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viernes, 3 de mayo de 2013

El misterio de las ciudades abandonadas

¡Cada monumento maya
era un calendario convertido en piedra!
C. W. CERAM

Los siguientes párrafos son, en parte, un extracto del capítulo XXXI del famoso libro Dioses, tumbas y sabios, escrito por Kurt Wilhelm Marek (C. W Ceram) en 1949. El título de dicho capítulo es también el que se emplea aquí para encabezar la leyenda de los mayas: una aventura maravillosa que es, en palabras de Ceram, uno de los procesos «más asombrosos de la Historia».

Los arqueólogos y exploradores del siglo XIX tuvieron ocasión de asombrarse ante los restos de la prodigiosa cultura maya. Los mayas representaron la cumbre de la ciencia y la cultura desde el norte del Yucatán hasta Copán, en la actual Honduras; y desde Tikal, en Guatemala, hasta Palenque, en Chiapas. Durante al menos un milenio los mayas ocuparon estos territorios y desarrollaron el método más ajustado de cómputo del tiempo, más preciso aún que el que se realizó para el calendario juliano, el calendario gregoriano o el moderno cálculo astronómico. Las matemáticas eran para ellos casi una religión y, sin duda, eran la base científica de su cultura. Todo en el mundo maya es representación numérica, calendario sin fin: las columnas, los frisos, las escalinatas, los altares... cualquier edificio está coronado y rodeado por símbolos numéricos (tzolkin, haab, cumhu, etc., etc.) Los investigadores aprendieron a contar los meses y los años de aquella insondable civilización pero a duras penas conseguían saber a qué se referían. En otras palabras: no se conocía la historia de los mayas.
La ciencia arqueológica había descubierto algunos fragmentos de un texto conocido como los «Libros de Chilam Balam», con anotaciones mixtas de español y maya, pero sólo un documento hallado en 1860 revelaba la verdadera historia del pueblo maya. Afortunadamente para los arqueólogos este manuscrito de Chilam Balam fue fotografiado antes de que desapareciera «en condiciones bastante misteriosas». Pero en fin, algo se podía saber de los escurridizos habitantes del Yucatán. Se supo, por ejemplo, que Chichén Itzá fue un prodigio de grandeza y lujo; se supo que hubo traiciones y guerras; y se conocieron las fundaciones de Mani y otras grandes ciudades. También se descubrió cuán fácil fue para los españoles acabar con el pueblo maya.
Los estudiosos, sin embargo, distinguían el Antiguo Imperio Maya del Nuevo Imperio. Decían que el Nuevo Imperio surgió, apro­ximadamente, en el siglo VIII de nuestra era y que se distingue del Antiguo porque, incomprensible-mente, los mayas se trasladaban de un lugar a otro, hacia el norte, abandonando ciudades y constru-yendo otras completamente nuevas, pero tan grandiosas como las que habían abandonado.
Naturalmente, los investigadores no acertaban a componer tan extraño rompecabezas y se preguntaban: «c- Quieren decir con esto que el pueblo maya ha abandonado su bien organizado Imperio, sus plazas fuertes y su territorio para edificar un nuevo Imperio más al norte, en medio de la inseguridad de una comarca virgen?».
En efecto, los mayas avanzaban en un territorio selvático, agreste, lleno de peligros, en una zona establecida entre Tabasco, Chiapas, Guatemala y Honduras.
Los misterios de esta civilización se agudizan aún más: los mayas construían una pirámide en medio de la selva, pero estas constru-cciones no guardaban relación con acontecimientos políticos o sociales (enterramientos, nacimientos, victorias, ofrendas, etc.), sino que se erigían simplemente porque así lo exigía el prodigioso calendario que regía sus vidas. Cada cinco, diez o veinte años, hacían elevar una torre. En ocasiones, y aún no se sabe por qué, volvían a las antiguas pirámides abandonadas y las revestían de nuevo, añadiendo en los capiteles y los frisos nuevas fechas y calendarios.
Lo cierto es que, llegado un momento concreto, los mayas abandonaban sus ciudades y marchaban a otro lugar, generalmente al norte, donde fundaban otra urbe semejante en todo a la que habían dejado atrás. No puede decirse que unos cuantos nobles huyeran y fundaran otra ciudad, no: se iban todos, recogían cuanto tenían y olvi­daban para siempre el antiguo emplazamiento. Ni uno solo de los mayas quedaba en la ciudad vieja: ésta sería pronto comida por las selvas y los huracanes. Sus murallas se venían abajo, cuando las raíces levantaban sus cimientos; arbustos y maleza crecía en las grietas y entre la piedra labrada; las calles, los patios y todo el esplendor de una gran ciudad quedaban en pocos años sumidos en el más profundo de los olvidos.
Para comprender un tanto lo insólito de este comportamiento, Ceram lo explica con el siguiente ejemplo: «Imaginemos, por ejemplo, que todo el pueblo francés, después de haber vivido una historia mile­naria, emigrase de pronto a Marruecos para fundar allí una nueva Francia; que abandonase sus catedrales y sus grandes urbes, que repen­tinamente los habitantes de Marsella, Toulouse, Burdeos, Lyon, Nantes y París, emigraran.
«Y no sólo esto, sino que al llegar a Marruecos empezaran inme­diatamente a construir nuevas ciudades y catedrales idénticas a las que abandonaron en Francia.»
El atinado ejemplo de Ceram es muy ilustrativo. Así sucedía de hecho y los estudiosos comenzaron a imaginar hipótesis: era necesario encontrar alguna razón para explicar un comportamiento que cualquier persona civilizada consideraría absurdo. Por ejemplo, se supuso que habían sido las guerras o ciertas invasiones lo que obligaba a los mayas a retirarse. Sin embargo, esta explicación carecía de fundamento, ya que los mayas eran en aquel tiempo el pueblo más rico y poderoso de la zona, y ninguna otra cultura podía acercarse, ni de lejos, a su poder bélico. Otra opción era razonar que fueron catástrofes naturales, como huracanes o riadas, lo que hacía huir a este pueblo; pero no hay rastro de estas supuestas tragedias meteorológicas. ¿Epidemias? ¿Cambios climáticos? ¿Revoluciones?
No hay más que hipótesis y ninguna parece demasiado atinada: los arqueólogos sólo saben, a ciencia cierta, que los mayas abandonaban sus ciudades y se internaban en la selva para construir otra ciudad idéntica o muy parecida. ¿Cómo explicarlo?

La teoría más aceptable la ofreció el profesor S. G. Morley. Según sus apreciaciones, todo radicaba en un pequeño detalle: los mayas no conocían el arado.
La civilización maya se asentaba en unos principios sociales muy rígidos: los mandatarios (almehenoob, los que tienen padres y madres, nobleza genealógica) y el pueblo. Entre los mandatarios estaban, naturalmente, los príncipes y los descendientes, pero también los sacerdotes, los sabios y los astrólogos. Estos vivían en los palacios, en las sólidas construcciones pétreas, dentro del recinto de la fortaleza. Fuera de ella vivía el pueblo común: el único destino de este pueblo era servir a los grandes señores, en los sacrificios y en la alimentación. Su vida era trabajar para el príncipe o halach uinic; ofrecían dos tercios de su trabajo a los habitantes de la fortaleza y sólo se quedaban con el tercio restante, a pesar de ser muchos más en número.
Esta estructura social era, como avanzamos, muy rígida: lo cual quiere decir que la única conexión entre el poder y el pueblo era el dinero, los alimentos y los hombres que los miserables entregaban a los nobles y los sacerdotes. Curiosamente, los sacerdotes y los astrólogos nunca se preocuparon de los trabajos de los campesinos, de modo que el pueblo maya subsistía quemando zonas periféricas y sembrando sin arado, sin carros ni bestias de carga, todo con los medios más precarios y primitivos. Así que, como afirma Ceram, el mismo pueblo que llegó a la cumbre en obras científicas era incapaz de hacer frente a la escasez de alimentos.
Cuando unas tierras se consumían, los mayas no sabían cómo obtener de ellas más fruto y el hambre acuciaba tanto a los nobles como a los desgraciados campesinos. Y por tanto, emigraban: poco importaba a los poderosos estos continuos desplazamientos: eran los miserables los que construían las pirámides, los templos y las murallas, y los que de nuevo con sus rudimentarias herramientas deberían extraer todo el jugo a una tierra que no sabían trabajar.
Aún queda por confirmar esta teoría. Tal vez un día algún estudioso descubra las verdaderas razones de estos misteriosos viajes. Quizá en esos antiguos calendarios esté aún escondida la explicación a tan extraño comportamiento. Todas las civilizaciones han buscado el lugar mágico, el centro del universo, y las catedrales, las pirámides y los grandes templos no están situados al azar, sino que se corresponden con reglas precisas, místicas, astronómicas, científicas o supersticiosas. Acaso los mayas buscaban un lugar en el mundo, un lugar ciertamente especial, secreto, misterioso, mágico...

Fuente: Jose Calles Vales

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