Corrían los primeros años del siglo XVI en América y
en Quito se teme la pronta llegada de los españoles, con don Sebastián de
Benalcázar al frente de las tropas invasoras.
Efectivamente, cerca de la montaña llamada Cotacachi,
las tropas cristianas descansan en su imparable avance. Algunos soldados
sienten náuseas y desvanecimientos, y tratan de despabilarse refrescándose en
las heladas aguas que bajan de las cumbres. Otros, más acostumbrados a las
tremendas alturas de aquellas tierras, se entretienen en la conversación, en el
juego de dados, o bajan a las aldeas en busca de mujeres.
En el campamento podemos ver a dos hombres que
cuchichean a espaldas de los demás. Uno, el más joven, mira con ojos como
platos a su contertulio, más viejo y experimentado.
-Don Sebastián quiere llegar a Quito -dice el veterano;
pero más nos valdría ir hacia occidente, donde dicen que las esmeraldas pueden
cogerse a puñados sobre la tierra.
-¿Será posible? -preguntó el joven, imaginándose aquel
territorio maravilloso.
-Y tan posible, muchacho. Has de saber que en estas
tierras hay tantas riquezas que cuando volvamos a España podríamos comprarnos
Toledo, o Sevilla, y aún tendríamos suficiente oro para tomar otras villas más
pequeñas.
-¿Sí?
-Y tanto que sí -contestó el viejo soldado. Y si me
prometes no decírselo a nadie, te contaré algo maravilloso.
-¡Cuéntamelo! -susurró el mozo.
-Pues tengo un amigo que me ha dicho que una vez
encontró a un indio de Boyaca, y que éste le contó que había en el norte un
lugar llamado Guatavitá. Y que cerca de esta aldea hay un lago sagrado para los
indios. Resulta (escúchame bien) que esos salvajes tienen la costumbre de
enterrar a sus muertos en ese lago: los colocan en balsas, o en canoas, o en
esas piraguas que utilizan, y cargan el barco con muchas joyas, con esmeraldas,
rubíes, perlas, oro y plata. Y cuando está en el centro del lago, le lanzan
flechas y lanzas con fuego, la balsa se incendia y se hunde en el lago con
todos los tesoros. ¿Qué te parece?
-Increíble.
-Pues no has oído nada. El indio este que conoció mi
amigo hablaba de una ceremonia de lo más interesante. Resulta que, una vez al
año, los salvajes celebran una fiesta suya particular, de ésas en las que
bailan y adoran al sol, ya sabes. Al parecer, colocan en una balsa todo tipo de
tesoros: coronas, diademas, botones, brazaletes, vasijas, telas preciosas y
cofres llenos de oro. Y esto es la ofrenda a su dios. Después, el sumo
sacerdote se desnuda delante de todos y se embadurna con resina. Entonces, los
hechiceros utilizan unas cañas para soplar sobre él polvo de oro, hasta que el
sacerdote está cubierto de oro por todo su cuerpo. Dicen que tienen arcones
enteros llenos de polvo de oro, y que no les importa que se les derrame o se
les caiga. El caso es que el sacerdote cubierto de oro, que se llama el Dorado,
se sube a la balsa con todos los presentes y ofrendas para su dios; y cuando
llega al centro del lago, comienza a cantar y a danzar sobre la balsa, al
tiempo que arroja todos aquellos objetos maravillosos al fondo del lago.
Finalmente, el mismo sacerdote se sumerge en las aguas y sobre las ondas queda
como un sol brillante de oro que va desapareciendo a medida que se hunde en la
laguna.
El veterano se rascó la cabellera y, finalmente, dijo:
-Imagínate los tesoros que pueden encontrarse en esa
charca con sólo una zambullida. Es muy probable que yo no vaya a Quito, sino
que me una a otros amigos míos y vayamos en busca de ese lago en el que se
apilan miles y miles y miles de lingotes de oro.
-¡Dejadme ir con vosotros! -exclamó el muchacho.
De este modo se propagaba la leyenda del Hombre
Dorado, que terminó siendo El Dorado, o Eldorado. El lugar preciso no se
conoció nunca, aunque en ocasiones se situó en las riberas del río Napo, o en
las cumbres del Chimborazo, al sur de Quito. Con más frecuencia se hablaba de
Eldorado refiriéndose a Los Llanos y Arauca, o simple-mente se emplazaba en las
selvas del Gran Río Amazonas.
En realidad toda América era un Eldorado para los
europeos: allí encontraban todas las riquezas que podían soñar, aunque, cierta-mente,
no con la facilidad que imaginaron. Los españoles llegaban a América pensando
en Jauja y así continuaron hasta bien entrado el siglo XX. Desde Pizarro y
Jiménez de Quesada, hasta los modernos «indianos» del siglo XIX, los españoles
han entendido América como un lugar donde un hombre puede enriquecerse con
cierta comodidad. Por supuesto, en raras ocasiones se han ocupado de los
nativos americanos y ya no se puede esperar que se ocupen nunca. Así, el Nuevo
Mundo ha sido, y sigue siendo, el territorio del expolio, de la avaricia, de la
esquilmación, del latrocinio y de la ignominia.
La pertinaz idea de que en América existen lugares
donde el oro brota como el agua de las fuentes sugirió otra leyenda, que
algunos autores remontan hasta la más primitiva Edad Media hispánica: es la
historia de las Siete Ciudades de Cíbola o Cibola.
Sucedió a principios del siglo VIII: los guerreros de
la media luna vencieron en la batalla de Guadalete a las tropas cristianas y en
Hispania se presentía una invasión cruel y despiadada. Por aquel tiempo vivían
siete monjes en un monasterio cercano a Santiago do Cacem. (En algunos lugares
se afirma que se trataba de los siete obispos de Portugal.) Viendo que los
ejércitos moros teñían la intención de conquistar toda la Península , los siete
monjes recogieron los tesoros de su monasterio y se echaron a la mar.
Después de mucho tiempo vagando por esos mares de
Dios, llegaron a una tierra incógnita. Y no sabiendo dónde estaban y a qué
lugar dirigirse, partieron el tesoro en siete partes y cada uno marchó por
donde mejor le convino. Cada cual se asentó en un lugar, porque todos eran
buenos, y fértiles, y había riquezas sin cuento. Y de este modo se fundaron las
siete ciudades de Cíbola, llamadas así porque en aquel territorio había cíbolos
o bisontes.
Pasaron los siglos y el mundo olvidó a los siete
monjes. Estos, sin embargo, levantaron ciudades hermosísimas con iglesias y
catedrales muy trabajadas; aunque, finalmente, los monjes murieron y los
habitantes de aquellas lejanas tierras dejaron el culto del Señor y se
entregaron al lujo y al placer.
Al parecer, había edificios suntuosos, levantados
sobre las antiguas y derruidas capillas de los siete monjes. Su esplendor era
tal, que las fachadas estaban construidas con turquesas, esmeraldas, rubíes,
oro y piedras jaspeadas. Los palacios eran amplios y llenos de columnas;
grandes cortinajes con cordones de oro pendían de las ventanas y en los
corredores y galerías había candelabros de oro, con forma de serpiente. Los
templos eran como torres escalonadas, y había grandes salas de sacrificios en
su interior. En lo alto de estas torres, que se llaman teocallis, ardía noche y
día la llama sagrada, ofrecida al dios Sol y a la diosa Luna. En cada una de
las siete ciudades había un teocalli o pirámide principal, en la cual había un
pozo profundísimo: cada solsticio se escogían cuarenta doncellas que se
arrojaban al pozo para calmar la furia del dios del Fuego. Las casas de los
ciudadanos estaban pintadas en colores azules, y verdes, y tenían rostros
maravillosos coloreados sobre las puertas y las ventanas. Las calles estaban
dispuestas con orden y gusto, y en los mercados podíanse ver los más variados
frutos, verduras, legumbres, carnes, pescados, panes y especias muy variadas.
Las Siete Ciudades de Cíbola solían guerrear con los
imperios de Marata, Acús y Totonteac, situados al norte.
Es posible que los indígenas americanos, ya desde la
conquista de la isla de Cuba, aprendieran a engañar a los españoles con
historias fantásticas e inverosímiles. La ambición, la avaricia, el deseo
incontenible de poseer oro, convertía a los cristianos en unos peleles, que
podían ser dominados al estilo de la fábula del asno y la zanahoria. Por esta
razón, los indios de todas las comarcas solían hablar de lugares situados más
allá, más allá... Seguramente los habitantes de aquellas tierras comprendieron
muy pronto que el único medio de librarse de las matanzas y los crímenes de los
españoles era emponzoñarles el alma con la ambición de oro.
Aparte de la extraordinaria leyenda de los monjes u
obispos de Portugal, se sabe que los aztecas hicieron correr el rumor de la
existencia de ciudades portentosas al norte del río Grande: eran las Siete Ciudades
de Cíbola o Tzíbola. En realidad, aquel rumor contenía, a su vez, una tradición
autóctona, según la cual los nahuas debían su origen a las siete tribus
originarias, fundadas en el actual Nuevo México, en lo que los habitantes de
México llaman las Siete Cuevas Sagradas.
La mixtificación de todas las tradiciones, unida a la
imaginación calenturienta de los españoles, logró que aquellos conquistadores
hicieran locuras con el fin de explotar las riquezas del territorio. Las
expediciones se sucedieron durante todo el siglo XVI y dejaron para la Historia muchas hazañas
heroicas y, también, muchas tragedias: los nombres de Cabeza de Vaca, Marcos de
Niza, Francisco Vázquez Coronado o Juan de Oñate van unidos a esta búsqueda
alocada de los tesoros de Cíbola.
Francisco Pizarro, el implacable conquistador español,
cayó también en las redes de estas fantasías de ambición: se le dijo que al
noreste de la ciudad de Quito existía un país donde abundaba la canela, una
especia apreciadísima en Europa. En su febril avaricia, Pizarro encabezó una
expedición hacia aquellos parajes agrestes, a principios del año 1541. De este
modo, los españoles se internaron en las torrenteras y selvas amazónicas, y
allí murieron prácticamente todos. Orellana, uno de los valientes capitanes de
Pizarro, jamás regresó de aquella locura.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.081.3 anonimo (sudamerica) - 018
No hay comentarios:
Publicar un comentario