En una taberna de Lisboa, según cuentan, se habían
reunido varios capitanes y almirantes de navíos. Es en esa parte de la hermosa
ciudad lusitana llamada Alfama, cuyas calles angostas y empinadas huelen a
fritanga de sardina, a berzas cocidas y a vino de saldo. En aquella época era
lugar de reunión de gentes marinas y en las posadas y figones podían verse
algunos rostros conocidos por su valor en la mar.
Por esos años Portugal había emprendido varias
expediciones, pero su máximo interés radicaba en las costas africanas y sólo a
duras penas se internaban en el Océano Atlántico, porque era un piélago
peligrosísimo y monstruoso. Llegaron, eso sí, hasta las Islas Azores y allí
tenían algunas casas de pescadores y algunos cultivos.
El reino de Castilla, por su parte, apenas podía
embarcarse en aventuras arriesgadas: la mayor parte del tesoro se dedicaba a
sufragar los gastos de la
Reconquista , porque Granada aún estaba en posesión de los
moros y la única intención de Isabel de Castilla era expulsar a los musulmanes
de la Península.
En la famosa taberna de la Alfama estaban algunos
caballeros principales y cada cual contaba al por menor las hazañas que habían
vivido en sus carabelas y naos. Gon~alves, por ejemplo, contaba que había
descubierto en Mauritania una tribu de ojos azules como los teutones y que
había sido maravilloso verlos caminar por el desierto en sus camellos,
cubiertos con túnicas azules como el cielo. Da Pinto, un marinero del sur,
añadía que en las Azores se estaban construyendo unas embarcaciones
poderosísimas, capaces de arrastrar ballenas y cetáceos inmensos. Otro marinero
malencarado afirmaba haber degollado a cuarenta turcos él solo y que había
regresado a Lisboa con un cargamento de oro. Sin embargo, a pesar de sus
riquezas, volvía a la mar porque no había cosa que le hiciera más provecho a su
salud.
Las fanfarronerías, teñidas de verdades y mentiras,
suelen oírse en estas tabernas portuarias. Allí estaba, según cuenta la
tradición, un joven capitán de navío, llamado Cristóbal. Como era de natural
taciturno, apenas hablaba y sus compañeros quisieron saber en qué andaba y
cuáles eran sus proyectos. El joven Cristóbal afirmó que había estado en tratos
con la reina Isabel de Castilla y que, tras numerosos intentos y fracasos,
había logrado que la monarquía española sufragase los gastos de una expedición
arriesgadísima.
-¿Y dónde irás? -le preguntaron.
-A las Indias.
-¿A las Indias? -inquirió Da Pinto. Poco tiene de
maravilloso ese viaje, pues muchos de nuestros compatriotas ya han cruzado el
Cabo de Buena Esperanza...
-Sí -afirmó Cristóbal, pero yo acortaré el viaje yendo
a través del Atlántico.
Los gestos de asombro se reflejaron en aquellos
rostros curtidos por el salitre: todos comenzaron a vociferar y a dar palmadas,
como si las palabras de Cristóbal fueran indicios de una locura o sinrazón.
Afirmaban que al final del Océano había una cascada inmensa llena de monstruos
y que los barcos se despeñarían allí y que todos los marineros, incluido
Cristóbal, morirían. Otros, más avisados, asegu-raban que la expedición de su
amigo fracasaría sin duda porque, para llegar a las Indias, no había más camino
que el Cabo de Buena Esperanza.
-¡Ea, Cristóbal! -dijo un marinero anciano. Para que
pudieras llegar a las Indias navegando hacia occidente, ¡la Tierra debería ser redonda!
Ho, ho, ho... ¡No he oído otra cosa más divertida en mi vida!
-¡Sí! -dijo riéndose Gonçalves. Y si fuera redonda...
¡los moros se caerían hacia los lados! ¡Ja, ja, ja!
-¡Y el agua se derramaría! -vociferó otro, mientras se
desternillaba de risa.
-¡Sí, sí! -exclamó Da Pinto, burlándose del joven
capitán. ¡La Tierra
es redonda como una pelota!
-Redonda como un huevo -dijo Cristóbal enojado por
tantas risas.
Los marineros callaron y todos pensaron que aquel
muchacho había perdido el juicio y que se arriesgaba a que lo excomulgaran o lo
condenaran a la hoguera, porque en aquellos tiempos las palabras de Cristóbal eran
tanto como una herejía. Gonçalves tomó un huevo de la cesta que había sobre la
mesa y lo colocó en un plato: el huevo comenzó a rodar de un lado para otro,
sin rumbo fijo. Así quería demostrar que la Tierra no podría sostenerse y que la
argumentación de Cristóbal carecía de sentido. Sin embargo, el joven capitán
tomó el huevo en su mano y lo agitó con fuerza, de manera que la película de
grasa que rodea la yema se rompiera: después lo colocó sobre el plato por la
parte más ancha y el huevo quedó inmóvil. De este modo enseñó que una esfera
podía sostenerse por sí misma, y que así estaba la Tierra suspendida en el
espacio. Del mismo modo, siendo la
Tierra redonda, podría llegar a las Indias dando la vuelta al
globo.
Esta anécdota, que algunos autores sitúan en otros
lugares y circunstancias, dio origen a la expresión «el huevo de Colón», que se
emplea para describir acciones o ideas que son en apariencia difíciles, pero
finalmente se resuelven con ingenio.
Cristóbal Colón creyó realmente que las tierras
descubiertas por él en 1492 eran las Indias, es decir: Asia. Sin embargo,
pronto se conoció que el paraíso encontrado al otro lado del Atlántico era un
nuevo continente, maravilloso y fértil, y en el cual se sucederían las
aventuras, las leyendas y las historias inverosímiles durante los siglos
siguientes.
Fuente:
Jose Calles Vales
0.096.3 anonimo (portugal) - 018
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