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lunes, 8 de octubre de 2012

El capitán del antifaz rojo

Bretaña es el trampolín de Francia ha­cia el Atlántico, así como su adelantado centinela sobre el Canal de la Mancha. Tierra de grandes tracidiones, patria de pescadores, piratas y navegantes de altu­ra, en todos sus rincones se cuenta una le­yenda que se refiere a su larga historia marinera.

«La noche de San Esteban está al caer
Y el antifaz rojo prepara su ronda;
Ante la puerta toda la plata hay que poner
La muerte se lleva al que no la ponga.»

Esta es la traducción de un cantar en lengua bretona, que de generación en ge­neración han transmitido los bardos del país de Armor, y que aún repiten los vie­jos de la región de Quiberon.
Se trata de una historia muy antigua, tan antigua, tan antigua que es imposi­ble saber cuándo pasó. ¿Y qué importa? La cuestión es que pasó.
Una noche a finales de diciembre -¡pues claro! ¿sería acaso en Navidad, vigilia del día dedicado a San Esteban?- ­una tempestad azotaba las costas de la isla Houat. No es nada raro que por el mes de diciembre caigan tempestades en ese lugar.
La isla Houat, situada entre Belle-Ile y Port-Navalo, frente a Quiberon, recibe durante muchos meses el embate de las olas que se rompen contra los escollos que la circundan y la unen a su hermana, la isla Hoédic.
Sin embargo, esa noche, el furor del oleaje sobrepasaba su habitual intensi­dad. Haría un tiempo parecido cuando parte del litoral que da a la punta de Croisic desapareció tragado por el mar. Soplaba el viento, embistiendo con peli­gro de quebrar los pocos y esmirriados árboles que crecen en la isla, y se desen­cadenaba con ruido siniestro por encima de los tejados de las chozas, construidas ya muy bajas para escapar al vendaval.
La lluvia, una lluvia densa y helada, arreciaba en tromba sobre la isla; las olas se estrellaban contra los escollos pul­verizándose hasta rociar las tierras. Tan­ta inclemencia, sin embargo, no bastaba para que los isleños se quedaran al res­guardo de sus casas. Desafiando la intem­perie, la lluvia, el viento y el agua del mar que les azotaba el rostro, se acercaban al extremo de las calas. Sabían que en noches como ésa, las naves cargadas de mercancías terminaban por perderse, arrastradas hasta zozobrar en los arre­cifes.
Sucede que, por esa época, los habitan­tes de Houat no tenían más medios de subsistencia que el saqueo de las naves naufragadas. Todo lo que cayera al mar, iba a parar a sus manos. Así, no era raro que chozas miserables estuvieran decora­das con singulares objetos procedentes de las lejanas Indias, con armas curio­samente labradas, de origen español, ni que cualquier infeliz pelagatos llevase ha­rapos cortados en rica tela de Flandes.
Esa noche de que hablamos, las tinie­blas no delataban la silueta de ningún na­vío de alto bordo, carabela o fragata... La tempestad llevaba arreciando hacía ya tantas horas que lo más probable es que todos los capitanes se hallaran en puerto, esperando poder hacerse a la mar.
No obstante, poco antes de mediano­che, se distinguió a lo lejos la silueta de una nave. La experta mirada de la gente de Houat reconoció la forma de uno de esos mercantes que emprenden largos viajes; navegaba desarbolado y parecía que fuera a la deriva. Impulsado por el viento, se acercaba a la costa. No tardó en darse cuenta la gente de Houat de que la nave andaba cargada en exceso. Se hun­día mucho en el agua a pesar de que el oleaje jugase con su casco como si se tratara de un tapón de corcho.
No era sólo la cala y los entrepuentes donde se acumulaba el peso; cajas y ba­rricas aparecían llenando la cubierta. Se­guramente se habían roto las estachas que los trincaban pues, a cada movimien­to de la nave, el cargamento corría de lado a lado con tanto estrépito que se oía desde la costa a pesar del fragor de los elementos.
Había un hombre erguido en toldilla y cuando la nave estuvo más cerca, los is­leños vieron que aquel hombre llevaba el rostro cubierto de un antifaz rojo. Esta­ba solo o al menos parecía estarlo ; nin­gún hombre de la tripulación ocupaba el puente, nadie intentaba reparar los des­perfectos ni trincar el cargamento.
La nave se acercaba, se iba acercando cada vez más, impulsada al azar por la corriente. El hombre del antifaz rojo veía sin duda a los de Houat, pero no lanzó llamada alguna, ni siquiera hizo un ges­to. ¿Sería un mercante, un pirata? ¿Lle­varía contrabando? Era imposible adivi­narlo.
Ya casi tocaba los arrecifes. Era un mi­lagro que aún no hubiese embarrancado. De súbito, sobrevino una ola gigantesca que cogió de través a la misteriosa nave y la dejó escorada.
Los habitantes de Houat, acostumbra­dos como estaban a ver siniestros mari­nos, gritaron. Ya no dudaban de que la nave estaba a punto de zozobrar. Sin em­bargo, cuando parecía que se la iba a tra­gar el oleaje, otra embestida la enderezó.
En toldilla, el capitán del antifaz rojo seguía erguido sin abandonar su sitio. No obstante, cajas y barrilles habían desapa­recido del puente. Indudable-mente, ha­bían caído al mar.
El viento, que hasta entonces había so­plado del este, dio un giro repentino y la borrasca comenzó a empujar desde el sur. Bajo ese nuevo impulso, la misteriosa nave cambió de rumbo, dando la popa a los isleños. Aquellos que tenían buenos ojos, pudieron distinguir entonces el nom­bre grabado en el alcázar: el San Esteban.
La nave se alejaba ya hacia el norte arrastrada por la tormenta y todos pu­dieron ver cómo el hombre del antifaz rojo cogía un megáfono y lo apuntaba ha­cia la isla. Por encima del ruido del hu­racán, del ulular del viento y del fragor de las olas, se oyeron claramente estas palabras:
-Lo que ha caído al mar me pertene­ce. Volveré a buscarlo la próxima noche de san Esteban.
Y el barco desapareció sumiéndose en las tinieblas y la tem-pestad.
Al día siguiente, siguió el mal tiempo pero un día después decayó el viento y el mar recobró la calma. Todos los isleños aprovecharon la bajada de la marea para precipitarse hacia las rocas que ya despun­taban en la lejanía. Allí encontraron en­callados gran cantidad de cajas y barriles que sin duda habían caído del San Es­teban.
No les costó mucho trasladar a tierra los restos del naufragio, ya medio des­vencijados por las trompadas con los es­collos. Fue un buen botín. Cajas y barri­les contenían bandejas, jarros, cubiertos, copas, tazas, soperas, todo de plata ma­ciza.
Las gentes de Houat pasaron mucho rato admirando esos des-pojos y luego, no sin golpes ni disputas, se los repartieron entre sí. Una vez hecho el reparto, Yves el gordo, uno de los isleños más sensatos, observó que quizá resultara peligroso ir a tierra a vender esos objetos. Corrían el riesgo de verse mezclados en algún mal asunto que pudiera acabar con la horca para algunos.
Esa razonable opinión enfrió un poco los ánimos. Aun así, cada isleño se sentía algo más rico gracias a la posesión de aquel tesoro, de modo que todos se lleva­ron su parte a casa riéndose de las últi­mas palabras pronunciadas por el capitán del antifaz rojo.
Transcurrió el año igual que los demás años, y nadie fue más o menos feliz por guardar en la alacena una sopera de pla­ta o tener en el arcón una copa labrada.
Al fin llegó la Navidad, vigilia de san Esteban. Hacía ya algún tiempo que los timoratos se echaban a temblar bajo el recuerdo de la misteriosa nave, y después fueron los más valientes quienes a su vez cogieron miedo. Finalmente, decidieron visitar al párroco para preguntarle cuál había de ser su conducta con respecto a los bienes procedentes de la nave man­dada por el capitán del antifaz rojo que, al fin y al cabo, a lo mejor era el diablo en persona.
El párroco empezó diciendo que «la avaricia rompe el saco», pero la frase no pasaba de ser una idea general muy espe­culativa mientras que lo que hacía falta era un consejo práctico. Tras un rato de reflexión, el párroco opinó que lo más sen­sato sería que cada uno, durante la no­che de san Esteban, dejara en el umbral de su casa toda la plata que hubiese co­gido. Así, si volvía el capitán, podría re­cobrar sus bienes delante de cada puerta.
Los isleños no parecían muy convenci­dos de que ese consejo resultase eficaz. Cada uno esperaba a ver si el vecino se decidía a seguirlo, pero por su parte tam­bién el vecino esperaba. Así que nadie sacó ningún objeto.
Sin embargo, al caer la noche, un chi­co que deambulaba entre los escollos, lle­gó asustado diciendo que por el mar, esa noche excep-cionalmente serena, se acer­caba un barco muy grande y muy negro...
Cundió el pánico. Los isleños se apresu­raron a seguir la opinión del párroco.
Depositaron fuera su parte del botín, atrancaron puertas y ventanas, apagaron las luces y llenos de ansiedad se dispu­sieron a esperar lo que pudiera ocurrir. Se pasaron toda la noche temblando y hasta que no amaneció, no se atrevieron a salir de casa. Todo seguía en su sitio, ningún objeto de plata había sido tocado; algunos, que se jactaban de ser más va­lientes que los demás, o quizás es que eran más mentirosos, afirmaron cómo a medianoche habían visto desembarcar al capitán del antifaz rojo. Decían que ha­bía entrado en la aldea y que había pasa­do por delante de cada casa para ver si faltaba alguno de sus objetos de plata.
La tradiciórí arraigó. Cada año, y aún hoy, durante la noche de san Esteban, los habitantes de la isla Houat depositan sus objetos de plata en el umbral de su casa para que el capitán del antifaz rojo pueda venir a contarlos.
Parece ser que una vez, una sola, al­guien llegó a verlo y que incluso le habló, pero de eso hace ya tanto tiempo que for­ma parte de la leyenda.
Habían pasado muchos años desde la aparición de la misteriosa nave. Los ha­bitantes de la isla Houat habían abando­nado sus actividades de saquear naufra­gios para convertirse en lo que son: hon­rados pescadores, que viven de la venta de bogavantes y camarones. Los bienes se dividieron: había ricos y pobres; junto a chozas destartaladas y pobres se alzaban unas cuantas casas orgullosas y confor­tables.
No cabe duda de que una de las más míseras era la de Yvon Le Guern. Yvon Le Guern no tenía nada de perezoso -al contrario, era uno de los pescadores más valientes- pero su padre, antes de fa­llecer ahogado, había dilapidado el pa­trimonio familiar de mesón en mesón. Sólo le quedaba la choza, una vieja barca y una cucharita de plata que, según la tradición, procedía del tesoro del capitán del antifaz rojo. Le Guern, respetando las costumbres, la ponía en la puerta duran­te la noche de san Esteban.
En su miseria, el joven pescador poseía una riqueza, una riqueza que se lleva den­tro: el amor. Era novio de la dulce Annic y ya tenían decidido casarse por san Juan. Sin embargo, aquel año, hubo mala pesca y los padres de Annic, por miedo a la mi­seria, prohibieron el noviazgo. Preferían que su hija se casara con el rico Joris Calden, que si bien había dejado ya muy atrás su primera juventud, era en cambio un gran avaro y no cesaba de enriquecer­se con los productos de la usura.
Calden poseía la mejor casa de la isla, situada al salir del pueblo, y en esa casa había ido acumulando casi toda la plata que los antepasados le habían cogido al capitán fantasma.
Poco a poco, la había comprado a vil precio a todas las gentes del país que pa­saban apuros. Es inútil decir que duran­te la noche de san Esteban, en su afán de no exhibir la riqueza, se guardaba mucho de respetar la tradición y de poner toda su plata en el umbral de la casa.
Cuando el infortunio se ceba en al­guien, no perdona ningún rigor. En di­ciembre, la anciana madre de Yvon, con la que vivía, cayó enferma, tan enferma que se temió por su vida. El médico rece­tó medicinas, pero las medicinas eran caras y, ya lo hemos dicho, la pesca es­casa. Le Guern no sabía cómo reunir el dinero necesario para pagar pócimas y elixires.
De mala gana decidió recurrir a Joris Calden. Hacerlo significaba para él una ardiente humillación, pues sabía que Cal­den cortejaba a Annic y estaba claro que algún día, por voluntad de sus padres, ella sería la mujer de Calden. Y si no, ¿por qué Annic últimamente se negaba a pasear con Yvon a orillas del mar y por qué llevaba un collar de oro que le había dado el usurero?
Este último recibió a Yvon con esa cara abrumada que ponen los que tienen muchos negocios.
-No te entretengas, amigo -le dijo, que llevo prisa. ¿A qué has venido?
Yvon, estrujando la gorra en la mano, contó su solicitud. Necesitaba una peque­ña cantidad para comprarle las medici­nas a su madre; la devolvería en seguida que pudiera realizar una venta de pesca­do en el continente.
Joris dejó escapar una risa sardónica:
-¿Así que crees que doy mi dinero al primero que llega por unos peces que aún están en el mar? ¡Amigo, andas muy equivocado! ¡Ah, pero si me dieras algo en prenda...!
-¿El qué? -pregunto Yvon apesadum­brado. Todo lo que tengo son mis brazos y una barca vieja, y con esa barca me gano el pan.
-Escucha. Sé que en tu arcón guardas una cuchara de plata. Tráemela y te daré un luís.
¡Un luís! Era mucho más de lo que necesitaba el pescador para hacer sus compras. Estuvo pensando un rato y lue­go contestó:
-¡Imposible! Ya sabe que dentro de ocho días, la noche de san Esteban, he de ponerla delante de la puerta para que el capitán del antifaz rojo saque sus cuentas.
El usurero volvió a reírse:
-¡Tú también te crees esas fantasías! ¡Bueno! Como quieras, guárdate la cu­chara para tu capitán fantasma y yo me guardo el luís. Cuando te haga falta, tráe­me ese objeto.
Yvon volvió a casa lleno de tristeza. Se sentó al lado de su madre. La pobre mujer sufría mucho sin quejarse, pero arrojaba a su hijo penosas miradas en las que él creía ver un tierno reproche por no hacer cualquier cosa para salvarla.
Día tras día, la anciana se iba debili­tando. Volvió el médico y frunció el ceño.
-Si no le dan las medicinas que he re­cetado, se morirá.
Yvon, sin más idea en la cabeza que la de salvar a su querida madre, cogió la cucharita y se la llevó a Joris; luego, tras envolver en una punta del pañuelo la mo­neda de oro que a cambio le había dado el usurero, saltó a su barca, fue al conti­nente y compró las pócimas.
Llegó la noche de san Esteban. Como de costumbre, las gentes de la aldea de­positaron ante sus casas los objetos de plata, cerraron luego puertas y ventanas y apagaron la luz.
Yvon no tenía ya nada que poner en el umbral de su casa, así que dejó la puerta abierta y el candil encendido. Pasó un rato esperando y al fin decidió que más valía acostarse. Comenzaba a creer que Calden tenía razón y que la historia del capitán fantasma no era más que una in­vención. Se levantó para cerrar la puer­ta cuando, de pronto, se encontró frente a frente con un hombre muy alto, vesti­do de negro. Un antifaz rojo le tapaba el rostro.
El hombre del antifaz habló. Había fir­meza en su voz, como si estuviera acos­tumbrado a mandar.
-Yvon Le Guern -dijo, ¿qué has he­cho con mi cuchara? No me salen las cuentas.
Ya hemos dicho que Yvon Le Guern era un valiente. No se asustó sino que se sacó la gorra y saludó muy educado, lue­go se hizo a un lado para que pudiera pa­sar el hombre del antifaz:
-Entre, señor capitán, ya le explicaré.
El capitán entró. Lanzó una mirada ha­cia la anciana madre enferma que dor­mía sosegada en un rincón, cogió una silla y se sentó:
-¡Habla, Yvon Le Guern! Te escucho. Por esto estoy aquí.
Yvon habló. Contó sus temores por la salud de su querida madre, su apremian­te necesidad de dinero para comprarle medicinas, su entrevista con Joris Cal­den, la dureza que éste había mostrado, la venta de la cuchara. Lo contó todo. Lle­gó a hablar incluso de su amor por Annic, con la que ya no se podría casar porque era pobre.
Cuando terminó, el capitán del antifaz rojo se puso en pie:
-Está bien -dijo con su voz autorita­ria, eres buen chico, te perdono. Apaga el candil, cierra la puerta como los demás y mañana...
Su frase quedó sin acabar o al menos las últimas palabras se perdieron en la noche, pues el capitán fantasma había desaparecido.
Yvon obedeció y se acostó. Al día si­guiente, al amanecer, cuando los habi­tantes de la isla Houat desatrancaron sus puertas, descubrieron que la plata seguía intacta. Ni faltaba ni sobraba. Sin em­bargo corría por la aldea una noticia; Joris Calden se había asomado a la ven­tana para gritar que le habían robado. Todos sus objetos de plata, que para él significaban lo más importante de su for­tuna, se habían esfumado y en la puerta, clavada por un puñal, había aparecido esta nota:

«He recibido de Joris Calden los obje­tos de plata que me debía.»

«El capitán del San Esteban»

Por su parte, Yvon Le Guern había en­contrado ante su puerta la cucharita que días antes había entregado al usurero, con la diferencia de que ahora la cucha­ra, que había sido plata, se había vuelto de oro.
Los padres de Annic, sin ganas de que su hija se casara con un avaro arrui­nado, aceptaron de nuevo a Yvon y no tardó en celebrarse la boda.

La noche de san Esteban está al caer
Y el antifaz rojo prepara su ronda;
Ante la puerta toda la plata hay que poner
La muerte se lleva al que no la ponga.

¡Es posible que los turistas que en ve­rano visiten la isla Houat, aún encuen­tren en algunas casas objetos de plata procedentes de la misteriosa nave man­dada por el capitán del antifaz rojo!

0.120. anonimo (francia)

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