Desde la primera mitad del siglo XVII, con el poderío español en
decadencia, Inglaterra, Francia y Holanda se disputan la hegemonía de los
mares, indispensable para el comercio con las Indias. Dos siglos había de durar
la rivalidad entre ingleses y franceses gran parte de la cual tuvo como
escenario el Canal de la
Mancha. Frente al poderío inglés, los franceses -mejores
corsarios que almirantes- desarrollaron un tipo de guerra basado en el genio y
decisión de los lobos de mar. El corso era entonces una forma legítima de
guerra y un marino provisto de esa patente no era considerado un pirata, aunque
sus métodos eran análogos, actuando por su cuenta y riesgo y teniendo una elevada
participación en los botines. Los «hermanos de la Costa » más famosos fueron
Jean Bart, de Dunkerque, Duguay Trouin y Surcouf, de Saint-Malo; éste último
combatió en el Océano Indico y exploró Madagascar.
-Decid, capitán
Rivington, ¿quién es ese Surcouf? -preguntó la margravesa d'Anspach, casada con
el general inglés Saint-John. No hago más que oír hablar de él, desde que estoy
en las Indias, y sentiría tener que marcharme sin haberlo visto siquiera.
-¡Bah! -dijo el oficial
británico encogiéndose de hombros, es un miserable corsario francés que, de
vez en cuando, con sus casca-rones de nuez, tiene la osadía de insultar a los
navíos de Su Majestad. Si se pusiera al alcance de los cañones del Kent, me bastaría con un cuarto de hora
para mandarlo a pique.
-El hecho de que nos siga
fastidiando, quiere decir que nadie ha hecho nada para eliminarlo -añadió James
O'Connor, un joven funcionario de la Compañía de las Indias, la gran compañía inglesa
que, tras el hundimiento de su homónima francesa, explotaba las colonias indostanas,
considerablemente incrementadas a raíz de la derrota de Tipoo-Saib, sultán de
Mysore, y de las conquistas a costa de Holanda y de los príncipes mahratas.
-Además -completó
Rivington, los franceses no entienden nada de cosas del mar.
Esta conversación tenía
lugar durante una cálida jornada a finales de primavera en el año 1799, en
Calcuta, capital de Bengala. Quienes hablaban se hallaban en la terraza de la
residencia del marqués de Wellesley, gobernador general de las Indias y
delegado por la
Compañía. Magnífica residencia, en verdad, construida al
estilo de una mansión inglesa, pues los ingleses, cuando se establecen lejos de
su país, transportan sus costumbres y su manera de vivir; no obstante lord
Wellesley había enriquecido sus aposentos con maravillas del país, obras de
arte de todo tipo, estatuas de bronce o piedras raras, telas preciosas, tapices
de ricos colores, regalos mandados por los príncipes indígenas deseosos de
obtener sus favores, o producto de los saqueos realizados en los palacios de
los vencidos.
Gente notable se hallaba
reunida aquella tarde en la terraza. Tomaban el té como lo harían en Londres a
igual hora.
Era el centro de la
reunión la margravesa d'Anspach, alemana de origen y pariente cercana del rey
de Prusia, pero inglesa por su matrimonio y principal invitada del gobernador.
A su alrededor discurrían oficiales de marina y de tierra, funcionarios de la Compañía , magistrados y
otra gente, ya casada, junto a sus esposas.
Era una de las últimas
reuniones de temporada, pues poco faltaba para que la sociedad británica de
Calcuta se disgregara ; la temperatura comenzaba ya a amenazar con
inclemencias y el clima resultaba poco sano. Dentro de unos días casi todas
esas damas, entre ellas la margravesa, embarcarían rumbo a Londres a bordo de
la fragata Kent, uno de los mejores navíos de la flota de la Compa ñía. El capitán
Rivington, hombre muy conocido en los salones mundanos, contra lo que pudiera
indicar su oficio de marino, y bien relacionado en la gentry inglesa, era
precisamente el que con tan acentuado desdén había hablado del corsario
francés Surcouf.
En ese momento le decía a
James O'Connor:
-Con algunos cutters o
hasta con unos cuantos lugres bien armados, limpiaríamos los mares de esa
plaga que los deshonra.
-Discrepo, capitán.
Esas palabras habían sido
pronunciadas en tono seco y tajante.
Los invitados volvieron
la cabeza hacia quien las había proferido: un oficial de caballería que
aparentaba tener unos treinta años, el coronel Arthur Wellesley que hasta
entonces había permanecido en silencio.
Las damas se sonrieron
ante Wellesley, primero porque les gustaba su perfil de medalla romana, sus
rasgos nítidos, su mirada fría y harto dura, su porte esbelto y elegante, su
gracia favorecida por el uniforme rojo con galones de oro, pero también
sonrieron porque era el hermano del gobernador general, que se había cubierto
de gloria en la campaña contra Tipoo-Saib, lo que le había valido el nombramiento
de gobernador de Seringapatam, provincia reciente-mente sometida. Todas estas
circunstancias le convertían en un personaje muy interesante.
Arthur Wellesley, como si
le pesara abandonar su mutismo para participar en la discusión, insistió:
-Sí, capitán, discrepo.
Conozco a los franceses, realicé parte de mis estudios militares con ellos, en
Angers. Son unos valientes. Evidentemente su marina se vio afectada por la
revolución, pero no faltan en los barcos hombres intrépidos que siguen
manteniendo muy alto su pabellón. En cuanto a ese Surcouf, capitán Rivington,
deseo que le venzáis con la misma facilidad que decis si alguna vez os lo
encontráis.
-¡Oh! ¡Qué apasionante! -exclamó
la margravesa d'Anspach. ¿Así que es tan extraordinario como dicen?
-Es un hombre, señora,
que, en una barcaza de veinte toneladas, el Hasard,
se escondió en uno de los recodos del Ganges, cerca de Balassore, en acecho de
uno de nuestros mayores veleros, el Tritón,
que volvía de Inglaterra cargado de mercancías. Lo asaltó, lo capturó y se lo
llevó a un puerto de la isla de Francia, a mil doscientas leguas de aquí con
todo su cargamento, burlándose de los cruceros de Su Majestad o de los de la Compañía.
-¿Y hace mucho? -volvió a
preguntar la margravesa.
-Hará unos tres años,
pero desde entonces nos ha causado muchos más perjuicios y, a pesar de lo que
puedan pensar el capitán y el señor James O'Connor, hemos hecho todo lo
posible para cogerle.
-¡Una fortuna en rupias!
¡Ah! ¡Coronel, estáis acuciando mi deseo de ver al personaje! -suspiró la
prima del rey de Prusia. ¡Qué interesante debe ser!
-Yo no le conozco
-contestó el coronel en un tono que indicaba sus ganas de acabar con el tema.
-Pero yo sí que le
conozco -dijo sir William Burough, un magistrado de aspecto modesto y
discreto.
Rivington, desairado
mientras hablaba sir Arthur Wellesley, soltó una risa irónica.
-¿Vos, señor Juez? No
conocía vuestra amistad con los corsarios.
-Le vi sin embargo, o
mejor dicho le distinguí, y de eso hará ya unos diez años. Aún no estábamos en
guerra con Francia y yo había ido a Saint-Malo. La revolución apenas se
hallaba en sus comienzos en ese infortunado país. Me paseaba por el puerto con
un amigo de mi padre, un consejero del Parlamento de Bretaña, cuando vi que se
acercaba un buen mozo, que tendría al menos cinco pies y seis pulgadas, de
anchas espaldas y con andares típicos del marino que pisa tierra. No me
refiero a vos, capitán Rivington, pues poseéis el donaire de un danzarín.
La verdad es que
Rivington tenía una silueta voluminosa. Hubo algunas sonrisas en los rostros
de las damas que gozaron de la ocurrencia, mientras que el capitán enrojecía.
Sin abandonar su tono suave y cortés, el magistrado prosiguió:
-El chico no era guapo,
todo lo contrario. Tenía la nariz chata y la cara cubierta de pecas. Sus
labios delgados no cesaban de agitarse como si estuviera hablando todo el rato
consigo mismo. Los ojos eran pequeños y de color indefinido, pero ¡qué mirada!
Nunca la olvidaré. Por mi indumentaria reconoció que yo era inglés y me lanzó
una ojeada que me estremeció. Mi profesión no consiste en ser valiente.
Las damas dejaron escapar
nuevas risitas mirando de reojo a Rivington, que volvió a sonrojarse. Sir
William Burough continuó imperturbable:
-Le pregunté a mi
acompañante quién era aquel joven de mirada feroz. Se echó a reír: «Es de aquí,
me explicó. No le vemos a menudo porque lleva cuatro años en el mar y sólo
tiene diecisiete. Embarcó a los trece y ya ha viajado a las Indias y a las
islas. Su familia suspiró aliviada de que se fuera pues tiene un carácter
indomable. En cuanto a la furiosa mirada que nos ha lanzado, y que he notado,
no me sorprende en absoluto. Odia a todos los de vuestro país. Ese odio es
hereditario: desciende de Duguay-Trouin por su madre...» ¡Pues bien! Sentí
cierto interés por ese encarnizado enemigo de nuestros compatriotas y nunca
dejé de recibir información acerca de lo que hacía. Sé que ha armado navíos
con patente de corso. Primero tuvo el Emilie,
luego el Clarisse y luego el Hasard como ya sabéis. Ahora navega al
mando de un brick de veinte cañones que se llama, me parece, el Confiance. Tiene su refugio en la isla
de Francia, en Port-Louis, y con esos barcos, todos de tonelaje ligero pues él
es su propio armador y no dispone de más medios que el producto de sus presas,
no vacila en atacar a nuestras mayores naves. Por supuesto el capitán Rivington
no desconocerá estos últimos detalles.
-No -dijo bruscamente el
capitán del Kent, no los desconozco,
aunque tampoco impiden que esté decidido a hundir a esse Surcouf o dejo de
llamarme Rivington, a condición, claro está y que el señor juez me perdone, de
que el corsario se cruce por mi camino.
-¡Oh! ¡No lo hundáis,
capitán! -gimió la sensible margravesa. Más vale que lo capturéis. Lo
encerraremos en una jaula y lo exhibiremos en todas partes como una bestia
salvaje. Será una buena atracción para la temporada de Londres.
-Vuestros deseos son
órdenes, señora -replicó Rivington con galante reverencia. Pero por desgracia,
como vea al Kent, una fragata de
cuarenta cañones, mil quinientas toneladas y provista de una dotación de
cuatrocientos marineros, entre ellos cien soldados, se escapará con toda la
velocidad que le permitan sus velas.
La frase corrió de boca
en boca por toda la colonia inglesa de Calcuta pues Surcouf era el hombre del
día, el terror de todos aquellos que sabían que un día u otro debían regresar a
la madre patria, con el consiguiente riesgo de caer víctimas del terrible
corsario.
Resultaba consolador que
un hombre como el capitán Rivington, comandante de uno de los mejores navíos de
la Com pañía, se
comprometiera por su nombre a capturar a Surcouf, y aún parecía mejor augurio
el hecho de que la prima del rey de Prusia estuviera decidida a encerrarlo en
una jaula.
Los boletines de la
ciudad publicaron esos estimulantes propósitos y cuando la margravesa embarcó a
bordo del Kent para volver a
Inglaterra en compañía de algunas esposas de altos funcionarios y potentes
comerciantes, unos cuantos oficiales que habían venido a despedirla, le gritaron
desde la pasarela agitando sus pañuelos:
-Cuando hayáis exhibido a
Surcouf en su jaula por todo Londres, enviád-noslo para que también nosotros
podamos verle su horrible hocico.
No sabían que en aquellos
momentos Surcouf navegaba siguiendo las costas de Bengala. Iba a bordo de su
brick, armado de veinte cañones. Surcouf se sentía contento de aquel pequeño
velero y de su tripulación de cien hombres decididos, que, casi todos,
llevaban ya bastantes años a sus órdenes por aquellos parajes. El Confiance se había construido en
Burdeos bajo sus indicaciones y poseía las cualidades que requiere la
navegación por el Pacífico; podía desplegar mucho trapo, cosa indispensable en
mares donde hay que aprovechar el menor soplo de brisa; por lo demás, era muy
manejable y muy veloz.
Sin embargo, a Surcouf le
hubiese gustado gobernar un navío más importante, por ejemplo una bonita
fragata de cuarenta cañones. ¡Cuántas hazañas podría realizar entonces! Pero
una fragata sale muy cara, y ya se había gastado en el brick todos sus
haberes.
El corso era buen oficio.
Aunque el corsario, en cierta manera, dependiese del Estado y necesitara su
«patente» para que le consideraran como beligerante, no tenía más dueño que el
mar, actuaba a su antojo e iba a donde quería. Toda nave enemiga conquistada,
nave mercante o nave de guerra, desde que quedaba declarada «objeto de botín»,
le pertenecía y podía venderla en provecho propio.
Llevaba Surcouf cinco
años ejerciendo el corso. Tenía su base en un puerto de la isla de Francia,
Port-Louis. Muchas eran las veces que había regresado con barcos ingleses
capturados, como aquel Tritón caído
en la emboscada que le tendió por el Ganges, y sin embargo, aún no era rico.
Escaseaban los compradores, no era fácil vender las naves apresadas y, para
colmo, encontraba obstáculos para colocar su cargamento pues el comercio con
los holandeses, que hubiesen sido los mejores clientes, se hallaba paralizado
por los ingleses. Del producto de la venta, tenía que destinar un tercio para
pagar a la tripulación, y parte del resto correspondía al Estado. Armar una
nave valía mucho dinero.
Mientras vigilaba las costas,
Surcouf soñaba en alguna presa importante que le permitiera liquidar ciertas
deudas enojosas. También sus hombres comenzaban a impacientarse. Los
británicos, de un tiempo a esta parte, manifestaban excesiva prudencia.
Pocos días antes, el
corsario había zarpado de una bahía cercana a Coromandel. No sólo se había
reabastecido de agua potable, sino que se había entrevistado con un rajá
destronado por los ingleses y que, por consiguiente, se había vuelto amigo suyo
en nombre de una enemistad común. Ese emisario había advertido a Surcouf de la
salida del Kent y también le había
informado acerca de los rumores que aludían, procedentes de Calcuta, a las
frases pronunciadas por el capitán Rivington y por la margravesa d'Anspach.
Igualmente le comunicó las intenciones que tenía esa amable dama de encerrarle
a él, a Surcouf, en una jaula y de exhibirlo en Londres.
Ese era el motivo de que
Surcouf, aquella mañana, mientras paseaba absorto por el puente del Confiance fumando un apestoso cigarro,
mostrara destellos irónicos en su astuta mirada.
No estaba muy alto el sol
todavía cuando el serviola gritó:
-¡Barco a la vista!
En dos saltos Surcouf
había subido al castillo de popa y, con su catalejo, escrutaba el horizonte. A
distancia, al norte, una gran fragata de tres palos, armada con cuarenta
cañones del dieciocho, tanto en la batería como en sus castillos, navegaba
velas desplegadas a favor de una fresca brisa. Su rumbo la acercaba al Confiance. Enarbolaba el pabellón de
Inglaterra y el gallardete de la
Compañía de Indias.
Atacar a semejante navío
tan fuertemente armado cuando sólo se dispone de un brick de veinte cañones
del ocho, y sobre todo cuando la fragata tiene el viento a favor, parecía una
loca temeridad. No quedaba más opción que dar media vuelta y aprovechar las
cualidades marineras del brick para escaparse. Pero, precisamente, Surcouf
tenía ideas muy distintas.
Se acercó al alerón del
castillo y les gritó a los contramaestres que ya se habían puesto a discutir
cuáles serían las posibles intenciones de su jefe:
-¡Zafarrancho de combate!
Luego añadió:
-Aún nos queda media hora
antes de ponernos a tiro. Que se distribuya ración doble de ron. Hacen falta
muchos ánimos para atacar al inglés, que nos dobla. Concedo una hora de saqueo
sobre todo lo que no sea cargamento.
De toldilla y del
entrepuente llegaron alegres gruñidos. Todos esos hombres, rudos marinos,
recogidos en puertos tan distintos, no tenían más propósito que asestar
cuchilladas, tragar pintas de ron y saquear bienes ajenos. Todos guardaban una
confianza ciega en su jefe. El nombre del brick era la divisa de la tripulación.
Si el comandante había dicho que habría saqueo, es que habría saqueo y que
ganarían el combate que se avecinaba. Tan seguros se sentían en esto como de la
doble ración de ron que ahora bebían en sus vasos metálicos. La nave enemiga
era muy grande. Pues mejor, así sería mayor el botín. Surcouf conocía su
oficio, basta con dejarle maniobrar a su antojo, y esperar.
A bordo del Kent, pues ese era el barco avistado
por el Confiance, también se tenían
noticias del brick y ya sabían con quién iban a enfrentarse.
El capitán Rivington
había mandado llamar a las damas para que subieran a ver la nave corsaria. La
margravesa la examinó con el catalejo.
-No parece muy terrible
-declaró haciendo un mohín de desprecio.
-Miradla bien -dijo el
capitán, no la veréis por mucho rato. Se escapará.
-iQué lástima! ¡Hubiese
sido un buen recuerdo ver cómo castigabais a ese francés insolente!
Sin embargo, el brick no
daba señales de huida. Ciñendo velas, bordada tras bordada en su intento de
navegar contra el viento, iba enfilando a la fragata cada vez con más
proximidad. Ésta, impulsada por la brisa y muy cargada de trapo, corría con
gran rapidez. El enfrentamiento era inminente.
-¡Está loco! -gritó
Rivington que se había puesto nervioso, aunque simulara aires de calma. Peor
para él -exclamó, si eso es lo que quiere.
Entonces dio las órdenes
para la batalla.
Los corsarios ya se
habían bebido el ron y ahora se hallaban atentos en sus puestos de combate. Los
marineros en las gavias, los artilleros junto a las carronadas y los demás en
el puente.
Surcouf, en el alcázar,
lucía al cinto una ancha faja multicolor provista de sus joyas para la fiesta:
un sable, un puñal y cuatro pistolones. Detrás, en cuclillas, su fiel negro
Bambú ordenaba flemático tres fusiles dobles y una banasta llena de cartuchos
preparados, repletos de metralla. Surcouf afirmaba que la metralla es excelente
en un combate a corta distancia y muy superior a la bala.
-No se trata -repetía
convencido, de matar a la gente sino de tumbarlos a la primera.
Ahora, desde toldilla, la
margravesa identificó a Surcouf. Clara-mente respondía a la descripción que a
menudo le habían hecho: un coloso, vestido con camisa roja, ceñido por
rutilante faja, cubierta la cabeza de madrás que flotaba al viento.
-iSobre todo cogedle vivo!
-recomendaba la afable señora que no olvidaba su simpática idea de la jaula; ¡será
un espectáculo tan pintoresco!
Rivington se lo prometió,
aunque a la margravesa le pareció notar menos seguridad en su voz y menos
decisión en sus palabras.
La tripulación inglesa se
entregaba alegremente a los preparativos reglamentarios. De la santabárbara
llegaban los barrilitos de pólvora, las balas se acumulaban junto a las
portañolas, se encendían los botafuegos y el escobillón se introducía por las
bocas de los cañones.
El júbilo general surgía
al pensar en los miles de rupias que significaría la captura del corsario.
Ningún inglés la ponía en duda.
Las piezas estaban ya
cargadas y a punto de disparar.
-¡Esperad mis órdenes!
-gritó el capitán.
Reinó el mayor silencio.
El brick, con el pabellón
tricolor que ondeaba a proa y en la punta de su palo mayor, ya se había puesto
a tiro. Pero, de pronto, torció el rumbo y se deslizó literalmente ante las
narices de la fragata, saliendo del punto de mira de sus cañones de estribor.
Fue la nave corsaria la que soltó una andanada, una andanada terriblemente
precisa que cortó de raíz el bauprés del Kent,
arrancó su mascarón de proa y acabó rompiendo un ancla.
-iVoto al chápiro! -juró
Rivington. Lo tenemos que coger por babor.
El brick pasó alrededor
de la fragata y ésta a su vez disparó. Las veinte piezas de babor escupieron
sus balas, pero con gran furor del capitán, ninguna alcanzó al Confiance que se escabulló hacia la amura.
El brick se hallaba fuera
del alcance de los cañones. ¿Mantendría su posición? En absoluto. Esta vez con
el viento a favor, cargó velozmente sobre el inglés, se situó de nuevo lejos de
su línea de tiro, pasó por la popa y mandó una descarga.
Ya no quedaban damas en
toldilla. Se habían precipitado al sollado, temblando y creyendo que su última
hora había llegado, mientras imaginaban al Kent
hecho pedazos en mitad del oleaje. Rivington, frenético y rabioso, con la
cara más roja que el madrás de Surcouf, vociferaba sus órdenes a los marineros
que no salían de su asombro.
Los cañones disparaban
inútilmente. Hasta ahora no habían obtenido más resultado que, a costa de
quemar muchas libras de pólvora, estropear uno de los juanetes del Confiance, sin daños de mayor
envergadura.
El capitán entonces, al
comprender que el corsario tenía la audacia de buscar el abordaje, sólo pensó
en evitarlo. Cambiaba de rumbo, intentaba cazar al brick a cañonazos,
despotricaba en vano pues el brick era más rápido y daba la impresión de que
Surcouf conociera de antemano las maniobras que iniciaba su enemigo,
burlándolas sin cesar.
El combate podía
equipararse al de un perro enorme contra una avispa. El animal da vueltas y
más vueltas, se revuelve para aplastar al insecto pero el insecto escapa y
regresa para picarle donde menos lo espera el perro.
El Kent comenzaba a verse seriamente dañado por la puntería artillera
del Confiance. Varias de sus piezas
habían quedado inutilizadas, algunos boquetes se abrían en sus costados, el
velámen aparecía rasgado y el palo de mesana amenazaba con venirse abajo,
aparte de la falta del bauprés.
Por fin Rivington creyó
haber alcanzado al brick con una descarga. Surcouf había cometido una
imprudencia y había presentado su flanco a la batería de estribor. La alegría
duró poco cuando comprobaron los ingleses que su andanada apenas había rozado
las velas del corsario. Rápidamente, los artilleros procedieron a limpiar los
cañones con intención de apuntar de nuevo, pero no tuvieron tiempo. El
corsario, en un brusco viraje, se había pegado a la proa de la fragata.
El Kent poseía una envergadura mucho mayor que la del pequeño brick y
parecía difícil que este último lograra arrojar sus garfios de abordaje. Sin
embargo, Surcouf no los necesitaba. La gigantesca ancla del Kent había quedado trincada entre los
obenques del mesana corsario y ambas naves se hallaban mutuamente amarradas.
Aún no se había
recuperado Rivington de su asombro cuando cincuenta franceses, con el sable de
abordaje entre los dientes y una pistola en cada mano, saltaron sobre cubierta
al mando de Surcouf.
Hubo una corta pelea, y
los marineros y soldados británicos que intentaron resistirse al asalto de los
corsarios, cayeron muertos o fueron rechazados.
-¡Todos al sollado! -aulló
el capitán inglés.
En un instante la
cubierta se vació y Surcouf se encontró dueño de un puente desierto donde
yacían muertos y heridos.
Abajo, los ingleses se
disponían a vender cara su piel. Levantaron barricadas en todas las puertas,
reunieron armas de fuego y a toda prisa buscaron en el pañol cartuchos para
esas armas, precaución que antes habían olvidado, al no haberlo ordenado su
comandante que tan seguro se sentía de hundir a la primera descarga el
«miserable brick» de Surcouf.
Las mujeres, locas de
terror, lanzaban chillidos que se mezclaban con el chocar de las armas y los
juramentos de los soldados.
-¡Como no os calléis de
una vez, os hecho al mar! -rugió Rivington, que ya no era el galante gentleman
del té del gobernador, sino un hombre enloquecido que veía con desesperación
cómo un puñado de franceses desharrapados le asaltaban el barco.
¿Pero qué significaba
aquel sordo rumor que los ingleses percibían en el puente por encima de sus
cabezas? ¿ Qué estarían haciendo los corsarios?
-¡Trasladan los cañones!
-gruñó el artillero.
No se equivocaba. A los
pocos minutos, por el marco de una escotilla que había quedado abierta, los
británicos distinguieron la boca de un cañón, de uno de sus cañones que les
apuntaba. La oscuridad reinaba en el sollado, todos los portillos estaban
cerrados y cada inglés corrió a acurrucarse donde fuera para librarse de la
descarga.
Pero, formidable y
estruendosa, áspera por su duro acento bretón, se oyó la voz de Surcouf, que
resonaba en la batería con una potencia atronadora.
-¡Rendíos, ingleses,
vuestro cañón está cargado con metralla hasta los topes! Dispararé hasta que
no quede nadie.
Hubo un silencio. Todos
sabían que el corsario era hombre que hacía lo que decía. Del fondo del sollado
se alzó la voz del coman-dante:
-Nos rendimos.
El cañón retrocedió y los
franceses descolgaron una escala de cuerda por la escotilla, que usaron uno
tras otro los marineros y soldados de la tripulación.
En cabeza, apareció el
comandante.
-¿Cómo os llamáis?
-preguntó Surcouf.
-Capitán Rivington,
comandante del Kent.
-Es mentira. Habéis dicho
que dejaríais de llamaros Rivington si no me hundíais, siempre que yo me
cruzara en vuestro camino. Me he cruzado en vuestro camino y no creo que me
hayáis hundido. Por eso os pregunto cómo os llamáis.
La broma no hizo sonreír
al capitán que apretó blandamente la mano que le tendía el corsario.
Soldados y marineros
fueron desarmados y encerrados, unos en el brick y otros en la cala de la
fragata. Se concedió la hora de saqueo para la tripulación vencedora, aunque
Surcouf se cuidó de apostar centinelas en las puertas de los camarotes de las
damas que se hallaban en el alcázar de popa, a fin de que nadie les hiciera
ningún daño ni sufrieran desperfectos sus equipajes personales.
Una vez transcurrida esa
hora, la fragata, que ahora ostentaba la bandera tricolor, escoltada por el Confiance y gobernada por marinos
franceses, dirigió su rumbo a la isla de Francia.
La jornada le había
costado a la Com pañía
de Indias uno de sus mejores veleros y una dotación de cuatrocientos hombres,
entre ellos trece muertos y cincuenta heridos.
Surcouf y su presa, al
llegar a PortLouis, fueron acogidos con gritos de júbilo. Una muchedumbre de
colonos asistió al desembarco de los prisioneros.
Cuando terminó el desfile
de la tripulación inglesa, apareció Surcouf, vestido con sus mejores ropas y,
cosa rara, se quitó el pañuelo que le cubría la cabeza. Entonces ayudó a que
las damas descendieran por la pasarela.
Se inclinó con mucho
respeto ante la margravesa y llegó a esbozar una reverencia que años antes no
hubiese sorprendido en la corte de Versalles. Tendiéndole la mano, le dijo en
voz alta:
-Deseásteis, señora, que
me encerraran en una jaula para exhibirme ante vuestros amigos y divertirles.
Siento no poder complacer vuestros amables deseos.
Y a continuación se
encargó de que regresara a su país.
0.120. anonimo (francia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario