de los terranovas, y ya no recordaba cuándo fue la primera
vez que lo hizo. Antaño, había presenciado cómo embarcó su padre, luego le tocó
a él y así el turno de su hijo. Aquel año, la Decidida , goleta de Noél, su nieto, emprendería
el mismo viaje y a bordo, por vez primera, subiría en calidad de grumete el
hijo de su nieto, Corentin, un muchachito de diez años.
El viejo lobo de mar se
sentía muy emocionado aunque, por supuesto no quería que nadie lo advirtiera.
¡Quería tanto a aquel bisnieto! Aparte de que los dos que se iban, eran los
últimos miembros de su familia.
Siguiendo una antigua
costumbre, el obispo, subido a una barca y en compañía de otros sacerdotes,
había bendecido los barcos que zarparían hacia el frío, la bruma y los
peligros. En el muelle, la gente se besaba por última vez.
-Cuida bien del pequeño
-le había dicho el abuelo tuerto a su nieto Noél. Es joven, conviene que se
entere de cómo va la pesca, pero también es un imprudente; con que no lo
pierdas de vista. En cuanto a ti, Noél, no puedo darte ningún consejo. Eres tan
buen marinero como lo fui yo en mis tiempos. Sólo te diré una cosa: si ves a
los malditos Snowden, no los falles, mata a uno o dos, o a más. Siempre serán
muchos los que queden.
Despacio, con la marea
alta, los barcos de los terranovas, velas al viento, fueron saliendo de la
dársena, pasaron por delante de la ciudad y de sus murallas, y tocaron alta mar
por la bahía de Rance. Qué largo era el desfile. Mujeres, ancianos y niños,
agrupados en la escollera, en el muelle y en las murallas, agitaban pañuelos,
gorras, sombreros. Cuando se perdió en lontananza la última vela, cuando la
flotilla no fue más que una imperceptible línea blanca en el horizonte, la
gente, callada, volvió a Saint-Malo. Sollozos ahogados, plegarias murmuradas
por madres, esposas y novias, rompían el silencio del pueblo y del mar.
Yan, junto a otros viejos
marinos de su generación, se había ido a sentar en una taberna de la calle de
Chartres. Ocultaba su emoción bajo un ruidoso enfado.
-¡Ah! ¡Esos ingleses!
-exclamaba golpeando la mesa y profiriendo imprecaciones poco elogiosas contra
las gentes de la nación britá-nica.
Cuando se refiería a los
ingleses, pensaba en los Snowden, y en ellos veía a toda su raza. Por
centésima vez, les contó a sus atentos amigos cómo una noche, en San Juan de
Terranova, donde todos andaban medianamente «bebidos», Fred Snowden le había
aplastado el ojo de un puñetazo bien dirigido. Claro que no terminó ahí la
cosa, pues si él, Yan, quedó tuerto, Fred se había quedado manco.
-Cogí un taburete -siguió
diciendo el viejo Allanic- y le aticé un golpe tan certero en el brazo que
hubo que cortárselo.
Los viejos amigos
asentían con gesto de aprobación, como si fuera la primera vez que oían aquella
historia. Luego Yan enumeraba la lista de agravios que tenía contra los
insulares, agravios en los que reaparecían los nombres de padres, abuelos v
bisabuelos. Los viejos, entonces, no se limitaban a asentir con el gesto sino
que le apoyaban en voz alta, refiriendo a su vez las anécdotas de siempre.
Brillaban los ojos a
medida que iban evocando antiguos recuerdos. ¡Ah! ¡Qué tiempos aquellos y qué
buenos marineros habían sido! Naturalmente, a los jóvenes de hoy tampoco les
faltaba ni el valor ni la astucia, pero no siempre querían aprovechar la
experiencia de los mayores y era una lástima. Volvían de nuevo los viejos al
problema de los ingleses; afirmaban que los jóvenes eran fáciles de engañar. En
cambio, si ellos, los mayores, hubiesen estado en tal o cual circunstancia, les
hubieran cantado las cuarenta a los «English». Las autoridades nunca te defendían del todo, ya se sabe, pero entonces uno mismo bastaba para defenderse. ¡Teníamos puños, qué demonios, y remos y sabíamos utilizarlos!
La tertulia se acababa
con una nueva descarga de injurias contra los malditos ingleses y también con
melancólicos comentarios sobre los años que se acumulan e impiden participar
en las grandes expediciones y obligan a quedarse en tierra, reducidos a
pequeñas faenas.
Por ejemplo, Yan estaba
encargado del puesto de salvamento de Saint-Cast. Ese puesto era uno de los
primeros que se habían organizado en la costa. Si llegaban noticias de algún
siniestro en el mar, correspondía al viejo Allanic la misión de reunir el
equipo de salvamento soplando el grueso cuerno que era como una insignia de
sus funciones. Además, debía ocuparse del material de salvamento guardado en
una cabaña junto a la columna que conmemora la batalla ganada en aquel sitio
por el duque d'Aiguillon, en 1758.
Sobre la puerta de la
cabaña en gruesas letras figuraba esta inscripción que resumía la consigna del
equipo de salvamento: «Hay que socorrer a todos los náufragos del mundo: a
los alemanes, a los italianos, a los americanos, a los rusos, a los suecos, a
los turcos»
Tras la marcha de los
terranovas, Yan reanudó sus funciones en Saint-Cast. Muchos las hubiesen
encontrado monótonas, a él en cambio le gustaban. ¿No tenía su pipa, el Océano
y sus recuerdos? Un marino no se aburre nunca frente al mar; el mar le habla
un lenguaje misterioso y el marino ve lo que la gente de tierra no verá jamás.
Conoce sus estados de ánimo, adivina de antemano sus caprichos, intuye sus
traiciones. Cada vela que aparece en el horizonte le cuenta su historia, una
historia que enlaza con la suya, y le habla de muertos y ausentes.
Más allá de la línea azul
donde el océano y el cielo se unen, Yan Allanic seguía con el pensamiento a la
flota de los terranova, y en esa flota a la Decidida ,
el barco de su nieto. Pensaba en el grumete Corentin y eso le remontaba a
tanta años atrás, cuando él mismo, a la edad de Corentin, se embarcó en la Decidida ,
otra Decidida, pues la vida de las
barcas es menos larga que la vida de los hombres.
Y mientras el anciano
divagaba, la De cidida,
una buena goleta de cien toneladas, llegaba ya a Terranova junto a las demás
embarca-ciones de Saint-Malo; se había abastecido en San Juan de Terranova y
luego había ido a fondear en el Banco. Cada noche, su par de doris había salido para echar los
sedales y las redes cada mañana, las dos barquichuelas habían tirado de los
aparejos y habían recogido los peces grandes y se los habían llevado a bordo.
La tripulación, entonces, descabezaba el bacalao, lo vaciaba, le quitaba la
espina central, lo abría y lo salaba.
Corentin, el pequeño
grumete, se iniciaba en esas diversas operaciones y luego, desde el puente de
la goleta, arrojaba su sedal cebado con residuos de pescado. Sonrió de orgullo
al cobrar sus primeras piezas.
El tiempo era malo; la Decidida
soportó varias tempestades. La niebla, ese azote del Gran Banco, envolvía a
la goleta día tras día. Noël Allanic andaba preocupado: muchos eran los que
veían avecinarse el desastre del hielo y algunos ícebergs gigantescos habían
pasado cercanos a la zona de pesca.
Una noche, sobrevino la
desgracia. Ya al atardecer, cuando los doris
habían salido para colocar los aparejos, creció la marejada. Una de las dos
embarcaciones tardó mucho en volver, el hombre que la gobernaba había estado
a punto de extraviarse. La tripulación se mantuvo alerta hasta medianoche. A
esa hora pareció que el mar se hubiera calmado y los marineros fueron a dormir.
Escasa tregua. Hacia la una de la madrugada se reanudaba la borrasca con mayor
violencia y el viento soplaza furioso. El ancla de la Decidida
se había roto y los marineros, temiendo alguna colisión con otros barcos,
habían subido al puente, seguidos de Corentin.
De súbito, a estribor,
surgió de la niebla una masa blanca e inmensa. Noël soltó una imprecación. Ya
no se podía intentar ninguna maniobra, no había tiempo de tomar ninguna
decisión.
-¡Saltad al doris! -ordenó.
Antes de que nadie
pudiera obedecer, la formidable masa del íceberg osciló, su cúspide se ladeó y
repentinamente la montaña de hielo embistió a la Decidida.
Por esa época, tardaban
mucho en llegar a Bretaña las noticias de Terranova. De vez en cuando se
recibían cartas, traídas por las fragatas del Estado que navegaban en los
alrededores del Banco para proteger a los pescadores y socorrerles si fuera
necesario. Esas fragatas se relevaban y a su regreso traían el correo y las
noticias. Así fue como un día Yan Allanic, mientras fumaba en pipa como de
costumbre junto a su puesto de salvamento, se enteró de que la Decidida
había zozobrado, perdiéndose cuerpos y bienes, y que su nieto Noël y su
bisnieto Corentin habían muerto aplastados por un íceberg en el punto 46° 55'
latitud norte.
Brotaron dos lágrimas de los
ojos del viejo; pensó que ya nadie representaría nunca más a los Allanic en las
brumas del Gran Banco; pensó que ahora se había quedado solo en el mundo. Pero
le asaltó una idea y sus ojos se secaron mientras se le crispaban los puños:
triunfaban los Snowden. Ya no quedaba nadie para plantarles cara, y el viejo
Yan entonces lamentó amargamente su suerte.
Cada mañana, el abuelo
Allanic se dirigía a ocupar su puesto, listo para organizar los auxilios que
necesitara cualquier barco amenazado por la mar traidora, y así evitar que no
sufrieran el fin que los suyos habían tenido. Ahora se quedaba frente al mar
como un centinela que vigila al enemigo; odiaba al mar durante los días buenos
del verano cuando las olas parecían sonreír; lo odiaba cuando se embravecía
bajo la tormenta y se desencadenaba con furia; lo odiaba no sólo por haber
exterminado a su familia, sino sobre todo por haber protegido a los otros, a
los malditos Snowden.
Hacia fines de
septiembre, regresaron los terranovas. Igual que el día de su partida, toda la
población de Saint-Malo y de los puertos vecinos acudió a los muelles. Entre
los que iban a desearles la bienvenida a los pescadores, había viudas, huérfanos,
padres cuyas ropas de luto eran recientes. También estaba el viejo Yan.
Sonaron las campanas de
Saint-Malo, se agitaron gorras y sombreros; una tras otra las embarcaciones
doblaban la punta del espigón, entraban en la bahía y penetraban en la
dársena.
En los muelles, la gente
se besaba, se abrazaba, se contaba novedades, se enseñaba a los hijos ya más
crecidos, a los recién nacidos. Yan Allanic, en compañía de otros solitarios,
abandonó el puerto. No necesitaba seguir allí por más tiempo, no tenía ya a
nadie a quien esperar; hasta que muriera, viviría sin esperar nunca más a
nadie, acudiría al muelle por nada... por los recuerdos.
Llegó el otoño, sus días
apagados encontraban al viejo Yan sentado como siempre delante de los
aparejos, mirando indiferente la entrada y salida de los barcos en el puerto.
Un día, un día gris como todos los días, observó que un pesquero inglés se
adentraba en la bahía y echaba al muelle sus amarras.
Aquel barco, con su
pequeña bandera en el mástil, le recordó a los Snowden, que a esas horas debían
alegrarse de que el nombre de Allanic no estuviera ya representado en el
Banco. Viejos rencores hirvieron en su corazón que se había vuelto insensible
a cualquier otro sentimiento.
-¡Tío Yan! ¡Tío Yan! -gritó
a sus espaldas una voz jadeante.
Era Yves Le Gonnec, un
pescador de los buenos, vecino de Allanic, que subía por la cuesta.
¿Para qué le llamaba,
ése? ¿Por qué ponia esa cara de felicidad? Y Yan pensó que aún quedaban en el
mundo gentes que podían ser felices, que conservaban la facultad de reírse.
El otro le explicó:
-En el puerto hay un
«English» que pregunta por usted.
¿Un «English»? ¿Qué
podría quererle ese hombre? ¡Si no tenía amigos que vivieran por esas latitudes!
No obstante, ya que le
llamaba, es que algo tenía que decirle y por educación, a menos que no sea por
curiosidad, hay que escuchar siempre cuando le hablan a uno. Curiosidad de noticias,
no existía ya en Allanic: no esperaba noticias de nada... de nadie.
El viejo, siguiendo a
Yves, bajó hacia el puerto.
Se quedó clavado.
Apoyado en una pila de
barricas, esperaba un anciano muy enjuto y muy firme, que fumaba una pipa muy
corta; una de las mangas del chaquetón colgaba vacía a lo largo del cuerpo.
Una palabrota asomó a los
labios de Yan. «¡El viejo Snowden!» ¡No podía ser verdad! ¿Estaría sufriendo
alguna alucinación? Su rencor obsesivo le turbaba la mente. Dio un paso. No
había error posible, era Snowden en persona, el abuelo de la familia maldita,
el que le reventó un ojo en la pelea de San Juan de Terranova y a cambio salió
con un brazo roto tan limpiamente que habían tenido que amputárselo.
Ese Snowden era la misma
persona que ahora le miraba a través del humo de su pipa. Se habría enterado de
que Allanic vivía solo y había venido para burlarse, burlarse además en su
propia patria, casi en su casa. El viejo Yan hizo un gesto dispuesto a
abalanzarse sobre Snowden, pues aunque sus huesos estuvieran gastados, su
corazón mantenía el ardor de los veinte años. Estaba a punto de embestir al
manco que, para colmo de audacia, le miraba sonriendo, cuando vio que de detrás
de las barricas salía un niño:
-¡Abuelo! ¡Abuelo!
-¡Corentín! -exclamó el
anciano al tiempo que estrechaba contra su cuerpo al pequeño grumete. Nunca a
lo largo de toda su vida, ni siquiera cuando se enteró de la pérdida de la Decidida ,
había derramado Yan Allanic lágrimas tan gruesas ni tan abundantes.
-¡Corentin, mi Corentin,
eres tú, eres tú de verdad! -no hacía más que repetir.
Abrazaba al niño, lo
palpaba en brazos, lo dejaba otra vez en el suelo, lo volvía a coger.
Balbuceaba, tartamudeaba. Todo a su alrededor le confundía. En aquel niño
recobraba su ambiente, su nieto fallecido en la mar, y su padre igualmente
tragado por las olas, y también su madre y su mujer y su nuera y la mujer de
su nieto, caras todas ellas queridas que el tiempo había borrado. El grumete,
ahora en sus brazos, se las había devuelto.
Estuvo llorando, besando,
divagando quizá durante diez minutos o durante media hora, no lo sabía, junto
al niño que también lloraba y reía, hasta que de pronto oyó una voz ronca, una
voz cargada de niebla, de temporales y de tragos de ginebra, que le decía en
mal francés:
-¡Hullo, viejo! Fue mi
nieto, John Snowden, a bordo del pesquero Dundee,
el que recogió al grumete entre las brumas. Todo quedó destrozado después del
choque del áceberg, todos se ahogaron pero él, este moscardón, se agarró a un
pedazo de verga y como los embates del mar eran terribles y las olas enormes,
se sujetaba a un cabo de estacha con los dientes. El chico no quería ahogarse y
tenía razón. Entonces John pudo pescarlo. Ocurre que, claro, mi nieto no podía
abandonar su campaña; lo guardó a bordo y luego nos lo trajo a Hull; así que
se me ocurrió que era mejor que llevase yo mismo al grumete al viejo Allanic,
pues ya nos conocíamos, de antes, ¿no es verdad, viejo? Me pareció que no
sería mala idea que un barco inglés navegara por aguas del French Shore.
El anciano Yan contempló
la cara de su eterno enemigo, un rostro rubicundo con patillas que antaño
habían sido pelirrojas. Y la odiosa mueca de aquella boca le pareció la más angelical
de las sonrisas. Suavemente apartó al pequeño Coréntin y se acercó al viejo
Snowden. Con sus dos manazas deformadas por los remos y las faenas marineras,
le asió la única mano dándole un buen apretón... tan fuerte que otro marinero
que no fuera Snowden se hubiera quejado.
Allanic le dijo al inglés:
-¡Gracias, amigo!
Cuando al fin no quedaron
más tabernas en Saint-Cast para celebrar el regreso, el viejo Snowden decidió
levar anclas y hacerse de nuevo a la mar en su pequeña embarcación.
La vida ahora había hecho
un cambio total para el anciano y, aunque las apariencias externas siguieran
siendo las mismas, una revolución se había operado en su corazón. Él, Allanic,
había llamado «amigo» a un inglés, a un Snowden...
Pasó muchas horas
meditando sobre estas cosas y un día la gente le vio dirigirse a su cabaña de
salvamento provisto de un pote de pintura. El viejo leyó despacio la
inscripción:
«Hay que socorrer a todos
los náufragos del mundo: a los alemanes, a los italianos, a los americanos, a
los rusos, a los suecos, a los turcos»
Y entonces añadió debajo,
en letras torpes y gruesas, trazadas con pintura negra:
«...y hasta a los
ingleses»
El anciano se irguió
satisfecho: sabía que había realizado un acto de justicia.
0.120. anonimo (francia)
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