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viernes, 3 de mayo de 2013

Don alonso pérez de guzmán en la torre de tarifa

A duras penas podía don Alonso contener el ímpetu de los moros: por un lado y por otro acosaban a los cristianos de Tarifa y, a pesar de la heroica defensa de la ciudad, el capitán temía que muy pronto los sarracenos tomarían la fortaleza.
Don Alonso Pérez de Guzmán se hallaba en su alcoba pero no podía dormir: desde su torre podía ver los fuegos del campamento ene­migo y aun pensaba que en cualquier momento los moros aparecerían sobre sus corceles salvajes y que atacarían una vez más su ya maltrecha ciudad. Así había pasado muchas noches, esperando el asalto definitivo, pero los infieles siempre esperaban hasta el amanecer y entonces los soldados de uno y otro bando se enfrentaban cruelmente. Si los moros eran osados en el asedio, los cristianos no les andaban a la zaga. Se fundía plomo, se calentaba aceite, se apilaban las rocas, se aguzaban las espadas y las lanzas, se tensaban los arcos: toda la noche era febril agitación en el castillo, esperando el nuevo asalto sarraceno. Pero los días pasaban y Tarifa no se rendía.
Sin embargo, don Alonso estaba ahora amargado: los moros habían raptado a su joven hijo y lo tenían preso en el campamento. Los vasallos le habían dicho que el muchacho había cometido una imprudencia y que había salido del castillo solo, con la intención de matar al caudillo sarraceno. Las noticias en este punto eran confusas y hubo quien aseguró que ciertos espías lo habían prendido dentro de la propia fortaleza... ¿Qué importaba ya? Lo único cierto, lo único verdadero era que su hijo estaba en poder del enemigo y que su vida corría peligro.
Apenas lograba recordar don Alonso las heroicas proezas de otros tiempos. Durante mucho tiempo estuvo al servicio del sultán de Marruecos, combatiendo a su lado contra otros moros que deseaban su perdición. Desde los desiertos africanos había regresado a España, acudiendo veloz a la llamada del rey Alfonso, el cual también tenía dificultades para doblegar la soberbia de su hijo Sancho. Fue precisamente Sancho quien le encomendó defender la plaza de Tarifa contra los moros y era en este lugar donde la tragedia se veía llegar. Toda una vida, en fin, dedicada a la guerra, andando de acá para allá buscando honores y victorias... para al fin rendir cuentas a Dios en el extremo del mundo, en Tarifa. Desde la torre del castillo, don Alonso podía ver las dos partes del mundo: África a un lado, Castilla al otro, y tan amadas eran para él unas tierras como las otras.
La amargura por la pérdida de su hijo aumentaba en la consideración de la triste vida que le había concedido el destino: siempre con el escudo preparado, siempre con la lanza en ristre, siempre acuciado por las intrigas políticas, siempre yendo de un lugar a otro, sin paradero ni alegría. ¡Si entre los moros acechaban los mismos cristianos! ¡El mismo infante don Juan ayudaba a los sarracenos! ¡El mismo hermano del rey lo asediaba tan fuertemente!
Por fin clareaba: la noche había pasado y en el campamento sarraceno había gran agitación: los moros iban de un lado para otro dando voces y llamando a Alá constantemente. Don Alonso imaginó que en aquella tienda púrpura y blanca estaba su amado hijo, la única esperanza de su vejez, el único honor de su casa. Quién sabe si en aquel precioso amanecer una daga traidora se hendiría en su pecho o si una cimitarra violenta le cortaría el cuello. Acaso cometieran la infamia de ahorcarlo frente a la torre de Tarifa, para dar más pena al padre...
-¡Basta de penas! -gritó don Alonso en su alcoba. ¡Ah de la casa! ¿No hay nadie que vele en el castillo cuando su señor está despierto? ¡Los míos, los míos! ¡Preparad los calderos de aceite hirviendo! ¡Aprestad las armas! ¡Hoy verán esos perros con quién se están jugando la vida!
Aún estaba el sol rojo en oriente cuando el castillo bullía en actividad frenética: las mujeres preparaban el condumio, los hombres hacían sonar sus armas, los niños apilaban rocas en la muralla, los capitanes disponían los turnos y las escuadras, los viejos martilleaban en los yunques y afilaban las espadas...
El mismo don Alonso estaba en la torre observando el campo enemigo. Para su desgracia, los musulmanes no hacían preparativos de guerra. Bien al contrario, se podían ver algunos soldados reunidos en corros, como si estuvieran en tiempo de paz: unos parecían conversar amigablemente, otros jugaban a los dados y otros dormían como perros al sol. Sólo, de tanto en tanto, se reunían los capitanes en la famosa tienda adornada con los colores púrpura y blanco. Pronto comprendió don Alonso que aquel día no habría batalla y que los sarracenos pretendían que Tarifa se rindiera por el dolor de un padre: esperaban seguramente que don Alonso se arrastrara como una prostituta para pedir la liberación de su hijo, que se humillara ante ellos y que rindiera la plaza a cambio de la vida de su vástago.
Al fin, desde el campamento musulmán, salieron diez hombres de a caballo. Entre siete soldados ataviados con ropas nobles a la usanza mora iban los caballeros principales: allí venía con aire soberbio don Juan, al que los tarifeños llamaban el Perro, y el famoso caudillo árabe cuyo nombre no se debe pronunciar. Entre ambos, sobre un caballo negro y con las manos atadas, venía un muchacho joven... apenas quince años tendría, con el semblante serio y la mirada fija en la torre. Desde este lugar lo observaba su padre, con los ojos nublados por las lágrimas: allí llegaba su hijo amado, lo único que en la vida le quedaba.
Llegó la comisión mora a los pies del castillo y don Alonso apenas podía contener su furia. Así habló el infame sarraceno:
-¡Tú, Alonso Pérez de Guzmán, llamado el Bueno: aquí tienes a tu hijo! ¡Te decimos que entregues la plaza de Tarifa o tu hijo morirá!
Don Alonso escuchaba en lo alto de la torre y miraba a su hijo que, con ojos llorosos, pedía clemencia a Dios. Entonces, el heroico defensor de Tarifa tomó una daga de su cintura y con gesto de desprecio se la lanzó al sarraceno, diciendo:
-Ahí tienes mi puñal: mátalo si es tu gusto, pero Tarifa no se rinde.
Y se volvió a sus aposentos, donde lloró amargamente.
Don Alonso Pérez de Guzmán, llamado el Bueno, murió poco después, en el año 1309, habiendo dejado en la Historia amplio y venerado recuerdo.

Fuente: Jose Calles Vales

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