Bretaña es el trampolín de Francia hacia el Atlántico, así como su
adelantado centinela sobre el Canal de la Mancha. Tierra de
grandes tracidiones, patria de pescadores, piratas y navegantes de altura, en
todos sus rincones se cuenta una leyenda que se refiere a su larga historia
marinera.
«La noche de San Esteban
está al caer
Y el antifaz rojo prepara
su ronda;
Ante la puerta toda la
plata hay que poner
La muerte se lleva al que
no la ponga.»
Esta es la traducción de
un cantar en lengua bretona, que de generación en generación han transmitido
los bardos del país de Armor, y que aún repiten los viejos de la región de
Quiberon.
Se trata de una historia
muy antigua, tan antigua, tan antigua que es imposible saber cuándo pasó. ¿Y
qué importa? La cuestión es que pasó.
Una noche a finales de
diciembre -¡pues claro! ¿sería acaso en Navidad, vigilia del día dedicado a San
Esteban?- una tempestad azotaba las costas de la isla Houat. No es nada raro
que por el mes de diciembre caigan tempestades en ese lugar.
La isla Houat, situada
entre Belle-Ile y Port-Navalo, frente a Quiberon, recibe durante muchos meses
el embate de las olas que se rompen contra los escollos que la circundan y la
unen a su hermana, la isla Hoédic.
Sin embargo, esa noche,
el furor del oleaje sobrepasaba su habitual intensidad. Haría un tiempo
parecido cuando parte del litoral que da a la punta de Croisic desapareció
tragado por el mar. Soplaba el viento, embistiendo con peligro de quebrar los
pocos y esmirriados árboles que crecen en la isla, y se desencadenaba con
ruido siniestro por encima de los tejados de las chozas, construidas ya muy
bajas para escapar al vendaval.
La lluvia, una lluvia
densa y helada, arreciaba en tromba sobre la isla; las olas se estrellaban
contra los escollos pulverizándose hasta rociar las tierras. Tanta
inclemencia, sin embargo, no bastaba para que los isleños se quedaran al resguardo
de sus casas. Desafiando la intemperie, la lluvia, el viento y el agua del mar
que les azotaba el rostro, se acercaban al extremo de las calas. Sabían que en
noches como ésa, las naves cargadas de mercancías terminaban por perderse,
arrastradas hasta zozobrar en los arrecifes.
Sucede que, por esa
época, los habitantes de Houat no tenían más medios de subsistencia que el
saqueo de las naves naufragadas. Todo lo que cayera al mar, iba a parar a sus
manos. Así, no era raro que chozas miserables estuvieran decoradas con
singulares objetos procedentes de las lejanas Indias, con armas curiosamente
labradas, de origen español, ni que cualquier infeliz pelagatos llevase harapos
cortados en rica tela de Flandes.
Esa noche de que
hablamos, las tinieblas no delataban la silueta de ningún navío de alto
bordo, carabela o fragata... La tempestad llevaba arreciando hacía ya tantas
horas que lo más probable es que todos los capitanes se hallaran en puerto,
esperando poder hacerse a la mar.
No obstante, poco antes
de medianoche, se distinguió a lo lejos la silueta de una nave. La experta
mirada de la gente de Houat reconoció la forma de uno de esos mercantes que
emprenden largos viajes; navegaba desarbolado y parecía que fuera a la deriva.
Impulsado por el viento, se acercaba a la costa. No tardó en darse cuenta la
gente de Houat de que la nave andaba cargada en exceso. Se hundía mucho en el
agua a pesar de que el oleaje jugase con su casco como si se tratara de un
tapón de corcho.
No era sólo la cala y los
entrepuentes donde se acumulaba el peso; cajas y barricas aparecían llenando
la cubierta. Seguramente se habían roto las estachas que los trincaban pues, a
cada movimiento de la nave, el cargamento corría de lado a lado con tanto
estrépito que se oía desde la costa a pesar del fragor de los elementos.
Había un hombre erguido
en toldilla y cuando la nave estuvo más cerca, los isleños vieron que aquel
hombre llevaba el rostro cubierto de un antifaz rojo. Estaba solo o al menos
parecía estarlo ; ningún hombre de la tripulación ocupaba el puente, nadie
intentaba reparar los desperfectos ni trincar el cargamento.
La nave se acercaba, se
iba acercando cada vez más, impulsada al azar por la corriente. El hombre del
antifaz rojo veía sin duda a los de Houat, pero no lanzó llamada alguna, ni
siquiera hizo un gesto. ¿Sería un mercante, un pirata? ¿Llevaría contrabando?
Era imposible adivinarlo.
Ya casi tocaba los
arrecifes. Era un milagro que aún no hubiese embarrancado. De súbito,
sobrevino una ola gigantesca que cogió de través a la misteriosa nave y la dejó
escorada.
Los habitantes de Houat,
acostumbrados como estaban a ver siniestros marinos, gritaron. Ya no dudaban
de que la nave estaba a punto de zozobrar. Sin embargo, cuando parecía que se
la iba a tragar el oleaje, otra embestida la enderezó.
En toldilla, el capitán
del antifaz rojo seguía erguido sin abandonar su sitio. No obstante, cajas y
barrilles habían desaparecido del puente. Indudable-mente, habían caído al
mar.
El viento, que hasta
entonces había soplado del este, dio un giro repentino y la borrasca comenzó a
empujar desde el sur. Bajo ese nuevo impulso, la misteriosa nave cambió de
rumbo, dando la popa a los isleños. Aquellos que tenían buenos ojos, pudieron
distinguir entonces el nombre grabado en el alcázar: el San Esteban.
La nave se alejaba ya
hacia el norte arrastrada por la tormenta y todos pudieron ver cómo el hombre
del antifaz rojo cogía un megáfono y lo apuntaba hacia la isla. Por encima del
ruido del huracán, del ulular del viento y del fragor de las olas, se oyeron
claramente estas palabras:
-Lo que ha caído al mar
me pertenece. Volveré a buscarlo la próxima noche de san Esteban.
Y el barco desapareció
sumiéndose en las tinieblas y la tem-pestad.
Al día siguiente, siguió
el mal tiempo pero un día después decayó el viento y el mar recobró la calma.
Todos los isleños aprovecharon la bajada de la marea para precipitarse hacia
las rocas que ya despuntaban en la lejanía. Allí encontraron encallados gran
cantidad de cajas y barriles que sin duda habían caído del San Esteban.
No les costó mucho trasladar
a tierra los restos del naufragio, ya medio desvencijados por las trompadas
con los escollos. Fue un buen botín. Cajas y barriles contenían bandejas,
jarros, cubiertos, copas, tazas, soperas, todo de plata maciza.
Las gentes de Houat
pasaron mucho rato admirando esos des-pojos y luego, no sin golpes ni disputas,
se los repartieron entre sí. Una vez hecho el reparto, Yves el gordo, uno de
los isleños más sensatos, observó que quizá resultara peligroso ir a tierra a
vender esos objetos. Corrían el riesgo de verse mezclados en algún mal asunto
que pudiera acabar con la horca para algunos.
Esa razonable opinión
enfrió un poco los ánimos. Aun así, cada isleño se sentía algo más rico gracias
a la posesión de aquel tesoro, de modo que todos se llevaron su parte a casa
riéndose de las últimas palabras pronunciadas por el capitán del antifaz rojo.
Transcurrió el año igual
que los demás años, y nadie fue más o menos feliz por guardar en la alacena una
sopera de plata o tener en el arcón una copa labrada.
Al fin llegó la Navidad , vigilia de san
Esteban. Hacía ya algún tiempo que los timoratos se echaban a temblar bajo el
recuerdo de la misteriosa nave, y después fueron los más valientes quienes a su
vez cogieron miedo. Finalmente, decidieron visitar al párroco para preguntarle
cuál había de ser su conducta con respecto a los bienes procedentes de la nave
mandada por el capitán del antifaz rojo que, al fin y al cabo, a lo mejor era
el diablo en persona.
El párroco empezó
diciendo que «la avaricia rompe el saco», pero la frase no pasaba de ser una
idea general muy especulativa mientras que lo que hacía falta era un consejo
práctico. Tras un rato de reflexión, el párroco opinó que lo más sensato sería
que cada uno, durante la noche de san Esteban, dejara en el umbral de su casa
toda la plata que hubiese cogido. Así, si volvía el capitán, podría recobrar
sus bienes delante de cada puerta.
Los isleños no parecían
muy convencidos de que ese consejo resultase eficaz. Cada uno esperaba a ver
si el vecino se decidía a seguirlo, pero por su parte también el vecino
esperaba. Así que nadie sacó ningún objeto.
Sin embargo, al caer la
noche, un chico que deambulaba entre los escollos, llegó asustado diciendo
que por el mar, esa noche excep-cionalmente serena, se acercaba un barco muy
grande y muy negro...
Cundió el pánico. Los
isleños se apresuraron a seguir la opinión del párroco.
Depositaron fuera su
parte del botín, atrancaron puertas y ventanas, apagaron las luces y llenos de
ansiedad se dispusieron a esperar lo que pudiera ocurrir. Se pasaron toda la
noche temblando y hasta que no amaneció, no se atrevieron a salir de casa. Todo
seguía en su sitio, ningún objeto de plata había sido tocado; algunos, que se
jactaban de ser más valientes que los demás, o quizás es que eran más
mentirosos, afirmaron cómo a medianoche habían visto desembarcar al capitán
del antifaz rojo. Decían que había entrado en la aldea y que había pasado por
delante de cada casa para ver si faltaba alguno de sus objetos de plata.
La tradiciórí arraigó.
Cada año, y aún hoy, durante la noche de san Esteban, los habitantes de la isla
Houat depositan sus objetos de plata en el umbral de su casa para que el
capitán del antifaz rojo pueda venir a contarlos.
Parece ser que una vez,
una sola, alguien llegó a verlo y que incluso le habló, pero de eso hace ya
tanto tiempo que forma parte de la leyenda.
Habían pasado muchos años
desde la aparición de la misteriosa nave. Los habitantes de la isla Houat
habían abandonado sus actividades de saquear naufragios para convertirse en
lo que son: honrados pescadores, que viven de la venta de bogavantes y
camarones. Los bienes se dividieron: había ricos y pobres; junto a chozas
destartaladas y pobres se alzaban unas cuantas casas orgullosas y confortables.
No cabe duda de que una
de las más míseras era la de Yvon Le Guern. Yvon Le Guern no tenía nada de
perezoso -al contrario, era uno de los pescadores más valientes- pero su padre,
antes de fallecer ahogado, había dilapidado el patrimonio familiar de mesón
en mesón. Sólo le quedaba la choza, una vieja barca y una cucharita de plata
que, según la tradición, procedía del tesoro del capitán del antifaz rojo. Le
Guern, respetando las costumbres, la ponía en la puerta durante la noche de
san Esteban.
En su miseria, el joven
pescador poseía una riqueza, una riqueza que se lleva dentro: el amor. Era
novio de la dulce Annic y ya tenían decidido casarse por san Juan. Sin embargo,
aquel año, hubo mala pesca y los padres de Annic, por miedo a la miseria,
prohibieron el noviazgo. Preferían que su hija se casara con el rico Joris
Calden, que si bien había dejado ya muy atrás su primera juventud, era en
cambio un gran avaro y no cesaba de enriquecerse con los productos de la
usura.
Calden poseía la mejor
casa de la isla, situada al salir del pueblo, y en esa casa había ido
acumulando casi toda la plata que los antepasados le habían cogido al capitán
fantasma.
Poco a poco, la había
comprado a vil precio a todas las gentes del país que pasaban apuros. Es
inútil decir que durante la noche de san Esteban, en su afán de no exhibir la
riqueza, se guardaba mucho de respetar la tradición y de poner toda su plata en
el umbral de la casa.
Cuando el infortunio se
ceba en alguien, no perdona ningún rigor. En diciembre, la anciana madre de
Yvon, con la que vivía, cayó enferma, tan enferma que se temió por su vida. El
médico recetó medicinas, pero las medicinas eran caras y, ya lo hemos dicho,
la pesca escasa. Le Guern no sabía cómo reunir el dinero necesario para pagar
pócimas y elixires.
De mala gana decidió
recurrir a Joris Calden. Hacerlo significaba para él una ardiente humillación,
pues sabía que Calden cortejaba a Annic y estaba claro que algún día, por
voluntad de sus padres, ella sería la mujer de Calden. Y si no, ¿por qué Annic
últimamente se negaba a pasear con Yvon a orillas del mar y por qué llevaba un
collar de oro que le había dado el usurero?
Este último recibió a
Yvon con esa cara abrumada que ponen los que tienen muchos negocios.
-No te entretengas, amigo
-le dijo, que llevo prisa. ¿A qué has venido?
Yvon, estrujando la gorra
en la mano, contó su solicitud. Necesitaba una pequeña cantidad para comprarle
las medicinas a su madre; la devolvería en seguida que pudiera realizar una
venta de pescado en el continente.
Joris dejó escapar una risa
sardónica:
-¿Así que crees que doy
mi dinero al primero que llega por unos peces que aún están en el mar? ¡Amigo,
andas muy equivocado! ¡Ah, pero si me dieras algo en prenda...!
-¿El qué? -pregunto Yvon
apesadumbrado. Todo lo que tengo son mis brazos y una barca vieja, y con esa
barca me gano el pan.
-Escucha. Sé que en tu
arcón guardas una cuchara de plata. Tráemela y te daré un luís.
¡Un luís! Era mucho más
de lo que necesitaba el pescador para hacer sus compras. Estuvo pensando un
rato y luego contestó:
-¡Imposible! Ya sabe que
dentro de ocho días, la noche de san Esteban, he de ponerla delante de la
puerta para que el capitán del antifaz rojo saque sus cuentas.
El usurero volvió a
reírse:
-¡Tú también te crees
esas fantasías! ¡Bueno! Como quieras, guárdate la cuchara para tu capitán
fantasma y yo me guardo el luís. Cuando te haga falta, tráeme ese objeto.
Yvon volvió a casa lleno
de tristeza. Se sentó al lado de su madre. La pobre mujer sufría mucho sin
quejarse, pero arrojaba a su hijo penosas miradas en las que él creía ver un
tierno reproche por no hacer cualquier cosa para salvarla.
Día tras día, la anciana
se iba debilitando. Volvió el médico y frunció el ceño.
-Si no le dan las
medicinas que he recetado, se morirá.
Yvon, sin más idea en la
cabeza que la de salvar a su querida madre, cogió la cucharita y se la llevó a
Joris; luego, tras envolver en una punta del pañuelo la moneda de oro que a
cambio le había dado el usurero, saltó a su barca, fue al continente y compró
las pócimas.
Llegó la noche de san
Esteban. Como de costumbre, las gentes de la aldea depositaron ante sus casas
los objetos de plata, cerraron luego puertas y ventanas y apagaron la luz.
Yvon no tenía ya nada que
poner en el umbral de su casa, así que dejó la puerta abierta y el candil
encendido. Pasó un rato esperando y al fin decidió que más valía acostarse.
Comenzaba a creer que Calden tenía razón y que la historia del capitán fantasma
no era más que una invención. Se levantó para cerrar la puerta cuando, de
pronto, se encontró frente a frente con un hombre muy alto, vestido de negro.
Un antifaz rojo le tapaba el rostro.
El hombre del antifaz
habló. Había firmeza en su voz, como si estuviera acostumbrado a mandar.
-Yvon Le Guern -dijo,
¿qué has hecho con mi cuchara? No me salen las cuentas.
Ya hemos dicho que Yvon
Le Guern era un valiente. No se asustó sino que se sacó la gorra y saludó muy
educado, luego se hizo a un lado para que pudiera pasar el hombre del antifaz:
-Entre, señor capitán, ya
le explicaré.
El capitán entró. Lanzó
una mirada hacia la anciana madre enferma que dormía sosegada en un rincón,
cogió una silla y se sentó:
-¡Habla, Yvon Le Guern! Te
escucho. Por esto estoy aquí.
Yvon habló. Contó sus
temores por la salud de su querida madre, su apremiante necesidad de dinero
para comprarle medicinas, su entrevista con Joris Calden, la dureza que éste
había mostrado, la venta de la cuchara. Lo contó todo. Llegó a hablar incluso
de su amor por Annic, con la que ya no se podría casar porque era pobre.
Cuando terminó, el
capitán del antifaz rojo se puso en pie:
-Está bien -dijo con su
voz autoritaria, eres buen chico, te perdono. Apaga el candil, cierra la
puerta como los demás y mañana...
Su frase quedó sin acabar
o al menos las últimas palabras se perdieron en la noche, pues el capitán
fantasma había desaparecido.
Yvon obedeció y se
acostó. Al día siguiente, al amanecer, cuando los habitantes de la isla Houat
desatrancaron sus puertas, descubrieron que la plata seguía intacta. Ni
faltaba ni sobraba. Sin embargo corría por la aldea una noticia; Joris Calden
se había asomado a la ventana para gritar que le habían robado. Todos sus
objetos de plata, que para él significaban lo más importante de su fortuna, se
habían esfumado y en la puerta, clavada por un puñal, había aparecido esta nota:
«He recibido de Joris
Calden los objetos de plata que me debía.»
«El
capitán del San Esteban»
Por su parte, Yvon Le
Guern había encontrado ante su puerta la cucharita que días antes había
entregado al usurero, con la diferencia de que ahora la cuchara, que había
sido plata, se había vuelto de oro.
Los padres de Annic, sin
ganas de que su hija se casara con un avaro arruinado, aceptaron de nuevo a
Yvon y no tardó en celebrarse la boda.
La noche de san Esteban está al caer
Y el antifaz rojo prepara su ronda;
Ante la puerta toda la plata hay que poner
La muerte se lleva al que no la ponga.
¡Es posible que los
turistas que en verano visiten la isla Houat, aún encuentren en algunas casas
objetos de plata procedentes de la misteriosa nave mandada por el capitán del
antifaz rojo!
0.120. anonimo (francia)
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