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sábado, 15 de septiembre de 2012

Santa elena y el valle de tena

Leyenda del pirineo

En Biescas, a la entrada del Valle de Tena, encima de un fortín militar que gracias a Dios está en desuso desde hace mucho tiempo, se levanta como una atalaya la ermita de Santa Elena. Desde ella se domina perfec­tamente el estrecho congosto del Gállego, único camino hacia Francia. Su pequeña pero airosa torre puntiaguda se divisa desde todos los sitios.
Todos los años, una nutrida procesión que llaman "de las Cruces", sube hasta la ermita. Va por el camino viejo, a la orilla izquierda del río. Hasta tres veces al año es costumbre subir en romería al santuario: el tercer día después de la Virgen de agosto, el 13 de junio, día de San Antonio y además ocho días antes de esta fecha, que es el día de las Cruces porque todos los pueblos de alrede­dor acuden a ella con su cruz parroquial al frente.
El camino es tortuoso, empinado y a veces bordea casi el abismo. Aquí y allá quedan todavía algunos ves­tigios de una (o varias) calzada antiquísima, probablemente anterior a la dominación romana que nunca con­siguió ser plena en el Pirineo.
Algo antes de llegar al "Puente del Diablo", en el Acrucifierro, los romeros se detienen junto a un pedrus­cón a orillas del camino. Tiene forma de rústica butaca, con su respaldo y todo.
Se llama "la silla de Santa Elena" y es que la tradición dice que en ella se sentó la santa a descansar, después de apagar su sed y lavarse los pies en la fuentecilla que mana unos cuatro metros más arriba de la silla. La fuente se conserva en perfecto estado, y por supuesto también la silla.
Pocas mujeres en la antiguedad latina han estado tan rodeadas de leyendas como Santa Elena, la esposa de Constancio Floro, que fue luego cristiana penitente y finalmente madre del Emperador Constantino el Grande y emperatriz ella misma.
Lo más importante de su vida y lo que le dio mayor fama parece haber sido la expedición a Jerusalén, en pleno siglo IV, en busca de la Cruz del Salvador. De ahí que su culto se relacione frecuentemente con la Cruz.
Precisamente, excavando en el monte Calvario de Jerusalén encontraron no una cruz, sino muchas ya que era el lugar en donde se ajusticiaba, crucificándolos, a los malhechores. Era difícil adivinar cuál era la auténti­ca cruz de Jesús y entonces a la santa esperatriz se le ocurrió lo que podría ser una prueba definitiva. Había en la expedición un soldado de su escolta que había con­traído la lepra en el viaje. Elena hizo que tocara las diversas cruces que habían encontrado y al llegar a una determinada, solamente con rozarla quedó instantánea­mente curado de la enfermedad maldita. De esta manera se descubrió la que empezó a llamarse desde entonces "Vera Crux", la cruz verdadera.
Entre las muchas leyendas antiguas referidas a Santa Elena, contamos con una, preciosa, en el Alto Aragón, y más concretamente en el valle que nos ocupa en donde se le tributa especial veneración y no es para menos.
Perseguida por cristiana, antes de la conversión de su hijo al Cristianismo tras la batalla de Puente Milvio que ganó a los bárbaros del norte gracias a la Cruz, Elena huyó a Francia y de ahí a España. Y aquí llegó, tal vez con la intención de trasladarse luego a Inglaterra de donde era oriunda, y se refugió en las anfructuosidades del Pirineo.
Pero sabía que sus enemigos no iban a dejarla tran­quila tan fácilmente. Por odio a lo cristiano. Porque temían su influencia materna en el Emperador que podía llegar a abandonar los dioses del Imperio, como efecti­vamente sucedió más tarde. Era para ellos importantísi­mo capturar a Elena y seguían su pista con tenacidad. Y tras sus huellas llegaron también a España y al Pirineo.
Y sigue la leyenda diciendo que unos labradores estaban sembrando mijo en un campo cercano cuando la vieron sentarse agotada en la piedra. Al ver su tristeza y abandono se acercaron a consolarla. Ella les explicó la persecución de que era objeto a causa de su fe en Jesu­cristo. Les habló con tal dulzura y convicción del joven Maestro muerto en la cruz que aquellos fueron los primeros cristianos de Aragón. Ellos le indicaron el camino de una cueva muy oculta en donde podía escon­derse. La santa les agradeció su acogida y sólo les pidió que si llegaban por allí sus perseguidores, que no la delatasen. Pero que tampoco les dijeran mentiras, por­que el embustero no puede agradar a Dios. Por fin, reanimada, siguió su camino monte arriba buscando el cobijo de la gruta que le habían indicado los labradores.
Por un milagro divino aquella noche creció y floreció el mijo del campo que habían sembrado los campesinos el día anterior. Cuando aparecieron los perseguidores y les preguntaron si habían visto a Elena, ellos contestaron que sí, porque no podían mentir: que había pasado por allí el día en que ellos estaban sem­brando ese campo. Esto les desconcertó completamente ya que creían estar muy cerca de ella, y pensaban con razón que el mijo tarda unos cuantos meses en dar su cosecha.
Naturalmente, no pudieron encontrarla. Y eso que estuvieron muy cerquita de ella: en la misma entrada de la gruta. Pero aquella noche, una araña había tejido su tupida tela en la misma entrada de la cueva con lo que ellos desistieron de entrar. Santa Elena pudo escapar y más tarde sería coronada Emperatriz.
Las gentes del valle edificaron una ermita junto a la cueva que le había servido de refugio y al lado brotó "la Gloriosa", fuente de agua intermitente que los tensi­nos aseguran que tiene propiedades curativas.
La "Gloriosa" siempre ha estado rodeada de mis­terios; es imposible saber cuándo va a manar. Cuando lo hace su caudal es abundantísimo, más que todas las demás fuentes intermitentes que se conocen en el valle.
Y cuenta otra leyenda que un vagabundo de esa comarca peregrinó a Tierra Santa por un voto que tenía ofrecido al Señor. El viaje fue muy historiado ya que estuvo a punto de caer en manos de piratas. Pero al cabo de unos meses, con su bastón y su calabaza de "palme­ro" pudo llegar a Palestina.
Como todos los penitentes, también él bañó sus pies en el río Jordán, en el sitio en que la tradición asegura que fue bautizado Jesús. Pero tuvo la mala suerte de perder el bastón que había tallado con verda­dera ilusión para que le acompañara en su caminata.
Aunque algo contrariado por el percance, volvió a España y a Biescas. El viaje le había impresionado mucho y deseaba dedicarse a Dios. Un día subió a la ermita de Santa Elena para rezar y allí se quedó de ermitaño.
Pasados unos meses, en una de las inesperadas apariciones de la "Gloriosa", con el agua que manaba apareció ante sus ojos atónitos su bastón perdido en el Jordán.

0.013. anonimo (aragon)

Pirene y los pirineos

Leyenda del pirineo

Entre todas las montañas que arrugan la superficie de la tierra, ninguna hay tan hermosa como la cordillera de los Pirineos que cose nuestra vieja piel de toro que es España al continente europeo.
Es obligatorio conocer los Pirineos: en invierno cuando la nieve suaviza con su tapiz blanco todas las cosas y parece convertir los picachos en blanquísimo algodón. En primavera, cuando la naturaleza juega igual que un niño y revienta de alegría y viste a las montañas con colores que superan nuestra imaginación.En verano, cuando sus azules cumbres se confunde con el firma­mento azul y no sabes dónde termina la tierra y comien­za el cielo.
Y en otoño, cuando sus bosques se tiñen de un color de oro viejo.
Viejo y valioso como las leyendas del Pirineo. Hoy quiero contarte una de esas leyendas. La inventaron los griegos hace muchísimos siglos, cuando ellos confundían la creación del mundo con la lucha de los dioses.
En su imaginación, suponían que el cielo estaba poblado de innumerables dioses que se disputaban unos a otros la posesión de la tierra.
Entre estos dioses había dos especialmente fuertes: Atlante, que tenía como misión sostener las columnas que separan el cielo de la tierra y llevar el universo a cuestas, cargado sobre su espalda. El otro dios fuerte era Hércules, valeroso como nadie pero violento y cruel como ninguno.
Parecía haber nacido maldito y una diosa le envió a la cuna dos serpientes para que lo matasen, pero el bebé las estranguló.
Naturalmente, Atlante y Hércules eran enemigos: eran demasiado fuertes los dos para poder convivir. At­lante, además, era de carácter dulce y pacífico y vivía feliz en su maravilloso reino de la Atlántida. Hércules no tenía patria y recorría todo el mundo sembrando el dolor por todas partes. Y además, Hércules había engañado a Atlante con sus malas tretas cuando fue a robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.
Fue entonces cuando conoció a la más bonita diosa de las Pléyades, Pirene, hija de Atlante, y se prendó de ella. La pretendió como esposa y lo hubiera conseguido porque nada parecía imposible para él.
Pirene adoraba a su padre y se juró a sí misma que nunca consentiría al amor de Hércules.
Tal vez la destrucción de la Atlántida se debió a ese amor no correspondido. Desairado Hércules por la es­quivez de Pirene, en un arrebato de cólera, partió con un golpe de su clava el monte dando lugar a lo que hoy llamamos el Estrecho de Gibraltar. En los dos extremos plantó sus columnas, Calpe y Abila y el agua del Medi­terráneo se precipitó sobre la Atlántida, anegándola. En­tonces fue precisamente cuando aparecieron todas las islas del Mar Egeo, al vaciarse casi el mar.
Todo pereció en la idílica Atlántida. Hay quien pre­fiere pensar que, por el contrario, todo el continente continuó su vida debajo del Océano protegido por una inmensa bóveda de cristal y que hoy es más hermoso que nunca. Sobre la bóveda se cubrió de sargazos para ocultarlo con sus algas a la miradas de los curiosos y un día, no muy lejano ya, volverá a imperar sobre la Tierra. La leyenda se da aquí la mano con la ciencia ficción y con los extraños fenómenos del mar de los Sargazos y el Triángulo de las Bermudas.
Sin embargo la bella Pirene consiguió escapar de la catástrofe. Huyó más allá del jardin de las Hespérides y se refugió, acogida por los pastores, en las más hermo­sas montañas del mundo que recibieron su nombre.
Hércules, desorientado, empezó a recorrer el uni­verso en busca suya. Jamás renunciaría al amor de Pirene.
Al llegar la noticia a los oídos de la diosa, temero­sa al mismo tiempo que llena de despecho, encendió los montes prefiriendo ver todo arrasado y aceptando su propia muerte antes que caer en los brazos del poderoso y caprichoso dios.
Hay poetas que aseguran que la inmensa pira dio el nombre al Pirineo; y no les vamos a quitar la razón ya que su inspiracion es hermosa y además la palabra PIR significa fuego.
Hércules llegaba de Italia, siempre buscándola, y de realizar sus famosos doce trabajos al servicio de Euristeo en penitencia por su violencia y locura que le llevaba a matar a todos los que amaba aunque fueran sus propios hijos.
De lejos vio la terrible humareda del Pirineo que se elevaba hasta lo alto del cielo. Imaginando la tragedia, a grandes zancadas se dirigió a nuestras montañas.
Llegó al atardecer cuando ya todo era una inmen­sa ascua: los bosques ennegrecidos y sus árboles retor­cidos convertidos en carbón. Empezó a rebuscar por todos los recónditos parajes, valles, grutas y colinas, orientán-dose por lo único que no ardía: las lágrimas de Pirene que salpicaban la montaña y se quedaban cristalizadas en los inmensos ibones de azul intenso que todavía podemos hoy contemplar.
Sólo al llegar la madrugada pudo encontrar a la diosa de sus amores.Quiso rescatarla del incendio pero ya era tarde: estaba agonizando y entre los estertores de la muerte se la veía sonreir con gesto de triunfo por haber podido burlar al hijo de Zeus. Jamás ni ella ni su monte se someterían a nada ni a nadie.
Hércules quedó desolado. Y dicen que entonces se le vio llorar. Era el primer, el único fracaso de su vida caprichosa. Y lloró de rabia y de dolor junto al cadáver de Pirene.
Se juró a sí mismo que la Hesperia tan amada por él, entre todas las naciones, quedaría para siempre marcada por la señal del amor imposible: las Columnas de Hércules mirando a Africa y a la Atlántida sumergida, al sur, y el altivo Pirineo en el otro extremo.
Tomó con infinito cariño a Pirene y le enterró allí mismo. Y allí le preparó su colosal mausoleo. Llamó a gritos a los Titanes y con ellos y con sus propias manos cogió las gigantescas rocas y montañas calcinadas y las fue apilando una a una hasta dejar acabada una inmensa cordillera que desafiaba hasta los cielos y que para siempre se llamaría Pirineos en memoria de la hija de Atlante y como símbolo de la tencidad y del amor a la independencia.
Y sobre su informe crestería desafiante colocó un sudario blanco de nieve purísima. De ese Pirineo, forja­do en el fuego, la pasión, la fuerza y la libertad, nacería un pueblo heredero de dioses, fantasías y amor.

0.013. anonimo (aragon)

Monte pano y san juan de la peña

Leyenda del pirineo

Entre todas las peñas famosas derramadas en nuestra tierra, nuestra historia y nuestra leyenda, ningu­na tan entrañable para nosotros como San Juan de la Peña, cuna de Aragón y de su reconquista, símbolo de la fe, la tenacidad y la voluntad de un pueblo que no se resigna al anonimato ni a la servidunbre. Un pueblo profundamente díscolo e independiente por citar sus virtudes-defectos que no han cambiado con el paso de los siglos.
Dicen que Dios al hacer el mundo, todas las pie­dras que le sobraron las echó en Aragón. Por eso tene­mos tantas. Por eso nuestra historia está unida a ellas. Todo el mundo conoce San Juan de la Peña y aun con peligro de contar algo de sobras conocido es preciso aquí hablar de su leyenda.
Razón tienen los asturianos al enorgullecerse de su Covadonga, los catalanes de su Montserrat, los navarros de su Aralar. A cada uno lo suyo. Pero es que San Juan de la Peña es otra cosa. Escondido como nuestras virtu­des; duro como nuestro temple y poético y hermoso; gigantesco y sorpren-dente; austero y acogedor.
Cuando todo el Alto Aragón esté definitivamente deshabitado o colonizado, cuando ya se hayan vaciado del todos nuestros pueblos y nuestros valles se hayan en­charcado y apantanado, cuando nuestras obras de arte terminen de alojarse en los museos y nuestros documen­tos hayan terminado de atiborrar los archivos catalanes y castellanos, cuando ya no quede nada, le bastará al turista con visitar San Juan de la Peña y en esa rinconada entrañable adivinará forzosamente que aquí hubo un pueblo diferente, con idioma diferente, con diferentes valores y distintos esquemas mentales.
Yo ya no estaré. Ni tú. Ni siquiera nuestros niños más pequeños. Pero San Juan de la Peña seguirá siendo una canción de piedra.
No sé si todo esto lo pensaba o al menos lo intuía aquel astroso y enjuto anacoreta de hace doce siglos que dejó su pueblecillo de Atarés arrinconado en la montaña y sonriente como ella.
Llevaba días y días dominando su cuerpo y flage­lando sus instintos, dejando volar así su alma enamora­da de Dios. Y un día de primavera, en el hondón de la roca hecha bóveda, sus manos sarmentosas empezaron a apiñar piedra sobre piedra la ermitica humilde de San Juan Bautista. Aquel día, sin saberlo, empezó el buen ermitaño a hacer Aragón.
No lejos de la enorme gruta de San Juan de la Peña se encuentra el monte Pano que engancha su historia con la del Santuario.
Cuenta la leyenda que cuando los árabes invadie­ron nuestra tierra, aunque muchos de nuestros mayores pactaron con ellos y se avinieron a ser sus amigos-esclavos, un gran grupo de cristianos huyeron al Pirineo, a lo más intrincado de sus montañas y se reunieron en el monte Pano en donde decidieron cons­truir una ciudad que llevaría su nombre y que significa­ría la resistencia al invasor.
La abigarrada multitud, con sus sayas de colores lampantes y sus zamarras de piel de oveja llenaba la esplanada del Pano y las jergas de sus valles se entre­mezclaban animadas. Una misma ilusión los unía a todos.
Iban colocándose donde lo disponía un anciano de blancos cabellos bajo los que se asomaban unos ojos de azul intenso. Lo ayudaban en la tarea sus dos hijos, Oto y Félix, nerviosos mocetones, que querían acelerar todas las cosas para disponerse pronto a luchar contra el invasor de sus tierras. Rebullían por los corros de gen­tes; aquí hablaban con unos, allá con otros, persuadían, animaban y contagiaban reclutando a la juventud para la pelea.
Una mañana, al acercarse a su padre para recibir las órdenes del día, lo encontraron con el rostro más grave que nunca, la mirada triste, hasta más encorvado que otras veces por el peso de los años y las preocupa­ciones. Les explicó que la noche anterior había escucha­do un quejido lloroso:
-Es la Maladeta que siempre suena así quejum­brosa cuando se avecina una desgracia y más todavía si el Cuculo se corona de boiras negras como esta mañana.
Por desgracia, el presagio de la montaña maldita no tardó en cumplirse. Los agarenos habían descubier­to el proyecto de ciudad y fortaleza en el monte Pano y se disponían a atacarla y asolarla antes de que estuviera terminada del todo. Una muchedumbre increíble de gue­rreros moros subía ya por las laderas de la montaña.
Los aragoneses se dispusieron a una lucha desi­gual, como tantas y tantas veces les iba a tocar a lo largo de su historia. Y todos, hombres, niños que apenas podían con el peso de la azcona, viejos de pulso temblo­roso, mujeres hechas para derramar paz y cariño, todos se aprestaban a la defensa.
De nada les iba a servir. La batalla fue terrible. Por cada cristiano había treinta moros. Uno a uno fueron cayendo los defensores ante el mortífero alfanje sarrace­no que se ensañaba de manera especial contra los niños, como si quisera matar de raíz todo intento de rebrote del campo cristiano.
Todo fue un caos, un lamento continuo, un griterío ensordecedor. En unas pocas horas, el proyecto de ciudad quedó cubierto de sangre y las paredes que habían empezado a levantarse, como una esperanza y una promesa, arrancadas de cuajo.
Solamente quedaron para contarlo dos hombres maltrechos y malheridos: Oto y Félix, que tuvieron que apartar los cadáveres de sus compañeros para poder ponerse en pie. Los sarracenos, cumplida su misión habían desaparecido como una exhalación igual que habían llegado.
Al encontrarse vivos, exclamó Felix: "¡Oto, her­mano mío!" -y corrió a abrazarlo. El, sin una lágrima en los ojos y con toda el alma en su voz le contestó:
-"Tu hermano, sí, pero no Oto. He olvidado ese nombre. Ya no me llamo Oto. Hice un voto y desde hoy en adelante me llamaré Voto".
Difícil le iba a resultar a Voto cumplir su promesa. Y a Félix que desde el primer momento decidió unirse a su hermano en la empresa imposible: sacar de las cenizas del maltrecho Aragón un pueblo nuevo.
De momento no tenían otra posibilidad que ani­marse mutuamente y adiestrarse para la lucha en las an­froctuosidades de la montaña dedicándose a la caza que era lo único que tenían a su alcance, incluso su único medio de vida.
Por eso aquella mañana el joven Voto perseguía enconadamente a un corzo. Lo adivinaba entre los pinos, abetos y matujos. Se había lanzado a todo el galope que permitía la espesura del terreno. Ya le parecía tener la pieza a tiro, cuando se le volvía a escabullir. En un instante en que el animal asomó su testa entre la maleza, casi un poco a ciegas le lanzó la azcona con toda la fuerza de su brazo.
Vió que el corzo dibujaba una cabriola en el aire y Voto se precipitó hacia él. El caballo dio un relincho lastimero, clavó sus cuatro cascos en la roca cubierta de musgo y sin el mínimo derrape quedó cosido al suelo con todas las crines erizadas.
El jinete, milagrosamente aferrado al cuello de su montura no salió despedido. Temblado todavía, desca­balgó, apartó con su espada la maleza y quedó horrorizado al mirar: unas pulgadas más le hubieran precipita­do en el increíble abismo de piedra.
Recordó que se había encomendado a San Juan. Solamente un milagro del cielo y de su santo patrono le habían salvado la vida. Atraído por el vertiginoso preci­picio quiso explorar el hondón que le había maravillado.
Un escarpado sendero de cabras que se borraba del todo de trecho en trecho bordeaba el abismo. Lo siguió con toda cautela. De cuando en cuando la espesura le dejaba adivinar el fondo de la barrancada muchísimo más abajo. A su paso graznaban inquietos los aguiluchos escondidos en los agujeros profundos de la roca y las águilas reales expiaban sus movimientos desde su vuelo majestuoso. A su lado, únicamente las lagartijas pare­cían moverse seguras por la peña.
Al cabo de una hora de descender jugándose la vida en la escarpadura llegó a la base de la peña.
La gigantesca mole de piedra terminaba en una cueva a la que defendía de las inclemencias a modo de visera. Penetró en la gigantesca gruta, y casi en el fondo descubrió lo que parecía una rústica ermita de piedras amontonadas. No tenía puerta alguna que la cerrase. Entró en ella.
Parecía el símbolo de la pobreza y austeridad. Y en el suelo, tendido, el cadáver andrajoso de un ermitaño con un basto sayal ya medio podrido por el tiempo. La tétrica visión lo dejó paralizado. Luego observó al anacoreta. Ni un rictus de dolor o desesperación: una serenidad absoluta aureolaba sus rasgos carcomidos y aperga-minados. Su cabeza estaba apoyada en una piedra a manera de almohada y sobre ella podían leerse unas palabras toscamente trazadas:
"Yo, Juan, fundador de esta iglesia y el primero que la habitó, por amor de Dios despreciando la vida humana, como pude, construí esta iglesia y la dediqué a San Juan Bautista; en la cual he vivido largo tiempo como ermitaño, y ahora, muerto, descanso en el Señor. Amén."
Voto comprendió la ayuda de San Juan y de este otro Juan -Juan de Atarés- servidor suyo. De ahora en adelante ya tendría una misión que cumplir: consa­grar al cielo este rincón idílico del Pirineo.
San Félix y San Voto serían los primeros habitan­tes del Monasterio de San Juan de la Peña que había ci­mentado el ermitaño Juan de Atarés.
Con San Juan de la Peña, Aragón se ponía en pie y comenzaba no sólo la cruzada contra el Islam, sino el nacimiento de un Reino.

0.013. anonimo (aragon)

Los amantes de graus

Leyenda del pirineo

Por Graus no se pasa. Es obligatorio detenerse. Y mejor aún, ir de propio y perderse por ese medallón de recuerdos aragoneses. Allí la iglesia de la Compañía de los tiempos en que Baltasar Gracián vivía en la villa ri­bagorzana e incordiaba a sus superiores con su pluma. Y la casa de Costa, el "León de Graus". Y la de Torquema­da, de tristes recuerdos para la Inquisición...
Es preciso visitar la impresionate plaza del Ayun­tamiento, con los más maravillosos aleros que jamás se hayan colgado de un tejado. Y la desafiante basílica de la Virgen de la Peña, encaramada en esa "montaña pre­cipitante -que ha tantos siglos que se viene abajo", y que sin embargo jamás se caerá "que está atada con cadenas".
Y errar por sus misteriosas callejas varadas en el tiempo; por Barrichós, Coreche... Al llegar a Coreche, sí, deteneos otra vez. Y leed esas inscripciones repetidas: "Rodrigo ama a Marica". Es la leyenda hecha piedra, de los Amantes de Graus.
No sé por qué razón son casi desconocidos: Cono­cemos con pelos y señales los amores de Romeo y Julieta, de la Verona medieval, que poetizó Shakespea­re; los amores de Abelardo y Eloísa del París del siglo XIII, y, más cercanos a nosotros, los amantes de Teruel, Isabel Segura y Diego Marcilla que yacen juntos bajo su mausoleo que los reproduce.
¿Por qué no los conocemos? ¿Porque terminaron bien? Parece que cuando una ardiente pasión llega a consumarse felizmente, automá-ticamente pierde interés. Siempre es más fácil sintonizar con la tristeza de los otros que con sus alegrías.
No obstante, y a pesar de los siglos, en Graus se conserva intacta la memoria de sus amantes, que acaban en un final rosa. Sólo sabemos de ellos lo que nos cuenta la leyenda, con infinidad de variantes, de manera que resulta harto complicado darle forma.
Bien es verdad que hace unos años la pluma de Miguel Palau emprendió la ardua tarea de tirar por tierra la leyenda; y digo "ardua" porque gracias a Dios no lo consiguió a pesar de sus elucubraciones filológicas y epigráficas. Pero en la villa ribagorzana -de lo más culto de Aragón- la gente sabe leer muy bien y ama con pasión sus cosas y la leyenda sigue en pie.
Además, el protagonista de la leyenda, Rodrigo Mur, purifica la historia de su progenitor del mismo nombre, señor de la Pinilla, que al parecer fue un verdadero pillastre, que andaba perseguido por la Inqui­sición por tráfico de caballos en la frontera y que para congraciarse con el Tribunal y con Felipe II se vendió vergonzosa-mente y traicionó a Lanuza, intentando pren­der a Antonio Pérez refugiado en Aragón. Más tarde fue ajusticiado en Francia tras fallar su intento de asesinato del ex-secretario del Rey Prudente.
No sabemos demasiado de los dos señores de la Pinilla, padre e hijo. Pero estrujando la leyenda adivina­mos que don Rodrigo, padre, quería casar a su vástago con doña Margarita de Solano, heredera de una de las más sólidas fortunas grausinas. Probablemente los pla­nes del caballero eran reforzar la economía familiar harto resentida por su juego y por las fuertes y frecuen­tes multas resultado de las irregularidades contrabandis­tas en las que se hallaba zambullido junto con su "alter ego" el barón de Concas.
La tal Margarita, además de mucho dinero y pres­tigio, es fama que tenía una belleza deslumbrante. Cuando paseaba su figura por las calles de Graus, acompañada de sus dueñas, se convertía en un imán irresistible que atraía todas las miradas y aceleraba todos los corazones de los muchachos grausinos.
Pero sin embargo el corazón del joven Rodrigo latía por otra damita del lugar a quien había jurado fidelidad desde el primer día en que la conoció, Marieta o Marica.
Muy pronto se creó una fuerte tirantez entre padre e hijo por motivo de esos amores. Las discusiones iban en continuo aumento. Los razonamientos interesados del padre se estrellaban violentamente en el ánimo del hijo. Y al final pudo más el amor del uno que la avaricia del otro entre los dos tercos aragoneses.
Más todavía: el ardiente amor se sobrepuso por en­cima de una ancestral tradición de casamientos entre nobles; y por encima del amor a la Casa, tan arraigado de padres a hijos en el Alto Aragón e incluso hasta a la adhesión del joven a la última voluntad de su padre muerto en el exilio.
La muerte del padre no hizo sino allanar el camino que ya tenía decidido Rodrigo. Por fin, se fijaron los desposorios para un día de junio del año de gracia de 1525.
La expectación en Graus debía ser enorme: por la alcurnia de Rodrigo, barón de la Pinilla; por la justifica­ción que todos esperaban que daría a la bellísima y desairada dama de la nobleza doña Margarita de Solano que desde luego lo había intentado todo para ganarse el corazón de Rodrigo al que amaba en secreto.
Había disparidad de opiniones. Los unos aplaudían el amor y la libertad del muchorcho. Otros todavía seguían pensando que, a última hora, el buen juicio de don Rodrigo y el amor a la tradición cedería al otro afecto ante las poderosas razones que lo contra-decían.
Pero esas conjeturas eran desconocer la entereza del noble, sus profundos sentimientos y su fidelidad al amor y a la palabra dada.
Aquel día, todo Graus se apelotonaba a las puertas de la casa solariega de los Pinilla. No podían perderse ningún detalle. Querían espiar y comentar la llegada de todos los invitados, regiamente adornados, acompaña­dos de lacayos ricamente trajeados; a las damas de la más alta alcurnia ribagorzana. Querían enterarse de las músicas y los bailes y los menús y, sobre todo, del desenlace final de un acontecimiento largamente espera­do en la villa.
Cuando todos los invitados entraron en la casa pa­lacio de Rodrígo -la actualmente llamada Casa de don Carlos- encontraron a punto todas las reformas adecua­das a la nueva vivienda. En los comedores, un alto zócalo de piedra estaba cubierto de cortinillas que pare­cían esconder tal vez algún misterio.
Muy pronto se aclaró. Cuando estaban todos los comensales reunidos para comenzar el yantar, don Rodrigo se acercó a una esquina de la estancia y tiró de un cordoncillo. Todos estaban expectantes.
Ante el rubor de la novia y la admiración de los invitados se descorrieron las cortinillas del zócalo para descubrir una inscripción en los sillares que repetía una y otra vez el lema que definía la firmeza del noble grausino y daba razón de todo su proceder.
En sus grandes letras talladas y caprichosamente entrelazadas todos pudieron leer:

RODRIGO AMA A MARICA.

Y es pena pero nada más sabemos de ellos ni de su descendencia. Solamente pueden hacerse conjeturas sobre la felicidad de un matrimonio defendido con tanta pasión.
Cuando la casa solariega de los Mur, señores de la Pinilla, pasó con el tiempo a otros propietarios, los nuevos dueños quisieron hacer constar la leyenda graba­da en la piedra y dos de las inscripciones de los come­dores pasaron a la fachada de la mansión, en donde todos los visitantes pueden verlas y en donde los grau­sinos recuerdan la entereza del amor aragones, que esta vez no terminó en tragedia.

0.013. anonimo (aragon)

Las encantarias

A lo largo y ancho de todo el Viejo Continente, las gentes se han sentido subyugadas por el misterioso fenó­meno del encantamiento. Incluso los cuentos infantiles que alimentaron la fantasía de nuestra niñez se han hecho eco de damas y princesas que quedaron encanta­das esperando el beso despertador del príncipe valiente.
Y han sido de manera especial las montañas las que han cristalizado más leyendas de estos encanta­mientos, desde la Jungfrau suiza hasta las Tres Sorores de nuestro Pirineo aragonés. Y es precisamente en nuestra tierra en donde más abundan esas leyendas. Os invito, pues, a conocer a las encantarias.
No cabe duda de que la Alta Ribagorza es, por desgracia, nuestra gran desconocida. Y sin embargo, vale la pena andarla, estudiarla y quererla.
Para entrar en contacto con ellas tendríamos que acercarnos a Orri, el pueblecillo materialmente colgado de la montaña o a Escalár, que quedó abandonada dejando un reguero de leyendas; o coger el desbarre que sube a Cornudella para disfrutar de uno de los rincones más evocadores y legendarios del Altoaragón. Allí ya estamos cerca de todo: podemos subir a Iscles a probar suerte y podemos ver a las "encantarias".
Porque en un puntarrón que tiene algo así como unas clavijas, las encantarias tendían la ropa después de lavarla en el barranco: a ellas no se las puede ver, pero a la ropa tendida, sí. Y aseguran que si puedes coger una prenda de las que tienden al sol y llevártela a casa, ya no pasarás nunca penurias.
Si no queremos visitar Iscles, no está todo perdido si, en cambio nos dirigimos a Soperún, hoy abandonado y en ruinas. Hace veinte años vivían allí treinta y dos habitantes y en el siglo pasado tenía veintidós vecinos y más de cien almas. Pero lo que no todos saben es que hay dos Soperunes. Soperún significa "debajo de la roca" y los que le pusieron el nombre ni siquiera sospe­chaban la realidad que iba a encerrar un día. Y ahora viene la leyenda, o la historia o las dos entremezcladas.
Hace muchísimos años (¿cuántos?), sus vecinos vivían pacífica-mente en este rincón idílico de su monta­ña. La armonía era perfecta: armonía de unos con otros, a pesar de ser aragoneses; armonía con su paisaje y armonía interior consigo mismos que no es la menos importante. No es de extrañar que todo el mundo los envidiase. Y el que más, Pateta, el Diablo, que no podía consentir su felicidad.
Tanto es así que se dispuso a sembrar la discordia entre ellos. Un aciago día, por influencia de las encan­tarias, todos se levantaron por la mañana enemistados con todos. Empezaron a refunfuñar, a negarse el saludo, a desconfiar del vecino y a hacerse la pascua en toda ocasión que se presentaba. Y lo bueno es que todo sucedía sin razón aparente.
Ante lo insólito de la situación se reunieron las fuerzas vivas del pueblo: el alcalde, el mosen y el maestro, para examinar detenida-mente el problema que amenazaba la paz del lugar. Después de mucho cavilar y darle vueltas a la cosa cayeron el la cuenta de que era el diablo el causante de todo y decidieron atajar el mal de raíz. Se echó un bando que convocaba a todo el pueblo en la iglesia, que por cierto estaba apartada un tanto del núcleo urbano.
Un emotivo fervorían del piadoso capellán invitó a los fieles a rezar el rosario y las letanías de los santos, junto con los siete salmos penitenciales. Y conforme iban desgranando sus plegarias, sentían todos interior­mente que su corazón se deshelaba en su interior y que volvían a ser los de siempre.
A mitad del rezo, las campanas se pusieron a tañer solas, sin que nadie las tocase pues estaban todos dentro del templo y, de repente, un estruendo infernal, que lo dominaba todo, ensordeció sus oídos. Se apretujaron unos contra otros buscando cada cual su protección en el vecino. Parecía que el firmamento se venía abajo. Y, a todo esto, las campanas sin dejar de sonar.
Cuando al cabo de unos minutos angustiosos vol­vió la calma, salieron atemorizados de la iglesia. El fir­mamento continuaba en su sitio, pero no la montaña de piedra que se había derrumbado sobre el pueblo cubrien­do todas las casas con sus pedruscones.
Soperún ya no existía. Solamente, entre las ruinas, dicen que se oía el cacareo desesperado de algunas ga­llinas, Todo era desolación alrededor pero, gracias a Dios, ni uno solo de sus habitantes había muerto ya que sobre la iglesia no había caído ni la más mínima piedra.
Ese fue el final del primitivo Soperún. Sus vecinos volvieron a levantar las casas, esta vez esparcidas por el monte. Pero la montaña derribada todavía puede con­templarse en el mismo sitio en que estuvo el antiguo pueblo. Y aseguran que, en las noches invernales, aún parecen resonar las campanas de la iglesia y puede escucharse el cacareo lastimero de las gallinas debajo de las enruenas.
Pero estábamos con las entarias y su ropa tendida y robada.
Ese parece ser su don. Y es dificilísimo burlarlas por el gran poder que tienen, aunque muchas veces se ha intentado. Mientras lavan la ropa, la tienden y retozan por el prado cercano al barranco, siempre se queda alguna de guardia para proteger sus prendas. Y ¡ay del que se pone a su alcance!
La tradición únicamente nos habla de un caso, en otro pueblo ribagorzano, Castanesa, que haya salido re­lativamente bien. Las hadas viven en la "Gorga de las encantarias" que se encuentra junto al que llaman "el prado de Francher".
Hace muchos años dicen que vivía allí un mucha­cho de lo más audaz que pueda imaginarse. Montado a caballo era capaz de hacer todo lo que se le antojaba: hasta agarrar una cereza de un árbol sin dejar de galopar. El ya sabía que si conseguía una prenda recién lavada de las encantarias se haría rico. Por eso no hacía más que espiar la ocasión propicia si es que se presentaba.
Y un año, en la noche de San Juan, mientras todos los del pueblo habían ido a la fuente para sanjuanarse, él montó a caballo y se acercó sigilosamente hacia el prado de Francher que era de su propiedad.
Sí, allí estaban todas las hadas. Ya habían hecho la colada y tenían la ropa a secar. Junto a ella -como espe­raba- estaba una de ellas de guardia.
Espoleó su caballo y rápido como un rayo pasó volando junto al tendedor y agarró al vuelo unas toallas que estaban allí colgadas. La encantaria que hacía de centinela quiso correr tras él, pero nada pudo hacer ante la velocidad del caballo.

Entonces le gritó:
"¡Francher, Francher,
ya nunca pobre serás,
rico sí que te harás,
pero con caldo de gallina no morirás!"

A partir de entonces, casa Francher empezó a medrar y pronto se convirtió en una de las más fuertes del pueblo: con cuatro pares de mulas. Era la única que disponía de una alta torre fortificada para defenderse de los ladrones y aun de los ejércitos en caso de guerra.
Y de esa torre colgaban de tiempo en tiempo las toallas arrebatadas a las encantarias. Eran preciosas, de un tejido finísimo y con unos bordados primorosos y tan largas que llegaban hasta el suelo.
Sin embargo, conforme a la predicción de la encan­taria, el joven, ya de mayor terminó su vida de un modo trágico y sin guardar cama ni tomar caldo de gallina. Un día que volvía al pueblo -como siempre a caballo- tuvo que vadear el barranco. Pero bajaba una riada tan salvaje que lo arrastró con caballo y todo aguas abajo y nunca se supo más de él.

0.013. anonimo (aragon)

Las brujas de nochebuena

Leyenda del pirineo

Por la montaña aseguraban hace años que las brujas tienen un poder especial la noche de Navidad. No sabían decir por qué pero lo cierto es que tomaban todas las precauciones que estaban a su alcance para evitar que la bruja del pueblo (que nadie sabía a ciencia cierta quién era) no les jugase alguna mala pasada.
Procuraban cerrar bien todas las ventanas y entra­das posibles aunque con frecuencia era inútil ya que la bruja tenía la facultad de convertirse en algún animal, con frecuencia en gato negro, y se colaba por cualquier sitio, aunque fuese por la misma chimenea. Esa es la razón de por qué en la mayoría de las chimeneas se colocaba un "espantabrujas" que era una especie de moñaco de piedra con los brazos abiertos en cruz o una cabezota redonda y fea, también de piedra. Todavía pueden verse muchos de estos espantabrujas por las casas de los pueblecillos.
En Nochebuena se evitaba, naturalmente, dejar a los niños solos pues la bruja se los llevaba de la cuna aunque, gracias a Dios, luego aparecían en los sitios más inverosímiles, como en el tejado o en la falsa.
Y menos mal si todo se quedaba en susto ya que otras veces la bruja daba el mal de ojo al niño y entonces se iba consumiendo poco a poco porque no quería ningún alimento y podía llegar hasta morirse si no se consultaba a tiempo al adivino para poner el remedio.
En un pueblecico cercano al pico del Turbón, cuyo nombre me callo, empezaron a pasar cosas extrañas.
Y aclaro lo de "El Turbón" porque éste ha sido siempre el lugar favorito para las reuniones de brujas de todo el Pirineo. Allí acudían las noches de los viernes, volando en sus escobas para celebrar sus aquelarres, ve­nerar al diablo convertido en macho cabrío y recibir de él las órdenes oportunas para los males que tenían que provocar la semana siguiente.
En una casa, pues, del pueblo que no digo, empe­zaron a pasar cosas raras, precisamente en la Nochebue­na.
Aquél año, igual que siempre, como buenos cris­tianos todos marcharon a la Misa de Gallo, a pesar de la fortísima nevada que había caído aquella tarde y que hacía impracticables todos los caminos a la iglesia que se encontraba en la parte alta del pueblo.
Con las palas abrieron diferentes senderon desde el barrio alto y bajo y todo el lugar se reunió para la misa. Allí rezaron, canta­ron villancicos, se felici­taron unos a otros a la salida de la iglesia y to­dos los vecinos se volvie­ron a sus casas para ter­minar la Nochebuena en familia, comiendo turrón casero, hecho de almen­dras con miel y echar el último trago del día antes de acostarse.
Pero en casa del se­ñor Tomás no terminó bien la fiesta. Llegaron todos felices cantando en la noche estrellada y ha­ciéndose bromas unos a otros.
Se metieron en la cocina, echaron al fuego unas aliagas para reavi­var la llama y poder en­cender "la tronca de Navidad", la dueña fue a buscar el turrón a la des­pensa y su marido cogió el porrón y se bajó a la bodega para llenarlo de vino del toneler viejo que se guardaba para las grandes ocasio­nes.
Para llegar a la bodega tenía que pasar por la puerta de la cuadra y se le ocurrió entrar a darse una vuelta por las caballerías y echarles un pienso extra para que también ellas, a su manera, pudiesen celebrar la Navi­dad.
Pero nada más entrar en la cuadra y encender el candil, se quedó de una pieza: una mula, "Capitana" la llamaban porque era la mejor, estaba tumbada en el suelo de mala manera. Se acercó preocupado para com­probar, desolado, que no estaba dormida, sino muerta.
La repasó despacio buscando el motivo de su muerte ya que nunca había estado enferma. Después de mucho mirar observó que en el cuello, cerca de la cruz del animal, había unos arañazos insignificantes que bien podía haberse hecho al rozar cualquier clavo o astilla. Pero la mula estaba muerta y bien muerta.
Allí terminó la fiesta por aquel año: la muerte de un animal de trabajo era una auténtica desgracia en una casa de la montaña, aunque fuera la mejor casa del pueblo, como era la del señor Tomás.
Mucho tiempo se habló de aquel percance, y pre­cisamente por haber ocurrido en Nochebuena y en cir­cunstancias tan extrañas. Pero al cabo de los meses ya dejó de ser tema de conversación. Se compró otra caballería que costó sus buenos duros en la feria de Graus y para las labores del verano ya parecía haberse rehecho todo.
Nada hubo de anormal ya en todo el año y el pueblo se metió en diciembre y en la Navidad.
También aquel año acudió a Misa de Gallo todo el vecindario. El señor Tomás y su familia también, aun­que con un dejo de tristeza al recordar los acontecimien­tos del año anterior.
No había caído nieve y a la salida de la iglesia, el señor Tomás invitó a echar un trago en su casa. A los chiquillos se les pasó el sueño cuando les dijo que la "tronca" estaba encendida y aseguró que guardaba algún regalo para todos.
Felices y cantando marcharon todos, pues, a la casa que invitaba. La cocina era inmensa y habría sitio de sobras. También el mosen estaba invitado, naturalmente y como era músico se llevo la guitarra para colaborar en la juerga.
Pero la fiesta se quedó aguada. Cuando Antonier, el hijo mayor, bajó a la bodega para coger vino, subió todo desencajado llamando a su padre:
-¡Padre, baje corriendo a la cuadra, que se ha muerto Carbonero!
Carbonero era el mejor macho que tenían aquel año, capaz de tirar de un arado como si fuera una yunta de bueyes.
Los hombres bajaron en tropel a la cuadra y a la luz del candil pudieron comprobar que, en efecto, el mulo había muerto. Y el señor Tomás constató, además, que también en. el cuello tenía un rasguño que manaba un hilillo de sangre.
Las mujeres atendieron a la chiquillería y todos provocaron a la tronca para que "cagara" sus regalos, lo que hizo con generosidad. Mientras, los hombres arras­traron la caballería muerta al muladar y pronto, muy pronto, cada uno marchó a su casa ya que la del anfitrión no estaba para fiestas.
Dos años seguidos la misma historia ya les parecía demasiado. Aquello no era normal. El hecho tardó en olvidarse entre la gente del pueblo y algunos lo tuvieron presente todo el año. Quien más, quien menos, seguían dándole vueltas a la cabeza y trataban de encontrar alguna explicación.
Y así transcurrió aquel año. El macho fue repues­to ya que la casa lo necesitaba y podía, además, permi­tirse el lujo de comprar cada año una caballeria. Con esto llegó de nuevo la Navidad.
¿Irían a la misa de Gallo? El señor Tomás insistía en que sí: ¿cómo iban a dejarla precisamente cuando las cosas iban mal y más necesitaban la ayuda de Dios? Antonier propuso la solución:
-Marchaos todos a misa. Yo me quedaré en la cuadra y veremos qué pasa. Tengo mis propias ideas y quiero comprobarlas.
A los demás pareció buena la decisión y marcharon tranquilos todos, menos la abuela que ya era muy vieja y que, como siempre, se quedaba en la cama. Una vez hubieron salido, Antonier se dirigió a la cuadra. Todo parecía normal; algunos machos dormían, otros estaban terminando su pienso y pronto lo harían también.
No hacía demasiado frío en la cuadra gracias al calor animal, pero el mozo subió a su cuarto a por unas mantas. Las colocó en una pesebrera que estaba libre, se puso cerca el candil junto con la caja de cerillas y un buen garrote a mano y se dispuso a velar aquella noche.
No lo consiguió: el calorcillo y la digestión de la abundante cena de Nochebuena, regada con vino viejo, hicieron su efecto; se fue amodorrando y no tardó en dormirse. Todavía no era medianoche. Incluso dormido acariciaba el garrote que tenía al lado.
Tal vez no había dormido ni siquiera media hora cuando se despertó sebresaltado. Las caballerías estaban nerviosas y no dejaban de removerse. Algo raro parecía pasar. Antonier despabiló en un momento. A tientas tomó la caja de cerillas, extrajo una, frotó su cabeza contra el raspador de lija; el misto se encendió pero su pequeña llamarada desapareció inmediatamente como si alguien hubiera soplado. Nervioso sacó otra cerilla y al frotarla la protegió con la otra mano para que no se apagara y consiguió encender el candil.
Todos los animales estaban temblorosos, pero lo que vió le heló la sangre en las venas. A lomos de un mulo, el mejor que tenían entonces, vió un gato, negro como el carbón, que le miraba fijo con sus ojos redon­dos.
Antonier no lo dudó ni un momento: agarró fuerte el garrote que tenía al lado y lo lanzó con rabia, como un venablo, contra el gato. No lo cogió de lleno, sólo de refilón. El bicho, con un chillido lastimero dió un salto y desapareció en la oscuridad.
El mozo se levantó y se acercó a la caballería que era la víctima aquel año. Pero estaba bien; solamente asustada y sin ningún rasguño por ninguna parte. La acarició para tranquilizarla y al final lo consiguió. Poco después todos los animales dormían pacíficamente.
El que no pudo conciliar el sueño fue él. Cuando todos volvieron de misa contó lo sucedido. Estaba claro que una bruja, con sus maleficios, había intentado ma­tarles otro animal. ¿Pero quién era la bruja que se convertía en gato?
Antonier prefirió acabar la noche en la cuadra por si acaso. Pero aquel año no se murió ninguna mula ni macho.
Y el misterio se desveló a la mañana siguiente cuando todos se levantaron. La señora Pilar entró como de costumbre en la alcoba de la abuela con el desayuno y se la encontró en un quejido continuo: ¡Tenía una pierna rota con señales claras de haber recibido un garrotazo!

0.013. anonimo (aragon)

La misa del diablo

En la leyenda todo es posible. La imaginación del pueblo no tiene límites. El pueblo es poeta y capaz de inventar los más hermosos cuentos. Y a fuerza de repe­tirlos se empieza a dudar si fueron un día realidad y nos quedamos con la duda.
Esta leyenda es de las más bonitas que se cuentan por el Pirineo Oscense y vale la pena recogerla aquí.
Pues señor, érase una vez un barón aragonés que vivía allá por el siglo XIII. Le llamaban el Barón de Artal y de Puymora. Había sido un bizarro guerrero y con sus vasallos había participado en cien batallas en la interminable guerra de la Reconquista. Jamás había temblado su brazo al empuñar la espada y nunca había dado la espalda al enemigo.
Con los amigos, en cambio (y entre ellos se conta­ban todos sus soldados) fue siempre generoso y dispues­to a repartir el botín, la comida y absolutamente todo lo suyo. Por esa razón las gentes, además de admirarlo lo querían de veras.
Más que la guerra, él prefería la paz y tranquilidad de su pueblo, el paseo entre los viñedos y bosques de su hacienda, porque siempre fue pacífico y solamente el servicio del Rey le obligó a empuñar las armas. Nada tiene de raro que en cuanto su hijo mayor, heredero del título de nobleza, fue capaz de vestir armadura y montar a caballo, le diese el relevo en las armas y él se quedase en sus posesiones, lejos de la guerra.
Todavía rebosaba energía en sus cincuenta años y cuando llevaba un rato largo leyendo sus libros de caba­llerías o de historias de santos, que era la literatura de su tiempo, necesitaba desentumecer los músculos y dedi­carse a alguna actividad.
Aquel día, que resultó importante en su vida, andaba cabizbajo y abatido y no sabía con quién desfo­garse. No era para menos: No tenía noticia alguna de su hijo que había marchado con el rey Pedro I a luchar en la Provenza.
Su mujer ya no sabía qué tecla tocar para tranqui­lizarlo. El no hacía más que dar vueltas por la casa y al final decidió que lo mejor que podía hacer era desapa­recer de la escena y marcharse solo (con su caballo y su malhumor) de cacería.
Pero hasta eso le salía mal. No estaba de suerte. Había subido hasta el Carrascal Alto, se había encaminado después al Abetal y no había visto ni una mala pieza en toda la tarde. Ni un solo venablo había podido lanzar y se tuvo que volver a casa taciturno y con más nervios que cuando había salido.
De pronto, y cuanto menos lo esperaba, notó que el ramaje delante de él empezaba a removerse. Sólo podía ser un jabalí. Detuvo su caballo silenciosa-mente, desca­balgó y colocó una flecha en su ballesta. Comenzó a avanzar sigilosamente, con los ojos clavados en el ramaje que se había agitado.
Allí estaba la pieza, una preciosa jabalina acorrala­da. Artal sabía que un animal acorralado era temible y capaz de arremeter contra un ejército de cazadores, pero él confiaba en su puntería. Le pareció que la jabalina le miraba con ojos tristes, pero a pesar de todo tensó la ballesta y apuntó cuidadosamente su disparo hacia el hocico de la presa. Y héte aquí que el animal se dirigió a él con voz humana:
-No me mates y tendrás tu recompensa.
Notó que se le congelaba la sangre, el bello se le erizaba en toda su piel y que un escalofrío de pánico le recorría toda la espalda. "No me mates" había dicho la jabalina. ¡Si era incapaz de ejecutar el menor movimien­to! Estaba lo que se dice paralizado. La fiera huyó entre los árboles.

Ni supo Artal cómo llegó a casa, se quitó el pesado calzado de monte y la pelliza. Ahora estaba en el salón de la casa, hundido en un butacón y no acababa de reaccionar.
Pero las sorpresas no iban a terminar todavía.
Una especie de silbido que salía de la chimenea acompañó la aparición del mismísimo diablo en perso­na. Lo reconoció en seguida, aunque no era como él lo había imaginado siempre, sino como un caballero co­rrectísimo, limpio y bien trajeado.
Con estudiados ademanes se quitó una especie de bonete rojo que medio ocultaba unos cuemecillos retor­cidos; hizo una leve inclinación y comenzó a hablar con una voz casi dulce:
-Barón de Artal: nos hemos visto antes y le debo agradecimiento. Cuando usted ha perdonado la vida de la jabalina, no podía imaginarse que era yo.
-Desde luego que no. Y además, honradamente debo aclararle que es fácil que, de haberlo sabido, le hubiera disparado.
-Sí, pero lo cierto es que aquí estoy vivo, y que me gustaría cumplir sus deseos, sean los que sean.
-Pues mire, señor diablo. Sólo quiero una cosa si es que real-mente usted es Belcebú, y es que desaparez­ca inmediatamente por donde ha venido. No quiero tener ninguna clase de tratos con usted.
-Eso no es muy cortés por su parte. Haré como si no lo hubiera escuchado. Usted sabe de sobras que tengo muchísimo poder y quisiera complacerle en cualquier deseo que tenga. Está usted hablando con un demonio agradecido y eso se da muy pocas veces.
El Barón quedó pensativo un momento. No le parecía ofender a Dios si aprovechaba la ocasión -viniese de donde viniese- para resolver el problema que esos días le embargaba el alma; contestó pues:
-En estos momentos solamente tengo un deseo: saber algo de mi hijo que marchó con el rey Pedro a la Francia. ¿Vive todavía? ¿Qué sabe usted de él?
-El rey ha muerto en Muret. Yo estuve presente en los últimos instantes de su existencia. Pero su hijo vive, está bien y desde este momento lo tomo bajo mi protección.
A continuación cogió un tizón del hogar, el más grande y ennegre-cido que encontró y lo colocó sobre la mesa como si fuera el testigo de la palabra dada.
Hecho esto volvió a hacer una reverencia, se en­casquetó de nuevo el bonete rojo en la cabeza, se dirigió a la chimenea y desapareció como había venido. Un silbido agudo acompañó su marcha. Artal quedó anona­dado, sin capacidad de reacción. Cuando despertó de madrugada no sabía si todo había sido un sueño.
Pero no. Allí estaba el tizón sobre la mesa y, lo que era más maravilloso, convertido en oro macizo.
Estaba contemplándolo atónito cuando llegó la ba­ronesa agitadísima.
-He soñado -le dijo- que la Virgen nuestra Se­ñora se me aparecía y me pedía que construyese una capilla en su honor. Me ha asegurado que nuestro hijo vive y que muy pronto volverá a casa.
A su vez el Barón le contó su historia desde el principio sin dejar ningún detalle y señalaba el tizón para confirmarle que todo había ocurrido realmente.
Decidieron en primer lugar llamar al capellán para que echase agua bendita sobre el tizón. Así lo hizo, pero siguió siendo oro a pesar de los exorcismos.
El noble matrimonio dispuso que el oro (del que no querían aprovecharse dado su origen) sirviese para eri­gir la ermita que había pedido la Virgen: con eso les parecía que quedaría santificado.
Antes de terminar la construcción el hijo de los Artal de Puymora había regresado sano y salvo de Francia. Por deseo del Barón y en agradecimiento a su bienhechor se hizo también una fundación de misas a favor del diablo, para que fuera bueno... La ermita se llamó "Ermita del Diablo" y la misa que cada año se decía en ella, "la misa del diablo".

Leyenda del pirineo

0.013. anonimo (aragon)