Translate

lunes, 8 de octubre de 2012

La jaula de surcouf

Desde la primera mitad del siglo XVII, con el poderío español en decadencia, In­glaterra, Francia y Holanda se disputan la hegemonía de los mares, indispensable para el comercio con las Indias. Dos siglos había de durar la rivalidad entre ingle­ses y franceses gran parte de la cual tuvo como escenario el Canal de la Mancha. Frente al poderío inglés, los franceses -mejores corsarios que almirantes- de­sarrollaron un tipo de guerra basado en el genio y decisión de los lobos de mar. El corso era entonces una forma legítima de guerra y un marino provisto de esa pa­tente no era considerado un pirata, aun­que sus métodos eran análogos, actuando por su cuenta y riesgo y teniendo una ele­vada participación en los botines. Los «hermanos de la Costa» más famosos fue­ron Jean Bart, de Dunkerque, Duguay ­Trouin y Surcouf, de Saint-Malo; éste úl­timo combatió en el Océano Indico y ex­ploró Madagascar.

-Decid, capitán Rivington, ¿quién es ese Surcouf? -preguntó la margravesa d'Anspach, casada con el general inglés Saint-John. No hago más que oír hablar de él, desde que estoy en las Indias, y sentiría tener que marcharme sin haber­lo visto siquiera.
-¡Bah! -dijo el oficial británico en­cogiéndose de hombros, es un miserable corsario francés que, de vez en cuando, con sus casca-rones de nuez, tiene la osa­día de insultar a los navíos de Su Majes­tad. Si se pusiera al alcance de los caño­nes del Kent, me bastaría con un cuarto de hora para mandarlo a pique.
-El hecho de que nos siga fastidiando, quiere decir que nadie ha hecho nada para eliminarlo -añadió James O'Connor, un joven funcionario de la Compañía de las Indias, la gran compañía inglesa que, tras el hundimiento de su homónima france­sa, explotaba las colonias indostanas, con­siderablemente incrementadas a raíz de la derrota de Tipoo-Saib, sultán de Myso­re, y de las conquistas a costa de Holanda y de los príncipes mahratas.
-Además -completó Rivington, los franceses no entienden nada de cosas del mar.
Esta conversación tenía lugar durante una cálida jornada a finales de primavera en el año 1799, en Calcuta, capital de Bengala. Quienes hablaban se hallaban en la terraza de la residencia del mar­qués de Wellesley, gobernador general de las Indias y delegado por la Compañía. Magnífica residencia, en verdad, cons­truida al estilo de una mansión inglesa, pues los ingleses, cuando se establecen lejos de su país, transportan sus costum­bres y su manera de vivir; no obstante lord Wellesley había enriquecido sus apo­sentos con maravillas del país, obras de arte de todo tipo, estatuas de bronce o piedras raras, telas preciosas, tapices de ricos colores, regalos mandados por los príncipes indígenas deseosos de obtener sus favores, o producto de los saqueos realizados en los palacios de los ven­cidos.
Gente notable se hallaba reunida aque­lla tarde en la terraza. Tomaban el té como lo harían en Londres a igual hora.
Era el centro de la reunión la margrave­sa d'Anspach, alemana de origen y pa­riente cercana del rey de Prusia, pero inglesa por su matrimonio y principal in­vitada del gobernador. A su alrededor dis­currían oficiales de marina y de tierra, funcionarios de la Compañía, magistra­dos y otra gente, ya casada, junto a sus esposas.
Era una de las últimas reuniones de temporada, pues poco faltaba para que la sociedad británica de Calcuta se disgre­gara ; la temperatura comenzaba ya a amenazar con inclemencias y el clima re­sultaba poco sano. Dentro de unos días casi todas esas damas, entre ellas la mar­gravesa, embarcarían rumbo a Londres a bordo de la fragata Kent, uno de los mejores navíos de la flota de la Compa­ñía. El capitán Rivington, hombre muy conocido en los salones mundanos, con­tra lo que pudiera indicar su oficio de marino, y bien relacionado en la gentry inglesa, era precisamente el que con tan acentuado desdén había hablado del cor­sario francés Surcouf.
En ese momento le decía a James O'Connor:
-Con algunos cutters o hasta con unos cuantos lugres bien armados, limpiaría­mos los mares de esa plaga que los des­honra.
-Discrepo, capitán.
Esas palabras habían sido pronuncia­das en tono seco y tajante.
Los invitados volvieron la cabeza ha­cia quien las había proferido: un oficial de caballería que aparentaba tener unos treinta años, el coronel Arthur Welles­ley que hasta entonces había permane­cido en silencio.
Las damas se sonrieron ante Wellesley, primero porque les gustaba su perfil de medalla romana, sus rasgos nítidos, su mirada fría y harto dura, su porte esbel­to y elegante, su gracia favorecida por el uniforme rojo con galones de oro, pero también sonrieron porque era el herma­no del gobernador general, que se había cubierto de gloria en la campaña contra Tipoo-Saib, lo que le había valido el nom­bramiento de gobernador de Seringapa­tam, provincia reciente-mente sometida. Todas estas circunstancias le convertían en un personaje muy interesante.
Arthur Wellesley, como si le pesara abandonar su mutismo para participar en la discusión, insistió:
-Sí, capitán, discrepo. Conozco a los franceses, realicé parte de mis estudios militares con ellos, en Angers. Son unos valientes. Evidentemente su marina se vio afectada por la revolución, pero no faltan en los barcos hombres intrépidos que siguen manteniendo muy alto su pa­bellón. En cuanto a ese Surcouf, capitán Rivington, deseo que le venzáis con la misma facilidad que decis si alguna vez os lo encontráis.
-¡Oh! ¡Qué apasionante! -exclamó la margravesa d'Anspach. ¿Así que es tan extraordinario como dicen?
-Es un hombre, señora, que, en una barcaza de veinte toneladas, el Hasard, se escondió en uno de los recodos del Ganges, cerca de Balassore, en acecho de uno de nuestros mayores veleros, el Tri­tón, que volvía de Inglaterra cargado de mercancías. Lo asaltó, lo capturó y se lo llevó a un puerto de la isla de Francia, a mil doscientas leguas de aquí con todo su cargamento, burlándose de los cruceros de Su Majestad o de los de la Compañía.
-¿Y hace mucho? -volvió a pregun­tar la margravesa.
-Hará unos tres años, pero desde en­tonces nos ha causado muchos más per­juicios y, a pesar de lo que puedan pensar el capitán y el señor James O'Connor, he­mos hecho todo lo posible para cogerle.
La Compañía ha llegado a prometer una fortuna en rupias a la tripulación que lo capture. Eso demuestra que no lo consi­deramos enemigo tan despreciable como estos señores parecen dar a entender.
-¡Una fortuna en rupias! ¡Ah! ¡Coro­nel, estáis acuciando mi deseo de ver al personaje! -suspiró la prima del rey de Prusia. ¡Qué interesante debe ser!
-Yo no le conozco -contestó el coro­nel en un tono que indicaba sus ganas de acabar con el tema.
-Pero yo sí que le conozco -dijo sir William Burough, un magistrado de as­pecto modesto y discreto.
Rivington, desairado mientras hablaba sir Arthur Wellesley, soltó una risa iró­nica.
-¿Vos, señor Juez? No conocía vues­tra amistad con los corsarios.
-Le vi sin embargo, o mejor dicho le distinguí, y de eso hará ya unos diez años. Aún no estábamos en guerra con Francia y yo había ido a Saint-Malo. La revolu­ción apenas se hallaba en sus comienzos en ese infortunado país. Me paseaba por el puerto con un amigo de mi padre, un consejero del Parlamento de Bretaña, cuando vi que se acercaba un buen mozo, que tendría al menos cinco pies y seis pulgadas, de anchas espaldas y con anda­res típicos del marino que pisa tierra. No me refiero a vos, capitán Rivington, pues poseéis el donaire de un danzarín.
La verdad es que Rivington tenía una silueta voluminosa. Hubo algunas sonri­sas en los rostros de las damas que goza­ron de la ocurrencia, mientras que el ca­pitán enrojecía. Sin abandonar su tono suave y cortés, el magistrado prosiguió:
-El chico no era guapo, todo lo con­trario. Tenía la nariz chata y la cara cu­bierta de pecas. Sus labios delgados no cesaban de agitarse como si estuviera hablando todo el rato consigo mismo. Los ojos eran pequeños y de color indefinido, pero ¡qué mirada! Nunca la olvidaré. Por mi indumentaria reconoció que yo era inglés y me lanzó una ojeada que me es­tremeció. Mi profesión no consiste en ser valiente.
Las damas dejaron escapar nuevas ri­sitas mirando de reojo a Rivington, que volvió a sonrojarse. Sir William Burough continuó imperturbable:
-Le pregunté a mi acompañante quién era aquel joven de mirada feroz. Se echó a reír: «Es de aquí, me explicó. No le vemos a menudo porque lleva cuatro años en el mar y sólo tiene diecisiete. Embar­có a los trece y ya ha viajado a las Indias y a las islas. Su familia suspiró aliviada de que se fuera pues tiene un carácter indomable. En cuanto a la furiosa mira­da que nos ha lanzado, y que he notado, no me sorprende en absoluto. Odia a to­dos los de vuestro país. Ese odio es here­ditario: desciende de Duguay-Trouin por su madre...» ¡Pues bien! Sentí cierto in­terés por ese encarnizado enemigo de nuestros compatriotas y nunca dejé de recibir información acerca de lo que ha­cía. Sé que ha armado navíos con patente de corso. Primero tuvo el Emilie, luego el Clarisse y luego el Hasard como ya sa­béis. Ahora navega al mando de un brick de veinte cañones que se llama, me pa­rece, el Confiance. Tiene su refugio en la isla de Francia, en Port-Louis, y con esos barcos, todos de tonelaje ligero pues él es su propio armador y no dispone de más medios que el producto de sus pre­sas, no vacila en atacar a nuestras mayo­res naves. Por supuesto el capitán Ri­vington no desconocerá estos últimos de­talles.
-No -dijo bruscamente el capitán del Kent, no los desconozco, aunque tampo­co impiden que esté decidido a hundir a esse Surcouf o dejo de llamarme Riving­ton, a condición, claro está y que el señor juez me perdone, de que el corsario se cruce por mi camino.
-¡Oh! ¡No lo hundáis, capitán! -gi­mió la sensible margravesa. Más vale que lo capturéis. Lo encerraremos en una jaula y lo exhibiremos en todas partes como una bestia salvaje. Será una buena atracción para la temporada de Londres.
-Vuestros deseos son órdenes, señora -replicó Rivington con galante reveren­cia. Pero por desgracia, como vea al Kent, una fragata de cuarenta cañones, mil quinientas toneladas y provista de una dotación de cuatrocientos marineros, en­tre ellos cien soldados, se escapará con toda la velocidad que le permitan sus velas.
La frase corrió de boca en boca por toda la colonia inglesa de Calcuta pues Sur­couf era el hombre del día, el terror de todos aquellos que sabían que un día u otro debían regresar a la madre patria, con el consiguiente riesgo de caer vícti­mas del terrible corsario.
Resultaba consolador que un hombre como el capitán Rivington, comandante de uno de los mejores navíos de la Com­pañía, se comprometiera por su nombre a capturar a Surcouf, y aún parecía me­jor augurio el hecho de que la prima del rey de Prusia estuviera decidida a ence­rrarlo en una jaula.
Los boletines de la ciudad publicaron esos estimulantes propósitos y cuando la margravesa embarcó a bordo del Kent pa­ra volver a Inglaterra en compañía de al­gunas esposas de altos funcionarios y po­tentes comerciantes, unos cuantos oficia­les que habían venido a despedirla, le gri­taron desde la pasarela agitando sus pa­ñuelos:
-Cuando hayáis exhibido a Surcouf en su jaula por todo Londres, enviád-noslo para que también nosotros podamos verle su horrible hocico.
No sabían que en aquellos momentos Surcouf navegaba siguiendo las costas de Bengala. Iba a bordo de su brick, armado de veinte cañones. Surcouf se sentía con­tento de aquel pequeño velero y de su tri­pulación de cien hombres decididos, que, casi todos, llevaban ya bastantes años a sus órdenes por aquellos parajes. El Con­fiance se había construido en Burdeos bajo sus indicaciones y poseía las cualida­des que requiere la navegación por el Pa­cífico; podía desplegar mucho trapo, cosa indispensable en mares donde hay que aprovechar el menor soplo de brisa; por lo demás, era muy manejable y muy veloz.
Sin embargo, a Surcouf le hubiese gus­tado gobernar un navío más importante, por ejemplo una bonita fragata de cuaren­ta cañones. ¡Cuántas hazañas podría rea­lizar entonces! Pero una fragata sale muy cara, y ya se había gastado en el brick to­dos sus haberes.
El corso era buen oficio. Aunque el cor­sario, en cierta manera, dependiese del Estado y necesitara su «patente» para que le consideraran como beligerante, no tenía más dueño que el mar, actuaba a su antojo e iba a donde quería. Toda nave enemiga conquistada, nave mercante o nave de guerra, desde que quedaba decla­rada «objeto de botín», le pertenecía y po­día venderla en provecho propio.
Llevaba Surcouf cinco años ejerciendo el corso. Tenía su base en un puerto de la isla de Francia, Port-Louis. Muchas eran las veces que había regresado con barcos ingleses capturados, como aquel Tritón caído en la emboscada que le tendió por el Ganges, y sin embargo, aún no era rico. Escaseaban los compradores, no era fácil vender las naves apresadas y, para colmo, encontraba obstáculos para colocar su cargamento pues el comercio con los ho­landeses, que hubiesen sido los mejores clientes, se hallaba paralizado por los in­gleses. Del producto de la venta, tenía que destinar un tercio para pagar a la tripu­lación, y parte del resto correspondía al Estado. Armar una nave valía mucho di­nero.
Mientras vigilaba las costas, Surcouf soñaba en alguna presa importante que le permitiera liquidar ciertas deudas enojo­sas. También sus hombres comenzaban a impacientarse. Los británicos, de un tiem­po a esta parte, manifestaban excesiva prudencia.
Pocos días antes, el corsario había zar­pado de una bahía cercana a Coromandel. No sólo se había reabastecido de agua po­table, sino que se había entrevistado con un rajá destronado por los ingleses y que, por consiguiente, se había vuelto amigo suyo en nombre de una enemistad común. Ese emisario había advertido a Surcouf de la salida del Kent y también le había informado acerca de los rumores que alu­dían, procedentes de Calcuta, a las frases pronunciadas por el capitán Rivington y por la margravesa d'Anspach. Igualmente le comunicó las intenciones que tenía esa amable dama de encerrarle a él, a Sur­couf, en una jaula y de exhibirlo en Lon­dres.
Ese era el motivo de que Surcouf, aque­lla mañana, mientras paseaba absorto por el puente del Confiance fumando un apes­toso cigarro, mostrara destellos irónicos en su astuta mirada.
No estaba muy alto el sol todavía cuan­do el serviola gritó:
-¡Barco a la vista!
En dos saltos Surcouf había subido al castillo de popa y, con su catalejo, escru­taba el horizonte. A distancia, al norte, una gran fragata de tres palos, armada con cuarenta cañones del dieciocho, tan­to en la batería como en sus castillos, na­vegaba velas desplegadas a favor de una fresca brisa. Su rumbo la acercaba al Con­fiance. Enarbolaba el pabellón de Inglate­rra y el gallardete de la Compañía de In­dias.
Atacar a semejante navío tan fuerte­mente armado cuando sólo se dispone de un brick de veinte cañones del ocho, y so­bre todo cuando la fragata tiene el viento a favor, parecía una loca temeridad. No quedaba más opción que dar media vuel­ta y aprovechar las cualidades marineras del brick para escaparse. Pero, precisa­mente, Surcouf tenía ideas muy distintas.
Se acercó al alerón del castillo y les gri­tó a los contramaestres que ya se habían puesto a discutir cuáles serían las posi­bles intenciones de su jefe:
-¡Zafarrancho de combate!
Luego añadió:
-Aún nos queda media hora antes de ponernos a tiro. Que se distribuya ración doble de ron. Hacen falta muchos ánimos para atacar al inglés, que nos dobla. Con­cedo una hora de saqueo sobre todo lo que no sea cargamento.
De toldilla y del entrepuente llegaron alegres gruñidos. Todos esos hombres, ru­dos marinos, recogidos en puertos tan distintos, no tenían más propósito que asestar cuchilladas, tragar pintas de ron y saquear bienes ajenos. Todos guardaban una confianza ciega en su jefe. El nom­bre del brick era la divisa de la tripula­ción. Si el comandante había dicho que habría saqueo, es que habría saqueo y que ganarían el combate que se avecinaba. Tan seguros se sentían en esto como de la doble ración de ron que ahora bebían en sus vasos metálicos. La nave enemiga era muy grande. Pues mejor, así sería mayor el botín. Surcouf conocía su oficio, basta con dejarle maniobrar a su antojo, y esperar.
A bordo del Kent, pues ese era el bar­co avistado por el Confiance, también se tenían noticias del brick y ya sabían con quién iban a enfrentarse.
El capitán Rivington había mandado llamar a las damas para que subieran a ver la nave corsaria. La margravesa la examinó con el catalejo.
-No parece muy terrible -declaró ha­ciendo un mohín de desprecio.
-Miradla bien -dijo el capitán, no la veréis por mucho rato. Se escapará.
-iQué lástima! ¡Hubiese sido un buen recuerdo ver cómo castigabais a ese fran­cés insolente!
Sin embargo, el brick no daba señales de huida. Ciñendo velas, bordada tras bordada en su intento de navegar contra el viento, iba enfilando a la fragata cada vez con más proximidad. Ésta, impulsada por la brisa y muy cargada de trapo, co­rría con gran rapidez. El enfrentamiento era inminente.
-¡Está loco! -gritó Rivington que se había puesto nervioso, aunque simulara aires de calma. Peor para él -excla­mó, si eso es lo que quiere.
Entonces dio las órdenes para la bata­lla.
Los corsarios ya se habían bebido el ron y ahora se hallaban atentos en sus puestos de combate. Los marineros en las gavias, los artilleros junto a las carrona­das y los demás en el puente.
Surcouf, en el alcázar, lucía al cinto una ancha faja multicolor provista de sus joyas para la fiesta: un sable, un puñal y cuatro pistolones. Detrás, en cuclillas, su fiel negro Bambú ordenaba flemático tres fusiles dobles y una banasta llena de car­tuchos preparados, repletos de metralla. Surcouf afirmaba que la metralla es ex­celente en un combate a corta distancia y muy superior a la bala.
-No se trata -repetía convencido, de matar a la gente sino de tumbarlos a la primera.
Ahora, desde toldilla, la margravesa identificó a Surcouf. Clara-mente respon­día a la descripción que a menudo le ha­bían hecho: un coloso, vestido con camisa roja, ceñido por rutilante faja, cubierta la cabeza de madrás que flotaba al viento.
-iSobre todo cogedle vivo! -reco­mendaba la afable señora que no olvidaba su simpática idea de la jaula; ¡será un espectáculo tan pintoresco!
Rivington se lo prometió, aunque a la margravesa le pareció notar menos segu­ridad en su voz y menos decisión en sus palabras.
La tripulación inglesa se entregaba ale­gremente a los preparativos reglamenta­rios. De la santabárbara llegaban los ba­rrilitos de pólvora, las balas se acumula­ban junto a las portañolas, se encendían los botafuegos y el escobillón se introdu­cía por las bocas de los cañones.
El júbilo general surgía al pensar en los miles de rupias que significaría la cap­tura del corsario. Ningún inglés la ponía en duda.
Las piezas estaban ya cargadas y a pun­to de disparar.
-¡Esperad mis órdenes! -gritó el ca­pitán.
Reinó el mayor silencio.
El brick, con el pabellón tricolor que ondeaba a proa y en la punta de su palo mayor, ya se había puesto a tiro. Pero, de pronto, torció el rumbo y se deslizó lite­ralmente ante las narices de la fragata, saliendo del punto de mira de sus cañones de estribor. Fue la nave corsaria la que soltó una andanada, una andanada terri­blemente precisa que cortó de raíz el bau­prés del Kent, arrancó su mascarón de proa y acabó rompiendo un ancla.
-iVoto al chápiro! -juró Riving­ton. Lo tenemos que coger por babor.
El brick pasó alrededor de la fragata y ésta a su vez disparó. Las veinte piezas de babor escupieron sus balas, pero con gran furor del capitán, ninguna alcanzó al Confiance que se escabulló hacia la amura.
El brick se hallaba fuera del alcance de los cañones. ¿Mantendría su posición? En absoluto. Esta vez con el viento a favor, cargó velozmente sobre el inglés, se situó de nuevo lejos de su línea de tiro, pasó por la popa y mandó una descarga.
Ya no quedaban damas en toldilla. Se habían precipitado al sollado, temblando y creyendo que su última hora había lle­gado, mientras imaginaban al Kent he­cho pedazos en mitad del oleaje. Riving­ton, frenético y rabioso, con la cara más roja que el madrás de Surcouf, vocifera­ba sus órdenes a los marineros que no sa­lían de su asombro.
Los cañones disparaban inútilmente. Hasta ahora no habían obtenido más re­sultado que, a costa de quemar muchas libras de pólvora, estropear uno de los juanetes del Confiance, sin daños de ma­yor envergadura.
El capitán entonces, al comprender que el corsario tenía la audacia de buscar el abordaje, sólo pensó en evitarlo. Cambia­ba de rumbo, intentaba cazar al brick a cañonazos, despotricaba en vano pues el brick era más rápido y daba la impresión de que Surcouf conociera de antemano las maniobras que iniciaba su enemigo, burlándolas sin cesar.
El combate podía equipararse al de un perro enorme contra una avispa. El ani­mal da vueltas y más vueltas, se revuelve para aplastar al insecto pero el insecto escapa y regresa para picarle donde me­nos lo espera el perro.
El Kent comenzaba a verse seriamente dañado por la puntería artillera del Con­fiance. Varias de sus piezas habían que­dado inutilizadas, algunos boquetes se abrían en sus costados, el velámen apare­cía rasgado y el palo de mesana amenaza­ba con venirse abajo, aparte de la falta del bauprés.
Por fin Rivington creyó haber alcanza­do al brick con una descarga. Surcouf ha­bía cometido una imprudencia y había presentado su flanco a la batería de es­tribor. La alegría duró poco cuando com­probaron los ingleses que su andanada apenas había rozado las velas del corsario. Rápidamente, los artilleros procedieron a limpiar los cañones con intención de apuntar de nuevo, pero no tuvieron tiem­po. El corsario, en un brusco viraje, se ha­bía pegado a la proa de la fragata.
El Kent poseía una envergadura mu­cho mayor que la del pequeño brick y pa­recía difícil que este último lograra arro­jar sus garfios de abordaje. Sin embargo, Surcouf no los necesitaba. La gigantesca ancla del Kent había quedado trincada entre los obenques del mesana corsario y ambas naves se hallaban mutuamente amarradas.
Aún no se había recuperado Rivington de su asombro cuando cincuenta france­ses, con el sable de abordaje entre los dientes y una pistola en cada mano, salta­ron sobre cubierta al mando de Surcouf.
Hubo una corta pelea, y los marineros y soldados británicos que intentaron resis­tirse al asalto de los corsarios, cayeron muertos o fueron rechazados.
-¡Todos al sollado! -aulló el capitán inglés.
En un instante la cubierta se vació y Surcouf se encontró dueño de un puente desierto donde yacían muertos y heridos.
Abajo, los ingleses se disponían a ven­der cara su piel. Levantaron barricadas en todas las puertas, reunieron armas de fuego y a toda prisa buscaron en el pañol cartuchos para esas armas, precaución que antes habían olvidado, al no haberlo ordenado su comandante que tan seguro se sentía de hundir a la primera descar­ga el «miserable brick» de Surcouf.
Las mujeres, locas de terror, lanzaban chillidos que se mezclaban con el chocar de las armas y los juramentos de los sol­dados.
-¡Como no os calléis de una vez, os hecho al mar! -rugió Rivington, que ya no era el galante gentleman del té del go­bernador, sino un hombre enloquecido que veía con desesperación cómo un puña­do de franceses desharrapados le asalta­ban el barco.
¿Pero qué significaba aquel sordo ru­mor que los ingleses percibían en el puen­te por encima de sus cabezas? ¿ Qué esta­rían haciendo los corsarios?
-¡Trasladan los cañones! -gruñó el artillero.
No se equivocaba. A los pocos minutos, por el marco de una escotilla que había quedado abierta, los británicos distinguie­ron la boca de un cañón, de uno de sus ca­ñones que les apuntaba. La oscuridad rei­naba en el sollado, todos los portillos es­taban cerrados y cada inglés corrió a acu­rrucarse donde fuera para librarse de la descarga.
Pero, formidable y estruendosa, áspera por su duro acento bretón, se oyó la voz de Surcouf, que resonaba en la batería con una potencia atronadora.
-¡Rendíos, ingleses, vuestro cañón es­tá cargado con metralla hasta los topes! Dispararé hasta que no quede nadie.
Hubo un silencio. Todos sabían que el corsario era hombre que hacía lo que de­cía. Del fondo del sollado se alzó la voz del coman-dante:
-Nos rendimos.
El cañón retrocedió y los franceses des­colgaron una escala de cuerda por la es­cotilla, que usaron uno tras otro los mari­neros y soldados de la tripulación.
En cabeza, apareció el comandante.
-¿Cómo os llamáis? -preguntó Sur­couf.
-Capitán Rivington, comandante del Kent.
-Es mentira. Habéis dicho que deja­ríais de llamaros Rivington si no me hun­díais, siempre que yo me cruzara en vues­tro camino. Me he cruzado en vuestro ca­mino y no creo que me hayáis hundido. Por eso os pregunto cómo os llamáis.
La broma no hizo sonreír al capitán que apretó blandamente la mano que le ten­día el corsario.
Soldados y marineros fueron desarma­dos y encerrados, unos en el brick y otros en la cala de la fragata. Se concedió la ho­ra de saqueo para la tripulación vence­dora, aunque Surcouf se cuidó de apos­tar centinelas en las puertas de los cama­rotes de las damas que se hallaban en el alcázar de popa, a fin de que nadie les hi­ciera ningún daño ni sufrieran desperfec­tos sus equipajes personales.
Una vez transcurrida esa hora, la fraga­ta, que ahora ostentaba la bandera trico­lor, escoltada por el Confiance y goberna­da por marinos franceses, dirigió su rum­bo a la isla de Francia.
La jornada le había costado a la Com­pañía de Indias uno de sus mejores vele­ros y una dotación de cuatrocientos hom­bres, entre ellos trece muertos y cincuen­ta heridos.
Surcouf y su presa, al llegar a Port­Louis, fueron acogidos con gritos de jú­bilo. Una muchedumbre de colonos asis­tió al desembarco de los prisioneros.
Cuando terminó el desfile de la tripula­ción inglesa, apareció Surcouf, vestido con sus mejores ropas y, cosa rara, se quitó el pañuelo que le cubría la cabeza. Entonces ayudó a que las damas descen­dieran por la pasarela.
Se inclinó con mucho respeto ante la margravesa y llegó a esbozar una reve­rencia que años antes no hubiese sorpren­dido en la corte de Versalles. Tendiéndo­le la mano, le dijo en voz alta:
-Deseásteis, señora, que me encerra­ran en una jaula para exhibirme ante vuestros amigos y divertirles. Siento no poder complacer vuestros amables deseos.
Y a continuación se encargó de que re­gresara a su país.

0.120. anonimo (francia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario