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lunes, 8 de octubre de 2012

Los allanic y los snowden

Ocupada en 1603, por Samuel de Cham­plain, primer gobernador francés del Ca­nadá, Terranova fue incorporada a Ingla­terra por el Tratado de Utrecht de 1713; siendo el centro atlántico de la pesca del bacalao, la rivalidad entre ambos países se hubo de traducir en constantes quere­llas entre los colonos y patrones de una y otra nacionalidad establecidos allí.

Desde siempre, es decir desde el tiem­po en que la tradición cuenta las cosas, los Allanic odiaban a los Snowden. Ali­mentaban mutuamente no sólo esos sen­timientos que provocan un gesto iracundo cuando alguien pronuncia el nombre abo­rrecido o que llevan a mascullar una in­juria sino también a escupir de rabia ante la simple evocación de la persona detesta­da; su odio era de los que se traducen por actos violentos, tan violentos que puede decirse que no ha habido generación sin que un Allanic matara a un Snowden ni un Snowden a un Allanic.
Y no obstante la casa de los Allanic se hallaba en Saint-Cast, cerca de Saint-Malo, mientras que la de los Snowden esta­ba en Hull, Inglaterra. Por consiguiente no se trataba de una antigua querella de vecindad. Su campo de discordia estaba en Terranova, concretamente en el Gran Banco.
Cada año, a principios de marzo, zarpa­ban multitud de barcos que abandonaban los diversos puertos bretones, sobre todo Paimpol y Saint-Malo, para dirigirse a Te­rranova a la pesca del bacalao. Por la misma época, otros barcos en igual núme­ro salían de los puertos ingleses, con idén­tico destino, hasta coincidir todos en la zona de pesca. Como esta historia sucedió a finales de la Restauración de la monar­quía francesa, los barcos aún navegaban a vela.
Debemos tener en cuenta la dura exis­tencia que durante seis meses llevan esos pescadores, a los que se conoce por el nombre de los terranovas, de ocho a diez mil marinos franceses a bordo de unos quinientos barcos.
Los bacaladeros fondean pues en la zo­na llamada el Gran Banco, que es una si­ma de veinticinco a sesenta brazas de pro­fundidad, situada al sureste de la isla de Terranova y donde en verano acude gran cantidad de bacalaos.
Cada velero echa al mar dos doris o más. Se trata de embarca-ciones de fondo plano a las que suben los pescadores que van a tender los sedales, sedales que en realidad son largas estachas sujetas a bo­yas que llevan atadas multitud de filásti­cas provistas de anzuelos. A veces, en algún lugar de escasa profundidad, los pescadores también echan las redes.
Las dotaciones de los doris que la no­che antes instalaron los aparejos, salen por la mañana para quitarlos y recoger la primera pesca. Regresan a bordo con las estachas, las vuelven a cebar y comienzan a sacar los bacalaos obtenidos.
Los marineros que no salen con el do­ris quedan encargados por lo tanto de la tarea de abrir, cortar, limpiar y salar el bacalao. Si encuentran algún momento de reposo, entonces se dedican a pescar con sedales desde la borda del barco.
Todas estas operaciones se realizan en un mar frío y embravecido, rodeadas de grandes riesgos. Suele ocurrir que algu­nos doris, envueltos por la niebla que casi nunca se disipa del todo, se extravíen cuando se levanta el temporal y acaben zozobrando, con la consiguiente pérdida de cuerpos y bienes. También sucede que algunos icebergs, grandes montañas de hielo que alcanzan los doscientos metros de alto, deriven hacia el Banco, choquen con los barcos cuyos cascos no pueden re­sistir el golpe y los hundan, o que su base se derrita en el agua caliente del Gulf­Stream y al desa-parecer forme remolinos que absorben todo lo que flote alrededor.
Pero, como si la inclemencia de los ele­mentos y las asperezas de un trabajo eje­cutado en peligrosas y difíciles condicio­nes no fueran pruebas suficientes, el hom­bre agrega su malignidad a la de la natu­raleza. Desde los comienzos del siglo XVIII, época en que Francia cedió Terranova a los ingleses, quedó estipulado que parte de la costa de esta isla, conocida bajo el nom­bre de French Shore, se consideraría co­mo tierra francesa. Allí, los pescadores bretones podrían disponer de bases fijas para su reabastecimiento y de «calentado­res» (especie de almacenes de madera) para la prepara-ción y conserva de los pro­ductos de la pesca.
No obstante, una vez firmado el tratado de Utrecht, en 1713, que asentaba esas condiciones, los ingleses nunca lo respe­taron. No sólo se instalaron en French Shore, a pesar de lo convenido, sino que se opusieron al ejercicio de los derechos que tenían los franceses sobre la pesca.
Sucesivamente, todos los tratados an­glo-franceses confirmaron esos derechos pero siempre, de hecho, los británicos los violaron, apoyados encima por las autori­dades de la isla. Así se originaban ince­santes querellas y altercados, que provo­caron la muerte de muchos marineros de ambos países. El odio de los Allanic con­tra los Snowden y de los Snowden contra los Allanic nació de esos enfrentamientos.
Yan Allanic el abuelo, viejo de casi ochenta años, que aún andaba erguido y vigoroso, capaz de beberse sus buenas co­pas de sidra o de aguardiente, y sin más invalidez que la de ser tuerto, acudió a Saint-Malo a principios de marzo.
Venía cada año para asistir a la salida de los terranovas, y ya no recordaba cuán­do fue la primera vez que lo hizo. Antaño, había presenciado cómo embarcó su pa­dre, luego le tocó a él y así el turno de su hijo. Aquel año, la Decidida, goleta de Noél, su nieto, emprendería el mismo via­je y a bordo, por vez primera, subiría en calidad de grumete el hijo de su nieto, Corentin, un muchachito de diez años.
El viejo lobo de mar se sentía muy emo­cionado aunque, por supuesto no quería que nadie lo advirtiera. ¡Quería tanto a aquel bisnieto! Aparte de que los dos que se iban, eran los últimos miembros de su familia.
Siguiendo una antigua costumbre, el obispo, subido a una barca y en compañía de otros sacerdotes, había bendecido los barcos que zarparían hacia el frío, la bru­ma y los peligros. En el muelle, la gente se besaba por última vez.
-Cuida bien del pequeño -le había di­cho el abuelo tuerto a su nieto Noél. Es joven, conviene que se entere de cómo va la pesca, pero también es un imprudente; con que no lo pierdas de vista. En cuanto a ti, Noél, no puedo darte ningún consejo. Eres tan buen marinero como lo fui yo en mis tiempos. Sólo te diré una cosa: si ves a los malditos Snowden, no los falles, ma­ta a uno o dos, o a más. Siempre serán muchos los que queden.
Despacio, con la marea alta, los barcos de los terranovas, velas al viento, fueron saliendo de la dársena, pasaron por delan­te de la ciudad y de sus murallas, y toca­ron alta mar por la bahía de Rance. Qué largo era el desfile. Mujeres, ancianos y ni­ños, agrupados en la escollera, en el mue­lle y en las murallas, agitaban pañuelos, gorras, sombreros. Cuando se perdió en lontananza la última vela, cuando la floti­lla no fue más que una imperceptible línea blanca en el horizonte, la gente, callada, volvió a Saint-Malo. Sollozos ahogados, plegarias murmuradas por madres, espo­sas y novias, rompían el silencio del pue­blo y del mar.
Yan, junto a otros viejos marinos de su generación, se había ido a sentar en una taberna de la calle de Chartres. Ocultaba su emoción bajo un ruidoso enfado.
-¡Ah! ¡Esos ingleses! -exclamaba golpeando la mesa y profiriendo impreca­ciones poco elogiosas contra las gentes de la nación britá-nica.
Cuando se refiería a los ingleses, pen­saba en los Snowden, y en ellos veía a to­da su raza. Por centésima vez, les contó a sus atentos amigos cómo una noche, en San Juan de Terranova, donde todos andaban medianamente «bebidos», Fred Snowden le había aplastado el ojo de un puñetazo bien dirigido. Claro que no ter­minó ahí la cosa, pues si él, Yan, quedó tuerto, Fred se había quedado manco.
-Cogí un taburete -siguió diciendo el viejo Allanic- y le aticé un golpe tan cer­tero en el brazo que hubo que cortárselo.
Los viejos amigos asentían con gesto de aprobación, como si fuera la primera vez que oían aquella historia. Luego Yan enumeraba la lista de agravios que tenía contra los insulares, agravios en los que reaparecían los nombres de padres, abue­los v bisabuelos. Los viejos, entonces, no se limitaban a asentir con el gesto sino que le apoyaban en voz alta, refiriendo a su vez las anécdotas de siempre.
Brillaban los ojos a medida que iban evocando antiguos recuerdos. ¡Ah! ¡Qué tiempos aquellos y qué buenos marineros habían sido! Naturalmente, a los jóvenes de hoy tampoco les faltaba ni el valor ni la astucia, pero no siempre querían apro­vechar la experiencia de los mayores y era una lástima. Volvían de nuevo los viejos al problema de los ingleses; afirmaban que los jóvenes eran fáciles de engañar. En cambio, si ellos, los mayores, hubiesen estado en tal o cual circunstancia, les hu­bieran cantado las cuarenta a los «En­glish». Las autoridades nunca te defendían del todo, ya se sabe, pero entonces uno mismo bastaba para defenderse. ¡Teníamos puños, qué demonios, y remos y sabíamos utilizarlos!
La tertulia se acababa con una nueva descarga de injurias contra los malditos ingleses y también con melancólicos co­mentarios sobre los años que se acumulan e impiden participar en las grandes expe­diciones y obligan a quedarse en tierra, reducidos a pequeñas faenas.
Por ejemplo, Yan estaba encargado del puesto de salvamento de Saint-Cast. Ese puesto era uno de los primeros que se ha­bían organizado en la costa. Si llegaban noticias de algún siniestro en el mar, co­rrespondía al viejo Allanic la misión de reunir el equipo de salvamento soplando el grueso cuerno que era como una insig­nia de sus funciones. Además, debía ocu­parse del material de salvamento guarda­do en una cabaña junto a la columna que conmemora la batalla ganada en aquel si­tio por el duque d'Aiguillon, en 1758.
Sobre la puerta de la cabaña en gruesas letras figuraba esta inscripción que resu­mía la consigna del equipo de salvamen­to: «Hay que socorrer a todos los náufra­gos del mundo: a los alemanes, a los ita­lianos, a los americanos, a los rusos, a los suecos, a los turcos»
Tras la marcha de los terranovas, Yan reanudó sus funciones en Saint-Cast. Mu­chos las hubiesen encontrado monótonas, a él en cambio le gustaban. ¿No tenía su pipa, el Océano y sus recuerdos? Un mari­no no se aburre nunca frente al mar; el mar le habla un lenguaje misterioso y el marino ve lo que la gente de tierra no verá jamás. Conoce sus estados de ánimo, adi­vina de antemano sus caprichos, intuye sus traiciones. Cada vela que aparece en el horizonte le cuenta su historia, una his­toria que enlaza con la suya, y le habla de muertos y ausentes.
Más allá de la línea azul donde el océa­no y el cielo se unen, Yan Allanic seguía con el pensamiento a la flota de los terra­nova, y en esa flota a la Decidida, el barco de su nieto. Pensaba en el grumete Coren­tin y eso le remontaba a tanta años atrás, cuando él mismo, a la edad de Corentin, se embarcó en la Decidida, otra Decidida, pues la vida de las barcas es menos larga que la vida de los hombres.
Y mientras el anciano divagaba, la De­cidida, una buena goleta de cien tonela­das, llegaba ya a Terranova junto a las de­más embarca-ciones de Saint-Malo; se ha­bía abastecido en San Juan de Terranova y luego había ido a fondear en el Banco. Cada noche, su par de doris había salido para echar los sedales y las redes cada mañana, las dos barquichuelas habían ti­rado de los aparejos y habían recogido los peces grandes y se los habían llevado a bordo. La tripulación, entonces, descabe­zaba el bacalao, lo vaciaba, le quitaba la espina central, lo abría y lo salaba.
Corentin, el pequeño grumete, se inicia­ba en esas diversas operaciones y luego, desde el puente de la goleta, arrojaba su sedal cebado con residuos de pescado. Sonrió de orgullo al cobrar sus primeras piezas.
El tiempo era malo; la Decidida sopor­tó varias tempestades. La niebla, ese azo­te del Gran Banco, envolvía a la goleta día tras día. Noël Allanic andaba preocupado: muchos eran los que veían avecinarse el desastre del hielo y algunos ícebergs gi­gantescos habían pasado cercanos a la zona de pesca.
Una noche, sobrevino la desgracia. Ya al atardecer, cuando los doris habían sali­do para colocar los aparejos, creció la ma­rejada. Una de las dos embarcaciones tar­dó mucho en volver, el hombre que la go­bernaba había estado a punto de extra­viarse. La tripulación se mantuvo alerta hasta medianoche. A esa hora pareció que el mar se hubiera calmado y los marineros fueron a dormir. Escasa tregua. Hacia la una de la madrugada se reanudaba la bo­rrasca con mayor violencia y el viento so­plaza furioso. El ancla de la Decidida se había roto y los marineros, temiendo al­guna colisión con otros barcos, habían su­bido al puente, seguidos de Corentin.
De súbito, a estribor, surgió de la niebla una masa blanca e inmensa. Noël soltó una imprecación. Ya no se podía intentar ninguna maniobra, no había tiempo de to­mar ninguna decisión.
-¡Saltad al doris! -ordenó.
Antes de que nadie pudiera obedecer, la formidable masa del íceberg osciló, su cúspide se ladeó y repentinamente la mon­taña de hielo embistió a la Decidida.
Por esa época, tardaban mucho en lle­gar a Bretaña las noticias de Terranova. De vez en cuando se recibían cartas, traí­das por las fragatas del Estado que nave­gaban en los alrededores del Banco para proteger a los pescadores y socorrerles si fuera necesario. Esas fragatas se releva­ban y a su regreso traían el correo y las noticias. Así fue como un día Yan Allanic, mientras fumaba en pipa como de costum­bre junto a su puesto de salvamento, se enteró de que la Decidida había zozobra­do, perdiéndose cuerpos y bienes, y que su nieto Noël y su bisnieto Corentin habían muerto aplastados por un íceberg en el punto 46° 55' latitud norte.
Brotaron dos lágrimas de los ojos del viejo; pensó que ya nadie representaría nunca más a los Allanic en las brumas del Gran Banco; pensó que ahora se había quedado solo en el mundo. Pero le asaltó una idea y sus ojos se secaron mientras se le crispaban los puños: triunfaban los Snowden. Ya no quedaba nadie para plan­tarles cara, y el viejo Yan entonces lamen­tó amargamente su suerte.
Cada mañana, el abuelo Allanic se diri­gía a ocupar su puesto, listo para organi­zar los auxilios que necesitara cualquier barco amenazado por la mar traidora, y así evitar que no sufrieran el fin que los suyos habían tenido. Ahora se quedaba frente al mar como un centinela que vigila al enemigo; odiaba al mar durante los días buenos del verano cuando las olas pa­recían sonreír; lo odiaba cuando se em­bravecía bajo la tormenta y se desencade­naba con furia; lo odiaba no sólo por ha­ber exterminado a su familia, sino sobre todo por haber protegido a los otros, a los malditos Snowden.
Hacia fines de septiembre, regresaron los terranovas. Igual que el día de su par­tida, toda la población de Saint-Malo y de los puertos vecinos acudió a los muelles. Entre los que iban a desearles la bienve­nida a los pescadores, había viudas, huér­fanos, padres cuyas ropas de luto eran recientes. También estaba el viejo Yan.
Sonaron las campanas de Saint-Malo, se agitaron gorras y sombreros; una tras otra las embarcaciones doblaban la punta del espigón, entraban en la bahía y pe­netraban en la dársena.
En los muelles, la gente se besaba, se abrazaba, se contaba novedades, se ense­ñaba a los hijos ya más crecidos, a los re­cién nacidos. Yan Allanic, en compañía de otros solitarios, abandonó el puerto. No necesitaba seguir allí por más tiempo, no tenía ya a nadie a quien esperar; hasta que muriera, viviría sin esperar nunca más a nadie, acudiría al muelle por na­da... por los recuerdos.
Llegó el otoño, sus días apagados en­contraban al viejo Yan sentado como siempre delante de los aparejos, mirando indiferente la entrada y salida de los bar­cos en el puerto. Un día, un día gris como todos los días, observó que un pesquero inglés se adentraba en la bahía y echaba al muelle sus amarras.
Aquel barco, con su pequeña bandera en el mástil, le recordó a los Snowden, que a esas horas debían alegrarse de que el nombre de Allanic no estuviera ya repre­sentado en el Banco. Viejos rencores hir­vieron en su corazón que se había vuelto insensible a cualquier otro sentimiento.
-¡Tío Yan! ¡Tío Yan! -gritó a sus es­paldas una voz jadeante.
Era Yves Le Gonnec, un pescador de los buenos, vecino de Allanic, que subía por la cuesta.
¿Para qué le llamaba, ése? ¿Por qué po­nia esa cara de felicidad? Y Yan pensó que aún quedaban en el mundo gentes que podían ser felices, que conservaban la fa­cultad de reírse.
El otro le explicó:
-En el puerto hay un «English» que pregunta por usted.
¿Un «English»? ¿Qué podría quererle ese hombre? ¡Si no tenía amigos que vi­vieran por esas latitudes!
No obstante, ya que le llamaba, es que algo tenía que decirle y por educación, a menos que no sea por curiosidad, hay que escuchar siempre cuando le hablan a uno. Curiosidad de noticias, no existía ya en Allanic: no esperaba noticias de nada... de nadie.
El viejo, siguiendo a Yves, bajó hacia el puerto.
Se quedó clavado.
Apoyado en una pila de barricas, espe­raba un anciano muy enjuto y muy firme, que fumaba una pipa muy corta; una de las mangas del chaquetón colgaba vacía a lo largo del cuerpo.
Una palabrota asomó a los labios de Yan. «¡El viejo Snowden!» ¡No podía ser verdad! ¿Estaría sufriendo alguna aluci­nación? Su rencor obsesivo le turbaba la mente. Dio un paso. No había error posi­ble, era Snowden en persona, el abuelo de la familia maldita, el que le reventó un ojo en la pelea de San Juan de Terranova y a cambio salió con un brazo roto tan lim­piamente que habían tenido que amputár­selo.
Ese Snowden era la misma persona que ahora le miraba a través del humo de su pipa. Se habría enterado de que Allanic vivía solo y había venido para burlarse, burlarse además en su propia patria, casi en su casa. El viejo Yan hizo un gesto dis­puesto a abalanzarse sobre Snowden, pues aunque sus huesos estuvieran gastados, su corazón mantenía el ardor de los vein­te años. Estaba a punto de embestir al manco que, para colmo de audacia, le mi­raba sonriendo, cuando vio que de detrás de las barricas salía un niño:
-¡Abuelo! ¡Abuelo!
-¡Corentín! -exclamó el anciano al tiempo que estrechaba contra su cuerpo al pequeño grumete. Nunca a lo largo de toda su vida, ni siquiera cuando se ente­ró de la pérdida de la Decidida, había de­rramado Yan Allanic lágrimas tan grue­sas ni tan abundantes.
-¡Corentin, mi Corentin, eres tú, eres tú de verdad! -no hacía más que repetir.
Abrazaba al niño, lo palpaba en brazos, lo dejaba otra vez en el suelo, lo volvía a coger. Balbuceaba, tartamudeaba. Todo a su alrededor le confundía. En aquel niño recobraba su ambiente, su nieto fallecido en la mar, y su padre igualmente tragado por las olas, y también su madre y su mu­jer y su nuera y la mujer de su nieto, ca­ras todas ellas queridas que el tiempo ha­bía borrado. El grumete, ahora en sus bra­zos, se las había devuelto.
Estuvo llorando, besando, divagando quizá durante diez minutos o durante media hora, no lo sabía, junto al niño que también lloraba y reía, hasta que de pron­to oyó una voz ronca, una voz cargada de niebla, de temporales y de tragos de gine­bra, que le decía en mal francés:
-¡Hullo, viejo! Fue mi nieto, John Snowden, a bordo del pesquero Dundee, el que recogió al grumete entre las bru­mas. Todo quedó destrozado después del choque del áceberg, todos se ahogaron pe­ro él, este moscardón, se agarró a un pe­dazo de verga y como los embates del mar eran terribles y las olas enormes, se sujetaba a un cabo de estacha con los dientes. El chico no quería ahogarse y te­nía razón. Entonces John pudo pescarlo. Ocurre que, claro, mi nieto no podía aban­donar su campaña; lo guardó a bordo y luego nos lo trajo a Hull; así que se me ocurrió que era mejor que llevase yo mis­mo al grumete al viejo Allanic, pues ya nos conocíamos, de antes, ¿no es verdad, vie­jo? Me pareció que no sería mala idea que un barco inglés navegara por aguas del French Shore.
El anciano Yan contempló la cara de su eterno enemigo, un rostro rubicundo con patillas que antaño habían sido pelirrojas. Y la odiosa mueca de aquella boca le pa­reció la más angelical de las sonrisas. Suavemente apartó al pequeño Coréntin y se acercó al viejo Snowden. Con sus dos manazas deformadas por los remos y las faenas marineras, le asió la única mano dándole un buen apretón... tan fuerte que otro marinero que no fuera Snowden se hubiera quejado.
Allanic le dijo al inglés:
-¡Gracias, amigo!
Cuando al fin no quedaron más taber­nas en Saint-Cast para celebrar el regreso, el viejo Snowden decidió levar anclas y hacerse de nuevo a la mar en su pequeña embarcación.
La vida ahora había hecho un cam­bio total para el anciano y, aunque las apariencias externas siguieran siendo las mismas, una revolución se había operado en su corazón. Él, Allanic, había llamado «amigo» a un inglés, a un Snowden...
Pasó muchas horas meditando sobre estas cosas y un día la gente le vio diri­girse a su cabaña de salvamento provisto de un pote de pintura. El viejo leyó des­pacio la inscripción:
«Hay que socorrer a todos los náufra­gos del mundo: a los alemanes, a los ita­lianos, a los americanos, a los rusos, a los suecos, a los turcos»
Y entonces añadió debajo, en letras tor­pes y gruesas, trazadas con pintura ne­gra:
«...y hasta a los ingleses»
El anciano se irguió satisfecho: sabía que había realizado un acto de justicia.

0.120. anonimo (francia)

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