Los normandos, palabra que quiere decir hombres del norte, iniciaron
en el siglo VIII la invasión y el pillaje de las costas de Francia,
Inglaterra y los Países Bajos y con la desaparición del imperio carolingio se
asentaron en la desembocadura del Sena, donde tras el pacto de SaintClair-sur-Epte
(911) Rolón fundó el primer ducado de Normandía, vasallo del rey de los
francos. Siglo y medio después, Guillermo, duque de Normandía invadirá Inglaterra,
derrotando al rey anglosajón Haroldo II en la batalla de Hastings (1066) y
fundando la dinastía de aquel nombre.
En el vasto bosque de
Touques, que por entonces se prolongaba hasta las orillas de ese mar que separa
el imperio de los franceses del país de los ingleses, se alzaba en aquel año
932 de nuestra era una poderosa fortaleza.
Era ya noche cerrada y el
viento soplaba con furia. De vez en cuando, ráfagas de lluvia azotaban el
bosque.
En la última sala de una
de las torres del castillo, junto a una chimenea donde ardían los leños,
sentado en sillón de piedra, velaba, a pesar de la hora tardía, un anciano.
Tenía la barba blanca. Tenía casi cien años. Su estatura, aunque disminuida
por la edad, era aún superior a la de muchos hombres. Y sin embargo, quien
hubiese podido reconocer en ese anciano a Rolón, primer duque de Norman-día, el
orgulloso vikingo que sesenta años antes había devastado el país y luego lo
había gobernado como legítimo señor hasta que, ya hacía cinco años, había aligerado
sus hombros fatigados abdicando en favor de su hijo, Guillermo Espada Larga.
Los pensamientos del
anciano rey del mar no eran pensamientos alegres, pues inclinaba la frente
hacia los leños que ardían y parecía agobiado por preocupaciones crueles. De
súbito, se levantó, se desperezó y todos sus huesos crujieron.
A grandes zancadas dio la
vuelta a la sala. Andaba pegado a los muros de los que colgaban trofeos:
pesadas tizonas que hay que manejar con dos manos, hachas, imágenes burdamente
talladas: la de Odín, dios del Norte, cuya religión había abandonado el
anciano. Se detuvo ante un amasijo de hierros coloreados de herrumbre.
-La cerradura de la
puerta de Parísmurmuró en voz muy baja.
Tras contemplar un
momento la vieja reliquia, volvió de nuevo a la vera del fuego. Si alguien más
se hubiese encontrado en la sala, le hubiera oído decir en voz alta:
-iUn sudario blanco! ¡No,
un sudario blanco no!
Por un rato prosiguió su
paseo a grandes zancadas, luego regresó a sentarse en su asiento de piedra.
Afuera el viento soplaba
y se estremecía el postigo que aseguraba la ventana; por un instante una
ráfaga más violenta llenó de humo de la chimenea. El anciano levantó la voz.
Era una voz que conservaba acentos de fuerza y de mando.
-iHarrold! -gritó.
¡Harrold!
Se oyeron pasos cansinos
por la escalera que unía el piso inferior de la torre con la sala del duque.
Apareció otro anciano, más encorvado que Rolón, de cara igualmente adornada
con una larga barba blanca. Era el lugarteniente del jefe, su viejo camarada
que, a su lado, había recorrido los mares, saqueado las costas, compar-tiendo
peligros, aventuras y botín. Nunca se separó de Rolón y ahora seguía viviendo
con él.
Al llegar ante su señor,
Harrold bostezaba hasta casi desencajar la mandíbula.
-¿Estabas durmiendo,
Harrold? -dijo Rolón en tono agresivo.
-Claro que sí -contestó
el otro, ¿pues qué más se puede hacer a estas horas sino dormir en un blando
jergón al calor de las mantas, mientras sopla el viento y cae la lluvia?
-Yo -replicó el jefe- no
llego a dormirme. Pienso en mis ante-pasados y en mis gloriosos vikingos.
Recuerdo nuestras propias empresas.
-Precisamente, ¿esas
empresas no nos han dado derecho a descansar y a ceder a otros las armas que
nuestra vejez nos impide llevar?
Rolón no respondió a ese
comentario; se irguió ante su lugar-teniente y, señalando las paredes de la
sala, le dijo con voz apagada:
-¿Te acuerdas de aquellos
tiempos cuando, a bordo de nuestras estrechas naves, de nuestros drakkars de
proa labrada en forma de dragón, surcábamos la llanura de las gaviotas? ¿Te
acuerdas de nuestras expediciones a lo largo del sonriente Loira o por las
bochornosas costas de la árida España? ¿Te acuerdas de las noches que pasamos
leyendo nuestro rumbo en las estrellas y de los días de lucha contra las
milicias francas reclutadas a toda prisa para cerrarnos el paso? ¿Te acuerdas
de aquellas tempestades que sufrimos y que costaron la vida a tantos de los
nuestros?
-Me acuerdo -dijo
Harrold- ¿pero es que no da gusto vivir en una casa bien guardada? ¿No es menos
de temer el ruido del viento detrás de unos gruesos postigos que en el
océano, cuando uno se expone a toda su crudeza?
-¿Te acuerdas de que
pueblos enteros huían cuando nos acercá-bamos? -se exaltaba el jefe.
Abandonaban sus ciudades y corrían al campo a esconderse, y nosotros podíamos
saquear los palacios, desvalijar las casas, quemar las cosechas y si
encontrábamos a gente que se nos resistía, la degollábamos con nuestras espadas.
-Cuánto mejor es vivir
entre vecinos tranquilos, contemplar cómo vuela el humo de la chimenea del
labriego, ver cómo amarillea el trigo en los surcos y cobrar un impuesto
legítimo por todas estas tareas pacíficas.
-¡Qué alegría daba,
después de nuestras expediciones, volver a encontrarnos en los helados fiordos
de los mares escandinavos y beber hidromiel, sentados en círculo junto a los
negros abetos que poblaban la costa!
-¿No es preferible beber
zumo de uva o de manzana en una mesa bien puesta?
-¿Te acuerdas, Harrold,
de la vez que fuimos a sitiar París que ya había sufrido la invasión de
nuestros padres? ¿Te acuerdas de cuando esa ciudad orgullosa, defendida por el
conde Eudes y por Gozlin, su obispo, estuvo a punto de caer en nuestras manos?
Bien es verdad que el valor de sus habitantes nos impidió penetrar en la isla,
pero qué juergas más alegres nos pegamos en aquella abadía de
Saint-Germain-des-Prés donde nos instalamos. El rey Carlos tuvo que pagar tributo
para que nos marchásemos.
-¡Pero cuántos compañeros
se quedaron para siempre en las orillas del Sena y qué fracaso sufrimos en
Chartres!
-Aún me río pensando en
aquella tierra de Normandía que saqueamos y en la ciudad de Ruán que en vano
nos reclamó Carlos el Simple.
-Sí, pero en
Saint-Clair-sur-Epte, Carlos te hizo duque y reinaste sosegada-mente en esa
misma Normandía.
-Es verdad, el día del
tratado- de Saint-Clair fue genial. ¿Te acuerdas de que a la hora de jurar
fidelidad y sumisión al rey Carlos, alguien se empeñó en que para seguir la
ceremonia, yo tenía que besarle el pie derecho?
El viejo Harrold se echó
a reír.
-¡Claro que me acuerdo! Y
me encargaste que fuera yo quien cumpliera esa formalidad por ti, pero como yo
no quería proster-narme en el suelo, cogí el pie del rey y me lo llevé a los
labios, y el rey perdió el equilibrio y ¡paf!
Por un instante, el
recuerdo distrajo a los dos ancianos pero Rolón, huraño otra vez, se puso a
recorrer la sala lleno de enojo. Al cabo, volvió a plantarse delante de su
lugarteniente.
-¿Te acuerdas -dijo con
aspereza- de aquel conde de Bayeux que no tuvó más remedio que darme en
matrimonio a su hija Poppa?
-Sí. Pero, después de
Saint-Clair, el rey Carlos hizo que te casaras con su propia hija Gisèle.
-¡Ah! Ojalá aún fuera
entre mis vikingos el «seeflongr», el rey del mar, a quien todos temen y
respetan.
-Sí, pero eres el duque
de Normandía, querido y halagado.
-Me llamaban Hrolf el
Andarín porque iba a pie delante de mis tropas. No había caballo lo bastante
fuerte que pudiera llevarme.
-Hoy puedes ir en litera
adonde te guste.
-En los bosques y en los
mares, adoraba a Odín y a sus compa-ñeros, los dioses del Walhalla.
-Ahora en cambio, sentado
en sitial de honor asistes a las ceremonias de los cristianos, que queman
cirios e incienso.
Poco a poco, Rolón
levantó la frente y clavó su mirada en los ojos de Harrold.
-Yo entonces tenía
amigos, hoy ya no los tengo. Mi hijo Guillermo Espada Larga, sólo piensa en
gobernar los países que le entregué; favorece al labrador, estimula al
mercader y yo, mientras, me quedo solo. Tú mismo, viejo compañero de armas,
viejo camarada de mares y batallas, vives satisfecho, prefieres las llanuras
fértiles a las movedizas extensiones del océano. Así es como emprenderé yo
solo el viaje para ir adonde hay que ir.
Harrold se estremeció;
asió bruscamente la mano del venerado jefe.
-¡Oh, Rolón! -exclamó- no
merezco que uses conmigo ese len-guaje. Sí, me siento feliz de gozar los
frutos de tus victorias con-seguidas por tu inteligencia y valor con nuestra
ayuda, la de nosotros tus servidores y de los que no están. Pero si me dijeras
que mi cuerpo casi centenario ha de ceñirse el tahalí y que mis viejas manos
han de volver a manejar la espada de hierro para defenderte, me encontrarías a
tu lado. Habla, que te obedezco.
Los rasgos de Rolón
perdieron rigor y quizás una lágrima cayó de sus ojos, aunque eso no podría
afirmarse pues nadie vio nunca que el rey del mar llorase. Esa emoción duró
poco, no tardó en recobrar su talante testarudo y brutal, y con voz breve
replicó:
-Está bien, Harrold, eres
digno de tu pasado. Escucha, siento que se acerca la muerte. Uno de estos días
me quedaré en cama sin poder levantarme. Cerraré los ojos y cuando mi alma vaya
a unirse con la de mis antepasados, mi hijo y sus servidores me sepultarán a
la manera de los señores de la tierra y envolverán mi cuerpo con un sudario
blanco. No debe ocurrir. El único sudario que conviene a un vikingo, es el
verde oleaje del océano. Recuerda que Odín, cuando sintió que se le acercaba la
muerte, se embarcó para un largo viaje que sólo terminaría al desembarcar en
el Walhalla.
Entonces los dos ancianos
se ciñeron las armas cuyo peso apenas podían soportar. Bajaron por la escalera
de la torre, salieron del castillo y caminaron hacia la playa.
En la playa dormían
varadas las barcas de los pescadores. Sin hacer caso de 0.120. anonimo (francia), bros ya entumecidos. Entraron en el agua hasta las rodillas, como si fueran
insensibles al frío. Cuando la barca flotó, penosamente subieron a bordo.
El viento soplaba de
tierra. Con sus dedos agarrotados, lograron desplegar la vela. El viejo rey
del mar se sentó al timón. La barca singló hacia alta mar.
Nadie más volvió a ver a
Rolón, el seekongr, el feroz pirata, el rudo conquistador. No cabe duda de
que murió en el elemento que tanto amó y dominó.
Así se explica que en
ninguna iglesia normanda aparezca la tumba de Rolón el primer duque, cuyo
cadáver tuvo como sepultura el sudario que deseaba: el sudario de esmeralda.
0.120. anonimo (francia)
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