La última gran gesta de la rivalidad entre Francia e Inglaterra la
constituyó la campaña naval de Nelson contra Napoleón que había de culminar en
la decisiva batalla de Trafalgar, el 21 de octubre de 1805, y con la que la
hegemonía inglesa en los mares quedaría establecida hasta bien entrado el
siglo XX.
En una callejuela de
Tolón, cercana al Arsenal, existía hace algunos años una modesta tienda que
vendía aparejos, cordajes y toda clase de artículos marineros. Sobre la puerta
de entrada se leía el siguiente rótulo:
«Beresford de Plymouth»
(Casa fundada en 1812)
Siempre había algún
curioso que se asombraba al descubrir ese nombre inglés y ese lugar de
procedencia británica, y asimismo siempre había algún tendero vecino que sin
sacarse la pipa de la boca, sentado en el umbral de su botica, explicaba con
firmeza:
-Los Beresford, pues
claro que son ingleses, ingleses de pura cepa. Pero el valiente de Octave
Bouilladis les obligó a nacionalizarse franceses tiempo atrás.
Esa explicación
presagiaba alguna historia y no costaba mucho persuadir al tolonés para que
la contara:
Bouilladis, tolonés de
nacimiento, era un veterano contramaestre de la marina real. A raíz de la Revolución , muchos oficiales
de marina emigraron y las naves quedaron desprovistas de mandos. Esa
circunstancia hizo que Bouilladis fuera nombrado alférez a bordo de la fragata Ondina. Se trataba de una fragata perteneciente
a la flota que, en 1798, había transportado al general Bonaparte y a su
ejército rumbo a Egipto.
La escuadra, una vez
cumplida su misión, navegaba ante las costas africanas cuando se vio rodeada
por el almirante Nelson a la altura de Abukir, y tras feroz combate acabó
destruida.
Octave Bouilladis carecía
de los conocimientos técnicos que se exigen a todos los oficiales de marina;
por eso, a pesar de su eficacia en cualquier maniobra que requiriera su
presencia, Bouilladis no podía pasar de un rango subalterno. Se entregó
resueltamente al estudio. Las ecuaciones y los cálculos le producían vértigos,
la cosmografía le aturdía y la balística le sumía en abismos de perplejidad.
¡Diantre! Bouilladis sabía prever perfectamente una tempestad cuando aún no
parecía haber ningún indicio; entendía mejor que nadie el arte de plegar y
desplegar velas; podía gobernar el timón sin torcer el rumbo; sabía guiarse
por las estrellas; era capaz de dirigir el tiro de un cañón y colocar la bala
en el lugar apuntado, y hasta manejaba el hacha de abordaje. En resumen,
Bouilladis era un experto lobo de mar pero cuando se veía obligado a describir
las leyes de resistencia o calcular las trayectorias, naufra-gaba.
Hubo que esperar a
finales de 1804 para que el almirante Villeneuve, que tenía bajo su mando la
escuadra de Tolón, pudiera proponerlo como merecedor del grado de teniente de
navío. Villeneuve sentía honda amistad por el alférez Bouilladis, apreciaba su
valor en el mar y reconocía sus afanes en el estudio.
Fue un gran día para Octave
y experimentó cierto orgullo cuando la documentación de su ascenso llegó de
París. No era sólo una satisfacción de carrera. Bouilladis sentía por la
encantadora señorita Hortense Pescadour un afecto muy vivo. Sin embargo,
Hortense era hija de un armador, que consideraba que un alférez, sobre todo un
alférez de cuarenta años, no presentaba ningún interés como yerno.
¡Teniente de navío ya es
otra cosa! Octave mandó que le cosieran el galón de su nuevo grado y apenas
hubieron terminado, se encaminó hacia la casa del armador Pescadour en
uniforme de gala, dispuesto a hacer su petición oficial. Fue bien recibido.
Desde ahora, Bouilladis era el novio oficial de la morena Hortense, y la
familia fijó la boda para el mes de mayo.
¡Pero ay! Un marino no es
dueño de su vida. Súbitamente, en enero, la escuadra de Villeneuve recibió la
orden de aparejar. Debía zarpar con rumbo desconocido pues el Emperador no
acostumbraba a revelar sus proyectos. Quedó decidido que tras inflingir a los
ingleses la lección que se merecían, Bouilladis pediría un permiso y entonces
se celebraría el matrimonio.
Cruzó el estrecho de Gibraltar,
llegó a las Antillas y luego volvió a las costas de España. El almirante
cometió la torpeza de ir a fondear delante del Ferrol y pronto se supo que con
esa maniobra había arruinado los planes de Napoleón. Napoleón había proyectado
con-centrar toda su flota, despejar el canal de la Mancha e invadir Inglaterra
con los ciento veinte mil hombres que esperaban acuarte-lados en Boulogne.
Cálculos tan complejos no
figuran entre las preocupaciones de un simple teniente de navío, por
consiguiente en esta historia prescin-diremos de ellos.
En octubre la escuadra de
Villeneuve, tras una imperativa orden de París, abandonó su bloqueo del Ferrol
para regresar al Mediterrá-neo. El 21 de ese mismo mes se enfrentó con Nelson y
su flota a la altura de Trafalgar.
El combate fue uno de los
más terribles que hayan pasado a la historia. Nelson cayó mortalmente herido,
pero la escuadra francesa sufrió una derrota sangrienta. Desarbolada,
agujereada de lado a lado por las balas inglesas, tras haber perdido a media
dotación, la Ondina se hundió pasto
de las llamas.
Bouilladis nunca abandonó
su puesto de combate y cuando desapareció tragado por el oleaje, su último
pensamiento voló hacia la hermosa morena que vivía en Tolón.
Sin embargo no se ahogó,
sino que fue a enredarse en una estacha que colgaba del costado de una nave
británica. Mientras los marineros enemigos le izaban a bordo, recuperó la
conciencia.
Octave descubrió en
cubierta a unos cincuenta marineros y oficiales franceses que habían sufrido su
misma suerte, y todos juntos fueron encerrados en la cala. Una vez terminado el
combate y destruida o dispersa la flota francesa, la nave de los ingleses donde
viajaba Octave largó velas rumbo a Gibraltar. Allí desembarcaron los
prisioneros. Los oficiales quedaron recluidos en unas casamatas cuyas paredes
eran la misma roca viva del peñón, fortaleza inexpugnable, llave del Mediterráneo.
¡Qué días más tristes
pasó Octave allí encerrado! Acostumbrado a la brisa de alta mar o al sol de
Provenza, languidecía en su angosta y oscura celda. Su melancolía se convertía
en desesperación cuando recordaba a la mujer que le estaría esperando y que
quizás -pues aún no podía escribirle- le creería muerto en Trafalgar.
Gracias a nuevos
prisioneros que llegaban a las casamatas o escuchando trozos de conversaciones
de los soldados que les custodiaban, los detenidos de Gibraltar podían
enterarse de vez en cuando, y con muchas semanas de retraso, de lo que estaba
ocurriendo en el mundo exterior. Así supieron que el Emperador había entrado en
Viena y que había vencido a la coalición en Austerlitz.
Los prisioneros acogieron
la noticia con un gozo lleno de esperanzas.
-¡Nos va a liberar!
-exclamó Bouilladis.
Pasaron los meses.
Seguían los rumores de gloriosos tratados y de nuevas victorias, pero nada se
decía de liberación. ¿Un olvido quizás? Octave decidió subsanarlo. Su
matrimonio era un asunto que no toleraba más dilaciones. Se evadió...
Con ayuda de una cuerda
fabricada pacientemente a base de jirones de tela, se deslizó por el peñón.
Era hombre ágil y no tenía miedo del vértigo; después de subir tantas veces por
los obenques y encaramarse a las vergas, el vacío no le asustaba. Su
improvisada escala fue a dar a una plataforma y en la plataforma vigilaba un
centinela inglés. El centinela dio la alarma. Octave regresó al calabozo a punta
de bayoneta.
Semanas, meses, años,
volvieron a desgranar su melancólica cuenta.
Un día, los prisioneros
recibieron el aviso de liar sus escasos bártulos. ¿Llegaba por fin la liberación?
Precisamente Bouilladis estaba leyendo una carta reciente de Tolón en la que
Hortense le decía lo mal que soportaba aquella interminable espera.
Los oficiales se
encontraron reunidos en un muelle, y junto a ellos una multitud de prisioneros
miserables, demacrados y extenuados, marineros y soldados desembarcados de los
pontones anclados en la rada. Una goleta les esperaba. Octave se enteró de que
no se trataba de la libertad, sino de un cambio de prisión y que la expedición
llevaba rumbo a los pontones de Cádiz. España había entrado en guerra con
Francia. De ahora en adelante todos los prisioneros quedarían recluidos en Cádiz.
Cabe imaginar cuál fue el desconsuelo del teniente de navío Bouilladis. No
obstante, con el desconsuelo se reafirmaron aún más sus intenciones de fuga.
Al llegar a la rada de
Cádiz, Bouilladis divisó los pontones que iban a ser su nueva residencia.
Reconoció antiguas naves francesas y españolas, arrasadas, sucias, lamentables.
Una de ellas, el Castilla la Vieja , había sido asignada
como cárcel para los oficiales. Octave comprendió que ahí dentro sería más
estrecha la vigilancia y que si pensaba en fugarse, le convenía pasar
desapercibido. Aprovechó pues la confusión reinante del desembarco para
arrancarse los galones que aún lucía su uniforme y se introdujo subrepticia-mente
en las filas de los marineros ordinarios.
En calidad de tal fue
trasladado a bordo del pontón Plutón.
Una vez instalado, Octave comenzó a examinar el lugar.
La verdad es que
constituía un espectáculo horripilante y poco tran-quilizador. Los pontones son
un oprobio eterno para quien los inventó: pertenecen a ese sistema de torturas
científicas calculadas sin piedad alguna.
No había jergones ni
colchonetas. Los hombres se acumulaban en el sollado y en los pañoles y, de
noche, tenían que acostarse por el suelo, tapándose con una manta miserable,
suponiendo que la tuvieran, tan apretados unos contra otros que no podían
darse vuelta sin chocar bruscamente con el vecino.
Octave se sintió
desfallecer al ver la comida que les daban, y eso que en las casamatas de
Gibraltar ya estaba acostumbrado a una bazofia abominable. Un cocido
maloliente compuesto de carne podrida y lentejas pasadas era el único alimento
que llenaba su escudilla, además de un pedazo de pan negro, enmohecido. Para
ayudar a tragarse esa porquería, no tenía a su disposición más que agua
corrompida y nauseabunda.
-¡Vamos, hombre! Si hoy
es fiesta -le dijo un granadero veterano que estaba sentado a su lado, en el
suelo, y que ingería su ración con filosofía. Lo normal -añadió, es que den
manteca rancia y arroz con cucarachas.
En esas condiciones,
resulta natural que los prisioneros parecieran espectros. Impresionado,
Bouilladis pensó: ¿dónde he ido a parar? Todos estaban más o menos enfermos y
cada día morían unos veinte por pontón. Se arrojaban los cadáveres al agua y
eso explica que la rada de Cádiz despidiera relentes pestilenciales, que
incrementaban el horror de la vida prisionera.
No era raro que aquella
gente, marinos, soldados, húsares, artilleros, veteranos o reclutas, viviera
con expresión taciturna. Por ejemplo, Octave quedó estupefacto al ver pasar a
un soldado perteneciente al cuerpo de cazadores de la guardia napoleónica
según indicaban los restos de su uniforme, que iba soltando carcaja das al
tiempo que daba saltitos y palmadas. No tardó en entenderlo el tolonés: aquel
soldado estaba loco. A bordo del Plutón
había ya unos diez más que se hallaban en iguales condiciones de infortunio.
El régimen abominable, los malos tratos y los días de castigo en la cala donde
se estancaba un cieno repugnante, les había perturbado.
«Me escaparé, palabra de
Bouilladis, pensaba el teniente de navío, o pereceré en el intento antes de
quedarme aquí»
Parecía más difícil
evadirse de los pontones que de una casamata de Gibraltar. Las portañolas
estaban todas provistas de barrotes de hierro cuya solidez era comprobada
regularmente por las rondas de guardia. En el puente un cordón de centinelas
vigilaba día y noche, con orden de disparar sobre cualquiera que no se encontrara
en el sitio que debía ocupar. Admitiendo incluso que se pudiera salir del
pontón de uno u otro modo, no era una gran ventaja. Todas las orillas de la
rada tenían la vigilancia organizada mediante pequeños piquetes establecidos a
corta distancia entre sí. Por lo que respecta al mar, cinco grandes navíos de
guerra británicos se repartían en la bocana-constantemente atentos a
cualquier anomalía. Lo más seguro es que también por alta mar navegasen
cruceros de guardia. Estas últimas precauciones respondían a la eventualidad
de un posible ataque de las naves francesas, al ser Cádiz por entonces punto
de reunión de la Junta
central, contra la que Napoleón luchaba. ¿No estaba el mariscal Soult
asediando la ciudad?
Por una parte la
disentería, el escorbuto, el tifus, la vida cotidiana insoportable, por el
otro la muerte posible y hasta probable o la libertad, Tolón, Hortense. La
verdad es que no había lugar a dudas y Octave no lo dudó ni un instante.
Emprender a solas esa
evasión resultaba casi irrealizable y por lo demás Octave quería que sus
compañeros de infortunio se aprovechasen del ingenio que nunca faltaba en sus
proyectos. Se trataba de encontrar colaboradores seguros, audaces, prácticos;
en una palabra, gente como él. Octave se propuso reclutarlos.
Iba a bajar por la escala
que llevaba al sollado cuando chocó con un muchacho gordo en otros tiempos, que
subía. Decimos «gordo en otros tiempos» porque éste estaba flaco como los
demás, pero sus harapos flotaban en torno a su cuerpo y la piel de sus
mejillas colgaba fláccida como un odre vacío.
El ex-gordo abrió la boca
para soltar la retahila de improperios, pues la desgracia agria el carácter
humano, cuando su rostro mudó de expresión y, tragándose los insultos, exclamó
alborozado:
-Usted, coman...
Octave le asió el brazo y
se lo retorció.
-¡Cállate, imbécil! -le
espetó en plena cara. Aquí figura que soy un simple marinero igual que tú. ¿No
te das cuenta?
-Perdón... disculpe...
com...
Esta vez fue Octave quien
dejó escapar una imprecación.
-¿No entiendes lo que te
estoy diciendo? Tutéame, cretino, y llámame Octave.
El marinero obedeció
torpemente. Era Marius Fornas, un mozo de Hyéres, ex-artillero a bordo de la Ondina ,
pescado también por los ingleses en Trafalgar, aunque luego no pasase por
Gibraltar. Bouilladis le tenía en buen concepto, así que en seguida decidió
incorporarle a su proyectada evasión.
-Tú que conoces a los
compañeros, señálame a los que creas que son de confianza -le dijo el
teniente de navío a Marius, una vez explicadas sus intenciones.
Fornas se rascó la
cabeza.
-Está Olive llamado el
Piernas Largas, -dijo tras meditar un rato, es un húsar pero astuto como un
marino, y además es de Tolón.
Fueron en busca de Olive,
llamado Piernas Largas. Le encontraron en un rincón del sollado, junto a la
santabárbara; se entretenía activamente esculpiendo una cabeza de inglés en
un pedazo de madera, con ayuda de un viejo cuchillo. Ese cuchillo, objeto muy
valioso en un pontón donde todo utensilio cortante estaba rigurosamente
prohibido, era un regalo del cantinero español que ocupaba la santabárbara,
transformada en tienda que, a precios exorbitantes, vendía artículos infectos
que complementaban el rancho ordinario.
Sin necesidad de muchas
explicaciones, el húsar comprendió de qué se trataba.
-Vaya, vaya -dijo
contemplando su tarea con aire de experto y luego, alzando la vista hacia
Octave como si quisiera juzgarle, añadió: ¡de acuerdo!
Pero, de repente, cambió
de actitud, brincó sobre sus larguísimas piernas enfundadas en las botas y sus
ojos comenzaron a agitarse terroríficos.
-¡Adelante, carguen! ¡No
me cerraréis el paso, malditos marinos! ¡Vamos, desenvainad! Pandilla de...
No supieron a qué
pandilla se refería pues, sosegadamente, el húsar volvió a sentarse y reanudó
su ocupación. No obstante se dignó aclarar lo sucedido.
-No hagáis caso. Es para
despistar a los soldados españoles. Hago ver que estoy mal de la cabeza.
Entendéis, es mejor, así no me molestan tanto.
Octave fijó en veinte la
cantidad de quienes compartirían su suerte. Una vez reclutados, bajo el
consentimiento de Piernas Largas o de Fornas, según procedieran de los
ejércitos de tierra o de los ejércitos de mar, aunque todos nacidos en alguna
provincia meridional (el de más al norte era de Arles), se pusieron manos a la
obra.
Aserrar los barrotes de
una de las portañolas era imposible, el chirrido del hierro hubiera alertado
a los centinelas que, como ya hemos dicho, examinaban con regularidad esos
barrotes. Parecía más aconsejable abrir un agujero en el mismo mamparo de la
nave, y la única dificultad consistía en no equivocarse de lugar: si hacían el
agujero demasiado arriba, los verían al salir; además, había que echarse al
agua y una zambullida siempre se oye. Tampoco convenía perforar el mamparo por
debajo de la línea de flotación pues entonces zozobraría el pontón.
Octave se pasó todo un
día muy interesado por las diversas basuras que flotaban en el agua de la
rada. Apenas se movió de la aleta de estribor, como si el espectáculo le
absorbiera, fijándose en la barcaza que debía usar el cantinero para ir a tierra.
Esa barcaza casi nunca se movía de allí. Flotaba amarrada al pontón, mientras
que el abastecimiento cotidiano llegaba mediante botes que pertenecían al
puerto. Era una embarcación muy pesada que requería al menos tres pares de remos
para su maniobra, y el cantinero, hombre terriblemente perezoso, prefería
utilizar los botes cuando se trasladaba al muelle.
Cayó la noche. Octave ya
tenía calculado el sitio por donde había que horadar el mamparo. Sería detrás
de la cantina, unos metros antes del castillo de popa. Un montón de sacos de
provisiones servirían para disimular las operaciones. Ese sitio tenía la
ventaja de ser el rincón reservado para Piernas Largas, que lo defendía enérgicamente
contra cualquier intruso. Por consiguiente parecía muy natural que se moviera
por allí e incluso en compañía de algunos amigos.
Comenzaron preparando las
herramientas: eran bastante rudimentarias; además del cuchillo de Piernas
Largas, la pieza esencial, no se habían podido reunir más que algunas escasas
navajitas guardadas fraudulentamente, todas más o menos melladas, y algunos
clavos herrumbrosos. Octave tuvo la genial idea de fabricar sierras mediante
arcos de toneles previamente afilados por los bordes. Una vez organizado este
taller, empezaron a trabajar. De noche operaban disimulados por los sacos que,
de día, servían para tapar la tarea realizada. En cuanto a las astillas que
saltaban, se guardaban en los bolsillos y, tras mil precauciones, se arrojaban
al mar.
Fue una operación penosa,
el roble de los mamparos era grueso y muy duro, y los instrumentos muy
deficientes. La labor más ardua, y que estuvo a punto de llevarles al fracaso,
fue vencer la lámina de cobre que forraba las carenas de los barcos y que
ofrecía gran resistencia.
Por fin, una noche, a
través del orificio abierto pudieron divisar la rada de Cádiz, iluminada por
la luna. Sólo faltaba ensanchar el agujero para que pudiera pasar un hombre.
Hubo que esperar unas
cuantas noches más a fin de aprovechar la abertura, pues convenía que no
hubiera luna; los conjurados pasaron horas febriles: a cada momento temían
que una ronda descubriera la perforación, o que el cantinero quitara los sacos,
o que los hombres del bote al pasar por el costado notasen la hendidura. Nada
sucedió.
Llegó la noche señalada.
Octave murmuró una palabra que veinte oídos recogieron y, después del
cubrefuego, los dueños de estos oídos se echaron a dormir todos juntos como
por casualidad en el rincón del sollado cercano a la cantina, que ocupaba
Piernas Largas.
Reinaba la más completa
oscuridad en la rada. No había luna y las nubes bajas velaban hasta el
resplandor de las estrellas. Por si fuera poco, el tiempo amenazaba con tormenta.
Esperaron hasta las once, hora elegida, después del relevo de los centinelas.
Quedamente Bouilladis se levantó y, en un soplo dio la orden suprema:
-¡Obedecedme ciegamente
sin pedir explicaciones y silencio!
Se deslizó detrás de los
sacos: ante él se abría el agujero. Asomó la cabeza y observó en tensión: no
se veía a dos metros. Únicamente se vislumbraban en la orilla algunas luces,
las de los puestos de guardia, pero en dirección a la bocana no aparecía
ningún fanal. Las naves estaban a oscuras. Todo era silencio, negro y espeso,
interrumpido a ratos por el grito monótono de los centinelas que pasaban ronda,
lanzándose la contraseña.
Con infinitas
precauciones, Octave se dejó caer al agua que apenas distaba un metro del
agujero.
Le bastaron unas pocas
brazadas, procurando nadar entre dos aguas, para alcanzar la barcaza. Cortó
la amarra de la embarcación con el cuchillo de Piernas Largas y, sujetando la
cuerda entre los dientes, regresó al pontón remolcando la pesada barca.
Al llegar bajo el
orificio, distinguió la silueta de Piernas Largas. Con prudencia, el húsar se
deslizó al interior de la embarcación. Los diecinueve restantes le siguieron.
De momento, la empresa se llevaba a cabo siguiendo las instrucciones de
Bouilladis, que se aseguró de que los centinelas no hubiesen podido oír el
choque de los pies desnudos de los prisioneros al saltar a la barca. Llevaban
además dos sacos repletos de trapos, que tenían que servir para forrar las
palas de los remos, a fin de remar sin ruido. Las forraron, todos sus
movimientos se realizaban con prisa pero en el mayor silencio. Al fin, Octave,
apoyándose en el pontón, dio un vigoroso impulso a la barca que se puso en
marcha.
Por un instante dejaron
que se deslizara sola, luego agarraron los remos. Habían encontrado tres
pares en el fondo de la barcaza. Así pues, seis hombres empezaron a
manejarlos, seis expertos marineros que ya remaban desde los diez años. Bogaban
sin que nada se notara, apenas un imperceptible rumor cuando la proa cortaba el
agua o cuando los remos forrados se sumergían. Ni un barco que les hubiera
pasado a la distancia de un bichero, les hubiera oído.
Bouilladis llevaba el
timón. Se apartaron claramente de los pontones y se dirigieron hacia alta
mar. Los tripulantes quedaron sorprendidos al ver el rumbo que tomaban pero la
consigna aceptada obligaba al silencio y nadie habló. ¿En qué estaría pensando
su comandante? ¿Pensaba deslizarse por entre los cinco navíos de guerra
ingleses? ¿Se figuraba que iba a poder pasar desapercibido sin llamar la
atención de los serviolas que abundaban a bordo de unas naves fondeadas en la
rada de una ciudad sitiada? ¿Suponía que no habría nadie a bordo de alguno de
los barcos mercantes anclados más al interior que no sospechara que algo estaba
ocurriendo?
Burlar la vigilancia de
los centinelas españoles, los que estaban en tierra, resultaba fácil, pero
engañar la vista y el oído de los marineros, por negra que fuera la oscuridad,
era muy distinto. Evidentemente, si lograba salir de la rada, podrían intentar
un rumbo que les guiase hacia las líneas francesas, suponiendo que supieran
evitar los cruceros británicos y los arrecifes, pues ni ellos ni su comandante
conocían aquellos parajes. Estos eran los pensamientos que torturaban a los
marineros evadidos. Los soldados, en cambio, sólo estaban dispuestos a pelear
cuando se lo ordenasen, pero como de todos modos la consigna mandaba callarse,
todos callaban.
Fue Octave quien rompió
el silencio. En voz muy baja, dijo:
-A doscientas brazas
delante de nosotros hay un mercante inglés, el City, un bride de doscientas toneladas. Subiré a bordo. Me
seguiréis. Me ocuparé del capitán. Vosotros, de la tripulación. No quiero
jaleos inútiles. ¿Entendido?
Los soldados de tierra
encontraron la orden muy natural, mientras que Piernas Largas suspiraba
aliviado pues comenzaba a sentir los miembros entumecidos y ya tenía ganas de
estirarlos contra los insulares. Los demás marineros sin embargo
comprendieron la teme-ridad de la empresa. Marius Fornas creyó que su comandante
se había vuelto loco y arriesgó un comentario:
-Están armados.
-¡Diez cañones del ocho!
-¿Y nosotros?
-¡Silencio!
Aunque la palabra salió
en un susurro, había sido pronunciada con tanta fuerza que ya nadie pensó en
rechistar más. Octave entonces explicó su plan:
-Tengo el cuchillo de
Olive. Vosotros coged los bicheros y todo lo que corra por la barca y a bordo
del mercante. Y si no, usad los puños.
No había nada más que
decir. No hacen falta frases grandilo-cuentes cuando ya se sabe lo que hay que
hacer. Del City sólo se distinguía su
negra mole, muy cercana. No hubo orden alguna. Los marineros estibaron los
remos, la barcaza se deslizó por el costado, pegada al brick, a la altura de
las jarcias del palo mayor. De noche, cuando se fondea, la parte central de una
nave es siempre la más desierta. No suele haber serviolas en toldilla o en
cubierta, apenas hay dos hombres de guardia, uno para una inspección rutinaria
y el otro por si estallara algún incendio. El primero suele instalarse ante uno
de los castillos y el otro junto a la escotilla que lleva al pañol de pólvoras.
A veces se añade un tercero cuando la nave transporta vino o aguardiente, pero
éste no era el caso del City.
Ágil como una ardilla,
Octave escaló los costados del barco seguido muy de cerca por Marius Fornas y
por otros tres marineros, los demás prisioneros tenían que ayudarse mutuamente
pues acostumbrados a moverse en tierra les costaba mucho encaramarse.
Octave y sus cuatro lobos
de mar se dirigieron al castillo de popa e irrumpieron de golpe en el camarote
del capitán. Sobre la mesa brillaba una linterna sorda y en la litera roncaba
el comandante del City, con el
sosiego de la persona que sabe que no tiene nada que temer, desde el momento
que las murallas de la ciudad son sólilas y la guarnición abundante, y que cinco
naves de Su Majestad británica montan guardia en la bocana, sin más enemigos
por los alrededores que unos miles de cautivos franceses a punto de fallecer de
tifus y de miseria en unos pontones.
No cabe duda de que el
bueno del capitán Beresford estaba soñando con Plymouth, su ciudad natal; no
cabe duda de que se hallaba de nuevo pisando las verdes praderas del Devonshire
donde pacen hermosos corderos que luego se convierten en sabrosos asados. O
quizá soñaba que ya empuñaba un cuchillo a punto de cortar uno de aquellos
tiernos asados.
De pronto despertó
sobresaltado. Una linterna le enfocaba el rostro y arrancaba destellos de un
cuchillo que no parecía destinado a cortar un asado, sino que amenazaba
seriamente su propia garganta. Más penosa fue su impresión cuando oyó las
siguientes palabras pronunciadas en francés:
-Comandante, en nombre
del Emperador tengo el honor de haceros prisionero de guerra.
El inglés intentó
protestar, abrió la boca para lanzar un grito cuando un pinchazo con la punta
del cuchillo le recordó que el silencio es oro.
Con gran tranquilidad, la
persona que sostenía el cuchillo le explicó:
-Más vale no llamar a
nadie. Estoy aquí con algunos amigos y cualquier intervención para liberarle
sería inútil, pues además personalmente tampoco os serviría de gran cosa, ya
que no tendría más remedio que degollaros como a un cerdo. Pero, a propósito,
comandante, ¿entendéis el francés?
Furioso, desconcertado,
aterrado, el capitán Beresford gruñó:
-Oh... sí... un poco...
pero...
-Mejor -contestó Octave,
pues ya sabemos que era Bouilladis el que ponía al inglés entre el cuchillo y
la pared, dicho sin metáfora alguna.
-Mejor porque así
entenderéis con más facilidad lo que espero de vuestra persona.
Se volvió a oír un
gruñido.
-Estupendo. Ahora
saldréis a ordenar que vuestros hombres aparejen, teniendo en cuenta que mis
amigos les ayudarán a ejecutar correctamente la maniobra por si los vuestros
tuvieran dificultades. Os ruego que os vistáis y que subáis a vuestro puesto.
Largaremos velas rumbo a alta mar. Puedo informaros que tenemos viento muy
favorable, brisa bastante fresca que sopla sur-suroeste. Debemos pasar por
delante de cinco naves de vuestro país, fondeadas en el canal de la bocana.
Seréis tan amable de comu-nicarles que, por orden del almirante, os veis
obligados a zarpar con toda urgencia rumbo a Palma. A fin de que no os
atosiguen los resultados de esta mentira insignificante, puedo informaros que
el almirante se aloja en tierra y que, por consiguiente, los navíos no tendrán
tiempo de verificar vuestra afirmación. únicamente quiero añadir un detalle:
entiendo perfectamente el inglés aunque me cueste hablarlo, así que me tendréis
a vuestra espalda y si oigo la mínima palabra que pueda traicionarnos, me veré
en la triste obligación de hincaros este lindo cuchillo, fabricado por vuestros
amigos españoles, en los riñones. ¿De acuerdo?
El capitán comprendió que
no había nada que discutir. Distinguió por la puerta entreabierta algunos
rostros poco tranquilizadores y se limitó a responder:
-¡All right, sir!
Beresford, bajo la atenta
mirada de Octave, se levantó refunfu-ñando de su litera, se puso los calzones
y el chaquetón y subió a su puesto. No necesitó despertar a la tripulación.
Previsores, los franceses ya se habían encargado de hacerlo. Llenos de
iniciativas y de buenas intenciones, habían atado y amordazado al guardia apostado
en la escotilla de los pañoles y se habían apoderado de pistolas, sables y
picas. Cada francés iba cargado de un verdadero arsenal.
Asimismo, Olive llamado
Piernas Largas había decidido por cuenta propia que como él no servía para
maniobrar marineros, más valía que se dedicara a vigilar los pañoles,
procurando que ningún inglés se acercara en busca de armas. Los marinos
británicos, aún soñolientos y desorientados, se hallaban agrupados en la proa
del barco y mantenidos a raya por las picas y las pistolas que los franceses
empuñaban descuidadamente. El desconcierto de los ingleses se convirtió en
estupor cuando oyeron que su comandante les ordenaba aparejar. Estimulados por
las armas de los franceses, cumplieron las órdenes al instante.
Ya había dicho Bouilladis
que el viento era particularmente favorable, y tenía razón. Tras desplegar velas
y levar anclas, el brick arrancó con dirección a alta mar. Fornas se había
encargado de sustituir al timonel, a fin de evitar cualquier falsa maniobra.
Llegaban ya delante del
primero de los buques de guerra. El serviola situado en la cofa de esa nave
lanzó el grito reglamentario:
-¡Ho! ¡the ship, hoay!
El capitán Beresford asió
el megáfono que le tendía Octave y gritó lo que éste le había ordenado que
dijera.
Una vez en alta mar, los
prisioneros prorrumpieron en estrepito-sos hurras de alegría. Estaban libres.
Como la despensa se hallaba bien provista, celebraron su libertad con una
buena comida, aunque sin cometer excesos. Bouilladis ya había dado
instrucciones muy estrictas sobre este aspecto: prohibidos los escándalos y las
brusquedades. Él mismo se constituía como ejemplo al tratar amablemente a
Beresford, no sin recordarle de vez en cuando que la menor tentativa de motín
por parte de los ingleses iría seguida inmediatamente de la ejecución de su capitán.
Octave comía acompañado
por Beresford y su segundo. Este último había demostrado al principio poseer
un escaso sentido del humor y había proferido frases discordantes sobre la
piratería en general y sobre determinados piratas en particular. Bouilladis,
sin entrar en discusiones inútiles, le contestó cordialmente que si no le
gustaba el viaje ya podía regresar nadando a Inglaterra. El segundo declinó la
oferta y atenuó desde aquel momento la agresividad de sus frases.
Durante el día, Beresford
y Octave se enzarzaban en inter-minables partidas de cartas. El inglés, que
hablaba francés bastante bien, comenzó a asimilar expresiones provenzales,
con gran alborozo del tolonés y terrible enojo del segundo.
De noche, por toda
precaución, se limitaban a encerrar a los oficiales británicos en sus
camarotes mientras que los marineros de la nave quedaban recluidos en el sollado,
salvo los estrictamente necesarios para la maniobra, vigilados por Marius y
los demás franceses.
Varias veces se cruzaron
con buques de guerra ingleses; Beresford repetía entonces el cuentecito que
Octave le había enseñado. Se lo sabía ya de memoria y lo recitaba
imperturbable. De todos modos, por si le fallase la memoria, Bouilladis se
ponía a su lado, jugando distraído con el cuchillo.
Bastaron doce días para
avistar las costas de Provenza, el corazón brincaba en el pecho del teniente
de navío y todos los franceses apenas podían contener la excitación. Se
sentían ya en casa, parecía como si la brisa trajera los efluvios de su tierra,
el perfume de sus flores y el canto de los grillos. Octave les convocó en
cubierta.
-No sería oportuno -dijo-
sino que resultaría peligroso, pasar por delante de las baterías de Tolón
ostentando los colores británicos. Deberíamos confeccio-nar una bandera
tricolor.
Marius Fornas dio un paso
al frente:
-Con permiso, mi
comandante, ya se me ocurrió la idea.
Y el tolonés sacó de
debajo de su blusa marinera un pabellón hecho a base de entrecoser banderas de
señales. Pero, simultánea-mente, los demás evadidos hicieron lo mismo y no
tardó Bouilladis en tener ante sus ojos veinte banderas tricolores. Cada
francés había tenido la misma ocurrencia y cada uno había trabajado a escondidas
de sus compañeros. Decidieron que el pabellón de Piernas Largas era el mejor y
lo izaron en lo alto del palo mayor. Mientras los tres colores se elevaban al
aire, marineros y soldados franceses, al unísono, aclamaron:
-¡Viva el Emperador!
Al cabo de unas horas, el
vigía de la fortaleza de Tolón señalaba la entrada de un buque que enarbolaba
pabellón francés, a pesar de que cualquier grumete de Saint-Tropez lo hubiese
identificado como inglés. Se trataba del brick City, armado de diez cañones del ocho, capturado por el teniente
de navío Octave Bouilladis en compañía de veinte prisioneros de los pontones.
Es de suponer cuánto
entusiasmo provocó en Tolón ese regreso. No vamos a referir el gozo de los
familiares y amigos de los evadidos, que ya los daban por perdidos para
siempre, ni la felicidad de Hortense que, quince días después, se casaba con
el capitán de corbeta, Octave Bouilladis, caballero de la Legión de honor.
En cuanto a Beresford,
tampoco recibió mala acogida en Francia. Supieron tratarle no sólo con
humanidad sino además con generosidad, como corresponde a enemigos que por
avatares de la guerra caen prisioneros. Se le otorgó la libertad bajo palabra y
le gustó tanto Tolón que abrió una tiendecita. Aunque quizás su arraigo en
Provenza se debiera a la intensa mirada de una tolonesa que no le dejaba indiferente.
Su amistad con Octave se
consolidó para siempre, y el día que Beresford se casó con su linda tolonesa,
el capitán Bouilladis hizo de testigo. Durante la comida de bodas, él mismo
contó la historia de su captura y, al terminar, le preguntó a Bouilladis:
-Pero, ¿por qué, desde
aquella noche en Cádiz, nunca quisiste hablar en inglés conmigo? Tú mismo me
dijiste que sabías hablarlo.
-Pues verás, nunca me
entero de las primeras palabras -replicó Octave- y entonces con tu megáfono
hubiese podido decir lo que quisieras que yo no lo hubiera comprendido.
0.120. anonimo (francia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario