Era el día ocho de noviembre de
1519,
fecha notable en la Historia, pues aquel día
los europeos pisaron por vez
primera una capital
hasta entonces ignorada del mundo
occidental.
W. H. PRESCOTT, La conquista de México
-¡He venido a buscar oro, no a labrar la tierra como
un campesino!
Estas palabras, atribuidas a Hernán Cortés cuando le
propusieron establecerse en Cuba, son una buena prueba del carácter belicoso y
terrible del conquistador español. Sus peripecias como rebelde, proscrito o
acaudalado hacendado, son dignas de un aventurero intrépido, pero Hernán Cortés
ha pasado a la Historia
por su expedición en el imperio azteca. El padre Bartolomé de las Casas no
dudaba en afirmar que Dios le pediría cuentas, y estas palabras también
reflejan a costa de cuánto sufrimiento logró el conquistador la gloria.
Fueron las narraciones extraordinarias de los viajeros
lo que perturbó la imaginación de Hernán Cortés: decían que en tierra firme, en
la patria de los aztecas había grandes tesoros, que la gente calzaba sandalias
de oro y se adornaba con esmeraldas y plata, que todo eran maravillas, lujuria
y fascinación. El soberbio español no lo dudó: vendió su hacienda cubana y
logró reunir una flota de guerra imponente, con naves de cien toneladas, cuyas
bodegas esperaba llenar de oro.
El día 16 de agosto de 1519 las naves de Hernán Cortés
llegaban a los pantanales del río Papaloapán. El conquistador creía que en su
camino sólo daría con pueblos primitivos y salvajes, y que su sola presencia
bastaría para recaudar todo el oro de México. Sin embargo, se le heló la sangre
al ver los palacios, las ciudades, las torres que aquellos salvajes habían
erigido. ¡Aquellas tierras pertenecían a un verdadero imperio!
Pero nada arredraba a nuestro capitán: en una
expedición enloquecida arrasó cuanto hallaba a su paso y no dudó en aliarse con
los tlaxcaltecas, enemigos seculares de los aztecas: su único interés era
llegar a la capital del imperio, dominarlo, destruirlo si era necesario, y
acaparar cuantas riquezas y tesoros hallase en el camino.
Moctezuma observa la violentísima invasión de su
imperio con gesto temeroso y, convencido de que no puede hacer frente a las
armas de fuego ni al poder divino de los caballos, envía mensajeros a Hernán Cortés.
Ya sólo resta esperar que el español se digne a no destruir la ciudad, que
respete los templos y que le perdone la vida. El invasor se muestra cauto, pero
generoso, y entrega a los emisarios regalos y presentes, para que los entreguen
al azteca; sin embargo, Hernán Cortés no renunció a apoderarse de la inmensa
ciudad mexicana. Concedió que no destruiría palacios y templos, pero ocuparía
la urbe y se adueñaría de todo cuanto hubiera en ella de valor.
Los cronistas se estremecen en sus pupitres cuando
relatan la entrada de Hernán Cortés a través del gran puente levadizo. La
ciudad amurallada estaba emplazada sobre una isla y numerosos canales. Los seis
mil soldados del conquistador se maravillaron ante los gigantescos palacios,
los teocallis y las torres de sacrificios, las amplias avenidas, las sesenta y
cinco mil casas... Si los aztecas no hubieran temido a los españoles tanto como
los temía su príncipe, acaso la expedición de Cortés habría concluido allí
mismo. Pero los aztecas no atacaron a sus invasores, bien al contrario
recibieron al conquistador como si de un rey se tratase: una corte de nobles
ciudadanos fue a recibirlos y pudo verse a Moctezuma II descen-diendo de su
palanquín de oro.
El príncipe de los aztecas era un hombre alto, delgado,
y no parecía contar más de cuarenta años, macilento y débil. Sus hombros iban
cubiertos por un manto de perlas y joyas, y calzaba sandalias de oro. Los
nobles tendían a sus pies telas preciosas, porque Moctezuma no podía tocar la
tierra. Ambos se miraron como si fueran amigos, pero lo cierto es que sólo uno
de ellos tenía el poder, y éste era Hernán Cortés.
Así se vio sometido el pueblo azteca a los españoles y
el pusilánime príncipe americano quedó convertido en rehén de los invasores.
Éstos no tardaron en imponer su ley, y mandaron construir capillas e iglesias.
El interés de los conquistadores estaba, con todo, en las fabulosas maravillas
de las que hablaban los viajeros y buscaban en todas las salas del palacio los
tesoros que se prometían. Pronto descubrieron una sala en la que, al parecer,
se habían realizado unos trabajos recientes: se había ocultado una habitación,
cerrándola con un muro. Los españoles, ávidos de riquezas, derribaron el muro
y... Hernán Cortés tuvo que echarse a un lado: telas, vasijas, copas, coronas,
pendientes, pulseras, diademas, cetros... oro y plata a raudales, lingotes,
barras, bolas de oro macizo: un espectáculo sobrecogedor que hubiera admirado
al mismísimo rey Midas. Dice el cronista: «Me parecía que todas las riquezas del
mundo se hallaban en aquella estancia». Era el tesoro de Moctezuma, tan inmenso
y grandioso que a duras penas los escribanos pudieron fijar el valor de tanta
riqueza, la cual valoraron en casi doscientos pesos de oro. Ningún rey de
Europa podía vanagloriarse de tener tanto dinero y, sin embargo, Hernán Cortés
era su dueño. Los tratados afirman que el español era sólo un «huésped» del
príncipe azteca, pero la realidad era bien distinta.
El reparto de aquel tesoro no dejó contentos a los
soldados, pero el capitán español prometió nuevas y más grandes riquezas, y los
ánimos se sosegaron. Todo parecía discurrir según lo había previsto Cortés,
pero pronto descubrió que la avaricia y la envidia nacían en los corazones de
sus propios compatriotas.
Un subalterno suyo, Narváez, que había quedado en la
costa, y el infame Velázquez de Cuba habían urdido una trama: le acusaban de
rebeldía, y estaban dispuestos a capturarlo y encarcelarlo. Para ello habían
dispuesto un ejército con dieciocho barcos, casi mil hombres armados y muchos
indígenas a sueldo, con cañones y arcabuces. Esta traición irritó a Cortés, que
dispuso sus tropas en pocos días y salió al encuentro de Narváez.
En la batalla de Cempoala, la noche de Pentecostés de
1520, Dios pareció estar al lado de Hernán Cortés. Aunque contaba con una tropa
reducida de no más de doscientos hombres, tuvo de su lado a la Naturaleza: una
tremenda tempestad se desató y el ejército de Narváez se encuentra en
dificultades. Cae la noche y la lluvia, y con mucha dificultad pueden asentarse
junto al río. En esto, los de Narváez observan que bolas de fuego sobrevuelan
sus cabezas, miles de disparos de arcabuces rozan sus cabellos y caen en el
fango abrumados por la tremenda andanada. Los de Hernán Cortés se echan sobre
ellos y los despedazan. Narváez rueda en el lodo herido de muerte por una lanza
que le atraviesa la cabeza. El héroe español levanta su bandera de victoria,
pero las bolas de fuego siguen volando sobre su casco: eran los cocuyos, unos
escarabajos lumino-sos, que habían aterrorizado a los enemigos, los cuales
creyeron que verdaderamente eran balas de arcabuz.
Los soldados de Hernán Cortés estaban asombrados ante
la magnificencia de Tenochtitlán: las calles de la ciudad, tan distintas a las
que conocían en Europa, los mercados, los magníficos palacios, los templos, los
lagos artificiales, los estanques, los diques, las chiampas o jardines
flotantes... todo era maravilloso, un espectáculo singular. Bien es cierto que
no comprendían porqué la vida de los aztecas estaba regida por un calendario
que apenas lograban desen-trañar; y, desde luego, los españoles, cristianos
hasta la médula, renegaban del culto de Huitzilopochtli y Quetzalcoalt, los dos
dioses principales del imperio. Y además, veían con horror los grandes sacrificios
en los templos sagrados, donde cientos de doncellas se ofrecían con gusto a ser
arrojadas a los pozos, o a ser lanzadas desde lo alto de los teocallis, donde
siempre ardía la llama de los dioses. Los cristianos no podían reprimir su
terror cuando los sacerdotes arrancaban las vísceras de los sacrificados,
estando éstos aún vivos.
Viendo esto, Hernán Cortés trató de convertir a
Moctezuma a la religión cristiana y le explicó cómo era el ritual de la misa en
Europa, para que el príncipe azteca comprendiera la inutilidad de los
sacrificios humanos. Pero Moctezuma replicó:
-Mejor es sacrificar a los hombres y comer sus
vísceras calientes que comerse al mismo Dios, como hacéis vosotros en vuestro
rito.
En otra ocasión, Hernán Cortés subió a lo más alto del
teocalli sagrado de Tenochtitlán, y se hizo acompañar del padre Olmedo. El
conquistador ordenó que se colocara allí una cruz, para que todos los
ciudadanos vieran que Dios había llegado a América y que su esplendor dominaba
ya el imperio azteca. En aquel mismo lugar, según dice el cronista Bernal Díaz
del Castillo, estaba la piedra del sacrificio, que era una losa jaspeada, donde
las víctimas propicia-torias eran desangradas y sus vísceras se extraían con un
cuchillo de obsidiana. Una fetidez repugnante invadía la sala, salpicada en
todos sus ángulos por la sangre humana: «El mal olor era más penetrante que en
los mataderos de Castilla», escribe el medinense en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Aún quedaban
allí tres corazones humanos, sangrando y exhalando los últimos vapores... Los
cristianos pudieron ver el horripilante gesto de Huitzilopochtli, cuya figura
estaba adornada por la repulsiva vista de una serpiente, a la que los aztecas
adoraban y coronaban con esmeraldas, rubíes, perlas, oro, plata y muchas otras
maravillas. En una sala inferior había más de cien mil calaveras, todas
dispuestas en hileras, apiladas en una tarima de madera.
Hernán Cortés, y todos los que con él iban,
despreciaban la antiquísima religión azteca y la consideraban cosa de salvajes.
De modo que los cristianos no tardaron en profanar los templos de Tenochtitlán.
Cuando el capitán español entró en una de las estancias sagradas del teocalli e
hizo destruir cuanto allí había, Moctezuma se le presentó como por arte de
magia y le aseguró que el pueblo azteca no soportaría esta afrenta. Pero Cortés
no retrocedió ante la amenaza y mandó construir una capilla, e hizo colocar
allí las divinas figuras de Jesucristo y la Virgen María. El oro
y las joyas de los templos desaparecieron y fueron a engrosar las arcas de los
soldados. Desde lo alto del teocalli se rezaron misas y todos los invasores
conocieron que Dios estaba con ellos y que, por fin, habían caído los ídolos
paganos de los aztecas.
Pero los cristianos no sabían que aquellos hombres
pacíficos que habitaban en Tenochtitlán podían convertirse en temibles enemigos
si se profanaban sus templos. Llegó entonces la gran venganza de
Huitzilopochtli, el dios de los aztecas.
Se celebraba por entonces la gran fiesta anual del
dios Huitzilopochtli, el que tiene una serpiente alrededor de su cuerpo. Los
aztecas llevaban incienso al teocalli o templo, y prorrumpían en cantos y
danzas sagradas. El capitán Alvarado había permitido este ritual, pero había
prohibido el sacrificio de seres humanos. Además, ordenó que ninguno de los
participantes en dicha celebración portara armas de ninguna clase. Alvarado se
había quedado en la capital mientras Cortés sofocaba intentos rebeldes en los
campos cercanos.
Los españoles quedaron asombrados ante la riqueza de
los vestidos, de las joyas y de los adornos que llevaban los indígenas. Y no
pudieron resistir la tentación: cuando los aztecas estaban reunidos y bailaban
en honor de su dios, los soldados cristianos los atacaron con furia salvaje y los
mataron, robándoles cuanto de precioso llevaban consigo: los broches, las
diademas, los collares de oro y esmeraldas, las pulseras, los brazaletes con
perlas...
Ya no pudo soportar tanta afrenta el pueblo de
Tenochtitlán y se levantó en armas. Los ciudadanos destituyeron a su príncipe
Moctezuma y nombraron a un nuevo rey, llamado Cuitlahuac. Cuando Hernán Cortés
conoció la rebelión, volvió de inmediato a la ciudad sagrada y encontró que
Alvarado se había hecho fuerte en torno a la torre principal, y a duras penas
lograba contrarrestar el asedio y los ataques de los aztecas. Cortés intentaba
guerrear, pero los ciudadanos se mostraban ahora menos dóciles y pacíficos: su
ira era terrible y ni siquiera Moctezuma podía refrenarlos. El otrora príncipe
del imperio se había convertido en un noble débil y asustadizo, y se presentó
ante Cortés para que no destruyera a su pueblo. Cuando fue a convencer a los
aztecas de la necesidad de una paz duradera entre los invasores y los
habitantes de Tenochtitlán, sus súbditos lo insultaron, lo apalearon y lo
lapidaron. El que fuera gran guerrero y príncipe del imperio más grande de
todos los tiempos murió triste y abandonado el 30 de junio de 1520, y en la
memoria de su pueblo quedó siempre con el nombre de «Prisionero de los españoles».
Cortés y los suyos habían logrado llegar al fin a la
fortaleza donde Alvarado resistía la furia del príncipe Cuitlahuac, pero la
situación, bien pensada, era aún peor: allí no podrían resistir mucho y era
imprescindible huir de la ciudad tan pronto como fuera posible. ¿Y el tesoro de
Moctezuma? ¿Lo dejarían allí? Los españoles no lo dudaron: huirían, sí, pero
con el tesoro. La vergonzosa huida de Tenochtitlán tendría lugar el día primero
del mes de julio, durante la noche, porque Cortés sabía que los aztecas tenían
un terror supersticioso a batallar durante la noche.
Cortés hizo extender el tesoro de Moctezuma en una
gran plaza del fortín. Aunque él había pensado en quedarse con un quinto de
aquellas inmensas riquezas, comprendió que sus propios soldados se rebelarían
si no les dejaba acaparar las joyas y el oro que deseasen. Hizo llamar a sus
tropas y les dijo:
-Éste es el tesoro de Moctezuma, el príncipe de los
aztecas. Tomad cuanto queráis, pero sabed que en la noche anda mejor el que
menos carga lleva.
Para sí tomó la quinta parte correspondiente a la
corona de España y cuando los soldados se repartieron todo el tesoro, ordenó
que se dispusiera la marcha.
Los españoles actuaban con cautela, cruzaban los
diques e incluso fabricaron un puente flotante; otros iban cargados con sus
tesoros en barcazas, con la intención de llegar a tierra firme y huir hacia la
costa. Pero pronto se oyeron los gritos de los aztecas y una lluvia de dardos,
piedras y fuego cayó sobre los saqueadores. Desde las torres caían flechas y
lanzas, y quienes estuvieron allí sólo pudieron comparar la extrema situación
con la del mismísimo infierno.
La
Naturaleza, la misma que les fuera propicia algunos
meses antes, se confabulaba ahora contra ellos y se desató una tempestad de lluvia
y fuego como nunca se viera. Los aztecas caían sobre ellos como si estuvieran
poseídos de una fuerza sobrenatural y los degollaban o los apuñalaban sin
compasión. Algunos españoles llegaron a tierra firme, pero la lluvia entorpecía
sus pasos y el peso del tesoro se hacía cada vez más insoportable. Muchas joyas
y lingotes de oro quedaron hundidos para siempre en los canales de
Tenochtitlán; otros tesoros iban desperdigándose por la selva, envueltos en el
fango y en los pantanos. Ya nadie guardaba el orden de un ejército: cada cual
luchaba por salvar su vida y, puestos a elegir, muchos abandonaban sus cofres y
arcas, maldiciendo el tesoro de Moctezuma.
Cuando llegaron las primeras luces del alba, Cortés,
herido y cansado, vio con horror que de su ejército apenas quedaba un centenar
de hombres; algunos de ellos sangraban o estaban impedidos. El tesoro,
simplemente, se había perdido por completo en las ciénagas y en los canales de
Tenochtitlán. Esta noche fue para siempre la Noche Triste de
Hernán Cortés.
Toda la gloria, todas las riquezas, todo el poder que
el conquista-dor había imaginado se desvaneció. Caminaban hacia la costa,
tratando de salvar sus vidas, pero con la seguridad de que si los aztecas iban
tras ellos, la muerte era segura. Cansados, heridos y desesperados, los
cristianos llegaron al valle de Otumba, tras una semana de insufrible camino
por selvas y pantanos. Pero el destino les guardaba una terrible sorpresa:
apostados en formación guerrera, pudieron ver a doscientos mil soldados aztecas
dispuestos a acabar con el último de los españoles. Como dice un cronista
moderno, «toda esperanza estaba perdida». Si al menos hubieran tenido arcabuces
o cañones, o cualquier arma de fuego, aún restaría una posibilidad... pero,
así, derrotados, con espadas melladas, con puñales de paseo, mal podían hacer
frente al implacable ejército que les esperaba.
Retroceder, no podían. Avanzar era la muerte.
Rendirse, nunca. La decisión estaba tomada: se sacrificarían, se autoinmolarían
en aquella batalla perdida... Pero Cortés atisbó una posibilidad de victoria y
ordenó a sus hombres para que irrumpieran en las filas enemigas con tanto
ímpetu como fuera posible. Sólo él sabía lo que pretendía, pero si existía una
mínima esperanza, los soldados seguirían a su capitán hasta la muerte.
En todo cumplieron las órdenes de su jefe y avanzaron
como posesos hacia el sacrificio seguro. Pero Cortés se abrió paso a espadazos,
apartando aquel hormiguero de hombres encolerizados y se dirigió a la colina
central, donde el jefe azteca Cihuacu enarbolaba el pendón de oro del imperio.
El conquistador español llegó hasta él y de un tajo le segó la cabeza,
apoderándose de todas las insignias y de la bandera dorada. Elevado sobre su
cabalgadura, Cortés muestra a todos los aztecas que él posee los símbolos del
imperio y que el imperio sólo le pertenece a él.
Allí, sobre aquella colina, rodeado de aztecas
asombrados por la astucia del blanco, Hernán Cortés aparecía como un verdadero
dios, sobre su caballo, con su espada y enarbolando los despojos de Cihuacu. De
este modo heroico, el conquistador español logró que los aztecas abandonaran el
campo de batalla y huyeran despavoridos.
Y esta rendición fue el fin del imperio de
Tenochtitlán: los aztecas jamás volvieron a conocer el esplendor pasado y México
quedó en poder de los españoles.
Fuente:
Jose Calles Vales
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