Los caballeros de Sevilla decían que el Mateo era un
fanfarrón, un bravucón de mucho pico y poca espada. Las damas, por el
contrario, adoraban su porte gallardo y la galantería con que las trataba. Se
decía que había seducido a trescientas mujeres sevillanas y que estaba muy
avezado en el arte de escapar por los balcones. En una ocasión, Mateo fue
perseguido por un marido celoso hasta una taberna del barrio de Santa Cruz. El
hombre cornudo pudo seguirlo porque el amante de su mujer iba dejando un rastro
de pétalos de geranio por las calles de Sevilla: las flores se le habían
quedado prendidas en su capa al saltar por la ventana... pero este desgraciado
nunca llegó a encontrarlo y no pudo vengarse de su infamia.
Otras muchas cosas se dicen de este Mateo, llamado por
algunos el Rubio. Por ejemplo, según
aseguran algunos sevillanos, este donjuán había pasado a América, donde había
hecho fortuna con las minas de oro y, por esta razón, se le llamaba Rubio, por el color del oro. Los más
entendidos afirman que en cierta ocasión entró en el palacio de los duques de
V*** en busca de la joven Elisenda, pero cuando Mateo y la muchacha estaban
trabando razones amorosas entró en la alcoba la hermana de la doncella, Elisa,
y los sorprendió. Ni corto ni perezoso, Mateo dijo a la intrusa: «Si os
quedáis, os contaré lo que decía a vuestra hermana». Y cuando estaba con ambas,
vino la hermana mayor, que se llamaba Elvira, pero Mateo le dijo: «Si os
quedáis, os contaré lo que decía a vuestras hermanas». Y así lo hizo. Mas,
cuando trataba a las tres doncellas, llegó la duquesa, y sorprendió a los
cuatro. ¿Qué diréis que dijo Mateo? «Pasad, noble marquesa, que yo os contaré
lo que decía a vuestras hijas.» Y en aquel palacio pasó Mateo siete días con
sus siete noches, aprovechando que el duque de V*** estaba en la guerra de
Flandes.
Pero Mateo no es recordado en la ciudad de Sevilla por
sus hazañas amorosas, sino por su impiedad. Su altanería y su soberbia le
habían llevado a renegar de Dios, y con frecuencia solía decir que siempre
tendría tiempo para arrepentirse:
-¿No dicen los clérigos que con arrepentirse en el
último instante Dios nos perdonará? Pues sea, que aún tengo tiempo para gozar
de la vida.
Cierto día estaba nuestro bravucón en una taberna con
otros amigos suyos, hablando de estas cuestiones o de otras parecidas, cuando
sonó la campanilla de un viático. Era costumbre (y ordenanza real) que todos
los transeúntes se quitaran el sombrero y se arrodillaran al paso de un viático
o procesión de extremaunción. Los guardias tenían orden de arrestar a quien no
cumpliera este precepto, propio de gentes piadosas que ven pasar a un sacerdote
con los instrumentos del último sacramento.
Todos en la taberna se levantaron
con la intención de salir a la calle y cumplir las órdenes reales y, al fin,
era muy humano honrar al moribundo que iba a ser asistido en su último
instante. Todos, como decimos, salieron a la calle con ánimo contrito, pero
Mateo refunfuñó:
-¡Dita sea! ¡Otro muerto al hoyo! ¡Pues yo no me
quitaré el sombrero, que ahí enfrente vive una mocita bien galana que quiero
enamorar y si me destoco no luciré estas plumas tan hermosas que he mercado
esta mañana! ¡Ni me arrodillaré, que hoy mismo he comprado estas medias de a nueve
reales y no quiero que se me embarren!
Pasaba la comitiva fúnebre y todos los paseantes se
arrodillaron como convenía, excepto Mateo el
Rubio, que se puso de jarras en medio de la concurrencia y se envaneció de
su soberbia. Entonces se abrió el cielo y pareció que la tierra se partía en
dos: un rayo fulgurante cruzó las etéreas salas (como dijo el poeta) y fue a
caer en la frente de Mateo, que se convirtió en pura piedra. El barro cedió a
sus pies rocosos y se fue hundiendo en el lodazal hasta medio cuerpo. Y allí se
quedó para siempre, sin arrepentimiento y condenado eternamente a las llamas
del infierno.
Desde entonces, la calle del Buen Rostro (entre Santa
Clara y Jesús del Gran Poder) se llamó la calle del Hombre de Piedra. Y quien
pase por allí aún podrá observar una piedra: si abre bien los ojos descubrirá
los rasgos de un hombre con el gesto asombrado y aterrorizado. Pues bien, el
hombre al que está mirando es Mateo, el
Rubio.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.099.3 anonimo (andalucia) - 018
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